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Capítulo 2

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LOS ojos de Claire se abrieron al notar la caricia de una mano. Era el jefe de su tía, el importante magnate de la banca.

—¿Cómo se encuentra? —le preguntó el hombre educadamente.

—Un poco aturdida —contestó Claire con una mueca.

El hombre sacudió su oscura cabellera.

—Necesita cierto tiempo para recuperarse de la anestesia —le aconsejó—. Cuando se haya repuesto podrá marcharse a casa.

Volver a casa… ¡Sonaba tan bien! Tanto que inmediatamente se sentó e intentó ponerse de pie. Fue entonces cuando se dio cuenta del estado en que estaba su ropa. Los vaqueros tenían manchas de polvo y alquitrán y la camisa había perdido la mitad de los botones.

Con razón el hombre la había tapado con su chaqueta. Pero al fin y al cabo, era normal que tuviera ese aspecto después de un día tan ajetreado. Sin embargo, aquel desconocido que la estaba observando penetrantemente, tenía un aspecto impecable. Y eso que se había pasado el día rescatando a damas en apuros y bebés abandonados…

—¿Dónde está Melanie? —preguntó Claire de pronto.

Se sentía culpable de haber olvidado a su hermana con tanta facilidad.

Por primera vez, el hombre pareció enfurecerse.

—Había imaginado que confiaría en mí para poner en buenas manos a su hija —dijo él con cierta impaciencia.

—¿Por qué? —le desafió Claire—. ¿Solo porque mi tía Laura trabaja para usted?

La espalda robusta del banquero se puso rígida. Y aquel movimiento le afectó a ella de inmediato.

—El hecho de que me haya recogido de la calle y me haya traído hasta aquí en vez de haberse marchado a Milán no le otorga mi confianza —exclamó Claire, poniéndose de pie temblorosamente.

—Madrid —la corrigió ausentemente el banquero.

¡Como si eso tuviese mucha importancia!

—No lo conozco de nada —continuó Claire—. Pero podría ser perfectamente uno de esos tipos raros que se aprovechan de las mujeres jóvenes e inocentes en situaciones difíciles.

Lo que acababa de decirle era algo realmente duro. Sobre todo, teniendo en cuenta todo lo que había hecho por ella a lo largo del día. El hombre frunció el ceño, y Claire se arrepintió de sus palabras al instante.

Ella iba a disculparse, pero el magnate la interrumpió.

—Debe de ser muy joven, seguro que no tiene más de dieciocho años. Y está claro que está en apuros. Cualquiera que la vea puede darse cuenta de que las ojeras y la cara de cansancio no se deben a un leve accidente de tráfico. Pero lo que no creo es que sea una criatura inocente, habiendo dado a luz a una niña, señorita Stenson. Es completamente imposible.

Era evidente que el hombre había cometido dos errores. El primero al pensar que solo tenía dieciocho años. Y el segundo creyendo que Melanie era su hija.

La tía Laura no se había molestado en darle ninguna explicación. Entonces, ¿quién se creía que era juzgando de ese modo a las personas?

—No tengo dieciocho años, tengo veintiuno —sostuvo Claire furiosa—. Y Melanie no es mi hija… es mi hermana. Nuestra madre murió dos semanas después del parto. Y si usted no hubiera mandado a mi tía a solucionar asuntos urgentemente, ella misma se lo estaría explicando todo. Por lo tanto, por favor no me insulte. Si soy inocente o no, no es algo de su incumbencia.

Antes de que él pudiera responder, se abrió la puerta y apareció una enfermera con Melanie en brazos.

—Oh, veo que está despierta —comentó la mujer sonriendo, ajena al enrarecido ambiente.

Se acercó a la cama y depositó suavemente al bebé en el regazo de Claire.

—Le hemos dado el biberón, la hemos cambiado el pañal y sobre todo la hemos estado mimando —prosiguió la enfermera—. Por lo tanto, no tiene que preocuparse por su bienestar en las próximas horas.

—Gracias —murmuró Claire educadamente—. Han sido ustedes muy amables.

—No hay de qué —respondió la enfermera—. Cuando se encuentre bien puede abandonar el hospital.

Dio media vuelta y se marchó cerrando la puerta y dejando tras de sí el ambiente hostil de antes.

Como Claire no podía hablar ni apenas respirar, se entretuvo comprobando como estaba la pequeña. Como la enfermera le había asegurado, Melanie estaba encantada. Claire le acarició su suave mejilla con la mano izquierda.

—Lo siento —se disculpó el hombre de pronto—. Por… el altercado de hace unos instantes. No tenía ningún derecho a hacer comentarios sobre su vida o su comportamiento moral. Me siento avergonzado.

Claire aceptó sus disculpas asintiendo con la cabeza.

—¿Quién es usted? —preguntó ella—. Quiero decir, ¿cómo se llama? Es ridículo pensar que llevamos todo el día juntos y todavía no sabemos como nos llamamos.

—¿Tu tía nunca te ha hablado mí?

—Solo me ha dicho que trabajaba con el presidente de un banco mercantil.

El hombre pareció desconcertado por sus palabras.

—Me llamo Andreas Markopoulou —se presentó él—, y soy griego.

Claire asintió con la cabeza.

De nuevo se hizo el silencio, pero ahora era menos hostil. Sin embargo, no resultaba menos embarazoso. Era todo muy raro, como si fuera un sueño.

Luego, él se dirigió hacia el otro lado de la cama.

—Quizás sea mejor que nos vayamos —sugirió el hombre finalmente.

—Oh, sí —contestó Claire, dispuesta a sujetar al bebé con el brazo sano.

Pero él se anticipó.

—Yo la llevaré —insistió el hombre, tratando de no herir sus sentimientos—. Puede que te venga bien llevar otra vez mi chaqueta. Está oscureciendo y hace frío fuera…

Claire asintió y él se quitó la prenda y se la puso sobre los hombros. Tomando a Melanie en brazos, el hombre sin más palabras acompañó a Claire a la salida del hospital.

Como muy bien decía él, hacía frío. Sin embargo, tras un par de segundos apareció su coche del que salió un chófer uniformado.

Saludó al banquero con el sombrero y abrió la puerta trasera invitando a entrar a Claire.

Una vez acomodada, tardó unos instantes en recuperar el aliento por el esfuerzo que aquello había supuesto para sus costillas contusionadas. Entonces fue consciente del lujo que la rodeaba: la tapicería de cuero y toda la parafernalia de mandos y aparatos de telecomunicaciones.

Era todo muy decadente, muy Andreas Markopoulou, se dijo a sí misma Claire, mientras su acompañante se sentaba a su lado, sin Melanie

—No te preocupes por la niña —dijo Andreas anticipándose a su preocupación—. Está perfectamente.

Y alzando la ventanilla que dividía el compartimento de los pasajeros con el del conductor, Claire se inclinó con cuidado. Allí estaba Melanie, sentada en un asiento de coche especial para bebés al lado del chófer sonriente.

¿Habían comprado un asiento de coche exclusivamente para Melanie?

—No deberías haberte molestado —repuso Claire—. Ya has hecho bastantes cosas por mí.

—No tiene importancia —comentó Andreas, mientras elevaba la luna de nuevo.

Claire estaba acomodándose en su sitio cuando la asaltó una idea.

—El asiento no es nuevo, ¿no es cierto? —adujo ella—. Se lo habéis pedido prestado a alguien, ¿verdad?

«¡Ojalá lo hayáis pedido prestado!», pensó Claire fervientemente.

La mirada que le dirigió Andreas fue toda una respuesta.

—Pero, ¡menudo gasto! —exclamó Claire—. No voy a poder pagártelo.

—No esperaba que me lo pagaras —sostuvo Andreas.

Era evidente que para él ese gasto no suponía ningún esfuerzo económico. Y como si le aburriera hablar del tema, el hombre miró por la ventana como se deslizaba el coche por la calle.

Pero Claire no se iba a dar por vencida.

—Le diré a mi tía que te devuelva el dinero —insistió ella.

—Olvídalo —dijo Andreas.

—Pero no quiero olvidarlo —estalló Claire—. Detesto que me mantengan.

Con arrogancia, Andreas ignoró sus palabras.

—Abróchate el cinturón de seguridad —le sugirió el hombre—. El asiento ya está comprado, cualquier discusión es inútil.

Claire se dispuso a abrocharse el cinturón, con la cabeza baja. Nunca nadie la había intimidado tanto en su vida, ni siquiera la tía Laura.

—No puedo permitirlo —exclamó ella al cabo de unos segundos, con lágrimas en los ojos.

Con un gesto lleno de gracia, Andreas se inclinó y tomó el cierre de la mano temblorosa de Claire y con cuidado de no lastimarla lo enganchó correctamente.

Cuando Andreas levantó la mirada, vio que ella estaba llorando y dio un suspiro.

—No te molestes por mi forma de actuar. No estoy acostumbrado a dar explicaciones sobre lo que hago. La culpa es mía…

—Sí, pero no deberías haber comprado…

—Lo hecho, hecho está —adujo Andreas, tratando de dominar su impaciencia.

Con un tono más suave prosiguió, cambiando de tema.

—¿Cómo está tu muñeca?

Claire se miró la escayola y notó un dolor persistente alrededor del pulgar.

—Bien, gracias —mintió ella.

Le dolían terriblemente el brazo, la cabeza y las costillas. Cerró los ojos y trató de relajarse. Estaba tan agotada que se habría quedado durmiendo durante todo un año. Pero no iba a poder dormir. Tendría que ocuparse de la niña con la escayola y todo.

La sugerencia de la tía Laura le estaba tentando por momentos. De pronto abrió los ojos espantada.

—¿Qué ocurre? —preguntó Andreas alarmado.

—Nada —respondió ella sacudiendo la cabeza.

¿Cómo le iba a contar que la alta ejecutiva que trabajaba con él estaba dispuesta a deshacerse de su propia sobrina antes que a ayudarla? La tía Laura era mala, una mala persona.

Claire se sorprendió de haber barajado de nuevo la idea de dejar a Melanie en adopción.

La ojeras de su rostro se volvieron más pronunciadas: los problemas seguían cerniéndose sobre su futuro.

Entonces Claire empezó a pensar en otras cosas. De pronto fue consciente de que la zona de Londres que estaban recorriendo le resultaba familiar. Ella había vivido allí hacía unos tres años.

Pero aquello estaba realmente lejos del East End en el que vivía ahora. Sus ojos se encontraron con los de Andreas Markopoulou que la miraba ansiosamente.

—Por aquí no se va a mi apartamento —comentó Claire obviamente.

Los ojos negros del griego no pestañearon.

—No —respondió él—. Vamos a mi casa.

Su casa… Claire trató de poner en funcionamiento el sistema de alarma de su cerebro.

—Entonces, el chófer te va a dejar a ti primero, ¿no es cierto? —adujo ella.

—Vamos todos juntos a casa —repuso Andreas.

—Pero, ¿para qué? —preguntó Claire—. ¿Acaso estará mi tía allí?

Andreas la miró a los ojos unos instantes sin contestar. Claire se fijó en que el hombre era realmente atractivo. Tenía unos rasgos marcados y una piel muy bonita. Era una pena que estuviera cubierto siempre de una fría máscara de indiferencia…

Luego ella pestañeó y se dio cuenta de que no la había respondido. Se encontró con que Andreas era plenamente consciente de sus pensamientos. Y lo peor era que no le importaban en absoluto.

No es que fuera distante, sino que estaba encantado de serlo. Claire sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo.

De pronto, el coche se paró.

—Ya hemos llegado —anunció Andreas inclinándose para desabrocharle el cinturón de seguridad

De inmediato, Claire notó cómo se le aceleraba el ritmo cardíaco tratando de separarse de su contacto.

—No tengas miedo —le susurró él al oído—. No debes temer nada de mí.

—¿No? —repuso Claire.

Ella deseó que aquello fuera posible. Una hora antes lo habría podido creer. Pero ahora, aquel hombre había logrado alterarla, produciéndole cierto malestar.

Nikos, el chófer, abrió la puerta y le ofreció su ayuda para salir. Sintiéndose confusa ignoró tercamente su ofrecimiento y bajó del vehículo por sus propios medios. Aquello le costó caro: súbitamente sintió todo tipo de dolores y tuvo que asirse al maletero para no caer.

Podía reconocer esa calle y los alrededores. Ese lugar se encontraba varias calles más arriba de la residencia donde solía vivir cuando vivía su padre. No obstante, aquella parte de Holland Park era mil veces más distinguida.

Por lo menos, ya sabía donde estaba si tenía que salir corriendo. Con ese consuelo, observó como el chófer sacaba a Melanie de su asiento y se la entregaba a Andreas Markopoulou.

El bebé estaba feliz, envuelto en una mantilla que le había tejido amorosamente su madre durante el embarazo. Sin saber por qué y en ese preciso momento, sintió un ataque de posesividad. Entonces arrancó a la niña de los brazos del hombre.

Puede que él notara su resentimiento porque se volvió y dijo:

—¿Estás bien?

«No», pensó Claire, «no estoy bien. Quiero que me des a mi hermana y que podamos marcharnos a casa. Porque mi instinto me dice que no me fíe de ti».

Tía Laura…, tía Laura… le canturreaba el cerebro a Claire, tratando de usarla como excusa por estar en aquella casa.

En cuanto llegaron a la entrada abrió la puerta una señora regordeta con una cálida sonrisa en los labios. Tenía el mismo color oscuro de pelo que el chófer. En cuanto vio a Melanie soltó un grito de alegría y se puso a batir palmas antes de recibir al bebé.

—Es Lefka, mi ama de llaves —le informó Andreas Markopoulou mientras dejaba a la cría en brazos de la mujer—. Como verás, está encantada de cuidar a Melanie, mientras estés aquí.

—Pero… —Claire comenzó a protestar.

El ama de llaves empezó a hablar en griego y se dirigió con la niña hacia el interior de la casa.

—¡Habitualmente tiene muy buenos modales, no como hoy! —comentó Andreas secamente.

Luego, el banquero invitó a Claire a entrar en la mansión.

El interior era aproximadamente como se lo había imaginado ella. Era un lugar amplio y cálido, decorado con una mezcla de estilos clásico y moderno.

Unas manos diestras retiraron la chaqueta de sus hombros. Claire miró a su alrededor.

—Gracias —murmuró, a pesar suyo, puesto que sin la prenda se encontraba incómoda.

Cuando atravesó el vestíbulo deseó con toda su alma encontrar a la tía Laura en el salón contiguo.

El estudio del banquero era realmente acogedor, con el fuego encendido en la chimenea y las paredes forradas con madera de roble. Paseó la mirada por toda la estancia, pero no había ni rastro de la tía Laura.

Tras Claire la puerta se cerró. Ella se lanzó contra Andreas.

—¿Dónde está mi tía?

—Yo nunca te dije que tu tía estaría aquí —repuso él echando chispas con la mirada.

El despacho estaba presidido por una mesa perfectamente ordenada.

Pero Claire no estaba segura de lo que había dicho realmente. No obstante, había tenido la sensación de que se la encontraría allí.

—Entonces, ¿por qué nos has traído aquí? —le preguntó ella desconcertada.

Andreas estaba de pie junto a su escritorio y se había puesto a manejar un ordenador portátil. Dejó de mirar la pantalla para fijar sus ojos en los de Claire. A ella se le pusieron los pelos de punta.

—Pensé que era algo evidente —repuso él, volviendo su mirada al portátil—. Estás hecha una pena, francamente. Y no puedes ocuparte de ti misma y menos aún de un bebé. Por eso te quedarás aquí conmigo.

—Pero, yo no quiero quedarme —exclamó Claire, horrorizada.

—No era consciente de que tuvieses otra opción —prosiguió Andreas.

Pero, ¿quién se creía que era?

—Esto no es asunto tuyo —repuso Claire—. Ya nos las arreglaremos. Mi tía…

—Tu tía —la interrumpió Andreas—, está fuera del país. Y además, los dos sabemos muy bien que sería capaz de romperte la otra muñeca antes de ser tu doncella. Por eso, creo que lo mejor es dejarla fuera de juego. ¿No te parece?

Fuera del país, y fuera de juego…

—Pero, ¡eres tú quien decide si va o viene! —concluyó ella confusamente.

Andreas ni siquiera se dignó a darle una contestación. Dejó de interesarse por lo que aparecía en la pantalla del ordenador portátil y lo cerró de golpe. Concentró su atención en lo que estaba diciendo Claire.

Ella aún estaba de pie, con semblante pálido y perplejo. Andreas dio un suspiro.

—Veamos… —comentó él—. ¿Por qué no nos sentamos? Y además voy a llamar a la cocina para que te traigan algo de comer y beber. Llevo toda la tarde contigo y lo único que has tomado es un par de sorbos de agua.

Pero Claire no tenía la intención de aceptar nada de ese hombre hasta saber cuales eran sus intenciones.

Sin embargo, estaba sedienta y tenía frío y en aquel momento sería capaz de matar a alguien por llevarse algo al estómago.

—Una taza de té me sentará bien —accedió finalmente—, por favor…

Entonces, como había cedido ante un capricho, tuvo que ceder ante el siguiente. Mientras Andreas hablaba por teléfono, Claire se acomodó en uno de los asientos de terciopelo rojo que estaban situados ante el fuego de la chimenea. Al sentarse le había dolido todo el cuerpo. De pronto le apeteció como nunca tomar un largo baño con sales aromáticas.

Pero eso no iba a ser posible, se dijo a sí misma mirando la escayola del brazo. Los médicos le habían aconsejado que no se mojara y que para bañarse la cubriera con un plástico.

Mientras notaba lo cómodo que era el asiento de terciopelo, se quedó pensando en que iba a necesitar ayuda para hacerlo. ¿Cómo se las arreglaría para desvestirse, lavarse y secarse? ¿Cómo iba a llevar a cabo todos esos actos cotidianos tan insignificantes hasta entonces?

—Claire… —la llamó una voz grave.

Ella abrió los ojos. Puede que se hubiera quedado dormida. No estaba segura. Lo único que sabía era que por fin estaba cómoda y caliente. Cuando volvió la mirada se encontró con unos insondables ojos negros.

—Siento molestarte pero Lefka necesita saber cómo le preparas el biberón a Melanie —dijo Andreas.

¿El biberón de Melanie…? ¡Cielo santo! Se había vuelto a olvidar del pobre bebé otra vez.

Sin pensárselo dos veces se puso de pie.

—¡Aaah! —exclamó Claire sintiendo el dolor recorrerle los huesos.

Entonces, Andreas acudió en su ayuda. Con sus finos dedos ciñó la cintura de la joven y la sujetó mientras ella se recuperaba después del intenso dolor.

—¡Cabezota! —murmuró él, furioso.

—Calla, por favor —replicó ella, quejándose por su respuesta inoportuna.

A continuación, se hizo el silencio. Lo único que se oyó fue la lucha de Claire con su propio cuerpo. Cuando por fin se sentó, estaba exhausta como una flor marchita. Se quedó quieta unos instantes, hasta que fue consciente de otras cosas. Como la firmeza del pecho de Andreas bajo su mejilla, haciendo de almohada. O lo delgada que era su cintura a la que se agarró con la mano sana. Era un hombre alto, cálido e increíblemente fuerte. Su cuerpo atlético desprendía un delicado aroma a especias, que resultaba de lo más embriagador.

—No deberías responderme —gruñó Andreas.

Entonces se desató la tormenta.

—Ya estoy bien —sostuvo Claire, deshaciéndose de su ayuda.

Andreas la dejó ir quedándose a la zaga por si volvía a hacer una estupidez.

—El biberón de Melanie… —repitió ella—. No tengo biberones, ni tetinas, ni leche en polvo. Necesito ir a casa.

—Aquí tenemos todo lo que necesitas —le aseguró Andreas.

¿Qué quería decir con eso? Claire vio venir otra discusión.

—No me digas que has comprado todo tipo de complementos necesarios para un bebé cuando adquiriste el asiento de coche para Melanie… —prosiguió Claire con un profundo suspiro.

Andreas no se dignó a contestarla.

—Te llevaré a la cocina para que le des instrucciones a Lefka —repuso él.

Claire pensó que hablar con ese hombre era como tratar con un tanque acorazado. Pasaba por encima de cualquier obstáculo que se pusiera en su camino.

—Vayamos —accedió ella, otorgándole la pequeña victoria.

Todo fuera por el bien de Melanie, pensó Claire mientras caminaban hacia la parte trasera de la casa.

La cocina era como el sueño de toda ama de casa. Estaba amueblada toda de madera y tenía baldosas de cerámica en el suelo. Había varios pucheros que desprendían un olor de lo más estimulante para el estómago hambriento de Claire.

Junto a la cocina había una mujer morena de su misma edad aproximadamente. A sus pies estaba Melanie en una cuna de viaje. Cuando Claire se acercó para ver a la niña, ella se retiró silenciosamente.

Melanie estaba bien despierta, observándolo todo a su alrededor. La habían cambiado y llevaba puesto un nuevo pijama de color rosa pálido, que ponía en evidencia su piel y sus cabellos morenos.

No había nada en ella que recordara a su madre, pensó tristemente Claire, cuyos ojos se inundaron de lágrimas. No podía evitar esa reacción cuando se acordaba de la muerte de su madre.

—Por favor, necesito tomarla en mis brazos —pidió Claire a Andreas—. ¿Puedes dármela?

Su sentido común le impidió agacharse y sujetar al bebé por sí misma.

—Por supuesto —respondió él.

Y con suma agilidad se inclinó y tomó a la niña para entregársela a su hermana.

—¿Podrás con ella? —preguntó Andreas—. No deberías poner peso sobre las costillas.

Claire miró a su alrededor. Decidió sentarse en una silla y apoyar luego el bebé contra la mesa de la cocina.

En efecto, Melanie se instaló en su regazo de ese modo. Al verla así, Claire dio un profundo suspiro y acercó su cara a la mejilla aterciopelada del bebé.

Ante esa escena, era evidente que Claire quería con locura a aquella niña.

Y Andreas Markopoulou no estaba ciego. Sin embargo, estaba observando a la hermana mayor de forma sorprendente.

Parecía estar enfadado, sí, pura y simplemente enfadado.

—¡Ah, ya está usted aquí! —exclamó Lefka al ver a Claire, cuando entraba en la habitación.

Al verla con Melanie en sus brazos, el ama de llaves esbozó una cálida sonrisa.

—Usted quiere a la niña —prosiguió Lefka, exponiendo un hecho incuestionable—. Eso está muy bien, porque es un verdadero ángel. Me ha robado el corazón.

Claire tuvo la sensación de que estaba siendo sincera, por la forma en que estaba mirando a Melanie.

—Pero no estará contenta conmigo si no le doy el biberón en seguida —continuó Lefka—. Por favor, explíqueme como lo hace usted. Mi hija Althea la sostendrá mientras tanto.

Cuando Claire salió de la cocina, convencida de que Melanie estaba en buenas manos, había tomado una decisión.

Fue en busca de su anfitrión. Lo encontró sentado en el despacho tecleando el portátil que estaba sobre la mesa y atendiendo el teléfono al mismo tiempo.

Como ya había oscurecido, las cortinas de raso rojo estaban cerradas. Varios puntos de luz estratégicamente dispuestos no llegaban a empañar el brillo del fuego en la chimenea.

Cuando Andreas alzó la mirada y la divisó, Claire se dio cuenta de que el ambiente del estudio había realzado el tono mediterráneo de su piel y había suavizado los ángulos de sus facciones. Parecía más joven… y menos intimidante que cuando le vio por primera vez.

—He pensado que me voy a quedar —le anunció Claire.

La novia del millonario

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