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Capítulo 2

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Le dio un vuelco al corazón.

—Luis… —balbuceó.

Creyó estar alucinando, que su imagen era producto del infierno que estaba viviendo, porque la locura de su padre y aquel lugar eran sinónimo de aquel hombre en su mente.

—No —incluso llegó a decir Caroline.

—Lo siento, pero sí —contestó él burlonamente.

Ella empezó a sentirse mareada nuevamente.

—Por favor, suéltame —dijo Caroline, desesperada por poner distancia entre ellos.

—Por supuesto —Luis quitó la mano instantáneamente.

Ella recordó al extraño que había conocido en la entrada del casino. Aquel hombre le había recordado a Luis. Sin embargo, no le había gustado a simple vista…

—Tu padre está de suerte, por lo visto —comentó, mirando lo que ocurría en la mesa.

—¿Sí? —preguntó ella con escepticismo.

Él la miró. Pero ella no podía mirarlo. Su mirada le hacía daño. Porque Luis representaba todo lo que ella había aprendido a despreciar del mal de su padre. Obsesión, maquinación, decepción, traición.

Sintió amargura. Quiso apartarse de él, pero en aquel momento empezó a arremolinarse la gente, felicitando a su padre, demostrando su alegría por ver que estaba ganando a la banca contra toda previsión.

En aquel momento, el brazo de Luis volvió a rodearla, para protegerla de los codos que iban en su dirección. La apretó contra él. Ella se sintió envuelta en su calor.

Apenas podía respirar. Los recuerdos no se hicieron esperar.

Habían sido amantes hacía tiempo. Sus cuerpos se conocían muy íntimamente. Estar allí, apretada contra él entre la gente era el peor castigo que podía sufrir por haberse atrevido a volver a aquel sitio.

—¿Sigues jugando para ganarte la vida, Luis? —le preguntó ella sarcásticamente—. Me pregunto qué haría la administración del casino si supiera que tienen a un profesional en su club.

Luis la miró achicando los ojos.

—¿Es una amenaza velada, por casualidad? —preguntó él.

Caroline se hizo la misma pregunta, sabiendo que con una sola palabra al oído de los responsables del casino echarían a Luis de allí.

—Fue solo una observación —suspiró Caroline.

No tenía derecho a criticar a Luis cuando su padre era igual.

—Entonces, para contestar a tu observación, no —contestó él—. No estoy aquí para jugar.

Pero Caroline no estaba escuchando. Acababa de asaltarla una idea, que la estremeció.

—Luis… —le murmuró ansiosamente—. Si hablase serenamente con los responsables del casino sobre mi padre, ¿harían algo para impedir que siguiera jugando?

—¿Y por qué iban a hacerlo? —torció la boca—. No es un profesional. Solo es un hombre con un vicio que se le ha transformado en obsesión.

—Una obsesión suicida —respondió Caroline con un temblor.

La mano que tenía en la espalda la acarició. Pero Luis no dijo nada. Él conocía a su padre muy bien.

—Odio esto —dijo ella.

—¿Quieres que no lo deje jugar más? —se ofreció Luis.

—¿Piensas que podrías hacerlo?

En respuesta, Luis alzó la vista hacia donde estaba su padre, emergiendo de entre la gente que lo felicitaba.

—Sir Edward —dijo, sin subir el tono de voz ni desafiarlo.

No obstante esas dos palabras causaron impacto, puesto que apagaron los murmullos de excitación de la gente.

Ella presintió que su padre se daba la vuelta. No lo vio, porque Luis la tenía apretada contra su pecho, pero sintió el shock de su padre.

—Pero… Si es Luis… ¡Qué sorpresa! —dijo su padre con un acento inglés aristocrático, cuando se recuperó.

Su hija hizo una mueca de dolor.

—Sí, qué sorpresa, ¿verdad? Siete años y aquí estamos otra vez. A la misma hora, en el mismo lugar…

—Debe de ser el destino —dijo su padre.

«Triste y cruel destino», pensó Caroline.

—Veo que tiene suerte esta noche —observó Luis—. Ha limpiado a la banca, ¿no es verdad?

—Aún no, pero voy en camino —comentó su padre envalentonado.

Caroline se dio cuenta de que su padre la miraba brevemente. Sir Newbury sabía que la había traicionado, pero parecía orgulloso de ello.

—¿Cuánto dinero cree que lleva ganado hasta ahora? —preguntó Luis con curiosidad.

—Da mala suerte contarlo, Luis. Ya lo sabes —dijo sir Edward.

—Pero si de verdad se siente con suerte, tal vez podría tentarlo una apuesta privada conmigo, ¿no? Ponga el dinero en la próxima vuelta —lo desafió—. Si gana, jugaré con usted al póker por el doble de esa cantidad. ¿Le apetece? —preguntó, ignorando la exclamación de protesta de Caroline.

Se sentía traicionada por Luis. Ella le había pedido que no dejara jugar a su padre.

Pero él parecía ignorar hasta su presencia.

—¿Por qué no? —su padre aceptó el desafío, y mientras su hija lo miraba perpleja, le dio instrucciones al crupier de que dejara todo el dinero apostado.

Y la rueda volvió a girar.

Luis observaba la escena por detrás de Caroline. Delante de ella estaba su padre, sereno, indiferente al resultado de la apuesta, aunque la vida de ellos dependiera de la ruleta. El casino parecía haberse quedado mudo, petrificado, mientras la gente miraba el juego. Nadie pensaba que sir Edward pudiera ganar una cuarta vez.

—No te perdonaré esto —dijo Caroline a Luis, convencida de lo mismo. Y se soltó de él.

Luis la soltó, pero se quedó allí, de pie, detrás de ella, mirando, como todo el mundo, cómo la maldita bola pasaba de ranura en ranura.

Era una tortura.

Ella había sabido que no debían de haber ido allí. Pero su padre no la había escuchado.

—¡No tenemos elección! —había exclamado sir Edward—. La empresa financiera que compró todas nuestras deudas está en Marbella. Se niegan a hablar con nosotros, excepto que lo hagamos personalmente. Tenemos que ir allí, Caroline.

—¿Y tus deudas de juego? —le había gritado furiosa—. ¿Tienen puestas sus avariciosas manos en ellas también?

Su padre se había sonrojado por sentirse culpable, luego había ido humildemente a ella, como hacía siempre que su hija lo sorprendía en algo malo, y le había dicho desafiantemente:

—¿Quieres ayudarme a superar esta historia o no?

Caroline volvió a sentir mareo. La rueda fue moviéndose más lentamente. De pronto se detuvo. Se hizo el silencio en la habitación. Nadie se movió durante unos segundos, hasta que sir Edward dijo con serenidad:

—Mío, creo.

Sin pronunciar una sola palabra, Caroline se dio la vuelta y se marchó, dejando las exclamaciones detrás de ella.

¿Cuánto había ganado? No lo sabía. ¿Cuándo iría a jugar con Luis? No le importaba.

Ella no aguantaba más todo aquello.

Se odió por haberse dejado convencer de ir a Marbella.

Caroline salió del casino con la intención de volver a su suite. Pero de pronto supo que no podía hacer eso. Que no podía esperar allí que su padre se arruinase. Sin pensarlo siquiera, salió corriendo en dirección a las puertas que estaban en el lado opuesto al casino.

Pensó que la piscina estaría cerrada a esa hora de la noche, pero no era así, aunque habían apagado casi todas las luces. Solo la piscina estaba iluminada, mostrando el agua cristalina y azul. No había nadie a la vista.

Sin reflexionar realmente en cuál sería su siguiente acción, Caroline se quitó los zapatos, se desabrochó el vestido y lo dejó en una silla. Luego se zambulló en el agua con sus braguitas, su sujetador e incluso el liguero y las medias.

Nadó desesperadamente, como si fueran a darle una medalla por ello.

Cuando estaba en el cuarto largo, se dio cuenta de que Luis estaba sentado en la silla donde había dejado el vestido.

Ella se hundió en la piscina y buceó.

Cuando fue a hacer el sexto largo él seguía allí. Al décimo, sus pulmones no podían más. Se apoyó en el borde de la piscina, y descansó su frente en los brazos después de cruzarlos.

—¿Te sientes mejor ahora? —preguntó Luis.

—No —respondió ella. Al final alzó la cara y lo miró—. ¿Y tú, por hacer de mirón?

—Llevas más ropa que la mayoría de las mujeres que se sumergen en esta piscina.

—Pero un caballero, al ver la diferencia, habría tenido la delicadeza de marcharse.

—Ambos sabemos que yo no soy un caballero —dijo él con una sonrisa.

¿Había buscado ella que él admitiera lo que era? Sí, por alguna razón le resultaba placentero.

—¿Dónde está mi padre?

—Contando lo que ganó, supongo —contestó él con total indiferencia, encogiéndose de hombros—. ¿Estás lista para salir de ahí? ¿O estás esperando que me desnude y me meta contigo?

—Voy a salir ya —decidió ella.

No dudaba de que Luis fuera capaz de hacer lo que decía.

Y ella no quería ver desnudarse a Luis Vázquez. No le hacía falta verlo desnudo para saber cómo era. Al igual que a él no le hacía falta que ella se quitara el sujetador de seda negro y las medias para saber lo que había debajo, pensó Caroline.

Cuando ella salió, Luis estaba de pie al borde de la piscina, esperándola con una gran toalla blanca dispuesta para que se secase.

No sabía de dónde la había sacado. Pero no le importaba.

Así que subió los peldaños y tomó la toalla con un «gracias», murmurado amablemente.

Él notó su actitud distante.

—Te estás tomando con mucha calma todo esto —comentó Luis.

Caroline se envolvió con la toalla.

—Te odio y te desprecio. ¿Satisfecho? —dijo ella, echándose el pelo hacia atrás.

—Algo es algo. ¿Quieres que te traiga otra toalla para que te seques el pelo?

Ella se peinó con los dedos. El baño le había quitado casi todo el maquillaje, excepto el rímel.

—No quiero nada de ti, Luis. Porque tu idea de lo que es un favor es cortar la mano que te pide ayuda.

—Ah… —se metió las manos en los bolsillos—. Y se trata de tu mano en este caso, ¿eso quieres decir?

Ella no quería hablar de ello.

—Me marcho a mi habitación —dijo, caminando hacia la puerta de la piscina—. Adiós, Luis —agregó fríamente—. Me gustaría decir que ha sido una alegría verte nuevamente, pero te mentiría, así que no me molestaré…

—¿No te olvidas de algo? —le preguntó él.

Ella se detuvo, se dio la vuelta y frunció el ceño.

Luis estaba de pie donde lo había dejado. Alto, delgado, atractivo, inquietante…

El corazón de Caroline dio un vuelco. Y se despreció a sí misma por ser tan vulnerable a él, sabiendo cómo era.

—Tu bolso y tus zapatos —le señaló él, y fue a recogerlos.

Ella se acercó y tomó los zapatos, colgando de sus dedos. Pero cuando fue a recoger su pequeño bolso, Luis se lo metió en uno de los bolsillos del esmoquin.

—Devuélvemelo, por favor —le ordenó ella.

Él le sonrió.

—Por el tono, pareces la directora de una escuela —bromeó él.

—No sé cómo lo puedes saber. Si según tú, no te molestaste demasiado en ir a la escuela —le respondió ella.

Él se rio.

—¡Oh! Pero conocí a algunas mujeres rígidas y de ojos fríos en aquellos tiempos.

Ella recordó las instituciones estatales en las que había vivido Luis durante su niñez. Y de pronto se imaginó a un pequeño de nueve años, moreno y de ojos negros, solo. A esa edad ya sabía que no podía confiar en nadie.

¡Cuántas confidencias habían compartido durante aquel largo verano de hacía siete años!, pensó Caroline, con un dolor en el estómago.

¿Y cuántas cosas de las que él le había contado serían verdad?

—¿Por qué te pones así? —le dijo él.

—Mi bolso, por favor, Luis —insistió ella, y extendió la mano.

—¿Sabías que tus ojos se ponen grises cuando estás enfadada? —preguntó él.

Ella sintió el mensaje sexual en su sangre.

—Mi bolso —repitió.

Él sonrió.

—Y tu boca pone gesto remilgado y se pone…

—¡Basta! ¡No seas infantil!

—…excitante.

Ella respiró profundamente, para desahogar su irritación.

Sus dedos extendidos empezaron a temblar; los cerró en un puño, y se sujetó la toalla.

—¡Me estoy enfriando aquí! —exclamó.

Y empezó a temblar, aunque no sabía si de frío.

De pronto Luis se quitó la chaqueta y se la puso alrededor de sus hombros mojados.

Su gesto galante minó sus defensas. Unas lágrimas asomaron a sus ojos.

—No juegues con mi padre, Luis —le rogó.

—Póntela —le dijo él, quitándole el vestido y los zapatos de las manos e invitándola a meter los brazos en las mangas—. Quítate esa toalla húmeda.

Estaba claro que debía de rechazar su ofrecimiento, pero ella obedeció. Sintió el calor de la seda contra su piel húmeda y fría.

—Pensé que ibas a ayudarme —dijo ella—. ¡Pero lo único que has hecho es empeorar las cosas!

—Solo la locura puede ser respuesta a más locura —contestó él—. El único modo de pararlo esta noche era darle una buena razón para parar. Así que jugamos dentro de una hora, fuera del hotel, porque no estoy…

Se interrumpió cuando Caroline lo agarró de la camisa, y le rogó:

—¡Por favor, no lo hagas! ¿Cómo puedes querer hacerme esto otra vez?

Luis no la escuchó. Solo miró sus manos, tirando de la tela blanca a la altura de su pecho. Él alzó las suyas y tomó las manos de Caroline. Ella se sintió envuelta en su aura masculina, y notó el latido de su corazón. Un latido que podía desbordarse cuando estaba inmerso en la pasión. Un cuerpo de seda que recordaba moviéndose contra el de ella. Y esa mata de pelo en su pecho que se estrechaba hacia abajo, directamente hasta su…

Se le secó la boca. El sexo estaba nuevamente allí. Aquel fuego, aquella punzada que envolvía sus sentidos y los devolvía a la vida.

Luis movió las manos. Las metió por debajo de la chaqueta y le soltó la toalla para que esta cayera al suelo. Sintió sus manos en su piel.

—No —dijo ella, mirándolo.

Luis no contestó. La besó directamente. Como un amante. Furiosamente, profundamente, íntimamente. Ella sintió que era hermoso aquello.

Lo había echado de menos, pensó Caroline. Y sintió que volvía a llorar. Había echado de menos la pasión que podía surgir entre ellos con solo tocarse un instante.

Caroline acarició el pecho de Luis y llegó hasta su cara, donde trazó el contorno de su boca y de sus rasgos como si fuera ciega.

Luis respondió con un suspiro y la atrajo hacia él. Ella se sintió embriagada por aquel placer.

Sabía que era una locura, pero en aquellos momentos, sentía que Luis le pertenecía. Lo poseía. Si le decía «muere por mí», él lo habría hecho.

Y ella también habría muerto por él.

—Luis… —murmuró.

Si tenía una debilidad, esa era Luis. Como el juego para su padre. Una vez que se adquiría la adicción, permanecía toda la vida. Aunque se privara de ella durante años, volvía a aparecer, al menor sorbo de ella. Y ella estaba bebiendo de él, cayendo en su adicción, admitió Caroline, mientras se dejaba envolver por aquel beso con la ansiedad de alguien muerto de hambre, ¡degustándolo, tocándolo, necesitándolo, deseando más!

Luis la acarició. La devoró con su boca y ella lo dejó. Sabía a menta, su aliento y su lengua. Y sintió el latido de su corazón debajo de sus dedos femeninos.

Ella no fue consciente de nada hasta que sintió que sus pechos se liberaban y las manos de Luis tomaban posesión de ellos. Después todo ello se transformó en un banquete. Él dejó su boca en busca de otros placeres. Ella echó la cabeza hacia atrás y disfrutó del placer mientras él lamía, jugaba y succionaba sus pechos.

Le pareció lo más natural levantar una pierna y rodear la cintura de Luis con ella. El movimiento hizo que el contacto entre ellos fuera más estrecho. Después, ella perdió el sentido de la realidad, zambulléndose en un mundo de sensaciones, de tacto, de perfumes, que estaban grabadas en su mente, porque aquel hombre había sido su primer amante. ¡El que le había enseñado a sentir de aquel modo, a responder de aquel modo, a desear de aquel modo!

Su único amante. Aunque no pensaba que Luis pudiera decir lo mismo.

Pero no podía decir que reaccionara a él de aquel modo porque fuera el único hombre que le había hecho sentir aquello.

Y mientras estaba con él, no parecía importante que fuera el hombre que una vez la había destruido, que la había traicionado tan terriblemente que no había sido capaz de recuperarse. Su padre no importaba. El juego no importaba. Ni que Luis pudiera volver a hacerle daño.

De hecho, ella estaba tan perdida en lo que estaba ocurriendo en aquel momento, que cuando golpearon en la puerta de la piscina, no se dio cuenta de qué era ese ruido. Hasta que Luis se irguió de pronto, quitó la pierna de ella, la apartó y fue a abrir la puerta.

En aquel momento Caroline se dio cuenta de lo que había estado a punto de hacer. Siete años sin contacto alguno, y se habían abalanzado uno encima de otro en la primera oportunidad que habían tenido, como animales hambrientos.

Era vergonzoso, humillante, pensó ella.

Una voz masculina que ella no había oído jamás, pero que tenía el mismo acento que Luis dijo:

—Está todo arreglado. Tienes media hora.

—De acuerdo —dijo él.

Cerró la puerta.

Ella tardó unos segundos en darse cuenta de qué estaba pasando, pero una sola mirada a su frío rostro le hizo comprender que el hombre que la había estado besando apasionadamente se había transformado en su enemigo.

—¿Qué es lo que está arreglado? —preguntó Caroline.

—¿Tú que crees?

Se refería al juego con su padre. Acababa de darse cuenta. Aun después de lo que había pasado entre ellos, iba a jugar con su padre.

—Toma —él se agachó y le dio el vestido, caído antes en el suelo—. Ponte esto. Ya estás seca. Tenemos cosas que hacer y no puedes marcharte de aquí con ese aspecto.

Caroline se miró. Vio sus pechos excitados, su piel anhelante, sus largas piernas blancas temblando aún por el modo en que él la había hecho sentir. Hasta la chaqueta de Luis ya no estaba donde ella creía.

Él se la estaba poniendo en sus anchos hombros.

Ella estaba desnuda frente a él, sintiéndose humillada y barata.

No salía de su asombro. Sintió náuseas. Tuvo que hacer un esfuerzo por contenerlas hasta que por fin pudo hablar:

—Te odio.

—No tanto como te gustaría —fue la respuesta de Luis.

Caroline se sintió completamente demolida por ello. Se puso el vestido con esfuerzo. Mientras lo estaba haciendo vio su sujetador en el suelo. Se habría marchado corriendo de vergüenza.

Luis se inclinó para recogerlo y se lo metió en el bolsillo. Luego le hizo señas de que se subiera la cremallera del vestido. Ella se movió como un autómata. Luego él se agachó y le puso los zapatos de finas tiras.

Luis se irguió y esperó a que ella se alisara las arrugas de su vestido.

No se miraron. Ni volvieron a hablar después de aquel comentario cruel que había hecho él.

Cuando ella se quedó inmóvil, indicándole con su silencio y quietud que había hecho todo lo que había podido en aquellas circunstancias, Luis abrió la puerta de par en par y le cedió el paso hacia el subsuelo del edificio.

El extraño que había conocido en el ascensor estaba hablando con uno de los clientes del hotel. Miró cuando aparecieron ellos. Caroline ni lo vio.

Ella no quería que Luis la tocase, ni que estuviera cerca de ella. Tenía la frente alta, pero sus ojos estaban ciegos, y por dentro se sentía morir.

Cuando llegaron a la planta baja del edificio principal, ella se apartó de él.

—¿Adónde vas?

Caroline se detuvo pero no se dio la vuelta.

—Si quieres arruinar a mi padre por segunda vez, adelante —lo invitó—. No puedo hacer nada para detenerte, pero no tengo obligación de mirar cómo lo haces —dicho esto, ella siguió caminando.

—Pero no hemos terminado —él le sujetó una mano.

Y sin decir más la arrastró hacia un sitio donde había una puerta que ponía Privado. Esta pareció abrirse mágicamente cuando se acercaron a ella.

Caroline frunció el ceño porque no comprendía qué ocurría. Se encontró dentro de otro edificio con suelos de mármol color blanco y negro. Luis la llevó hacia otra puerta, que abrió él mismo.

—¿Qué es este sitio? —preguntó ella.

Luis atravesó la habitación.

—Mi oficina —contestó.

—Quieres decir… —ella miró alrededor de la habitación—. ¿Quieres decir que tú trabajas aquí ahora?

—Trabajo aquí. Vivo aquí… —puso un dossier forrado en piel en el escritorio—. Este hotel es mío, Caroline —agregó.

Corazón Latino

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