Читать книгу Esther, una mujer chilena - Michel Bonnefoy - Страница 5
ОглавлениеTodo iba bien, hasta que vi a Kugler frente a mí, a escasos tres metros de distancia. Todavía estábamos todos de pie. Quedé paralizada. Casi suelto el bastón. Y cuando avanzó hacia mí con los brazos extendidos, no pude evitar retroceder un paso y levantar la mano para detener su impulso. Fue una reacción instintiva. Por suerte no había soltado el bastón. A mi edad no es fácil caminar hacia atrás. Se me vino encima todo el horror, todo el desprecio. Él cambió de inmediato su postura y estiró la mano para saludarme. No se la pude estrechar. O quizás debería decir que no se la «quise» estrechar. Divisé a Mario unos metros más allá y me precipité a abrazarlo.
Fuera de ese episodio desagradable, el almuerzo fue muy lindo, muy emotivo. Hubo abrazos, por supuesto: con la mayoría no nos veíamos hace décadas; hubo brindis, discursos, lágrimas, los comentarios de rigor sobre el paso de los años y las marcas «imperceptibles» en cada uno, no has cambiado nada, eres la misma muchacha alegre de antes y tú el mismo mateo impertinente, hubo miradas contemplativas, nostálgicas, llenas de recuerdos; hubo homenajes a los ausentes. Fue un reencuentro memorable y necesario. No se cumplen todos los días sesenta años de graduados. Justo sesenta años, porque somos la promoción del 50. No conozco la cifra exacta, pero fuimos cerca del centenar los médicos que nos graduamos ese año en la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile. ¡Con qué orgullo lo digo!
Si mis cálculos son buenos, han transcurrido, por lo tanto, 67 años desde el primer día de clases de ese espléndido grupo de futuros médicos, lunes 10 de marzo de 1943. Tengo grabado ese día en la memoria, cuando el azar ubicó a un católico (Benavente) al lado de un comunista (Mario), a un hijo de empleado de ferrocarril de Copiapó al lado de un joven atleta del Grange School, a un nazi (Kugler) al lado de una judía (yo), todos juntos en las aulas, en el anfiteatro, compartiendo los microscopios en el inolvidable laboratorio de la Escuela de Medicina de Independencia, donde vivimos siete años fundamentales.
Por ese motivo fue tan importante para mí, y supongo que para todos, ese almuerzo de ayer en el «Chez Henry» de la Plaza de Armas, donde más de uno bailó en esos años cuarenta. Quería sentarme con todos, hablar con todos, mostrarles a todos las fotos de mis nietos, preguntarle a cada uno sobre sus vidas. Había siete mesas y el desorden era total. Parecíamos niños cambiando de puestos para estar cerca de los más amigos, los que nos observábamos de lejos con lágrimas de emoción. Fue como zambullirse en una piscina de cariño, mucho cariño. Tantas anécdotas para rememorar, tantas experiencias en el recorrido profesional de cada uno de nosotros; unos más clínicos, otros en salud pública, revalidación del título en el exilio, cárcel durante la dictadura para algunos. Pero si tuviera que resumir en tres palabras la sensación que predominó la tarde de ayer, diría que ese almuerzo estuvo imbuido por un sentimiento de satisfacción por el camino recorrido.
Sesenta y siete años han transcurrido desde ese segundo lunes de marzo del año 1943, mi primer día en la universidad. Mi papá me había regalado el delantal blanco para Navidad y yo lo planché el domingo a última hora para que no tuviese tiempo de arrugarse. Mi mamá ya había muerto, si no lo habría planchado ella. Todavía vivíamos en el barrio Yungay, en la calle Libertad, lejos de la avenida Independencia, donde estaba situada la Facultad de Medicina. En aquellos años, esa distancia era lejana, a pesar de que ya existía el carro 36, un tranvía moderno en comparación con las góndolas que pasaban por la Alameda, con racimos de pasajeros colgando de las pisaderas laterales.
Libertad era una calle bordeada de ciruelos polvorientos, con poco tránsito; las veredas eran angostas, las calzadas de adoquines, las casas eran de dos pisos con paredes de adobe, frías y húmedas en invierno, todas con una puerta de madera y una ventana a cada lado de la entrada. Cada cierto tiempo repiqueteaban en el empedrado los cascos de los caballos de una pareja de carabineros, elegantes los caballos, imponentes, altos, lustrosos. También pasaba una carretela vendiendo verduras y frutas, el caballo de tiro menos reluciente, pero el vendedor más amable y comunicativo que los jinetes uniformados.
La gente se saludaba. Si alguien se cruzaba con un vecino que venía acompañado de un desconocido, la costumbre era presentar al forastero. Había un almacén en la esquina donde me mandaban a comprar harina, aceite, arroz, todo a granel. A Samuel, mi hermano, no le tocaba ir al almacén, porque a los hombres no les correspondía hacer compras; tampoco lavar platos, cocinar, planchar, hacer la cama o barrer. Él era responsable de las cuentas y de todo lo que tuviese que ver con números. Pero los tiempos estaban cambiando y a nadie en el barrio le sorprendió que yo entrara a la universidad. Todos fueron testigos de la tenacidad con que mi madre insistía en que debía sacar una carrera. Para una mujer es más importante que para un hombre estudiar, me decía, ellos siempre tendrán a la sociedad para apoyarlos en sus emprendimientos; no así las mujeres, que solo contamos con nuestras únicas propias fuerzas para salir adelante. Las vicisitudes de la vida serán siempre más, y más espinudas para ti que para cualquier varón.
Ana, mi madre, no pudo saborear el resultado de su esfuerzo. Falleció un par de años antes de que yo iniciara mis estudios universitarios. Es una de las cosas que más lamento. Cuánto le hubiese gustado verme con el delantal blanco y el estetoscopio al cuello. Murió de tuberculosis, la misma enfermedad que mataría pocos meses después a don Pedro Aguirre Cerda, a cuyo funeral asistí con mi padre y mi hermano, el 25 de noviembre de 1941. Obviamente yo no había podido votar por él por ser menor de edad, pero participé en la campaña por intermedio de mi padre, partidario del Frente Popular. Mi padre no era militante de ninguno de los partidos que integraban el Frente, ni comunista ni socialista ni radical, pero le gustaba ese maestro que prometía ocuparse de los pobres.
Mi familia no era pobre, pero se desarrolló al borde de la pobreza, trabajando duro para mantenernos a flote, apiñados los cuatro en dos habitaciones, aunque nunca faltó la parafina para la estufa, que no calentaba mucho pero daba la sensación de hogar. En las casas de los pobres el brasero apenas marcaba una diferencia simbólica entre el interior del hogar y el patio. A pocas cuadras de la calle Libertad pululaban los niños jugando descalzos en el barro. Y un poco más lejos, la miseria. Por eso, el 25 de noviembre de 1941 los tres asistimos al funeral del «Presidente de los pobres».
Además de mi condición de impúber, tampoco habría podido votar por mi condición de mujer. En 1938, cuando fue electo Presidente de la República el profesor cuyo lema de campaña era «Gobernar es educar», los hombres chilenos aún consideraban que las mujeres solo tenían capacidad mental para elegir a los alcaldes. Hubo que esperar el año 1949 para que juzgaran que teníamos la madurez suficiente para elegir al Presidente de la República, derecho que ejercimos por primera vez en 1952. Según los hombres de Chile, ni yo, ni mi madre, ni mi abuela, ni nadie de sexo femenino teníamos suficiente discernimiento para diferenciar los distintos programas políticos que proponían ellos para organizar a la sociedad.
Ese día de la elección estaba asomada en la ventana del primer piso de mi casa, sentada mirando la calle con el brazo apoyado en el alféizar, cuando vi a una mujer arengando con furia a los hombres que caminaban hacia los centros de votación. Les hablaba como se sermonea a los niños porfiados: ¡No vayan a meter la pata de nuevo! Piensen como adultos. ¡Don Pedro Aguirre Cerda es una oportunidad! Hasta que me vio en la ventana: Estos se venden por una botella de vino. Hasta ahí les llega el pensamiento, me dijo con una sonrisa cómplice. Luego volvió a dirigirse a los votantes: ¡Piensen como gente responsable, no como hombres!, y volvió a mirarme para festejar la ocurrencia.
No tenía más de trece años, pero creo que ese domingo en la mañana me hice feminista. Fue como si de repente se me hubiesen caído las ojeras de la infancia. De pronto vi claramente que las mujeres comprendían mejor que los hombres cuáles eran los problemas esenciales. Ellas paraban la olla y criaban a los hijos, parían y sufrían la opresión de los patrones y de los maridos, padres y hermanos, todos sabios en política, pero todos taponados.
Mi padre, que era ebanista, dejaba de cepillar y de esmerilar cuando escuchaba el anuncio del Repórter Esso en Radio Nacional de Agricultura. El noticiero era sagrado para él. Después comentaba las noticias con nosotros. De esa manera me enteré, por ejemplo, de las iniciativas del flamante ministro de Salud, el doctor Salvador Allende Gossens, de la inauguración del dispensario de Quirihue que se construyó para reforzar al Hospital de Chillán, que colapsó con el terremoto del 39; y también que en Chillán, al año siguiente, también a raíz del terremoto, México donó una escuela con murales que el mismo Alfaro Siqueiros fue a pintar. Mi papá, que no conocía Chillán, me describía con lujo de detalles los murales sobre la historia de Chile y de México gracias al locutor del Repórter Esso, y aprovechaba para recordarme que Siqueiros no era solamente un pintor, sino también un agente de Stalin y que había intentado asesinar a Trotsky, rusos ambos, y judío Trotsky. Esto último los conectaba a ambos con nuestro pasado de judíos ucranianos y estrechaba así el vínculo entre Chile y Ucrania por intermedio de Trotsky y el terremoto de Chillán, haciéndolos, además, partícipes de la realidad nacional. ¡Cómo no iba a estudiar medicina!
Entretanto, Pedro Aguirre Cerda impulsaba la cultura como una forma novedosa de aprovechar las horas libres, que no eran muchas para las mujeres pobres y que los hombres preferían consagrar al descanso, una actividad directamente relacionada con la chicha o el navegado, precisamente lo que pretendía combatir el Presidente con la creación de los Centros de Esparcimiento y Moralización, destinados a exhibir películas y organizar actividades deportivas y de lectura.
Yo prefería las fondas y las kermeses. Tenía dos amigas en el colegio con quienes asistía a las kermeses, a menudo con el uniforme escolar, porque íbamos directamente al salir de clases. Solo los sábados o domingos nos presentábamos con faldas de colores y zapatos de tacón grueso. Comíamos mote con huesillos y mirábamos de reojo a los muchachos que cruzaban entre los puestos de comida, los juegos de destreza, el tiro al blanco, el lanzamiento de herraduras, los sorteos y otras diversiones de la época. Las fondas eran al aire libre, entre los árboles, generalmente en los parques, pero a veces en las plazas o en una calle que cerraba al paso de los carretones. El ambiente era familiar: se comían ricas empanadas, torta de milhojas y de lúcuma, dulces chilenos, berlines, empolvados y en invierno calzones rotos y sopaipillas.
Cuando niña solía ir con mi mamá y mi hermano, a veces también con mi papá. Yo me pegaba a mi mamá mientras los varones probaban las escopetas a corcho o sacaban pecho en el callejón central con las manos en los bolsillos, siempre unos metros adelante, con la zancada dominguera, más corta que el paso del lunes, marcando siempre la dirección del recorrido. Mi mamá esperaba que voltearan hacia atrás para proponer una parada en los helados. Entonces Samuel miraba a mi papá con aire complaciente y pedíamos cuatro sabores diferentes para probarlos todos.
Cuando Ana se enfermó, solo íbamos los días con sol. No hace frío, le decían, pero ella, estoy un poco decaída; el próximo domingo sin falta. Y el próximo domingo se le había acumulado el planchado o la Quinta Normal estaba muy lejos o su tía había prometido visita y tenía que preparar sus famosos babka. La tuberculosis es una enfermedad fatigosa, para quien la padece y para quienes rodean al paciente. Por la noche, desde mi cama escuchaba la tos de mi madre; también por la mañana, cuando se encerraba en el baño a toser, y en la tarde mientras preparaba el queque para las once. Le encantaba combinar los sabores de sus raíces con el aroma de esa rama exótica donde había aprendido a cocinar charquicán y cochayuyos. Mezclaba los guisos con el mismo placer que en la literatura saltaba continentes con los autores rusos, franceses, chilenos.
Se tapaba la boca cuando le venían los accesos de tos, y cuando la atacaba con esputos, se metía al baño. Perdía peso de mes en mes. Uno de los síntomas de la tuberculosis es la falta de apetito. Ana mantenía sin embargo el ánimo alto. En la mesa comentaba con entusiasmo el último libro que estaba leyendo y lo que había aprendido sobre la guerra de Crimea o la vida en las minas de carbón de Escocia. Su mayor tormento era lo altamente contagiosa que era su enfermedad. No se asusten, decía, que el pan lo amasé con un pañuelo en la boca, como los bandidos del lejano oeste. «¿Amasaban pan?», le preguntaba mi papá tratando de hacerla reír. No, asaltaban bancos, respondía ella, pero se ponían un pañuelo en la boca para no contagiar al cajero.
Cuando murió dejamos de asistir a las fiestas populares al aire libre. Unos años después volví, pero en compañía de Kugler, Adler Kugler, que no era partidario de esas expresiones culturales donde, según él, la gente perdía la compostura, pero me acompañaba porque yo le gustaba y a mí me gustaban los eventos culturales. Con su elegancia de alemán refinado, se destacaba entre los vecinos de Estación Central o del parque Portales, donde solían organizar las kermeses a las que concurríamos. Kugler no perdía su distinción, que no sé si era decoro, apariencia o refinamiento natural. La corbata era de rigor, también la chaqueta, y a menudo el sombrero con una pluma.
Esas salidas sucedieron durante el segundo año de Medicina, cuando compartíamos práctica en el hospital J.J. Aguirre. Los dos éramos buenos alumnos y competíamos por diagnosticar con mayor precisión los cuadros que presentaban los pacientes sin exámenes. También en esas sesiones Kugler cuidaba de mantenerse impecable. Escoge enfermos que no sangran ni vomitan, murmuraban nuestros compañeros, «para no mancharse el delantal».
A mí me gustaba almorzar en los boliches que rodeaban la Escuela de Medicina, sobre todo en invierno, porque pedía cazuela, que con solo olerla me entraba calor al cuerpo, o caldillo de congrio cuando había algo que festejar. Kugler llevaba su almuerzo, preparado por su madre, que no admitía que comiese en la calle. En todo éramos diferentes. Yo no tengo más sangre chilena que Kugler, pero soy chilena y me encanta mi país y la gente que vive en él. Me fascina la fuerza y la entereza de las mujeres chilenas. Son valientes. Son luchadoras. Son macanudas.
Así eran mis dos amigas del liceo. Todavía no eran tiempos de feminismo, así que no enfrentábamos a los hombres desde una posición política, exigiendo igualdad de género o la abolición de las leyes y comportamientos discriminatorios, pero no nos dejábamos pisotear. En los años cuarenta no se podía denunciar a un profesor por acoso sexual, pero se le podía exigir respeto. Había pocos hombres que no consideraban a las mujeres como seres inferiores, pero los había, y había suficientes para que encontrásemos de quién enamorarnos… porque aún más difícil era enamorarse de otra mujer.
Una estudió Leyes y la otra Pedagogía en Ciencias Naturales. Ambas viven aún, setenta años después del inicio de esa amistad. Las tres somos abuelas y seguimos considerando que sin la emancipación de la mujer, Chile nunca dejará de ser un pueblo feudal. Hoy nos cuesta reunirnos porque necesitamos que un hijo o un nieto nos traslade, pero hablamos por celular. Ni a Alicia ni a María Eugenia les gustaba mi amistad con Kugler. «Se cree alemán», decía Alicia. «Pero si es alemán», lo defendía yo. «Peor aún», sentenciaba María Eugenia, y las tres nos reíamos como las tres colegialas que habíamos sido.
Pedro Aguirre Cerda falleció en la primavera del 41; mi mamá, en pleno invierno, una tarde gris de llovizna. Y tanto que le gustaban los atardeceres en Santiago, cuando el cielo se pone rojo, a veces violeta con franjas de nubes verdes. Siempre que podía se encaramaba en una silla en el patio para mirar las montañas por encima de la tapia y esperaba que el sol terminase de bajar para que vaya a calentar los sembradíos de remolacha, allá al norte del Mar Negro, donde los parientes la habían despedido con bailes y algunas provisiones para el viaje envueltas en un paño verde que guardaba celosamente en el baúl de su pieza. El funeral del Presidente fue grandioso porque el pueblo lo adoraba. El de ella fue más modesto, pero desgarrador.
Esa noche lloré desconsoladamente, en la mesa primero, donde nadie quiso comer; luego en la almohada, más silenciosamente, sola con mi mamá.
Mi papá y mi hermano, José y Samuel, quedaron desamparados. Tristes como yo, pero también asustados. Los hombres no están preparados para enfrentar las dificultades de fondo, las emocionales, las vitales. Saben enfrentar los problemas laborales, saben cambiar una bujía, plegar un mapa de carreteras, pero no están formados para afrontar el dolor. Los hombres quedan perdidos como niños cuando los abandonan las mujeres que los sostienen. Generalmente se derrumban y esperan, abatidos y desorientados, que otra mujer los venga a levantar, amante, madre, hermana, o por último una amiga, alguien que sepa mantenerse de pie sin apoyo.
Alicia decía que a Chile le había sucedido eso cuando falleció Aguirre Cerda: el país quedó a la deriva. El maestro se fue cuando la gente empezaba a entender eso de la educación gratuita, única, obligatoria y laica. Gobernar es educar, decía el «Presidente profesor», lo que no era una alegoría ni una parábola, sino una realidad. Aguirre Cerda fue profesor de castellano y filosofía en varios liceos públicos. Chile se había convertido en un aula de clases que súbitamente se quedó sin el profesor que le daba sentido al trabajo y al estudio. Nos quedamos sin el mentor, el forjador de la Corfo y su política de industrialización. Así también quedamos nosotros, Samuel, José y yo, cuando murió mi mamá: abandonados en la incertidumbre, más frágiles y más desprotegidos, como Chile sin su Presidente.
Mis amigas y yo éramos aún muy jóvenes y teníamos poca o nula experiencia política, pero sentíamos, o intuíamos que estábamos viviendo un período histórico en la evolución de nuestro país, que había crecido aislado del resto del mundo por una de las cordilleras más altas y escarpadas, por el desierto más árido y extendido, por un océano infinito y un sur congelado.
Pedro Aguirre Cerda había abierto el país a las ideas modernas que otros pueblos ya habían conquistado, y nuestro reto era estar a la altura de ese desafío. Cuando a Kugler se le desataba el alemán eurocentrista y menospreciaba los adelantos que estábamos presenciando en el área de la educación, yo le recordaba que en Chile hubo mujeres médicas cuando en Alemania todavía ni soñaban con darles acceso a la universidad a las mujeres: Eloísa Díaz se graduó de médica en 1886.
–Dorothea Erxleben obtuvo su doctorado en Medicina en la Universidad de Halle en 1754.
–Estás haciendo trampa. Eso fue un paréntesis.
–Lo de Eloísa también.
La discusión no subía de tono porque yo no era ni nunca he sido nacionalista. Kugler sí lo era. Le gustaba comparar a los países y destacar las áreas en que Alemania superaba a los demás, que según su criterio eran todas las importantes. Le concedía a Francia cierta superioridad en la variedad de quesos, a España el sol y a Chile las cumbres nevadas de la cordillera de Los Andes, que solía escalar. Era su deporte favorito. Disponía de un equipo para pasar la noche a tres mil metros de altura. Le gustaba subir a la Laguna Negra y acampar al borde del río Yeso. En una ocasión me invitó a un paseo al Cajón del Maipo, a una cascada. Hicimos un picnic al borde del río. Acepté sin pensarlo dos veces: no me perdía una excursión. En eso no he cambiado: me encantan las excursiones a la montaña, también al mar y también al campo, y también al borde de los ríos, y también me gustan los lagos. Todo lo que tenga que ver con la naturaleza me encanta, y mientras más salvaje, mejor.
Pero todo eso fue después, cuando ya estudiaba en la universidad. De niña me gustaba quedarme en la casa con mi mamá. Ella se sentaba en la mecedora junto a la estufa y me enseñaba recetas de sopas y platos consistentes. Así aprendí a preparar la cazuela de ave y el borsht, los porotos granados y el goulasch. Mi mamá se reía de los porotos con riendas, granos con fideos, y yo le decía que entonces con longaniza. También leíamos mucho: Ana en la mecedora y yo en el sillón junto a la ventana, cada una con su frazada para no entumirnos. Intercambiábamos los libros. Me acuerdo cuando leyó Las doce sillas, de Ilia y Petrov. Se moría de la risa pasando las páginas.
Conservaba muchos recuerdos de su región de origen, en la ladera de los montes Cárpatos; no así de la ciudad donde había nacido, Vinnitsia, al sureste de Kiev, donde su madre había tenido que viajar para dar a luz. Unos años más tarde, todavía muy niña, había vuelto a Vinnitsia camino a Odessa, donde embarcaron para migrar a América. Pero tampoco tenía memoria de esa segunda visita. Ana era incapaz de fabular sobre su pasado. Yo quería escuchar anécdotas de ese viaje extraordinario, pero ella encogía los hombros y me sonreía en silencio desde la mecedora.
Cuando Ana y su familia hicieron ese viaje a Odessa, todavía los bolcheviques no habían expulsado del Kremlin a Nicolás II, el «Zar de todas las Rusias», pero ya había estallado la Primera Guerra Mundial. Su padre decidió esperar el fin del invierno del año 1915 para emprender la travesía, a la vez éxodo y tránsito a la tierra prometida. No quiso apresurarse y correr el riesgo de quedar atascado por una nevazón en un pueblo desconocido. Ucrania no es Siberia, pero cuando hay pobreza, el frío es igual de insoportable, me explicaba Ana recordando el trabajo de atesorar leña. Tu abuelo era muy precavido. No aguantaba las ganas de conocer América, donde según los primos la riqueza estaba mejor distribuida y los judíos no vivían apartados. Pero aguantó las ganas de partir hasta el fin del invierno. Ucrania es muy linda en primavera. Algún día conocerás. Chile también es lindo en primavera, a pesar de que los aromos florecen en julio. El aromo era el árbol predilecto de mi madre.
Faltaban algunos años para que los sóviets irrumpieran en Ucrania. Todavía la capital del imperio era zarista, pero el aire ya empezaba a teñirse de rojo. Eso decía el abuelo, que le gustaba vincular su historia con la gran historia de la revolución rusa. También le gustaba sentir que provenía de un país avanzado y que pertenecía a un pueblo que había marcado la historia de la humanidad. En esa época, en Chile, todavía era impensable soñar con arrebatarles el poder a los señores de levita y sombrero de copa. Cuando llegaron a Santiago, acababa de ser elegido Presidente de la República el señor Pedro Montt, hijo de Manuel Montt, tristemente recordado por la matanza en la Escuela Santa María, en Iquique, el 21 de diciembre de 1907, donde asesinaron a miles de mineros y a sus familiares simplemente porque estaban en huelga.
En Rusia también habían matado a huelguistas en 1905, pero según el abuelo la situación no era comparable. En ambos lugares había sido una masacre salvaje, pero no era lo mismo. Nunca nada es lo mismo cuando sucede en Europa.
A pesar de la admiración que mi abuelo sentía por Europa, yo nunca establecí comparaciones ni medí la creación nacional con parámetros importados del viejo continente. Me acuerdo que tenía la ilusión de conocer Europa, como muchos, pero no consideraba ese hipotético viaje como algo indispensable para entender mejor a la humanidad. Por supuesto que Grecia, Italia, España representaban para mí buena parte de los fundamentos de Chile; también Francia, sobre todo cuando empecé a estudiar medicina; y Rusia, por la influencia de mis padres y abuelos; sin embargo nunca pensé que fuese indispensable visitar esos países para entender la idiosincrasia de los chilenos ni el orden social del país.
La profesora de Historia que tuve los dos últimos años del liceo ejerció una gran influencia sobre mí y mis amigas. Europa son las catedrales majestuosas, pero también la inquisición; nos decía, Francia es Marie Curie, Pasteur, Víctor Hugo; pero también los genocidios coloniales. El derecho y la filosofía, pero también las guerras. Europa nos obnubila, pero también nos puede quemar la retina. El abuelo no compartía su mirada crítica sobre la luz que irradiaba Europa sobre los otros continentes. Admiraba a Estados Unidos por su indiscutible capacidad de progreso, pero para él América del Norte nunca adquiriría la estatura cultural que Europa había alcanzado con tanto intercambio entre distintas civilizaciones en tantos siglos de historia.
Yo defendía la visión de mi profesora, que en lugar de alabar el Imperio Romano, admiraba Italia por el Renacimiento, por Cinecittá, por Dante Alighieri y Garibaldi, y no por las legiones y centurias de un imperio opresor. De Grecia hablaba, pero no del siglo de Pericles, sino de la resistencia a los nazis. Y a España no la mencionaba porque no es hora de hablar de Cristóbal Colón cuando en la Península Ibérica están asesinando a la gente en las cárceles franquistas, le respondió a una alumna que la interrogó sobre la nacionalidad del navegante, y tampoco es hora de hacer chistes, profirió cuando otra alumna preguntó si a Colón lo habían matado los franquistas.
Era mi profesora preferida. Nos hablaba de las luchas de las mujeres contra la opresión de los hombres en Europa y en Estados Unidos. En una ocasión en que mencionó a la Kollontái y explicó que era rusa, mis dos amigas me miraron de reojo como si yo pudiese ser pariente de la luchadora. También nos hablaba del ministro de Salubridad, Previsión y Asistencia Social del presidente Pedro Aguirre Cerda, el doctor Allende Gossens, que recorría el país en sus cruzadas contra el tifus y las enfermedades venéreas. Hablaba de ese ministro de Salud que «bajaba» al pueblo con más entusiasmo que de las campañas militares de Alejandro Magno. Entonces yo opinaba, porque de ese personaje algo ya sabía por mi padre.