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Capítulo 1

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Caroline caminaba de un lado a otro de la suite de dos habitaciones. Se acercó a la ventana que supuestamente debía tener vistas al famoso Puerto Banús, pero no vio nada. Se alejó nuevamente y miró su reloj de pulsera impacientemente.

Las nueve. Su padre había dicho a las siete. Le había prometido que estaría a las siete. Había dicho que solo iba a dar un paseo antes de cambiarse para ir a cenar, para ver cómo había cambiado el lugar.

Su padre adoraba Marbella. En una época habían pasado casi todos los veranos allí, así que ella comprendía su deseo de volver a ver todo aquello, pero no su negativa a dejar que ella fuera con él.

—No seas pesada, Caroline —le había dicho cuando había visto que insistía—. No necesito que me lleven de la mano, y desde luego, no me hace falta un perro guardián. Demuéstrame un poco de confianza, por Dios. ¿Acaso no te he prometido portarme bien?

Así que había decidido demostrarle un poco de confianza. ¿Y qué había logrado? Caminar nerviosa de un lado a otro, como si fuera una madre preocupada.

¿No le fallaría, verdad? Pero… ¿Dónde estaba?

Hacía horas que se había marchado, y ya se sabía lo que podía pasar si se lo dejaba a sus anchas.

¡Como hubiera dado rienda suelta a su maldito hábito, no lo perdonaría!

Recogió su bolso y salió de la habitación. Llamó al ascensor.

Ella odiaba aquel lugar, los recuerdos que le evocaba…

Hacía siete años de su última visita, recordó Caroline cuando se abrieron las puertas del ascensor. Siete años desde que se habían visto obligados a marcharse humillados, y con el corazón destrozado, jurando no volver jamás.

Sin embargo, allí estaban, no solo de vuelta en Marbella, sino en el mismo hotel. Y una vez más tenía que ir a buscar a su padre al lugar al que menos quería ir.

El maldito casino. Allí, su padre podía causar un gran daño en un corto espacio de tiempo.

¿Cuánto tiempo hacía que faltaba? Dos horas por lo menos. En dos míseras horas podía perder un montón de dinero.

Como había ocurrido la última vez.

Sintió náuseas. Caroline se apoyó en la pared del ascensor cuando las puertas de este empezaron a cerrarse. Una mano se interpuso para que volvieran a abrirse. Entró un hombre alto y moreno, con aspecto de español, vestido con un esmoquin negro y una pajarita.

—Disculpe que la haya retrasado —murmuró en inglés. Se dio la vuelta, le sonrió y le clavó la mirada.

—Está bien —contestó ella, y bajó la vista, para no alentarlo a que la siguiera mirando.

Sabía que la seguía mirando. Le pasaba a menudo. Era rubia, delgada pero con curvas muy femeninas, de piernas largas… Atraía las miradas masculinas. Y el extraño era apuesto, pensó ella.

Pero no estaba de humor como para ponerse a charlar en un ascensor. Aunque la verdad era que hacía mucho tiempo que no dejaba que se le acercara un hombre…

Desde Luis. Allí, en Marbella.

Pero no quería recordar aquello tampoco. Marbella parecía tener el poder de los recuerdos. Y aquel hombre moreno se parecía mucho a Luis, como para tener alguna oportunidad con ella.

Se alegró de que la puerta se abriese y de poder escapar de allí sin tener que conversar. Y se olvidó de él inmediatamente, concentrándose en su problema anterior.

El hotel era uno de los mejores de Puerto Banús. Hacía años había tenido un esplendor que había atraído a cierto tipo de huéspedes, muy selectos, entre los que se habían encontrado su padre y ella.

Pero acababan de reinaugurar el hotel, después de un largo período de arreglos hechos por los nuevos dueños, y aunque todavía conservaba el orgullo de ser uno de los hoteles más exclusivos del enclave turístico, mostraba su cartel de cinco estrellas con más discreción y elegancia.

Y la gente era diferente, menos rígida y consciente de su status, aunque no dudaba de que si se alojaban allí era porque podían pagar su alto precio.

Pensó en cuánto había cambiado ella en aquellos siete años. Entonces no se le hubiera ocurrido cuestionar el precio de una suite de hotel. La habían educado para lo mejor, sin pensar en el precio.

Ahora no solo pensaba en el precio, sino que se preguntaba cuánto tiempo iba a tener que trabajar para pagarlo.

De hecho, el dinero era una obsesión para Caroline en aquel momento. O más bien la falta de ello, junto con la necesidad constante de alimentar al monstruo en el que se había convertido su casa familiar.

Frunció el ceño mientras buscaba entre la gente la figura alta y delgada de su padre.

Durante dos siglos había habido miembros de la familia Newbury viviendo en Highbrook Manor. Pero las posibilidades de que siguieran estando allí los Newbury dependían de lo que estaba haciendo su padre en aquel momento precisamente.

Caroline atravesó el edificio y fue a preguntar a recepción si su padre había dejado algún mensaje.

No había dejado mensaje alguno.

Fue a comprobar que no estaba en ninguno de los bares de los salones, con la débil esperanza de que se hubiera quedado charlando allí y hubiera perdido la noción del tiempo.

Su corazón empezó a latir más intensamente, porque sabía que solo podía estar en un lugar.

Tomó una escalera que bajaba. Aquello necesitaba un coraje especial, que solo alguien que la hubiera conocido hacía siete años podía comprender. Cuando llegó abajo, le temblaban las piernas. Prácticamente no había cambiado nada. Seguía teniendo un cartel anunciando el gimnasio, los salones de belleza y la piscina cubierta.

Seguía teniendo un par de puertas a la derecha, que estaban firmemente cerradas como para mantener cuidadosamente oculto de ojos inocentes lo que pasaba detrás de ellas.

Pero el cartel que colgaba de las puertas no era inocente: Casino.

Un lugar donde la excitación compulsiva y la desesperación se daban la mano, y donde una carta o un dado tenían el potencial de salvarte o hundirte.

Si se había rendido a sí mismo, estaba segura de que lo encontraría detrás de esas puertas, pensó, mientras daba un paso al frente.

—Se sentirá decepcionada —dijo una voz.

Caroline se dio la vuelta, sorprendida, y descubrió al extraño con quien había compartido el ascensor. Alto, moreno, indiscutiblemente atractivo…

Caroline volvió a sentir un vértigo en el estómago, puesto que se parecía terriblemente a Luis. Era de la misma edad, la misma constitución física, el mismo color de piel y de pelo, típicamente español.

—¿Cómo dice? —dijo ella.

A Luis también lo había conocido allí, en ese lugar del edificio.

—El casino —el hombre hizo un movimiento de cabeza en dirección a las puertas—. No abre hasta las diez. Llega demasiado temprano.

Instintivamente miró el reloj. Eran las nueve y cuarto. Aliviada, sonrió al extraño.

Ahora se sentía culpable. Por no confiar en su padre, por estar enfadada, por pensar lo peor de él.

—¿Le apetece tomar un vaso de vino en el bar del salón? —la invitó el extraño.

Caroline se puso colorada, dándose cuenta de que el hombre había malinterpretado su sonrisa.

—Gracias, pero estoy acompañada —le informó, y se dio la vuelta hacia la escalera.

—Por tu padre, sir Edward Newbury, ¿quizás?

Caroline se detuvo.

—¿Conoces a mi padre?

—Nos conocemos —sonrió él, con una sonrisa enigmática, como si supiera algo que ella ignorase—. Lo acabo de ver —agregó—. Cruzó el edificio rumbo a los ascensores, hace unos minutos. Parecía estar en un apuro… —volvió a sonreír burlonamente.

Ella se sintió incómoda.

—Gracias —dijo ella cortésmente—. Por decírmelo —se dio la vuelta nuevamente y se alejó de él.

El hombre le sujetó la muñeca.

Ella se sobresaltó.

—No te marches corriendo —murmuró él—. Realmente me gustaría conocerte mejor.

Su voz era agradable, pero el que le hubiera sujetado la muñeca había sido una intrusión, y hubo algo que la alertó, porque estaba segura de que si intentaba soltarse, él la sujetaría más fuertemente.

No le gustaba aquel hombre, pensó. Ni su atractivo físico, ni su encanto, ni su confianza en sí mismo, ni que usara la fuerza para detenerla.

Ni aquella sensación de que hubiera estado espiando sus movimientos. Ni que ella se sintiera vulnerable a su presencia.

—Por favor, déjame marchar —dijo ella.

Él apretó más su muñeca.

—Pero si te dejo marchar, no sabrás cómo conocí a tu padre —señaló él—. O mejor aún, dónde lo conocí…

—¿Dónde?

—Bebe un vaso de vino conmigo —insistió él—. Y te lo diré.

—Estoy segura de que si a mi padre le parece memorable el haberte conocido, me lo contará. Y ahora, si me permites… —tiró de la muñeca, y luego subió la escalera sin mirar atrás.

Pero por dentro estaba temblando, porque tuvo miedo de que él la persiguiera. Y le había hecho daño en la muñeca.

¿Quién era? ¿Qué relación tenía con su padre?

En cuanto entró en la suite se dirigió a la puerta de la habitación de su padre. Después de golpear insistentemente, la abrió y descubrió que su padre se había ido nuevamente.

Por el modo en que había dejado la ropa, debía de haberse marchado deprisa.

¿Querría evitarla? ¡Oh, sí! Estaba intentando evitarla, lo que quería decir una sola cosa. Había vuelto a descarrilarse otra vez.

En un acto de rabia, se agachó a recoger los pantalones del suelo y estaba a punto de tirarlos encima de la cama cuando algo cayó de uno de los bolsillos. Cayó encima de uno de sus pies. Parecían recibos. Los alisó.

Durante unos segundos se quedó inmóvil, casi sin respirar. Y luego, empezó a examinar cada uno de los bolsillos de la ropa que se había llevado a Marbella.

Diez minutos más tarde, estaba de pie en medio de la habitación, mirando a su alrededor.

Llevaban menos de veinticuatro horas en Marbella, y según los recibos, en ese tiempo su padre había jugado y había perdido casi cien mil libras.

De pie, al lado de una ventana de una habitación de control, Luis Vázquez miraba el suelo del casino del hotel, una de sus últimas adquisiciones de hoteles de lujo.

No lo podían ver desde abajo. La ventana le permitía mirar, pero no que lo vieran. Y detrás de él se encontraba el verdadero control, a través de un circuito cerrado de pantallas de televisión vigilado por el personal de seguridad.

La ventana era simplemente otra forma de ver el salón del casino en su totalidad.

Luis prefería controlar la planta del casino con sus propios ojos. Debía de ser porque había sido un jugador empedernido en un momento de su vida, y no podía creer nada que no viera él mismo. Ahora las cosas eran diferentes. Ya no necesitaba apostar para ganar dinero para vivir. Tenía riquezas, poder y una agradable sensación de respeto hacia sí mismo que le había costado mucho ganarse, y sin embargo…

Frunció el ceño. El tener respeto a sí mismo no le otorgaba el respeto de los demás, había aprendido. Pero era algo que quería rectificar pronto.

De hecho, era su mayor proyecto.

Víctor Martínez, el responsable de seguridad del hotel se acercó a él.

—Ha vuelto a su habitación la chica. Él acaba de llegar al bar del casino.

—¿Tenso? —preguntó Luis.

—Sí —contestó Víctor—. Maduro, diría yo —se le notaba que se había criado en las calles de Nueva York.

Luis Vázquez hizo un movimiento de cabeza y se apartó de la ventana.

—Dime cuándo se acerca a las mesas —fue todo lo que dijo. Luego se fue de la habitación de control.

El lugar quedó en silencio. Así como el salón del casino estaba lleno de ruidos y actividad, la zona de control era silenciosa. Se podía oír caer un alfiler.

La habitación, al igual que el hombre, no revelaba nada de su personalidad. A excepción de un cuadro colgado detrás del escritorio negro. Se trataba de un escorpión dorado en un fondo blanco, con la cola letal curvada hacia arriba.

Pero helaba la sangre verlo. Aunque no parecía amenazar a Luis Vázquez, sino al pobre infeliz que tuviera la mala suerte de sentarse al otro lado del escritorio.

Era un símbolo que en una época parecía estar presente en todo lo que hacía Luis Vázquez. Desde entonces había aprendido a ser más sutil. Ahora mantenía aquel cuadro por razones personales y como advertencia, para cualquiera que tuviera la desgracia de que lo llamasen a aquellas habitaciones privadas, de que Luis Vázquez aún tenía un aguijón en su cola.

Pero en aquellos momentos, Luis Vázquez era más conocido por otro logotipo. El que identificaba a sus hoteles, con los que se había ganado una reputación de servicio de calidad y confort, a lo largo de diez años.

Aquel era un Ángel Hotel. Ángel como en Luis Ángel Vázquez.

Pero todos sus hoteles tenían casinos, que era lo que atraía. El lujo del que disfrutaban sus huéspedes mientras jugaban, era un valor añadido.

El escorpión era probablemente más representativo de lo que era Luis Vázquez en realidad.

Luis se sentó debajo del escorpión y abrió un cajón cerrado con llave.

Sus elegantes dedos sacaron lo único que había en el cajón.

Era un dossier envuelto en piel. No lo abrió inmediatamente sino que se balanceó en la silla y repiqueteó los dedos encima del escritorio. Su expresión no revelaba nada, como de costumbre.

Tenía unos hermosos ojos marrones, con algo de ojeras por falta de sueño en una cara muy atractiva. Era un auténtico español por sangre, con una piel cobriza, herencia de sus ancestros, aunque había sido criado en América. Los pómulos salientes, la nariz pronunciada, al igual que el contorno de su cara, y su boca sensual completaban su atractivo.

Pero aun así, tenía en el rostro la frialdad de un distante ejecutor. De hombre sin corazón, o con el corazón de alguien capaz de mantener la calma, con paso firme y cerebro despejado, aunque estuviera sometido a cualquier presión.

De pronto dejó de mover los dedos y abrió el dossier. Sacó un montón de documentos que había en su interior. Con increíble destreza, los ojeó hasta dar con el que quería. Se quedó inmóvil, mirando una foto de siete por nueve centímetros, de Caroline.

Sin duda era hermosa. Tenía el pelo del color del trigo maduro, enmarcando una cara perfectamente delineada. En sus treinta y cinco años jamás había visto algo igual. Su piel era la típica de una inglesa: blanca rosada y los ojos color amatista. Tenía una nariz pequeña y recta, y una delicada forma de cara, pero lo que más llamaba la atención era su boca: suave, cálida, rosa y carnosa. Una boca deliciosa.

Lo decía por experiencia. Y pronto la volvería a probar. Un rasgo de su carácter era la paciencia, y cuando se proponía un objetivo, no le importaba esperar.

Su próximo objetivo era Caroline. Y estaba tan seguro de su éxito, que mentalmente sentía que ella ya era suya.

Dejó la foto a un lado y miró otros papeles: facturas, cartas, avisos, hipotecas de propiedades, advertencias de extinción de derecho de redimir hipotecas, una lista interminable de deudas de juego no pagadas, viejas y nuevas. Las leyó una a una, y luego las dejó a un lado también.

Una luz en su teléfono interno se encendió.

—¿Sí?

—La chica está bajando —le informó Víctor Martínez—. Su padre está jugando fuerte.

—Bien —contestó Luis.

Metió todos los papeles y la foto en el dossier y volvió a guardarlo en el cajón.

Luego rodeó el escritorio y salió de la habitación.

En el cuarto de control, Víctor Martínez estaba de pie al lado de la ventana. Luis se acercó a él. Víctor le hizo una seña con la cabeza y él miró una mesa de ruleta.

Impecablemente vestido, apuesto aún para su edad, alto y elegante, sir Edward Newbury jugaba en la mesa con cara de preocupación.

Luis reconoció la mirada. Estaba atrapado, sobreexcitado, y preparado para vender su alma al diablo. «Maduro», como había dicho Víctor.

Luis desvió la mirada de sir Edward y miró hacia la entrada, por donde acababa de aparecer Caroline.

Habían pasado siete años, pero ella apenas había cambiado. Llevaba un vestido negro ajustado que se lo confirmaba. No había perdido nada de la firmeza de su juventud. Y él, volvía a sentirse excitado al verla, como entonces.

Sintió el deseo de aprehender lo prohibido que suponía aquella mujer. Ella era un símbolo de clase y casta. Hasta su nombre era algo especial. Miss Caroline Aurora Celandine Newbury…

Luis saboreó su nombre. Tenía un árbol genealógico, una educación y un ambiente especialmente diseñado para la elite, y una mansión con tierras que envidiaría cualquier rey.

Aquellas eran las credenciales que les daba el derecho a los Newbury a considerarse nobles, pensó Luis cínicamente. Para ser aceptado entre ellos debía tener algo especial. Incluso en aquel momento en que estaban en decadencia y casi de rodillas, medirían el valor de cualquiera por esas características.

Caroline estaba muy pálida. Parecía tensa e incómoda. Pero a ella jamás le habían gustado esos sitios.

Caroline vio a sir Edward cuando giró la ruleta. Luis observó que el cuerpo femenino se ponía rígido, que apretaba los labios.

Se adelantó y se puso detrás de su padre. Parecía insegura, como si no supiera qué hacer.

Luis sabía que lo que habría querido hacer hubiera sido llevárselo a rastras de allí.

Pero su educación se lo impedía.

Negro. Impar. sir Edward perdió, una vez más aquel día.

Cuando el hombre hizo un gesto de frustración, Caroline intervino.

—Papá…

Luis la vio poner una mano en la manga del esmoquin de su padre suplicándole que entrase en razón. Casi la escuchaba.

Pero sir Edward no podía abandonar en aquel momento. Aunque lo perdiese todo.

Su padre se soltó de ella y puso un gesto petulante. Caroline no podía hacer otra cosa que quedarse de pie y mirar.

Negro. Sir Edward perdió nuevamente.

Caroline volvió a insistir en que lo dejase. Otra vez su padre no le hizo caso.

Luis vio que los ojos de Caroline se humedecían esta vez e involuntariamente apretó sus manos grandes y viriles. Caroline miró alrededor, como buscando ayuda, inútilmente.

Luego, sin aviso alguno, alzó la mirada hacia la torre de control, y la clavó en él con una intensidad que casi le robó el aliento.

Luis no movió ni un músculo. Sabía que Caroline no podía verlo, porque el cristal no se lo permitía. Pero…

Se estremeció. Sintió un nudo en la garganta. Vio que a Caroline le temblaban levemente los labios de la desesperación, y el cuerpo de Luis se tensó.

Esa boca…

—Su padre ganó —murmuró Víctor.

Luis vio a sir Edward alzar el brazo con el puño apretado, celebrando el triunfo. Pero volvió a centrar su atención en la hija.

—Voy abajo —dijo Luis—. Asegúrate de que todo esté listo para cuando nos vayamos.

—¡Bien! —exclamó sir Edward y alzó a su hija en brazos—. ¡Hemos ganado, querida! Un par más de golpes de suerte y volaremos alto.

Pero él ya estaba en las nubes, pensó Caroline.

—Por favor, papá —le rogó—. Para ahora, que puedes. Esto es…

Iba a decir «una locura». Pero su padre la interrumpió:

—No seas aguafiestas, Caro. Esta es nuestra noche de suerte, ¿no lo ves? —la soltó y se volvió a la mesa, donde el crupier estaba retirando las fichas—. Déjelas —le dijo al hombre.

Caroline vio con angustia cómo su padre se jugaba hasta el último penique en otra vuelta de ruleta.

Se había empezado a formar un corro alrededor de la mesa. Sus murmullos se fueron apagando cuando giró la rueda. Caroline contuvo la respiración. Estaba furiosa en su interior. Pero la habían educado en la creencia de que no se debía hacer escenas en público, y su padre lo usaba como arma contra ella.

No habían servido de nada las promesas, ni los meses y años de estrecha vigilancia.

Estaba cansada. Y tenía la sospecha de que aquella vez no iba a ser capaz de perdonar a su padre por hacerle aquello.

Pero no podía hacer nada, más que soportar aquella pesadilla, en aquel maldito lugar. Solo faltaba que apareciera Luis Vázquez para que la pesadilla fuera completa.

Tembló.

En aquel momento sintió que alguien se quedaba de pie detrás de ella. Sintió su aliento en la nuca. Pero la atención de Caroline estaba en la mesa, en aquella pequeña bola, y el ruido rítmico de la rueda.

—¡Sí! —exclamó victorioso su padre, al doblar su apuesta.

La gente reunida empezó a animarlo en su buena suerte. Pero Caroline se hundió. Se sentía mareada. Y debió de balancearse levemente, porque una mano le rodeó la cintura para sujetarla.

Y ella debió de sentir su desfallecimiento, porque dejó que esa mano se deslizara por su espalda y la atrajera contra su cuerpo firme.

No habría quién parase a su padre ahora. No se contentaría hasta que no hubiera perdido todo.

El objetivo no era ganar, ni el motivo por el que jugaba la gente. Ganar significaba tener suerte. Y se jugaba hasta perderla. Y luego hasta volver a ganar.

Se estremeció.

Finalmente pudo separarse de aquel brazo y dijo:

—Gracias, pero estoy…

Se quedó helada. No pudo continuar hablando.

Unos ojos negros, que le resultaban familiares, se clavaron en ella y entonces Luis le dijo:

—Hola, Caroline.

Corazón Latino

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