Читать книгу El tesoro oculto de los Austrias - Miguel Angel Heras - Страница 5

Оглавление

CAPITULO I

EL PARQUE DE LA FRESNEDA (LA GRANJILLA) – AÑO 1561

Sobre un mullido colchón de lana holandés, completamente desnudos y fundidos en un solo cuerpo, retozaban el rey Felipe II y su amante Isabel Osorio de Cáceres abandonados al éxtasis del placer. De repente el sonido de los cascos de un caballo vino a interrumpir el mágico momento. Sobresaltada, Isabel se desembarazó del abrazo real, saltó de la cama y se dirigió hacia la ventana.

– ¿Por qué os alteráis tanto Isabel? – preguntó el rey con un tono que denotaba su enfado por verse privado repentinamente del placer compartido.

– Por suerte se trata de uno de los soldados de vuestra guardia – dijo Isabel un tanto aliviada –, pero podría haberse tratado de la llegada de mi padre, y no creo que hubiera sido conveniente ni para mí, ni para vos, que nos encontrase de esta guisa.

Isabel completamente desnuda y apoyando sus brazos sobre el quicio de la ventana, presentaba a contraluz ante el rey una imagen extremadamente sensual. Su gran cabellera negra se deslizaba a lo largo de la espalda hasta el final de la misma, donde aparecían unos turgentes glúteos en forma de corazón invertido que descansaban sobre la esbeltez de unas interminables piernas.

El monarca pensaba que de haber estado cerca su pintor de cámara, le habría ordenado pintar un retrato de Isabel de espaldas, tal y como se encontraba en ese momento, para poder contemplar su desnudez cuando se le antojase. Tan erótica figura avivó en el monarca aun más los deseos de poseer a su amante.

– Querida mía, no os inquietéis y volved junto a mí para que concluyamos lo que hemos comenzado. Una vez hayamos calmado este deseo incontenible, os haré partícipe de algo que evitará que vuestro padre ose aparecer por aquí sin mi previa autorización.

Tras haber dado rienda suelta a sus instintos carnales, Felipe II relató a su amante lo que hacía ya una semana había notificado a su secretario, Pedro de Hoyo, sobre el encargo de adquirir toda la Heredad de la Fresneda. A estas alturas ya debería haber iniciado negociaciones con todos los propietarios, entre los que además del padre de Isabel, Álvaro Osorio de Cáceres, estaban las monjas de San Vicente de Segovia, Jerónimo Mercado, su tío Francisco de Peñalosa y doña Águeda de Avendaño.

– Pero majestad, estáis hablando de más de 2.300 hectáreas – dijo con fascinación Isabel - ¿Qué pensáis hacer con semejante extensión de tierra?

– No se si seré capaz de describiros con palabras el proyecto que tengo en mente, pero habéis de saber que se trata del mayor edificio construido en la historia de la humanidad – explicaba el rey como si estuviera teniendo una visión –. Gozará de unas dimensiones colosales construido como una gran mole granítica, que albergará además de un convento y una gran basílica, la biblioteca mejor dotada del mundo, un panteón para que reposen los cuerpos sin vida de mis padres y de las futuras familias reales y por supuesto, un palacio real.

Los futuros proyectos ocupaban la mente del monarca, recostado en el lecho junto a su amante, mientras ésta dedicaba sus pensamientos a urdir la mejor estrategia para ocupar cada vez más, un papel preponderante en la vida y voluntad de Felipe II.

La ambiciosa Isabel estaba convencida de que su pretensión no podía resultar vana, ya que estaba dedicando todo su cuerpo, en exclusividad, a los placeres del hombre más poderoso del mundo.

* * *

Durante los años siguientes y en un área segregada de aproximadamente 140 hectáreas, de las 2.300 originalmente adquiridas, tal y como era el deseo del monarca se construyó el denominado Parque de la Fresneda, espacio reservado para recreo y descanso de Felipe II. Además de la Casa de Su Majestad, readecuada a partir de una edificación existente, también se construyó anexa a la torre en la que periódicamente el rey y su amante satisfacían sin ningún pudor sus deseos sexuales, la Casa de los Frailes. En esta edificación se instalaron los primeros frailes jerónimos mientras se construía el Monasterio de El Escorial. La primera piedra se colocó el 23 de abril de 1563, dando comienzo la aventura de la construcción de una de las mayores obras de arquitectura e ingeniería vistas hasta la fecha.

Mientras continuaba la construcción del monasterio, Isabel se instaló en la Casa de Su Majestad en el Parque de la Fresneda, quedando a su cargo tanto el mantenimiento de la misma, como la responsabilidad de que todo estuviese dispuesto cuando la familia real se desplazara hasta ese lugar para su uso y disfrute.

El parque se había transformado en uno de los lugares predilectos de la propia reina, la cual se deleitaba con largos paseos a través de senderos arbolados y alrededor de grandes estanques de agua, donde hacía tan sólo unos años no había más que una era desarbolada.

En esos mismos años, Felipe II e Isabel continuaron con su relación extramarital y se entregaban a la pasión carnal cada vez que el rey, aprovechando que tenía que supervisar el avance de las obras del monasterio, se desplazaba a El Escorial sin la compañía de la reina y pernoctaba en el Parque de la Fresneda junto a su amante. No obstante, no todo fue disfrute y deleite. Por una parte, la entonces reina y tercera esposa de Felipe II, Isabel de Valois, fue alertada por personas de su confianza de las escapadas del rey. Por otra parte, los monjes jerónimos se encontraban en el mismo parque a tan solo unos metros de la Casa de Su Majestad. Ambos, intentaron no pocas veces influir en el rey para que pusiera fin a esa relación pecaminosa.

Felipe II anunció varias veces a su amante que, muy a su pesar, su relación no podría continuar por más tiempo, ya que cada día eran mayores las presiones que tenía que soportar por parte de la reina y de los jerónimos. De continuar con esa relación podrían verse envueltos en un escándalo mayúsculo que ni todo el poder real sería capaz de atenuar. Pero la conversación siempre concluía del mismo modo en cuanto Isabel Osorio, utilizando sus armas de mujer y exhibiendo sus sensuales encantos femeninos, encandilaba al rey para terminar en el mismo lecho en el que hacían el amor apasionadamente. No obstante, Isabel no se conformaba con ser sólo la amante del rey y siempre tenía en mente aspirar a algo más, no desdeñando la posibilidad de sustituir algún día a la caprichosa Isabel de Valois como reina del vasto imperio español.

Todo ello trajo como consecuencia la creación de dos bandos. Por una parte la reina Isabel de Valois y los monjes jerónimos, y por otra Isabel Osorio como amante en solitario. El rey Felipe II, que se encontraba en medio del problema, se dedicaba a templar gaitas con mucha mano izquierda. Isabel, pese a las miradas inquisitoriales de los monjes jerónimos y a los continuos desdenes que tenía que sufrir por parte de la reina, no estaba dispuesta a rendirse y renunciar al favor del rey. Vivía en un lugar privilegiado, contando con un maravilloso entorno natural en el que además, podía gozar de los placeres carnales que su amante le proporcionaba.

La construcción del Monasterio de El Escorial continuaba progresando y creciendo día a día. Ello, había provocado que llegasen al pueblo de El Escorial miles de personas en busca de trabajo, las cuales se unían a la gran cantidad de expertos en las distintas artes y oficios que por encargo del rey habían llegado de toda Europa, especialmente de los Países Bajos e Italia. Por ello, no era inusual escuchar vocablos, frases, órdenes y conversaciones en distintos idiomas.

De esta manera, El Escorial llego a convertirse en un centro políglota, donde además se desarrollaban las técnicas más avanzadas de ingeniería, arquitectura, escultura y jardinería de la época. Todo lo cual contribuyó, de una forma natural, al desarrollo de las artes y las lenguas en un lugar donde, hasta aquel entonces, sus habitantes sólo se habían dedicado a labores de agricultura y pastoreo. Ese fue otro de los incentivos de la época para que cada vez afluyeran mas personas, multiplicando el número de habitantes de la antaño pequeña población.

– Majestad, ¿dónde habéis adquirido todos los conocimientos necesarios para realizar ese colosal monasterio que ya se empieza a vislumbrar? – preguntó Isabel durante uno de los paseos que realizaba junto al rey. Solían caminar alrededor de uno de los estanques del Parque de la Fresneda, ante la mirada acusatoria de los monjes jerónimos con los que se cruzaban.

– Ya sabéis que dediqué varios años de mi juventud a recorrer toda Europa, donde pude apreciar la belleza y hermosura de múltiples edificios y jardines. Allí también, tuve la suerte de conocer a numerosos artistas en distintas especialidades. Antes de mi regreso a España acordé con muchos de ellos su contratación para cuando empezasen las distintas obras que tenía en mente para modernizar nuestro imperio. Debemos ponernos a la altura de las mejores naciones europeas, y para ello necesitamos contar con los mejores.

El rey continuó explicando a su amante que no sólo dedicaba sus esfuerzos y recursos al Monasterio de El Escorial, ya que también había reconstruido y ampliado los alcázares de Toledo y Madrid, utilizando este último como palacio principal y residencia del Gobierno.

– Además, recordad que hace unos años hice que viniera desde Italia Juan Bautista de Toledo, quien es realmente el arquitecto que ha sabido captar las ideas que yo traía de Europa y hacerlas realidad. Algún día tendréis que acompañarme al Palacio de Aranjuez para que veáis la maravilla que allí hemos logrado, transformando un perímetro de casi treinta y cuatro kilómetros en un jardín inmenso.

Isabel quería mostrarse interesada con el relato del rey, ya que su astucia le hacía ver claramente que ese tema agradaba sobremanera al monarca. Y para mantener vivo el tema de conversación, preguntó cómo habían conseguido esa transformación en Aranjuez.

– El propio Juan Bautista ha sido el artífice – continuó el soberano -, ya que con sus ideas de ingeniería no sólo ha conseguido que el río Tajo sea navegable en un tramo, sino que también ha resuelto el problema de irrigación para facilitar el regadío de la zona. Además ordené traer cinco mil árboles de Flandes y trasladar diversos frutales desde Francia. También he conseguido gran variedad de plantas exóticas que han transportado nuestras flotas procedentes de la Indias.

– Lo que no entiendo es como podréis mantener tal cantidad de árboles y plantas – continuó con curiosidad Isabel.

El rey confesó que se había ocupado personalmente de la llegada de numerosos jardineros holandeses que estaban considerados como los mejores del mundo en aspectos relacionados con el paisajismo.

Felipe II, pensaba que su amante disfrutaba con el tema de conversación, aunque no imaginaba la verdadera razón. Así que, estimulado por el aparente interés de Isabel, aprovechó para continuar con su disertación. En ella dejaba traslucir su pasión por la arquitectura y la jardinería clásica que había surgido en el Renacimiento italiano, a la que el mismo complementó con la riqueza floral típica del mundo inglés, germánico y sobre todo flamenco. Explicó como, por ejemplo, había transformado el Palacio de Valsaín en una hermosa casa de campo rodeada de bosques. También relató como sus ideas las puso en práctica en primer lugar en el Palacio del Pardo, en el cual cambió el techo al modo de Flandes, para lo cual llegaron carpinteros flamencos expertos desde aquel país para ejecutar la remodelación.

– Majestad, sé de sobra que cuando no venís a visitarme pasáis largos períodos en Aranjuez o Valsaín, y ahora que os escucho con la pasión y entusiasmo con que habláis de esos lugares, me pregunto si no esconderéis también en esos dos palacios otras tantas amantes que satisfagan vuestra virilidad.

– Querida Isabel – dijo el rey con cierta ternura -, ya sabéis de sobra que toda la pasión la guardo sólo para vos.

– No sé si creeros – dijo Isabel haciéndose la pícara. Y viendo que el rey estaba en tan buena disposición, no dudó en aprovechar la oportunidad que parecía brindársele -. En todo caso quería pediros un favor.

– Decidme y si está en mi mano se os concederá – dijo el rey con la solemnidad propia de un monarca acostumbrado a las solicitudes de sus súbditos.

– Veréis, no tengo inconveniente en seguir soportando los continuos desdenes de la reina, ya que comprendo sus celos, que por otra parte son totalmente legítimos, pero lo que no puedo soportar es a ese grupo de cucarachas que murmuran continuamente. Además, estoy segura de que hacen conjuros para separarme de vos - dijo la amante sin ocultar su irritación.

– ¿A quiénes os referís con el pseudónimo de cucarachas? – preguntó el rey intentando ocultar una sonrisa para evitar que Isabel se irritara aun más.

– Majestad, sabéis de sobra que me refiero a esos monjes jerónimos que andan siempre rondando por aquí como espías. Tampoco sé, por qué gozan tan especialmente de vuestro favor frente a otras órdenes religiosas – continuó Isabel sin disminuir su enfado.

Felipe II explicó entonces, que la orden de los jerónimos había sido elegida hacía años por el emperador Carlos V y que él, como hijo, no estaba dispuesto a quebrantar la voluntad de su padre. Además, su presencia tenía un propósito específico, ya que el rey tenía la intención de traer los restos de sus padres para que guardasen descanso eterno en el panteón que se construiría en el Monasterio de El Escorial.

– Y los monjes jerónimos serán los encargados de entonar constantes plegarias por el reposo de mis padres y los restantes miembros de la familia real cuando les llegue su hora.

– Entonces, ¡llevaos a esos monjes al monasterio, y que desaparezcan de este parque! – insistió Isabel un tanto envalentonada y no pudiendo disimular la animadversión que profesaba hacia los jerónimos, a quienes consideraba un escollo para sus propósitos.

Felipe II, no contaba con los monjes jerónimos sólo para rezar a los muertos. En realidad, ya desde el reinado de su padre, se habían convertido en los mejores consejeros del rey para todo tipo de decisiones. Una de esas decisiones había sido la ubicación del Monasterio en El Escorial, la cual fue sugerida por el prior de esa orden religiosa.

– ¡No creo que estéis en posición de exigir nada de vuestro rey! – dijo el soberano tensando el rictus.

– Perdonad Majestad, no era mi intención – dijo una Isabel sumisa arrodillándose frente al monarca y tomando sus manos para besarlas.

En ese momento fue consciente de que traicionada por el odio que sentía hacia los jerónimos, había perdido la compostura frente a su soberano, perjudicando a la postre su propio interés.

Finalmente, el rey aplacó su cólera y se compadeció de Isabel ayudando a su amante a levantarse sujetándole por los brazos. No obstante, ella no se atrevió a levantar la mirada. Entonces el soberano, con un dulce gesto, puso sus dedos bajo la barbilla de Isabel obligándole a elevar el rostro hasta que sus ojos se encontraron.

A continuación y con la mirada cautiva por la belleza de Isabel, Felipe II le comunicó que estaban a punto de concluirse algunas obras del monasterio. De esa forma, antes de lo esperado, se facilitaría el acomodo de los monjes y la familia real en una parte del magno edificio.

– Así que es muy probable, que la reina no vuelva por este lugar. Y los monjes sólo vendrán durante periodos muy concretos para su relajo.

Isabel no cabía de gozo ante la buena nueva que el rey le había comunicado. En ese momento, estaba más segura que nunca de que sus planes de aumentar su influencia en el monarca seguirían creciendo día a día.

Efectivamente en 1567, concluyeron las obras de áreas del monasterio lo suficientemente amplias como para albergar al monarca junto con una parte de su corte, las caballerizas y por supuesto a los monjes jerónimos, quienes se trasladaron desde el Parque de la Fresneda. Dos monjes quedaron en la Casa de los Frailes para mantenimiento de la misma y así poder recibir a otros hermanos que cada año en primavera y otoño se recluían allí, para el obligado descanso de sus actividades religiosas.

Ese año de 1567 supuso una victoria para las intenciones de Isabel, debido a la salida del parque de la mayoría de los jerónimos. Sin embargo para el rey fue uno de los años de más triste recuerdo, ya que falleció su arquitecto y amigo Juan Bautista de Toledo.

En esos tiempos, la decisión más urgente de Felipe II versaba sobre el nombramiento del arquitecto principal del Monasterio del El Escorial, de forma que no se perdiese el ritmo de las obras y se mantuviese la impronta y el buen hacer de Juan Bautista. Para ello, consultó con los que siempre habían sido sus mejores consejeros, especialmente en las decisiones relativas al monasterio, que además del arquitecto recientemente fallecido eran su secretario de obras Pedro de Hoyo y los monjes jerónimos.

– Siento que algo de culpa he debido tener en la muerte de nuestro añorado Juan Bautista – dijo el rey al inicio de la reunión con sus consejeros -. Es posible que le haya exigido demasiadas cosas a la vez. No sólo ha llevado la carga del colosal esfuerzo que supone liderar las obras del Monasterio del El Escorial, sino que además no le he permitido descanso alguno obligándole a ocuparse también de la remodelación de mis otros palacios. Y lo extraño, es que jamás le he escuchado, emitir una sola queja.

– No os atormentéis Majestad – intervino el prior de los jerónimos -. La razón de su muerte es otra, y lo digo por las numerosas conversaciones que mantuve con Juan Bautista. En más de una ocasión, me confesó que su alma murió el día que le dieron la noticia del naufragio del buque que traía desde Nápoles a su mujer y sus hijos. Además, también insistía a menudo en que el trabajo era la mejor distracción para olvidarse de la pena que le estaba consumiendo en vida.

– Bueno – continuó el monarca -, en todo caso nos apremia encontrar a alguien que ocupe el lugar de nuestro arquitecto. Necesitamos una persona que, teniendo los conocimientos técnicos necesarios para liderar esta obra, esté a la vez imbuido del estilo de Juan Bautista.

– También debe ser alguien que conozca perfectamente el lugar y a los diferentes grupos de oficios y artesanos que actualmente laboran en el monasterio – anotó el prior de los jerónimos -. Debe haber pocas personas que cumplan con esos requisitos

– Majestad – intervino el secretario Pedro de Hoyo -, si me permitís creo que conozco al candidato más adecuado.

– Decidlo ya sin más demora – requirió el monarca.

– Se trata del que desde hace cuatro años ha venido actuando como hombre de confianza y asistente de Juan Bautista de Toledo – dijo el secretario de obras Pedro de Hoyo haciendo una pausa que a Felipe II se le estaba antojando interminable –. Me refiero al arquitecto Juan de Herrera.

El rey ordenó que trajeran a su presencia al candidato. Teniendo en cuenta que la reunión se estaba celebrando en los aposentos provisionales que se habían habilitado en el propio monasterio para el monarca y su corte, Juan de Herrera fue localizado en otra zona del monasterio donde estaba dirigiendo la instalación de una nueva grúa, operación que quedó suspendida hasta su regreso.

– Me han informado de vuestras aptitudes – comenzó el rey a modo de introducción –. Y lo más importante es que gozabais de la confianza de nuestro admirado Juan Bautista.

– Majestad – dijo Juan de Herrera inclinándose ante el monarca -, el maestro Juan Bautista es insustituible, pero estoy aquí a vuestro servicio para cumplir vuestros deseos.

A pesar de la protocolaria respuesta del candidato, para Felipe II no pasó inadvertido el carácter un tanto arrogante e impulsivo de Juan de Herrera, en comparación con la prudencia y mesura de su predecesor. No obstante, el monarca también tuvo en consideración, que no vendría nada mal a su colosal obra un nuevo impulso de un hombre que, aparentemente, tenía los bríos y el entusiasmo necesarios para ello.

Quedaba por demostrar, si el nuevo arquitecto también contaba con los conocimientos técnicos adecuados, así como la capacidad para organizar la cantidad de laborantes dedicados a la consecución de un mismo objetivo. Pero ese, era un riesgo que el rey estaba dispuesto a correr, otorgando a Juan de Herrera un margen de confianza. El tiempo sería la única forma de dilucidar si la decisión tomada había sido acertada.

Desde ese momento el Monasterio de El Escorial tuvo un nuevo arquitecto que se mantuvo en el puesto hasta la conclusión de la magna obra.

El mismo día que Juan de Herrera fue nombrado arquitecto principal del monasterio, el rey Felipe II no pernoctó en los aposentos provisionales del monasterio, sino que lo hizo en la Casa de Su Majestad, en el Parque de la Fresneda, junto a su amante Isabel Osorio de Cáceres. La frecuencia de los encuentros entre el monarca y su amante en esa época aumentó considerablemente. En uno de ellos, Isabel decidió que tenía que aprovechar la oportunidad para mejorar su posición, dando un paso más en la consecución de sus objetivos.

Isabel, que había sido anunciada previamente de la visita del rey, se engalanó con su mejor atuendo para recibirle. Para la ocasión, indicó a su criada que le ajustase un pocos más el corsé, hasta el punto de dificultar su respiración. Pero de esta forma lucía un talle más esbelto, si cabía, lo que unido a un generoso escote resaltaba aun más sus turgentes pechos. Como tantas otras veces, ambos amantes ansiaban el encuentro.

– Majestad – dijo Isabel haciendo una reverencia frente a la puerta de la Casa de Su Majestad -, aquí tenéis a vuestra humilde servidora.

El rey besó la mano de Isabel y se deleitó unos instantes contemplando y admirando su belleza.

– Pareciere querida Isabel, como si no pasaran los años por vos – dijo el rey sin soltar la mano de su amante -. Vuestra hermosura es cada día más radiante.

– También Su Majestad se ha conservado muy bien durante estos años – dijo Isabel devolviendo el cumplido y aprovechando para insinuar, que algo habría contribuido ella a ese estado de conservación real.

El monarca como siempre que se reunía con su amante describió con todo lujo de detalles los últimos avances relativos a las obras del monasterio. Representando su papel como siempre, Isabel escuchó el relato totalmente cautivada por el mismo. Esta vez además, se sentía más feliz aun por encontrar nuevamente a un Felipe II entusiasmado con su obra, lo cual no sucedía desde la muerte de Juan Bautista de Toledo. Por ese motivo, y teniendo en cuenta que estaba urgida por aflojarse el corsé, en ese mismo instante decidió que era el momento idóneo para avanzar con su plan y no dudó en aprovecharlo.

– Majestad, por favor entrad en la que es vuestra casa, que yo también quiero comunicaros algo – dijo Isabel sin dejar traslucir nada de lo que pensaba decir a continuación.

Seguidamente, subieron a los aposentos del primer piso e Isabel condujo a Felipe II directamente a la estancia donde hacía pocas semanas, habían hecho el amor por última vez.

– Y bien Isabel – dijo el rey suponiendo que si estaban en esa estancia no podía ser más que para un encuentro sexual -, qué es eso tan importante que tenéis que comunicarme.

En ese momento Isabel comenzó a despojarse de sus ropas, pidiendo al Felipe II que le ayudase a despojarse del corsé, cuya opresión no era capaz de soportar por más tiempo.

En un instante, quedó completamente desnuda frente al monarca. Sin más dilación y sin haber cruzado una sola palabra, Felipe II imitó a su amada despojándose a su vez de sus vestimentas. Una vez desnudos los dos amantes, el soberano intentó abrazar a su amante para levantarla y llevarla hasta el jergón, pero sorpresivamente Isabel le detuvo poniendo su mano sobre el pecho del monarca con el brazo extendido para mantener la distancia.

– Aun no os he comunicado nada – dijo Isabel insinuándose pero manteniendo a distancia al monarca totalmente excitado.

– Decid lo que sea y dejad de jugar conmigo – dijo un Felipe II impaciente ante la contemplación de un cuerpo rebosante de sensualidad.

– Mi rey – dijo por fin Isabel -, quiero que me dejéis preñada.

Esa frase con el tono lascivo con el que fue pronunciada, fue el detonante para que el monarca no pudiera controlar por más tiempo sus hormonas. Tumbó a Isabel en el jergón boca abajo y la montó con tal ímpetu, como si de una yegua de las caballerizas reales se tratase.

Ella dejó que su amante disfrutase del momento hasta que llegó al éxtasis y se derramó completamente en su interior. Ahora sólo había que esperar que la semilla depositada por el rey en el cuerpo de Isabel culminase con el éxito de la fecundación.

Por si acaso y para mayor seguridad, Isabel utilizó todas sus armas de mujer para que, a partir de aquel día, todos los encuentros terminasen con los dos amantes yaciendo rodeados de un deseo y una pasión incontenibles, especialmente para el monarca.

El resultado no se hizo esperar, y a los pocos meses el cuerpo de Isabel comenzó a experimentar una serie de cambios. Lo más notable fue el aumento de sus ya prominentes pechos, no pasando tampoco inadvertido el progresivo aumento de su abdomen semana tras semana.

Como era previsible, el 10 de agosto de 1568, festividad de San Lorenzo, nació un niño al que su madre puso por nombre Álvaro, en honor a su abuelo materno, y Lorenzo por ser el santo del día. Como apellido figuraba Osorio de Cáceres, que era el de la madre, por no conocerse los del padre. A pesar de ello, por toda la corte y otros mentideros, circulaba el rumor muy fundado de que en realidad se trataba de un bastardo del rey. Por ese motivo, Isabel pensaba que el niño debería haberse llamado, Álvaro Lorenzo de Austria Osorio de Cáceres.

Aquel año de 1568, podría haber supuesto para Isabel Osorio el culmen de sus aspiraciones en la consolidación de su relación con el rey, al haber concebido con él un hijo varón. Sin embargo, otros acontecimientos trascendentales sucedidos ese mismo año dieron al traste con todos los planes de la amante.

La muerte de Isabel de Valois a causa de un accidente cuando galopaba en un caballo, y sobre todo la del infante don Carlos, hicieron caer a Felipe II en una profunda depresión acuciada por un sentimiento de culpabilidad.

El rey, como ferviente católico, pensaba que todo se debía a un castigo divino por su comportamiento pecaminoso al mantener relaciones con su amante. Este pensamiento era también alimentado por el prior de los jerónimos, que desde hacía tiempo había recomendado al monarca terminar con esa relación.

Durante los dos años siguientes, el rey evitó los encuentros con su amante, salvo por visitas esporádicas que se limitaban a interesarse por la salud del niño Álvaro, dedicándose en cuerpo y alma a la remodelación y construcción de sus palacios, con especial énfasis en el Monasterio de El Escorial.

La falta de relaciones sexuales con el rey, no preocupaban en absoluto a Isabel, ya que no sólo había concebido un hijo de sangre real, sino que en esos momento era el único heredero varón vivo del monarca. Tales pensamientos estimulaban a Isabel para no cejar en su empeño de intentar retomar su relación con el monarca.

Estaba convencida que el duelo por la pérdida de la esposa y el hijo terminaría algún día y todo volvería a ser como antes. Incluso, la situación podría mejorar para su propósito final, ya que por el momento no había razón alguna que impidiese que ella se postulase como futura reina, lo que a la vez facilitaría el camino a su hijo Álvaro como príncipe heredero.

Por ello, además de dedicarse a criar a su hijo en el saludable ambiente del Parque de la Fresneda, se acercaba cada semana a las inmediaciones de las obras del monasterio. Su intención no era otra que hacerse la encontradiza con el rey, con el firme propósito de despertar su atención.

En numerosas ocasiones Isabel divisó al monarca, pero nunca consiguió aproximarse lo suficiente para dejarse ver, ya que Felipe II siempre llegaba rodeado de cortesanos. Además, su guardia personal no permitía que nadie se acercase al rey.

No obstante y aunque era consciente, después de varios intentos, de que sólo podría encontrarse con el soberano cuando éste lo tuviese a bien, Isabel seguía visitando regularmente las obras del monasterio cautivada por el avance de las mismas, y siendo consciente de la magnitud de la edificación que día a día iba tomando forma para convertirse en algo realmente colosal.

Aquello se asemejaba a un hormiguero gigante, en el que las hormigas eran la cantidad de artesanos y obreros de los distintos oficios que se contaban por millares. La actividad era frenética y había numerosos artilugios que alguien explicó que se llamaban grúas. Tal y como pudo observar la propia Isabel, servían para elevar los enormes y pesados sillares de granito. Poco a poco, convenientemente colocados unos sobre otros iban conformando la gran y compacta mole granítica que estaba aflorando donde antes sólo estaba la falda de una montaña pelada. La imagen era la de una enorme edificación surgiendo de las entrañas de la tierra, como si los montes circundantes se encargasen de acunarla y protegerla.

Toda la actividad económica, consecuencia de la construcción del Monasterio, inevitablemente trajo asociada al mismo tiempo un submundo de delincuencia, pobreza y degeneración.

En aquellos tiempos, no era extraño ver como se aproximaban a El Escorial numerosos mendigos, algunos de ellos ciegos con sus lazarillos. También afloraron en las calles y tabernas numerosas prostitutas que vendían su cuerpo a cualquiera sin recato alguno. Adicionalmente, aumentaron el pillaje y las borracheras, con sus correspondientes disturbios, los cuales se acrecentaban los días en los que los obreros del Monasterio percibían su salario.

Esa población paralela se fue configurando alrededor de aquellos trabajadores, junto con la instalación de diferentes negocios para dar servicio a los propios trabajadores y a las gentes de la corte. Los cortesanos, se desplazaban a El Escorial cada vez con más asiduidad, y así la pequeña población original se fue convirtiendo en un urbe con actividades políticas, comerciales, artísticas y culturales de unas dimensiones considerables.

Después de dos años de duelo, el rey tomó la firme decisión de volver a casarse, y teniendo claro quien sería su próxima esposa volvió al Parque de la Fresneda para visitar a Isabel Osorio, la cual esperaba impaciente la llegada del monarca, convencida de que había llegado el momento de retomar su relación como amantes e intentar obtener, de una vez por todas, el reconocimiento de la paternidad de su hijo Álvaro.

Como siempre la dama esperó al rey en el exterior de la casa junto a la puerta de entrada, engalanada con sus mejores atuendos intentando como siempre resaltar su sensualidad. Estaba entusiasmada con lo que la visita del soberano podía suponer para ella misma y para el hijo de ambos, al que la nodriza mantenía bien visible entre sus brazos.

Todo estaba sucediendo tal y como Isabel había previsto. Llevaba mucho tiempo preparándose para lo que creía que el rey estaba a punto de comunicarle.

– Querida mía, veo que os mantenéis tan espléndida como siempre, incluso me atrevería a afirmar que la maternidad os ha rejuvenecido– empezó el rey con un cumplido que hizo pensar a Isabel que todo transcurría según sus planes -. Y viendo lo que vuestra criada tiene en los brazos, no me cabe duda alguna que estáis criando perfectamente a vuestro hijo, bastando simplemente con observar el saludable aspecto que presenta.

– Gracias Majestad – respondió una gozosa Isabel para a continuación insistir con su estrategia -. Sin embargo, no todo el mérito es mío, ya que por sus venas corre vuestra misma sangre. Además buena parte de la salud de Álvaro, se debe al favor con que nos obsequiáis permitiéndonos vivir en este paraje sin que nada nos falte.

– De eso precisamente quería hablaros – dijo el rey manteniendo el tono jovial con el que había llegado.

Isabel no cabía de gozo pensando que por fin el rey le pediría que se casara con él, reconocería públicamente a su hijo y le presentaría en la corte como su legítimo sucesor al trono.

– Como seguramente sabréis, próximamente contraeré matrimonio.

– Tarde o temprano tenía que suceder Majestad – dijo Isabel convencida que todo seguía según el guión trazado en su mente -, todo rey debe tener a su lado una reina.

Isabel hizo un gesto a la nodriza para que se retirase con el niño y seguidamente entraron en la casa. Se dirigieron directamente al salón principal, que era el aposento más noble de la estancia, y se acomodaron en sendos sillones que tenían a su espalda un gran tapiz gobelino que representaba una escena de caza.

– Lo que os quería decir Isabel – continuó el rey esta vez con el semblante serio -, es que como vos misma sabéis, mis tres anteriores matrimonios estuvieron dirigidos por razones de estado, y en los dos primeros casos también obligado por mi padre.

Felipe II siguió explicando que se casó con María de Portugal en 1543 para intentar integrar ese reino en el imperio, pero no tuvo con ella demasiado tiempo para el amor, ya que falleció en 1545. Justo cuatro días después del parto en el que dio a luz al malogrado infante don Carlos, quien también había dejado este mundo hacía tan solo dos años.

Después relató como en su matrimonio con María Tudor (María I de Inglaterra) en 1554, prácticamente no hubo relaciones sexuales, en parte por la diferencia de edad existente entre ambos contrayentes, él tenía veintiséis años y ella treinta y siete. También influyó de forma decisiva, la falta de comunicación, ya que aunque ella era hija de española y por ello entendía bastante la lengua de su madre, no la hablaba.

Por consiguiente, aunque permanecieron juntos durante algo más de un año, Felipe II no intervino en los asuntos de Inglaterra. El monarca español dedicó la mayor parte de su tiempo a supervisar en la lejanía las cuestiones políticas que afectaban directamente a Italia, América y España.

– Como todo el mundo sabe, después de un año regresé al continente para asistir a los distintos actos de abdicación de mi padre el emperador, y sustituirle en todas sus funciones. Y ya sabéis que desde entonces no volví a ver a la reina de Inglaterra, quien murió posteriormente en noviembre de 1558.

El monarca continuó relatando como el fallecimiento de María Tudor le permitió contraer un nuevo matrimonio, también con fines políticos. Esta vez para estrechar lazos con la vecina Francia.

– No hace falta que os cuente como fue mi matrimonio con Isabel de Valois – dijo Felipe II mirando directamente a su antigua amante con ternura -. Vos misma lo habéis vivido en primera persona, pues habéis sido objeto en numerosas ocasiones de los menosprecios de la reina. Aunque su muerte fue un trágico accidente, y por ello me apena, he de reconocer que llegué a estar un poco harto de sus caprichos y despilfarros económicos.

En ese momento el rey hizo una pausa estableciéndose entre los dos un silencio que Isabel no se atrevió a romper.

Hasta ese instante, sus planes no se habían visto alterados. Sin embargo, no sabía si la emoción que sentía en ese momento, le permitiría permanecer impasible esperando que el rey finalmente, le comunicase lo que tanto tiempo llevaba esperando, lo cual colmaría finalmente todas sus expectativas.

Repentinamente, el rey se levantó de su asiento y empezó a caminar con pasos lentos pero firmes desde su sillón hasta el de Isabel en dirección paralela al tapiz gobelino. Daba la impresión de estar buscando las palabras adecuadas para lo que a continuación tenía que trasmitir.

Intentando ganar tiempo para ordenar en su mente lo que a continuación se disponía a revelar, Felipe II se dedicó por unos instantes a contemplar la escena de caza del tapiz. En ella se representaba un jabalí recién lanceado, que era rodeado y acosado por una jauría de perros, mientras sendos caballeros contemplaban impasibles la agonía del animal desde sus respectivas monturas.

– Esta vez no hay intrigas políticas ni razones de estado, me caso completamente enamorado – dijo por fin el rey con toda solemnidad, caminando con las manos entrelazadas a su espalda, con la mirada clavada en el suelo, levantándola esporádicamente cada vez que daba la vuelta y se paraba para observar nuevamente la escena de caza del tapiz, pero evitando en todo momento mirar directamente a su antigua amante.

En ese instante, Isabel se levantó de su sillón con la firme intención de abrazar a su antiguo amante.

– ¡Oh, Majestad! – exclamó Isabel -. No sabéis que dichosa me hacéis sentir con esas palabras.

– ¡Un momento! – dijo el monarca al tiempo que rechazaba con firmeza el abrazo de la dama -. ¿No habréis pensado…? Quizás no me he expresado con suficiente claridad, pero habéis de saber que de quien estoy profundamente enamorado es de mi prima Ana.

Repentinamente, Isabel cambió el rictus de confianza y felicidad, por otro en el que se mezclaban los sentimientos de sorpresa, tristeza y preocupación. Toda la habitación empezó a dar vueltas a su alrededor, no sabía si el monarca seguía hablando, pero ella no escuchaba absolutamente nada. Finalmente, se desplomó en el sillón del que se había levantado súbitamente con la intención de abrazar al rey, lo que le permitió evitar un desmayo inminente, pero sin poder evitar que su mente se centrara en las consecuencias que se derivarían de las manifestaciones del rey.

Felipe II no quiso dar tiempo a que hubiese más interpretaciones equivocadas, por lo que continuó con lo que quería transmitir a Isabel, antes de que ésta perdiese el sentido y no pudiese escuchar toda su alocución.

– Por esa razón he venido a comunicaros personalmente que tendréis que abandonar las estancias del Parque de la Fresneda a la mayor brevedad posible – manifestó el monarca sin abandonar la solemnidad de su tono.

Isabel se quedó totalmente petrificada agarrándose con fuera a los brazos de su asiento. No se atrevió a pronunciar palabra alguna, ya que temía no poder controlarse y romper a llorar desconsoladamente. Lo último que deseaba, era mostrarse como una plañidera ante quien era el padre de su hijo y que, durante mucho tiempo, había sido su amante. Frente al silencio de Isabel, el rey aprovechó para continuar manifestando las decisiones que había tomado.

– Os trasladaréis a Madrid a una casa que he dispuesto con el correspondiente servicio, además recibiréis una pensión que os permitirá vivir con holgura tanto a vos como a vuestro hijo.

El monarca hizo una pausa para observar la reacción de Isabel, la cual se limitaba a escuchar sin mover un solo músculo, impidiendo así que el rey percibiera la rabia y llanto contenidos.

– Por último – continuó Felipe II –, en vista de que vuestra relación con los jerónimos es de todo punto imposible, la vivienda en la que os acomodaréis está situada junto al convento de los agustinos, los cuales se encargarán de la educación del niño hasta que se convierta en un hombre. En ese momento, vendrá a visitarme y en función de sus aptitudes planificaremos su futuro en los quehaceres del imperio.

Tras la última palabra pronunciada, el monarca dio media vuelta y sin mediar despedida alguna desapareció por la misma puerta por la que había ingresado hacía tan solo unos minutos.

Nada más quedarse a solas, Isabel rompió en un llanto desconsolado acompañado con lamentos desgarradores. En ese estado permaneció en completa soledad durante casi una hora. No había pasado desapercibido para ella, que en ningún momento el rey se había referido a Álvaro como hijo propio. Una vez mitigada en parte la rabia contenida y habiendo recuperado el control de sus actos, acudió junto a la cuna del bastardo del rey, que en ese momento dormía plácidamente.

– Juro ante Dios Nuestro Señor – sentenció enjugándose las lágrimas y mirando fijamente al niño -, que dedicaré lo que me reste de vida a que ocupes el lugar que te corresponde. Como hijo natural que eres del rey, heredarás una parte de su vasto imperio.

Al año siguiente, mientras Isabel se había adaptado a su nueva vida en Madrid con un niño de tres años, nació el primer hijo de la reina Ana y Felipe II, el infante don Fernando. Ello, unido a otro suceso ocurrido también en 1571, hizo pensar al rey que Dios le había perdonado por sus anteriores aventuras amorosas y por tanto gozaba nuevamente del favor Divino.

El otro suceso de 1571, fue la mayor batalla naval del siglo, la cual enfrentó en el mar Mediterráneo a dos enormes flotas, que representaban cada una a las religiones imperantes en el mundo. La flota turca contaba con más de 220 buques en los que navegaban un número superior a 50.000 hombres, mientras que la flota cristiana llegaba escasamente a 200 embarcaciones y unos 40.000 hombres.

Siendo Felipe II el mayor contribuyente de la flota cristiana, se acordó que el mando supremo de la misma estuviese a cargo del hermanastro del rey, don Juan de Austria.

Contra todo pronóstico, la mañana del 7 de octubre de 1571, la flota cristiana derrotaba en el golfo de Lepanto a la gran potencia musulmana. La batalla terminó para los turcos con un saldo de 30.000 bajas, además de otros 3.000 hombres que fueron hechos prisioneros.

La victoria en esta batalla, fue un revulsivo rejuvenecedor para Felipe II, quien lo interpretó, junto con el nacimiento del infante don Fernando, como un signo inequívoco de reconciliación con su Dios.

En el último trimestre de 1572, cuando Álvaro tenía cuatro años recién cumplidos, empezó su educación de la mano de los padres agustinos que, sabiendo perfectamente de quien se trataba y por quien venía recomendado, acogieron al niño como si de un infante de la familia real se tratase. Ello impulsó aun más la buena relación de Isabel con el padre Guillermo Galdeano, prior de los agustinos por aquel entonces, quien además tenía en común con la madre de Álvaro su animadversión hacia los monjes jerónimos, debido al favor especial con que desde hacía años contaban, primero por parte del emperador Carlos V y ahora de su hijo el rey Felipe II.

Al año siguiente, se truncó la felicidad que había disfrutado ininterrumpidamente el soberano desde su matrimonio con la reina Ana. La pena y la tristeza invadieron nuevamente al monarca debido a la muerte de su hermana menor Juana, a la que estaba muy unido. Cuando cayó enferma fue trasladada al Monasterio de El Escorial, donde permaneció hasta el día de su fallecimiento el 8 de septiembre de 1573, estando Felipe II junto a su lecho en el momento del óbito.

Transcurrieron cinco años más en los que Álvaro fue creciendo y educándose convenientemente con la idea de comenzar la siguiente etapa de su formación al finalizar el verano de ese año de 1578, justo después de haber cumplido los 10 años de edad.

Hasta el comienzo de ese año, Isabel había albergado la esperanza de que Álvaro fuese finalmente reconocido por el rey como hijo legítimo, con lo que ello podría llegar a suponer. Pero sus planes se vieron truncados, cuando la reina Ana dio a luz un nuevo varón. El 16 de abril vio la luz, quien con el trascurrir de los años llegaría a ser el rey Felipe III. La diferencia de edad entre el futuro rey y su hermanastro Álvaro era casi de diez años.

Aquel año de 1578 también llegó a España la triste noticia de la muerte de don Juan de Austria, concretamente el 1 de octubre, cuando contaba 32 años de edad y transcurridos casi siete años después de su gran victoria en la Batalla de Lepanto. Antes de su muerte, don Juan comandaba los Tercios de Flandes en los Países Bajos, y las extrañas circunstancias de su muerte indujeron al astuto prior de los agustinos a elaborar una estratagema. Su idea era intentar poner en una situación delicada al rey, de forma que requiriese la ayuda de los agustinos, la cual estos utilizarían convenientemente para obtener alguna ventaja frente a los jerónimos.

Para llevar a cabo su plan, el padre Galdeano sabía que necesitaría la alianza de alguien que tuviera contactos, y en quien pudiese depositar su confianza. En ese momento se le ocurrió que la persona más adecuada sería Isabel Osorio, la madre de su pupilo Álvaro, por lo que envió un mensaje a la dama para concertar una reunión secreta con ella.

– Señora, supongo que estáis al corriente de la reciente muerte de don Juan de Austria – dijo el prior dando por hecho que todo el mundo en España era conocedor del suceso.

– Por supuesto padre – respondió Isabel -, no se habla de otra cosa estos días en las calles de Madrid.

– Pero de lo que probablemente no se habla es de lo que nadie se atreve a decir, salvo en círculos muy reducidos.

– ¿Qué estáis insinuando?

– Fuentes de la confianza más absoluta, me han informado que don Juan fue envenenado por orden del propio Felipe II - dijo el prior sin titubear lo más mínimo.

– ¿Por qué haría el rey algo así? – preguntó Isabel que no podía dar crédito a lo que estaba escuchando.

El agustino desarrolló su argumento explicando como desde la Batalla de Lepanto, la fama de don Juan había crecido considerablemente, y como cada día aumentaba tras sus éxitos al mando de los Tercios de Flandes.

– Todo ello ha contribuido a despertar en el monarca unos celos hacia su hermanastro, pensando que podría llegar a convertirse en una amenaza para el trono de seguir creciendo su popularidad.

– Y ¿por qué me contáis a mí todo esto? – insistió Isabel con cierto aire de desinterés.

– Porque estoy planeando traer el cuerpo de don Juan a España, para que sea enterrado con los honores que merece por sus hazañas, y como hijo del emperador y hermanastro del rey legítimamente reconocido.

Isabel continuaba sin entender que papel jugaba ella en esa historia, por lo que sin hablar hizo un gesto interrogante para que el padre Guillermo Galdeano continuase con su disertación.

– Vos señora, deberíais ser la primera interesada en lo que me propongo respecto a don Juan. Vuestro hijo Álvaro está viviendo la misma situación que don Juan antes de ser reconocido como hijo legítimo por el emperador. Hasta ese momento, y siendo niño, se le conocía en la corte como Jeromín. Es menester que Álvaro obtenga los mismos privilegios, por lo que su linaje debería ser reconocido en algún momento.

Ahora si que entendía Isabel como sacar provecho del plan que con tanta sagacidad estaba urdiendo el astuto agustino. En ese momento empezó a imaginar a su hijo convertido en un auténtico príncipe real, interviniendo junto a su padre en las decisiones del imperio. No obstante, enseguida salió de su ensoñación, ya que aquello no se le antojaba como una tarea fácil.

– Sin embargo – continuó el padre Galdeano percibiendo que había ganado a su interlocutora para la causa -, la intención actual de nuestro rey es que el cuerpo de don Juan de Austria permanezca enterrado en los Países Bajos. La intención del monarca, es que sus hazañas y su imagen se vayan difuminando poco a poco para que, con el tiempo, el antaño Jeromín quede finalmente en el olvido.

– Ahora os entiendo – dijo Isabel convencida de la oportunidad que se le presentaba, por una parte para desquitarse del repudio que le infringió el rey, y por otra, para cimentar las bases que en un futuro servirían de apoyo para fundamentar la posición de su hijo -, contad conmigo para todo lo que esté en mi mano.

El prior explicó, cómo el cadáver de don Juan debía entrar en España clandestinamente y con todo sigilo, para evitar que los espías del rey le pusiesen sobre aviso y se fuese toda la operación al traste. Además, si les descubrían las consecuencias serían imprevisibles, podían terminar ajusticiados o cuando menos pasar el resto de sus días pudriéndose en una mazmorra.

– Una vez en España necesito que con los contactos que tenéis, hagáis correr la voz de que unos leales transportan el cuerpo de don Juan de Austria hacia El Escorial. De esta forma, si el rey intenta oponerse se originará una revuelta popular, que nosotros los agustinos, a través de nuestras iglesias, nos encargaremos de fomentar si llegare el caso – manifestó el padre Galdeano mostrando la seguridad de quien tiene todo controlado -. Y cuando llegue el momento de apaciguar la revuelta, nosotros seremos más útiles al rey que sus queridos jerónimos.

– Ya veo que habéis planeado todo perfectamente – dijo Isabel entusiasmada con la idea.

Unos meses más tarde, en una noche de luna llena de la primavera de 1579, un grupo compuesto por seis hombres perfectamente escogidos, con todo sigilo y sin que nadie ajeno a la operación pudiese advertirlo, exhumaron el cuerpo de don Juan de Austria, enterrado en Namur, para su traslado secreto hasta España.

Con el fin de evitar ser descubiertos, el cuerpo se cortó por las articulaciones y fue embalsamado y embalado en bolsas de cuero. El transporte se realizó por tierra para evitar el riesgo de su pérdida en una probable tempestad marina. Ochenta de los incondicionales de Don Juan, que combatieron en sus últimas campañas, custodiaron el cuerpo de su comandante durante todo el trayecto.

Una vez en España se dirigieron directamente al Monasterio de Parraces, donde el cuerpo se recompuso nuevamente y se introdujo en un ataúd. Ahora ya, sin ningún tipo de ocultación, y una vez trasmitida la noticia a todos los rincones de la península, se inició la última etapa de su traslado definitivo hacia El Escorial.

Durante el trayecto, el cortejo fúnebre con el ataúd de Don Juan y sus leales recibió vítores y aplausos de las gentes apostada a los lados del camino. En algunas poblaciones, incluso las autoridades de las mismas recibieron con honores la llegada de la comitiva fúnebre.

– ¿Por qué no he sido informado de la exhumación y traslado a España del cuerpo de mi hermanastro? – requirió un colérico Felipe II.

– Perdonad Majestad – dijo su secretario nervioso -, pero no hemos tenido conocimiento del hecho hasta que ha salido el cadáver del Monasterio de Parraces.

– ¡Alguien perteneciente al círculo más íntimo de don Juan ha tenido que organizar toda la operación, y quiero saber quien ha sido! – exigió el rey sin disimular su enfado.

– Me temo Majestad que no existe una cabeza pensante – expresó titubeante uno de sus ministros -, sino que todo se debe a una reacción en masa protagonizada por los leales de don Juan, que como sabéis no son pocos.

– Y ahora, ¿qué actitud debe adoptar el rey? – preguntó Felipe II dirigiendo una mirada inquisitoria a todos sus consejeros.

Ninguno de ellos se atrevía a sugerir nada al respecto, hasta que el sabio prior de los jerónimos tomó la palabra.

– Creo que lo más sensato e inteligente en estos momentos, es que recibáis el cuerpo de vuestro hermanastro y preparéis un entierro en este monasterio. Y os sugiero humildemente que se haga con todos lo honores que merece un miembro de la Casa de Austria, héroe de la batalla de Lepanto y de los Tercios de Flandes.

– ¿Estáis insinuando que encumbremos aun más su figura después de muerto?

– Exactamente eso es lo que os aconsejo – insistió el monje mientras el resto de consejeros permanecían en silencio en un segundo plano.

– ¡Y qué gano yo con ello! – rugió el monarca.

– Tened en cuenta – continuó el prior con toda la calma propia de su condición – que existe un clamor popular a favor de la figura de don Juan como si de un mártir se tratase. Con un entierro honorable, vos mismo os pondrías al frente de ese clamor ganando para vuestra causa a todo el pueblo.

A regañadientes, el rey aceptó el sabio consejo del prior de los jerónimos, lo cual dejó sin efecto la estratagema del prior de los agustinos para encender la mecha de la esperada revuelta popular.

– Parece que vuestro plan finalmente no se ha desarrollado como esperabais – dijo Isabel al padre Galdeano con cierto aire de frustración.

– Estoy seguro que esa decisión, de no oponerse a la llegada de Don Juan, no se le ha ocurrido al rey. La mente astuta de ese viejo monje jerónimo, ha vislumbrado lo que se podía originar y ha salvado nuevamente a su rey.

Sin más controversias, el 24 de mayo de 1579 don Juan de Austria era enterrado en el Monasterio de El Escorial con los máximos honores.

Aun así, Isabel por su parte quedó bastante satisfecha por la forma en que se habían desarrollado los acontecimientos. Pensaba, que ése era sin duda un hito más para que su hijo Álvaro recibiera algún día, el mismo grado de reconocimiento que había recibido don Juan de Austria. Con ello, tarde o temprano, se convertiría en el infante Álvaro de Austria. Ello, sin embargo, no hizo que en Isabel se aplacase el odio que sentía hacia el monarca y sus queridos jerónimos.

Felipe II sufrió otro duro golpe un año más tarde en 1580. Encontrándose batallando en la guerra en Portugal, recibió la noticia de la muerte de su querida reina Ana. Se produjo en Extremadura debido a una epidemia, y el rey no pudo siquiera asistir a las ceremonias del sepelio, al tener que mantenerse al frente de su ejército. Por otra parte, aunque no sirvió de consuelo para el monarca, resolvió con relativa rapidez el problema portugués obteniendo una victoria contundente sin apenas sufrir bajas en su ejército.

El príncipe Felipe III tenía tan solo 2 años de edad cuando murió la reina Ana, por lo que Isabel deseaba y esperaba que el niño corriese la misma suerte que su madre. De momento había desaparecido la mujer que a lo largo de diez años había sido la causa del distanciamiento del rey, tanto de ella como de su hijo, así como de su expulsión del Parque de la Fresneda. Por ello, a pesar del intenso odio interior que sentía, Isabel volvió a albergar esperanzas de conseguir un nuevo acercamiento al monarca.

Con estos pensamientos en mente, decidió que la única forma era desplazándose a El Escorial. A través del padre Guillermo Galdeano consiguió que los agustinos adquiriesen una casa en las inmediaciones del monasterio, donde ella y su hijo, que estaba en plena adolescencia, pasarían inadvertidos. Así, una vez que la primavera dio paso a los calores del verano, se desplazaron desde la capital hasta el clima más saludable de la Sierra del Guadarrama.

– Padre Guillermo – dijo Isabel una vez instalada en la casa escurialense de los agustinos -, podéis contar con que si consigo reconstruir mi relación con el rey hablaré a favor de vuestra orden.

– Eso espero señora – dijo el prior complacido -, pero no se como conseguiréis acercaros al monarca. Recordad que cuando volvió de la campaña portuguesa, le pedisteis audiencia para trasmitirle vuestras condolencias por el fallecimiento de la reina y sin embargo no accedió. Así que, os será muy difícil penetrar en la fortaleza que suponen los muros del monasterio.

– Lo sé – convino Isabel -, pero no pretendo traspasar esos muros, y por eso e indagado sobre las costumbres del rey extramuros del monasterio.

– ¿Habéis averiguado algo que os pueda ser de utilidad? – preguntó interesado el prior agustino.

Isabel explicó como había llegado a saber que en vida de la reina Ana, Felipe II tenía por costumbre desplazarse hasta una roca situada hacia el sur, a unos tres kilómetros del monasterio, que resultó ser un mirador privilegiado desde donde el rey podía divisar con una amplia panorámica el desarrollo de las obras.

– El pico de la roca fue cortado para obtener una base plana – siguió explicando Isabel tal y como se lo habían trasmitido a ella misma -, excepto en sus dos extremos norte y sur, donde fueron labradas en la roca una y tres sillas respectivamente. En las tres que están enfrentadas a la fachada sur del monasterio se sentaban el rey, la reina y un infante, mientras que en la de enfrente se sentaba el arquitecto Juan de Herrera para dar al monarca las explicaciones oportunas.

– Eso era en vida de la reina – apuntó el padre Galdeano -, pero quizás tras su muerte, el rey no haya vuelto a ese lugar.

– Ya me he informado de ello – dijo Isabel triunfante – y parece ser, que las visitas del monarca a ese lugar, que ya es conocido como “Silla de Felipe II”, son cada vez más frecuentes.

Con su plan perfectamente trazado, Isabel y Álvaro, acompañados por el prior agustino, se desplazaron una calurosa tarde de verano hacia la Silla de Felipe II. Al llegar al lugar, ascendieron hasta el promontorio formado en la parte más alta a través de unos escalones labrados en la propia roca para facilitar su acceso. Una vez en lo alto quedaron maravillados ante la panorámica que se desplegaba frente ellos, resaltada aun más al tener el sol de poniente que se proyectaba como un foco sobre el bosque, que tenían a sus pies, y el colosal edificio de granito que como un gigante resaltaba sobre lo diminutas que a su lado parecían las casas de la población escurialense.

– Ven Álvaro – reclamó Isabel -, siéntate aquí, que es donde se sientan los hijos del rey, yo me sentaré donde solía sentarse la reina, y usted padre Guillermo haga las veces de rey sentándose entre nosotros dos.

El prior se sonrojó ante la propuesta de Isabel y declinó su ofrecimiento desplazándose hasta la silla que supuestamente ocupaba el arquitecto principal del monasterio.

Durante ese verano, repitieron la misma excursión varias veces. Con ello buscaban la coincidencia con el rey, aunque sin éxito alguno. No obstante, no cejaron en su empeño, entre otras razones porque la excursión en esa época del año era por sí misma muy saludable. Teniendo en cuenta la belleza de las vistas que se disfrutaban desde el mirador real, lo tomaban como un regalo del cielo.

Cuando ya no albergaban ninguna esperanza, un día en que los calores del verano resultaban sofocantes, los tres excursionistas habituales intentando llegar a la Silla de Felipe II, se encontraron con que el monarca ya se estaba allí con Juan de Herrera. Sin embargo, la guardia real no permitía el acceso al lugar hasta que el rey concluyese su visita.

Finalmente, el monarca se retiró hacia el monasterio totalmente escoltado, sin posibilidad alguna de que nadie se aproximase al cortejo real. A partir de ese día, Isabel fue consciente de que ella por si misma no podría acceder al monarca. Por consiguiente, tendría que esperar hasta que Álvaro alcanzase los 18 años de edad, para que fuese él quien accediese al soberano.

La falta de éxito para restaurar su relación con el rey no fue óbice para que año tras año, todos los veranos Isabel y Álvaro se desplazaran hasta El Escorial para alojarse en la misma casa que allí tenían los agustinos. Buscaban el frescor de la sierra y siguieron siendo fieles a sus reiteradas excursiones a la Silla de Felipe II.

Desde la privilegiada situación que les proporcionaba la vista que tenían frente a ellos sentados en los asientos de piedra, se deleitaban con la maravilla que suponía, tanto la obra del monasterio que estaba concluyéndose, como el entorno natural que la rodeaba.

Al igual que madre e hijo, numerosas familias de distinta alcurnia y abolengo, acudían asiduamente al robledal que rodeaba la peña donde se encontraba la ya famosa silla, donde no faltaban las fuentes de agua fresca para aliviar la sed que provocaba el calor del verano. Algunas marquesas y condesas, iban acompañadas de sus hijos, otras de sus amigas o damas de compañía, y todas ellas con la correspondiente calesa con su cochero y algún que otro lacayo.

También eran frecuentes por esos parajes los encuentros furtivos de enamorados, que aprovechaban la clandestinidad que proporcionaban algunas rocas o la espesura de los árboles del bosque, para dar rienda suelta a sus pasiones sin la mirada vigilante e inquisitiva de la madre o aya correspondiente.

Por su parte, desde la pérdida de la reina Ana, al monarca le invadió una tristeza que le acompañó hasta el final de sus días. Desde ese momento, siempre se vio al rey enfundado en vestimentas de color negro, y ese atuendo le acompañó durante el resto de su vida.

Aunque su cuarta esposa murió cuando él sólo tenía 53 años, no volvió a casarse y se dedicó en cuerpo y alma a la terminación de su gran obra en El Escorial.

En 1583 se concluyó la Biblioteca, la cual albergó numerosos volúmenes, algunos de ellos censurados por la Inquisición, que se venían acumulando en sus almacenes desde varios años atrás. Anteriormente en 1573 el rey había convocado al médico de origen musulmán, Alonso del Castillo, para que le ayudase a catalogar la colección de libros de El Escorial y elaborase medicamentos de origen árabe. Tres años más tarde, en 1576, Felipe II nombró primer bibliotecario de El Escorial a Benito Arias Montano, quien ya había hecho méritos en 1570, cuando siendo asesor del rey en los Países Bajos ideó un sistema de censura que permitía expurgar textos de los libros sospechosos. De esta forma, una obra podía circular sin tener que censurarse por completo, lo cual el monarca recomendó a la Inquisición para que lo adoptase. Así, el hecho de que un libro no obtuviera aprobación, no implicaría necesariamente que fuera destruido.

Un año después de terminarse la Biblioteca, se concluyó la Basílica y se puso la última piedra del monasterio, concretamente el 13 de septiembre de 1584, algo más de veintiún años transcurridos desde la colocación de la primera. Al año siguiente, se terminaron los aposentos permanentes de Felipe II y el prior del monasterio informó al rey que el inquisidor general, Gaspar Quiroga, había dado su beneplácito para que se quedaran en la Biblioteca numerosos libros prohibidos adquiridos por el monarca.

Los años siguientes transcurrieron sin sobresaltos dignos de mención tanto para Felipe II, que había adoptado el Monasterio de El Escorial como su residencia permanente, como para Isabel Osorio que seguía residiendo en Madrid cerca del convento de los agustinos.

Ella seguía manteniendo muy buena relación con la orden agustiniana, en particular con el prior, que ya no era el padre Guillermo Galdeano por haber fallecido recientemente. Como nuevo prior de la orden agustiniana, había sido nombrado el padre Demetrio Ulloa, quien sentía la misma animadversión por los monjes jerónimos que su antecesor.

En 1586, Álvaro se había desarrollado físicamente alcanzando la apariencia de un auténtico hombre por lo que, impulsado por su madre, decidió visitar al rey para planear su futuro. El monarca no pudo recibirle porque tres meses antes, concretamente en mayo, había sufrido un ataque agudo de gota que duró más de dos meses y no le permitió ocuparse de sus asuntos con normalidad, por lo que había muchos problemas acumulados que requerían su atención inmediata.

Isabel interpretó la negativa del monarca como un nuevo desprecio, pensando que la enfermedad de gota era una nueva excusa para no cumplir con sus obligaciones como padre natural, por lo que instigó a Álvaro para que lo intentase nuevamente.

– Hijo mío, no olvides nunca que por tus venas no sólo corre la sangre de los Osorio, sino también la de los Austrias.

– No lo olvido madre – respondió Álvaro con cierto hartazgo -, me lo recordáis a diario.

Dos semanas más tarde volvió Álvaro Osorio a El Escorial tras haber solicitado una nueva audiencia al rey. Esta vez, la enfermedad de gota que padecía el monarca, le había dado una tregua y por tanto estaba de mejor humor y salud.

En lugar de celebrar una audiencia cargada de protocolo en los aposentos reales, padre e hijo se dedicaron a tener una conversación más distendida, mientras paseaban por el jardín de los frailes que se encontraba al pie de la fachada sur del monasterio.

Recorrieron las calles trazadas entre las plantaciones atendidas por numerosos jardineros. Durante el paseo, el rey se interesó por la salud de Isabel y le reconfortó saber, por boca de Álvaro, que su madre disfrutaba de una salud excelente y aun conservaba parte de la belleza de antaño.

Después, el soberano preguntó a su hijo sobre la formación que había recibido de los agustinos hasta ese momento. Álvaro hizo una descripción pormenorizada de todas las materias en las que había recibido una instrucción tan precisa como profusa.

A continuación, y tras mostrar su conformidad con lo que su hijo le había referido, Felipe II recomendó a su hijo que se enrolase en el ejército. Ello, lo consideraba el monarca imprescindible para completar la formación del joven, pero advirtiéndole que para ello debía contar con el beneplácito de su madre.

Al escuchar Isabel lo que su hijo le transmitió sobre las ideas que el rey tenía en relación con su futuro, montó en cólera lanzando improperios contra el soberano.

– Es increíble que quiera enviar a su propio hijo al ejército, sin tener experiencia alguna, para que muera en el frente de batalla – dijo Isabel totalmente fuera de sí, ante la preocupación de Álvaro que no esperaba semejante reacción por parte de ella.

– Madre, no creo que sea tan grave – replicó Álvaro que no estaba en absoluto de acuerdo con su madre -, creo que el ejército es la forma más rápida y directa de labrarme un futuro de éxito, y si no, mirad lo que hizo don Juan de Austria.

– Por eso precisamente – insistió Isabel -, recuerda que don Juan murió con tan solo 32 años de edad. No hablaremos más de este asunto, mi decisión es firme y no irás al ejército.

Todo ello supuso un distanciamiento aun mayor entre el monarca y los Osorio, Isabel y su hijo, por lo que Álvaro no volvería a encontrarse con su padre hasta el año 1588.

El tesoro oculto de los Austrias

Подняться наверх