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Capítulo 2

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ALEXA sintió la mirada del príncipe Rafaele y se dijo que aquel era el momento que había estado esperando. El momento de presentarse, aunque probablemente no hiciese falsa porque seguro que él ya sabía quién era. No obstante, se presentaría, empezarían a charlar y…

Volvió a centrar la atención en el hombre que tenía delante, un noble ruso cuyo linaje databa de la época de Pedro el Grande, que le estaba hablando de su tren de vapor de juguete. Alexa pensó que aquel hombre no le serviría si el príncipe Rafaele se negaba a ayudarla. Lo único que podía fingir a su lado era una sonrisa, e incluso aquello le resultaba difícil.

–¿Puedo interrumpir? –preguntó una voz masculina y profunda a su lado.

Ella esperó que perteneciese al príncipe Rafaele, pero se giró y vio decepcionada que no era él y que tampoco estaba en el lugar en el que lo había visto por última vez.

Sorprendida de que el príncipe la hubiese mirado con tanto descaro para después desaparecer, sonrió al hombre que acababa de pedirle que bailase con él.

En realidad, no quería bailar, pero pensó que tal vez sus nervios se calmarían un poco con algo de movimiento.

El príncipe la había recorrido de arriba abajo con la mirada y eso la había desconcertado y había hecho que se pusiese a sudar. Había sabido que era muy guapo, lo había visto en fotos antes, pero en persona… En persona lo era todavía más. Era más carismático, más poderoso, más sensual, más… todo.

Más alto que las personas que lo rodeaban, de hombros anchos y caderas estrechas, con el pelo oscuro y relativamente largo, la mandíbula cuadrada y unos labios perfectamente esculpidos.

Le había recordado al rey Jaeger, pero en una versión más sexy.

Porque el rey Jaeger nunca le había parecido sexy, sí poderoso e intimidante, pero jamás había conseguido hacer que el corazón se le acelerase como cuando el príncipe Rafaele la había mirado.

Alexa se sintió culpable por estar perdida en sus pensamientos y no hacerle caso al hombre con el que estaba bailando e intentó hacer algún comentario interesante.

–Siento interrumpir, lord Stanton, pero han llamado de su despacho. Han dicho algo acerca de una prueba de paternidad.

–¿Cómo? –inquirió su pareja de baile, soltándola al instante y frunciendo el ceño al hombre con el que Alexa llevaba toda la velada intentando coincidir–. Eso no puede ser cierto.

El príncipe Rafaele se encogió de hombros.

–Yo solo soy el mensajero.

Alexa frunció el ceño y lord Stanton se disculpó atropelladamente y salió de la pista de baile.

–Permítame –dijo el príncipe, tomándola entre sus brazos y acercándola a su cuerpo mucho más de lo que lord Stanton lo había hecho.

Ella tardó un momento en darse cuenta de que había hecho aquello a propósito, y de que era probable que no hubiese ninguna prueba de paternidad.

–Eso no ha estado bien –lo reprendió–. Le ha dado un buen susto al pobre lord Stanton.

–Solo porque no es la primera vez que le ocurre.

–¿En serio? –preguntó ella sorprendida–. ¿Cómo lo sabe? ¿Es amigo suyo?

–Lo sé todo, pero no, no es amigo mío.

–Pues no se va a poner contento cuando averigüe que le ha mentido.

–Es probable, pero lo primero es lo primero. Ese acento suyo no es francés, ¿verdad?

–No.

–Bien –respondió él, acercándola a su cuerpo todavía más–. Ahora ya puedo disfrutar de la sensación de tenerla entre mis brazos.

Ella contuvo la respiración, era demasiado consciente del calor del cuerpo de aquel hombre y podía notar uno de sus muslos entre las piernas. Se dio cuenta de que nunca había sentido algo tan fuerte y, automáticamente, se apartó.

Él sonrió.

–¿He ido demasiado deprisa para su gusto?

–Yo… –balbució ella, que no se había preparado para aquello–. Sí. No me gusta que invadan mi espacio personal.

En realidad, no estaba acostumbrada a que la tocasen. Su padre nunca había sido de mucho tocar y, dado que su madre había fallecido al darla a ella a luz, había sido criada por todo un cortejo de niñeras que habían ido desapareciendo de su vida antes de que ni a Sol ni a ella les hubiese dado tiempo a encariñarse. Su padre lo había hecho a propósito, para hacerlos fuertes, objetivos y distantes, como debía ser todo monarca.

Alexa todavía recordaba el día que su querida señorita Halstead se había marchado. Ella, con cinco años, había llorado hasta no poder más, lo que había demostrado que su padre tenía razón. Con el tiempo, Alexa había dejado de llorar cuando alguien se marchaba, pero después del error que había cometido con Stefano, era evidente que le había costado mucho más aprender la lección de la objetividad. Y en ocasiones todavía le preocupaba no dominarla. En especial, en esos momentos, cuando estaba intentando por todos los medios ser objetiva.

–Puedo ir más despacio, por supuesto –le dijo él, sonriendo y mirándola fijamente a los ojos.

A pesar de que se había vestido para llamar la atención, Alexa estaba tan poco acostumbrada a que la mirasen así que tardó un momento en asimilar sus palabras. Cuando lo hizo, sintió calor en la nuca. En realidad, no había pensado lo que le iba a decir al príncipe cuando por fin se encontrase con él, así que se quedó en blanco. Lo único que hacía que siguiese considerando poner en práctica su plan era el amor que sentía por su país y el deseo de apaciguar a su padre.

Porque, en circunstancias normales, jamás se habría acercado a un hombre como aquel. Y no solo por su reputación de chico malo, sino porque era demasiado masculino.

La orquesta cambió de pieza y ella pensó que el príncipe bailaba muy bien. Se preguntó cómo podía recuperar el control de la situación y sugerir que se sentasen un rato a charlar, y sintió que volvía a perder el control cuando él se acercó más y su masculino olor la invadió.

–Es usted excepcionalmente bella –murmuró el príncipe, llevándose su mano izquierda a los labios al tiempo que sonreía–. Y soltera. Dos de mis atributos favoritos en una mujer.

Procesó la pregunta del príncipe acerca de si era francesa y se apartó para mirarlo con sorpresa.

¿Acaso no sabía quién era?

Llevaba toda la noche recibiendo miradas de compasión de aquellos que sabían que era la princesa de Berenia a la que el rey de Santara había rechazado.

No era posible que él no la reconociese, pero, al fin y al cabo, llevaba diez años viviendo su vida mientras que ella no se había movido de su casa. Se le ocurrió que, dado que no la reconocía, intentaría averiguar lo dispuesto que podía estar a ayudarla con su plan sin tener que pasar la vergüenza de proponérselo directamente.

La mirada color zafiro del príncipe, enmarcada en unas espesas y oscuras pestañas, se enfrentaba a la suya con seguridad, de manera directa, prometiéndole placeres con los que Alexa jamás había soñado, la atraía como si pudiese leer sus pensamientos y adivinar sus deseos más secretos. La idea la aterró y le resultó irresistible al mismo tiempo.

Tuvo la sensación de que el príncipe sabía perfectamente lo mucho que la afectaba su cercanía, pero Alexa no tenía pensado caer en sus redes.

–¿Es siempre tan directo? –le preguntó.

–No me gusta perder el tiempo con trivialidades –le respondió él, acariciando la parte interior de su muñeca y haciendo que se le pusiese el vello de punta–. Siempre he pensado que lo mejor era decidir lo que quería e ir a por ello.

A Alexa no le cabía la menor duda.

Aunque ella, desde la muerte de su hermano, se había quedado prácticamente sin decisiones en la vida, por lo que no solía decidir qué era lo que quería ni iba a por ello.

El príncipe la hizo girar y añadió:

–Por el momento no me ha fallado –le dijo, con sonrisa lupina–. Y espero que no me falle esta vez.

–¿Me está haciendo una proposición?

Lo dijo sin pensarlo y se arrepintió. Sin duda, ninguna de las sofisticadas mujeres con las que se le solía fotografiar habría hecho una pregunta tan torpe.

Él sonrió divertido.

–Eso parece.

–Pero si ni siquiera me conoce.

–No necesito conocerla para saber que la deseo –ronroneó él en tono sensual–, pero si se siente más cómoda así, le diré que soy el príncipe Rafaele al-Hadrid. Rafe para los amigos, Rafa para mi familia.

–Ya sé quién es –le dijo ella–. Y también conozco su reputación.

Él sonrió todavía más.

–¿Cuál de ellas?

Alexa no supo cómo responderle y decidió intentar sacarle información.

–La de que no está hecho para el compromiso.

–Cierto –le respondió él–. Se me dan bien muchas cosas, pero la de ser marido no es una de ellas.

–¿Y por qué no sería un buen marido?

–Según muchas de las mujeres con las que he estado, estoy emocionalmente atrofiado, no sé lo que es el cariño de verdad, me da miedo la intimidad y soy muy egoísta –enumeró divertido–. No estoy de acuerdo con lo del cariño, porque da la casualidad de que soy muy cariñoso.

–Seguro que sí, están equivocadas.

–Me alegro de que estemos de acuerdo, pero todavía no me ha dicho su nombre.

–No.

Él arqueó las cejas y la miró con interés.

–Ni va a hacerlo –continuó–. ¿Quiere que lo adivine?

Estudió su rostro y añadió:

–Me resulta vagamente familiar. ¿Debería saber su nombre?

–Eso diría yo.

–¿Ya nos conocíamos…?

–No –respondió ella enseguida, entendiendo por dónde iba la pregunta.

Él volvió a apretarla contra su cuerpo y Alexa sintió calor.

Él sonrió sensualmente, como si pensase que la tenía donde la quería tener.

«Peligro», le dijo a Alexa su cerebro una vez más, con más firmeza, añadiendo la orden de que se retirase. No obstante, Alexa no se podía retirar porque no podía recordar el motivo. No con aquellos ojos clavados en sus labios.

La canción que habían estado bailando terminó y alguien anunció por un micrófono que iba a empezar la subasta silenciosa.

Grupos de invitados empezaron a dirigirse hacia una de las antesalas y Alexa se dio cuenta, sorprendida, de que ella seguía entre los brazos del príncipe. Intentó hacer que su cerebro se pusiese a funcionar y tardó un momento en darse cuenta de que este había tomado su mano y la estaba llevando en dirección contraria a donde iba todo el mundo.

–¿Adónde me lleva? –le preguntó.

–A algún lugar en el que podamos hablar –respondió él–. He prometido que esta noche no causaría ningún escándalo y estoy a punto de romper mi promesa.

La hizo atravesar unas puertas y salieron a un pasillo.

–Espere.

Él se detuvo al instante y la miró.

Alexa parpadeó e intentó ordenar sus pensamientos y calmar su respiración. Antes o después tendría que hablar con él a solas para hacerle su propuesta, pero su cuerpo estaba enviando mensajes confusos a su cerebro y sabía que no era el momento adecuado. Además, él no la estaba llevando a ningún sitio a hablar. Tal vez tuviese poca experiencia con los hombres, pero sabía lo poco escrupulosos que podían llegar a ser para conseguir sus objetivos.

–No le voy a besar –le dijo directamente a pesar de que jamás se había sentido más tentada a hacer todo lo contrario de lo que acababa de decir.

Él sonrió con malicia y Alexa se ruborizó.

–¿No le gustan los besos?

No demasiado, pero aquella no era la cuestión.

–No me beso con extraños.

–Aquí la única que no ha dicho su nombre es usted –le recordó él–. Y, por suerte, yo no tengo tantas reservas.

Su tono era jocoso, pero Alexa sintió que la deseaba por la tensión de su cuerpo y el calor que irradiaba. Había entre ambos algo excitante y perversamente tentador.

–Ven conmigo –la invitó el príncipe con voz ronca–. Tengo la sensación de que a tu vida le vendría bien algo de emoción.

Alexa quiso negarlo, pero aquello era tan cierto que no fue capaz. Pasaba prácticamente todo el día haciendo trabajo de oficina o en reuniones y no solía hacer ninguna actividad que la divirtiese. Una carcajada de otro invitado la sacó de sus pensamientos y volvió a dudar de si debía llevar a cabo su plan.

El príncipe Rafaele era mucho más masculino y carismático de lo que ella había anticipado, y la miraba de un modo tan seductor que despertaba todos sus sentidos.

–Ven –insistió este, alargando la mano hacia ella–. Dame la mano.

Fue más una orden que una invitación y a Alexa se le olvidó que su futuro pendía de un hilo aquel fin de semana. Se olvidó de lo mucho que había en juego.

Cedió a la tentación y le dio la mano, permitió que la llevase hasta una puerta, a una sala de lectura. Alexa miró a su alrededor y comprobó que estaba vacía, los muebles y las pesadas cortinas daban una extraña sensación de intimidad que aumentó cuando la puerta se cerraba tras de ellos.

–No estoy segura de que esto esté bien –comentó, sabiendo a ciencia cierta que no lo estaba.

Él sonrió con malicia.

–Probablemente, no.

Se acercó a ella con movimientos fluidos y cuando Alexa quiso darse cuenta había invadido su espacio personal. Ella retrocedió y chocó con la mesa baja que tenía justo detrás.

Por suerte, el príncipe la agarró por la cintura.

–¡Alteza! –exclamó ella, casi sin aliento–. Le he dicho que no…

–Me va a besar, ya lo sé –le dijo él, acercando los labios a la línea de su mandíbula y respirando profundamente para aspirar su olor.

Alexa se estremeció de deseo y sintió que se le doblaban las rodillas. Apoyó las manos en sus fuertes pectorales y pensó que el corazón se le iba a salir del pecho.

A pesar de los altos tacones, el príncipe seguía siendo mucho más alto que ella y los ojos de Alexa quedaban justo a la altura de sus labios, de los que no era capaz de apartar la mirada.

–Tienes exactamente tres segundos para apartarte antes de que te bese –le dijo él en voz baja.

Alexa se ruborizó y, sin querer, su cuerpo se inclinó hacia él.

–Estoy casi seguro de que ya han pasado cinco –murmuró el príncipe, inclinando la cabeza.

Fue un beso firme, cálido y experimentado y Alexa respondió dejándose llevar.

Al ver que no se resistía, el príncipe gimió y llevó una mano a su nuca mientras pegaba su cuerpo al de ella.

Alexa supo que no debía hacer aquello, pero no podía contener el deseo de probarlo. El calor y el olor de aquel hombre la envolvían y calaban en su piel, no podía pensar ni resistirse.

–Eso es, cielo –susurró él–, ábrete a mí.

Era la primera vez que la besaban así, y Alexa sintió todavía más calor cuando notó la lengua del príncipe entrelazándose con la suya. La inesperada sensación hizo que se aferrase a sus hombros y arquease el cuerpo hacia él, buscando más, deseando todavía más.

Notó que le acariciaba el pecho y gimió, sin preocuparle lo que estaba haciendo.

Enterró los dedos en el pelo del príncipe, lo apretó contra ella y lo oyó gemir otra vez.

Él le acarició el trasero y la apretó más contra su cuerpo.

–Sabes a miel y a néctar –murmuró, pasando los labios por su rostro para llegar hasta la oreja.

–Y tú, a menta y a calor –le respondió Alexa casi sin aliento, levantando el rostro para recibir sus besos, notando cómo sus pezones se erguían contra la tela del vestido.

El príncipe se echó a reír y ella sintió que aquello era otro afrodisiaco más.

–Ven arriba conmigo –le pidió el príncipe mientras seguía besándola en el cuello–. No puedo hacerte mía aquí, alguien podría entrar.

Aquello hizo que Alexa lo agarrase con fuerza por los brazos y lo apartase de ella.

–No podemos… Yo no… ¡Suéltame!

Él la soltó de inmediato, respirando con dificultad.

–¿Qué ocurre?

–¿Que qué ocurre? –repitió ella–. Hemos estado a punto… Yo… Yo no he venido aquí a esto.

El príncipe hizo un esfuerzo por calmar su respiración y frunció el ceño.

–Entonces, ¿a qué has venido?

Todavía alterada por la experiencia que acababa de vivir, Alexa le respondió lo primero que se le pasó por la cabeza.

–He venido a pedirte que te cases conmigo.

Desierto de tentaciones

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