Читать книгу El tesoro oculto de los Austrias - Miguel Angel Heras - Страница 6
ОглавлениеCAPITULO II
LA HERMANDAD DE LOS CUSTODIOS DEL TESORO – AÑO 1588
En 1588, cuatro años después de haberse colocado la última piedra del Monasterio de El Escorial, Felipe II, estando convencido de contar con el favor divino, tomó la decisión de emprender una nueva gran empresa, para la cual contaba con que su hijo bastardo Álvaro adquiriese un papel relevante. Por tal motivo organizó una jornada de caza en los terrenos que la realeza tenía reservados para esos menesteres, muy próximos al Parque de La Fresneda, a la que invitó especialmente a Álvaro Osorio de Cáceres y por su puesto a su madre Isabel.
Los cazadores, acompañados por ojeadores, lacayos y una jauría de perros, se adentraron en la espesura del bosque que, en aquel entonces, constituía la zona cinegética más importante de las heredades de su Majestad. Mientras Isabel, con la compañía de una sirvienta se acomodó en un pequeño torreón, conocido como el Mirador de la Reina. Tal edificación, tenía como función permitir la observación visual del entorno, ya que se trataba de una torre cuadrada asentada sobre una roca, dotada de altura suficiente sobre el espeso bosque para convertirse en un punto de observación inmejorable.
La torre construida sobre una roca, estaba cubierta a cuatro aguas con un chapitel de pizarra, contando con las respectivas ventanas en tres de sus lados y la puerta de acceso en el cuarto. Se accedía a través de una escalera tallada en la roca berroqueña que servía de promontorio al mirador. Isabel se dedicó, desde el interior de la torre, a seguir los pormenores de la cacería, gozando al mismo tiempo de una vista privilegiada del Monasterio de El Escorial.
La mañana transcurría sin sobresalto alguno y en el silencio más absoluto, por lo que Isabel pensaba que tendría que armarse de paciencia para soportar una jornada en la que imperarían el tedio y el aburrimiento.
Sin embargo, en un momento dado y procedente del interior del bosque, retumbó el sonido de un disparo de arcabuz. El suceso tuvo lugar junto al conocido canto de El Castejón, y el disparo fue realizado por el príncipe Felipe III, razón por la cual su padre ordeno tallar en la roca del mencionado canto la siguiente inscripción: “En 1588 á 22 de abril tiró a esta peña el primer arcabuzazo el príncipe D. Felipe III de este nombre, siendo de edad de 10 años y 6 días en presencia de la Majestad del rey N. Sr., su padre, y de la Serma. Infanta Doña Isabel, su hermana”.
Después de una exitosa jornada de caza, en la que se cobraron distintas piezas entre las que, además de numerosos conejos y liebres, destacaban un venado de seis puntas y tres jabalís, el rey se dirigió al encuentro de Isabel Osorio de Cáceres. La dama esperaba en el Mirador de la Reina y nada más llegar el rey al pie de la escalinata de acceso al promontorio, Isabel descendió por la misma sin saber exactamente lo que el monarca querría de ella.
El odio que sentía hacia el que había sido su amante no había disminuido con el transcurso del tiempo. Muy al contrario, se había convertido en una obsesión el hecho de desear al monarca todos los males posibles. No obstante, teniendo en cuenta que por el bien de su hijo haría cualquier sacrificio, no descartaba la esperanza de retomar las relaciones de antaño.
Tal esperanza, no era baladí, ya que para nadie en la corte era ajeno que habían transcurrido prácticamente ocho años desde la muerte de la reina Ana. Sin embargo, en todo ese tiempo, al soberano no se le habían conocido relaciones con dama alguna, susceptible de convertirse en la nueva reina. Muy al contrario, pareciere que Felipe II guardaría en su corazón luto eterno a la reina Ana, independientemente de mantener el negro como color predominante en su vestuario por ser la etiqueta de la Corte. No obstante, Isabel reprimiendo su odio y tratando de fingir lo máximo posible, no dudó en mostrarse amable y solícita, para intentar ocupar nuevamente el corazón del rey.
– Majestad – comenzó Isabel al terminar de descender haciendo una reverencia ante el monarca -, veo que aun conserváis el atractivo porte con el que conquistasteis mi corazón, el cual a pesar del tiempo transcurrido no ha dejado de perteneceros. No tengáis duda alguna sobre que mi destino está unido a lo que tengáis a bien disponer.
– Os agradezco el cumplido señora, pero tanto mi cuerpo como mi alma murieron en lo tocante al amor el mismo día que desapareció de este mundo la reina Ana – respondió Felipe II sin acritud, pero aceptando su condición física debido a su avanzada edad y al continuo tormento al que le sometía la enfermedad de gota que padecía.
– Entonces – dijo una Isabel ofendida por sentirse rechazada por un viejo con quien lo último que deseaba era compartir nuevamente cama -, ¿para qué me habéis hecho venir?
A continuación, el rey manifestó que la razón de la convocatoria no era otra, que proponerle nuevamente la posibilidad de la participación de Álvaro en una gran hazaña bélica que tenía entre manos, ya que para ello estaba construyendo una potente armada naval, que sería conocida en todo el orbe como la “Grande y Felicísima Armada”, y quería que su hijo formase parte de ella.
– Perdonad Majestad – dijo Isabel sin ocultar su enojo -, pero ya sabéis que no estoy dispuesta a perder a mi único hijo en el campo de batalla y menos aun si la batalla se desarrolla en el mar, donde si algo le ocurriese, nadie sería capaz de recuperar su cuerpo para darle, siquiera, cristiana sepultura.
Tras su contundente respuesta, la mujer hizo una nueva reverencia ante el monarca y se retiró sin más. El rey por su parte y a pesar del desaire de la dama, no lo tomó en cuenta olvidando cualquier tipo de represalia. Sin embargo, en su interior lamentó profundamente que su hijo varón de mayor edad no fuese partícipe de la gran empresa que se disponía acometer.
Esa gran empresa no había sido necesaria anteriormente, ya que desde la Batalla de Lepanto en 1571, la supremacía naval del Imperio Español fue incuestionable durante años. Sólo era perturbada ocasionalmente, por los intermitentes aguijonazos que los piratas ingleses intentaban infligir a las flotas, cuando éstas regresaban a España con los tesoros procedentes de las colonias en América. No obstante, con el tiempo, la actividad pirata fue incrementándose hasta tal punto, que los continuos ataques de Francis Drake y el apoyo de Isabel I a los rebeldes de los Países Bajos, empujaron a Felipe II a tomar la decisión de invadir Inglaterra.
Don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, que era el mayor experto naval del Imperio y Alejandro Farnesio que comandaba por aquel entonces los Tercios de Flandes, presentaron al rey el plan de invasión de la isla con 30.000 hombres de Farnesio, que debían cruzar el Canal de la Mancha en barcazas custodiadas por la Gran Armada.
Desafortunadamente, unas fiebres tifoideas acabaron inesperadamente con la vida del marqués de Santa Cruz, por lo que tuvo que ser sustituido apresuradamente como comandante de la Gran Armada por Alonso Pérez de Guzmán, duque de Medina Sidonia. El nuevo comandante, pese a haber demostrado una gran eficiencia en tierra y contar con amplios conocimientos teóricos en materia naval, carecía de la experiencia suficiente para liderar la gran cruzada que su rey pretendía.
El duque, consciente de sus limitaciones, solicitó varias veces ser relevado de la misión que le había sido encomendada. Sin embargo, otras tantas veces, su solicitud no fue acogida por el rey. Por consiguiente, el 20 de mayo de 1588, tuvo que hacerse a la mar desde el puerto de Lisboa al frente de una armada compuesta por 127 navíos.
Destacaban el San Martín (48 cañones), buque insignia en el que navegaba Alonso Pérez de Guzmán y el San Joao (50 cañones), ambos de la escuadra portuguesa; el Santa Ana (30 cañones) capitaneado por Juan Martínez Recalde, que ya había escoltado con éxito tres flotas de Indias y había rescatado un galeón repleto de oro de la isla de Madeira, el Gran Grin (28 cañones) y el Santiago (25 cañones), todos ellos pertenecientes a la escuadra de Vizcaya; el San Cristóbal (36 cañones) comandado por Diego Flores Valdés, actuando como segundo en la Armada y sustituto en caso de fallecimiento del duque de Medina Sidonia y el San Juan Bautista (24 cañones), que con otros 14 barcos también de 24 cañones y otro más de 12, componían la escuadra castellana.
Desde el día que el rey tuvo conocimiento de que la Gran Armada había partido hacia su destino, todos los días se arrodillaba en el reclinatorio de sus aposentos para orar, y solicitar al Omnipotente la ayuda Divina necesaria para que la misión culminase con éxito.
La primavera llegó a su fin sin que se hubiese recibido noticia alguna sobre la operación de asalto a Inglaterra. El verano fue transcurriendo bajo un calor sofocante que, en cierto modo, en el interior del monasterio se hacía más soportable debido a que los gruesos muros con los que estaba construido mitigaban las variaciones de temperatura que se producían en el exterior del mismo.
Sólo a mediados de septiembre llegaron informes fiables a El Escorial. Y fueron los ministros del rey, Juan Idiáquez y Cristóbal Moura, quienes anunciaron a Felipe II que el mensajero traía malas nuevas que el monarca debía escuchar sin demora.
El mensajero relató, como las dificultades comenzaron desde que la Gran Armada tuvo que recalar en el puerto de La Coruña para aprovisionarse de agua y alimentos, ya que debido al estado de la mar tuvieron que permanecer allí anclados durante varios días.
– Continuad – insistió el monarca con cierta impaciencia.
– Finalmente – continuó el mensajero, no sin cierta desazón y temor ante la reacción del rey -, el 21 de julio decidieron hacerse a la mar y sufrieron los embates de un primer temporal que provocó la dispersión de la flota. Tuvieron que esperar varios días para reagruparse frente al golfo de Vizcaya, desde donde se dirigieron directamente con viento a favor hacia el Canal de la Mancha.
– Decid de una vez que ocurrió – apremió nuevamente Felipe II.
– Tras un primer enfrentamiento a la altura de Calais y otro a continuación frente a Gravelinas, los navíos ingleses consiguieron dispersar la flota española – el mensajero hizo una pequeña pausa viendo como su rey se tapaba la cara con sus dos manos, hasta que con la mano derecha hizo un gesto para indicar que continuase -. Los vientos se encargaron del resto impulsando a los españoles hacia el norte, e imposibilitando su vuelta hacia el Canal para escoltar y avituallar a los hombres de Farnesio.
Mientras la tragedia empezaba a tomar forma en la mente del monarca, el mensajero continuó su relato describiendo cómo los barcos españoles tuvieron que bordear por el norte las islas británicas, y explicando como nuevas tormentas a la altura de Escocia e Irlanda completaron el desastre. Aun así 67 embarcaciones, poco más de la mitad de las que habían partido, consiguieron regresar al puerto de Santander.
El Rey, después de escuchar el mensaje totalmente apesadumbrado, permaneció desde entonces encerrado en sus aposentos en completa soledad. Repentinamente, y habiendo transcurridos siete días desde su aislamiento, citó de urgencia al prior de los Jerónimos.
– ¿Que os ocurre Majestad? – preguntó el prior con cierto aire de preocupación- ¿Acaso necesitáis confesión?
– Algo parecido, ya que en realidad he pecado de soberbio al pensar que podría dominar el mundo entero. Y ello, ha provocado que el castigo divino haya caído sobre la que consideraba mi Armada Invencible.
– No debéis atormentaros por ello. Los designios del Señor son inescrutables y no sabemos a ciencia cierta porque ha sucedido esa tragedia. Quizás simplemente quiera hacernos ver que, por grandes y poderosos que sean los hombres, somos muy pequeños frente a su poder.
– Tenéis razón – dijo el rey haciendo ver que ya había superado el tormento -. Os he llamado porque quiero que seáis testigo del agradecimiento que tengo a Nuestro Señor, ya que también es grande su misericordia, pues de otra forma no habrían regresado a puerto más de la mitad de los navíos.
A continuación y estando a solas, realizaron juntos una plegaria en la que el soberano agradecía al Ser Supremo el regreso de los supervivientes.
Después hizo una especie de juramento, por el que se comprometía a que los barcos de la escuadra castellana, que aun se mantuvieran a flote, junto con sus respectivas tripulaciones, se dedicarían a reunir el mayor tesoro que jamás hubieran visto los ojos del hombre.
Era su deseo, que semejante tesoro, fuera ocultado convenientemente y dedicado en exclusiva como ofrenda a Dios Nuestro Señor, de tal forma que nunca fuese destinado a sufragar guerras entre los hombres, pudiendo ser usado exclusivamente en alguna causa que fuese lo suficientemente digna a los ojos del Altísimo.
A continuación Felipe II transmitió en privado al prior de los Jerónimos un escrito con su real voluntad:
“Hoy primer día del mes de octubre del año 1588 de Nuestro Señor, he decidido que todos los hombres que hayan conservado la vida en los barcos pertenecientes a la escuadra castellana de la Gran Armada y los que sea menester reclutar para completar las tripulaciones de los navíos que hayan sufrido merma, dediquen sus esfuerzos a transportar desde nuestras minas en las colonias de Indias tanto oro y tesoros como sean capaces de acopiar en sus bodegas y sea entregado a la Orden de los Jerónimos en El Escorial para su custodia. De todos estos tesoros una parte será dedicada a las pagas y mantenimiento de la flota, así como al socorro de las viudas y huérfanos de los que perecieron frente a las costas inglesas. Los barcos que llegaren con el oro estarán exentos del control de los registradores del Reino y no arribarán por la bahía de Cádiz y San Lúcar de Barrameda para remontar el Guadalquivir hasta el puerto de Sevilla como viene siendo costumbre obligada, sino que recalarán en distintos puertos del Cantábrico y desde allá se transportará la carga hasta El Escorial sin que quede registro alguno de ello. Vos padre prior junto con once de vuestros frailes en los que mayor confianza tengáis, constituiréis una hermandad secreta encargada de custodiar el tesoro y darle un uso digno, si alguna causa fuere merecedora de ello. Todos los integrantes de la Hermandad de los Custodios del Tesoro deberán previamente juramentar el voto de mantener bajo secreto el paradero del tesoro, y no transmitirán fuera de la hermandad información alguna sobre la existencia del mismo.”
Después de esa declaración privada, el rey ordenó que le trajeran papel, pluma y el sello real para de su propio puño y letra, expedir diversas cédulas reales, que entregó al prior, para que cualquier militar o civil bajo el imperio de Su Majestad se pusiera a disposición de la Orden de los Jerónimos en lo que por estos monjes fuere menester. En otra de las misivas dirigida al comandante de la escuadra castellana, instruía a éste para que sin pérdida de tiempo se dirigiese a las Indias atendiendo en ello los detalles e indicaciones que le fueren transmitidos por los frailes jerónimos.
El prior se reunió en cónclave secreto con once frailes elegidos por su lealtad, inteligencia y condición física. Todos ellos juraron mantener el secreto de la misión que se les iba a encomendar antes de que su prior les revelara el contenido de la misma. La constitución de la Hermandad de los Custodios del Tesoro se celebró en los sótanos del Monasterio de El Escorial, a los que la docena de frailes accedió por una entrada secreta situada bajo la esquina suroccidental del magno edificio.
Aquel lugar, apenas iluminado por cuatro teas de resina, era fresco y ligeramente húmedo, encontrándose adosadas en tres de las cuatro paredes del habitáculo enormes tinajas, conteniendo las correspondientes a dos de los lados vino y las del tercero aceite. El muro libre de tinajas estaba ocupado por diferentes estanques largos y estrechos con distintas alturas decrecientes para facilitar el discurrir de agua de unos a otros y así facilitar su renovación, ya que funcionaban como piscifactoría para la cría de truchas.
En ese ambiente lúgubre donde el silencio dominante era suavemente alterado sólo por el murmullo del agua pasando de unos estanques a otros, los doce frailes allí congregados, hicieron uno a uno voto de silencio hacia el exterior de la hermandad en todo lo referente al objeto de la misma.
Acababa de terminar su juramento el último monje, cuando un escalofriante sonido de ultratumba proveniente de las entrañas de la tierra, hizo que los doce hombres se sobrecogieran sin saber que hacer ni que decir.
Cuando el sonido desapareció para dar paso a un silencio sepulcral, uno de los once elegidos se dirigió al prior.
– ¿Que ha sido eso?
– Parecía como una mezcla de rugido y lamento de un monstruo encerrado – dijo otro al que le temblaba la voz.
– El voto de silencio que acabáis de profesar – respondió el prior -, debe hacerse extensivo al sonido que habéis escuchado y al relato del que a continuación os haré partícipes.
Los once monjes asintieron en señal de aceptación sobre la ampliación del juramento y rodearon a su prior para escuchar lo que éste les iba a revelar.
– Debéis saber – comenzó mirando a todos y cada uno de ellos -, que la ubicación de este monasterio no es casual.
– ¿No es cierto que nuestra orden monástica intervino en la elección de este lugar? – indicó uno de los monjes.
– En efecto, ello fue recomendado al rey por nuestro anterior prior. La razón fue que Lucifer habitó en una cueva situada a los pies del monte Abantos. Y justo antes de que el Todopoderoso lo expulsara al infierno, creo siete puertas en la Tierra para acceder a las tinieblas, y una de esas puerta está precisamente bajo este monasterio.
– Entonces el monstruo que ha emitido ese sonido terrorífico, no es otro que el mismísimo Lucifer – interrumpió uno de los frailes más jóvenes.
– No debéis alteraros – continuó el prior -. El día que nuestro anterior prior y el entonces secretario del rey, don Pedro de Hoyo, se acercaron a los pies del monte Abantos para confirmar el lugar, fueron recibidos por un viento huracanado, que no les dejaba llegar al sitio lanzando contra sus rostros las bardas de la pared de una viñuela. Aun estando convencidos de que se trataba del soplo de Lucifer, sobrevivieron al mismo. No obstante y para mayor seguridad, la recomendación al monarca fe construir cuanto antes este monasterio, para sellar para siempre una de las siete puertas del infierno.
A continuación, el prior entregó a los frailes las cédulas reales que les permitirían conseguir la ayuda necesaria para el cumplimiento de la misión. Tal y como les explicó, consistía en recaudar el tesoro en Cartagena de Indias y reunirse en la bahía de la Habana con la flota procedente de México. De este modo podrían contar en el viaje de vuelta con una amplia superioridad numérica, frente a los ataques piratas que de seguro sufrirían.
Después debían proseguir viaje hasta la altura de las islas azores donde las dos flotas se separarían, dirigiéndose la de México hacia Cádiz siguiendo su ruta habitual. Los barcos procedentes de Cartagena, con los jerónimos a bordo, recalarían en distintos puertos del Cantábrico. Una vez en tierra y con la carga repartida en partes más pequeñas, para evitar los posibles riesgos tanto del asalto de ladrones como de la avidez de los recaudadores, deberían dirigirse hacia El Escorial para la ocultación definitiva del tesoro.
El 20 de enero de 1589 once frailes jerónimos salieron del El Escorial con dirección al norte de la costa española, lo que constituía el inicio de la misión real que tenían encomendada.
Tras un mes transitando caminos y atravesando diversos pueblos de Castilla, donde aprovecharon para reclutar hombres dispuestos a hacer el gran viaje a las Indias, llegaron al puerto de Santander. Con un ligero bamboleo provocado por el tenue oleaje que ingresaba por la bocana del puerto, se hallaban amarrados los navíos supervivientes de la Gran Armada. Fray Pedro de la Serna encabezaba el grupo formado por los once frailes más 162 hombres y varios carros tirados por parejas de bueyes, cuyo contenido oculto por lonas debía ser pesado en exceso a la vista del esfuerzo que los mansos hacían en el tiro.
Antonio Alvear había sido ascendido a comandante de la escuadra castellana, tras la retirada del cargo a Diego Flores Valdés, quien había sido arrestado por sus desavenencias con el duque de Medina Sidonia en el fallido asalto a Inglaterra. El comandante se encontraba en su navío cuando fue advertido que un fraile jerónimo, llamado Pedro de la Serna, con un mensaje del mismo rey Felipe II, le esperaba en tierra.
El nuevo comandante, ávido de noticias pues llevaba más de cuatro meses esperando instrucciones, se apresuró a desembarcar en busca del misterioso fraile.
– Fray Pedro, soy Antonio Alvear, comandante al mando de los navíos que aquí podéis ver y que sobrevivieron a los temporales que sufrimos frente a las islas británicas.
– Comandante, por esta misiva real entenderéis lo que se precisa de vos. Y a fuer de no perder tiempo, os ruego lo leáis en este instante para iniciar sin más dilación la misión que Su Majestad nos tiene encomendada – dijo el fraile sin titubeos.
– Pero…- leía don Antonio sorprendido -, me temo que para ese viaje no contamos con la marinería necesaria, pues perdimos una cantidad considerable de hombres en las tempestades. Como podéis observar necesitamos marineros y artilleros para esos 15 barcos, en los cuales hay que atender 14 de ellos con 24 cañones cada uno y aquel que yo capitaneo de 36 cañones – terminó señalando con orgullo al San Cristóbal.
– No debéis preocuparos por ello, ya que conmigo y mis hermanos vienen 162 hombres dispuestos a hacer la travesía, donde tendrán tiempo de aprender los oficios de artillería y marinería. El resto de hombres que sean necesarios nos los proporcionará el alcalde de esta ciudad a través de la correspondiente recluta – dijo con total aplomo.
Continuó explicando fray Pedro de la Serna, que en tierra permanecerían seis de sus hermanos jerónimos y los arrieros que conducían los carros que esperaban a la entrada del puerto. El comandante preguntó intrigado por el contenido de los carros, a lo que el jerónimo respondió que estaban cargados con adoquines de piedra que transportarían a las Indias.
– Pero fray Pedro, ¿no hay suficiente piedra en las Indias para que tengamos que llevar semejante sobrecarga en tan larga y peligrosa travesía?
– Comandante, con estos adoquines llenaremos las bodegas de vuestros galeones para ponerlos a prueba, ya que no podemos arriesgarnos a que aun tengan secuelas de su última misión, y si han de hundirse, es preferible que se vayan al fondo del mar cargados de piedra que de oro.
Antonio Alvear, militar experimentado en numerosas contiendas y herido en su orgullo porque un fraile sin conocimientos navales pusiera en cuestión los barcos de su escuadra, no quiso prolongar el debate con el astuto religioso. Más bien pensó, que sería preferible que fuera el propio tiempo el que demostrara la valía de sus navíos. Primero, superando la prueba que imponía fray Pedro, y después otras de mayor envergadura que a buen seguro tendrían que afrontar, tanto a la ida como al regreso del aventurado viaje que se disponían a iniciar.
A continuación, fray Pedro envió a uno de sus hermanos jerónimos a El Escorial para que informara al prior que todo estaba resultando según lo previsto. Después, eligió a los cinco frailes que no embarcarían, permaneciendo uno de ellos en Santander y los otros cuatro distribuidos en otros tantos puertos de la costa cantábrica previamente seleccionados.
En cada puerto esperarían el regreso de los barcos con el tesoro y tendrían dispuestos para entonces, los carromatos con sus arrieros para el transporte hacia el interior.
El 13 de marzo de 1589, partieron del puerto de Santander con dirección a las islas Canarias 15 navíos, pertenecientes a la escuadra castellana, de los 67 supervivientes de la Gran Armada.
Desde la cubierta del San Cristóbal, Fray Pedro de la Serna y el comandante Alvear, observaban juntos la aparición de la isla de Gran Canaria.
– Comandante – dijo fray Pedro -, convendréis conmigo en que el clima que rodea estas islas, es en esta época del año mucho más benigno que el que hemos dejado hace unos días en la costa cantábrica.
– Así es padre, aquí se goza de un clima suave todo el tiempo, independientemente de la estación del año en la que nos encontremos. Y un clima similar nos encontraremos cuando lleguemos a América.
Después de una semana de avituallamiento en el puerto de Las Palmas, donde hicieron la primera escala, iniciaron la travesía con rumbo al Nuevo Mundo. Para ello, se dirigieron por la misma ruta que en 1492 había seguido Cristóbal Colón, lo que les permitiría aprovechar las corrientes marinas unidas al impulso de los vientos que, hinchando las velas de las naves, les llevaría hacia su destino en el otro lado del océano.
Para algunos, incluidos los cinco jerónimos que iban a bordo, era la primera vez que realizaban una travesía de ese calibre. Otros como el propio comandante Alvear, ya habían experimentado anteriormente ese viaje y sabían de sobra los peligros que les esperaban.
* * *
Al poco tiempo de haberse constituido la Hermandad de los Custodios del Tesoro y cuando Álvaro Osorio de Cáceres ya había cumplido veinte años de edad, Isabel recibió una visita inesperada. Era noche cerrada en Madrid, cuando los repentinos golpes de la aldaba sobre la puerta principal de la vivienda, sorprendieron a la dueña de la casa en el momento en que esta procedía a retirarse a sus aposentos.
– Doña Isabel, un caballero embozado solicita una audiencia con vos – explicó la criada un tanto alterada.
– ¿Quién es el tal caballero, que osa perturbar la paz de esta casa a tan altas horas de la noche? – preguntó Isabel sin ocultar su enfado.
– No lo sé señora, no ha querido identificarse, pero ha insistido en que no tenéis nada que temer, que es persona bien conocida por vos y que quiere pediros consejo y ayuda sobre algo que afecta directamente al imperio.
– Está bien, hacedle pasar a la sala principal, y no os alejéis demasiado por si os tuviera que pedir ayuda.
El personaje misterioso, no era otro que el ministro Juan Idiáquez, quien al descubrirse, una vez que Isabel y él estuvieron a solas, pidió disculpas por la forma y la hora intempestiva a la que se había presentado.
A renglón seguido, y sin más demora, fue directamente al grano explicando que el monarca tras la derrota de la Gran Armada se había encerrado en sí mismo y era posible que hubiera caído en un cierto estado de enajenación mental.
– Recurro a vos señora por vuestra antigua cercanía al rey y por la confianza que antaño siempre os demostró, por lo que pienso que, con las ausencias desde hace años tanto de la reina Ana como de su hermana menor la infanta Juana, quizás sois la única persona que podríais hacerle reaccionar.
– ¿Acaso estáis insinuando que Su Majestad ha perdido la razón? – preguntó la dama sin ocultar cierta sorpresa.
– Sabéis de sobra cuanto respeto y admiro a nuestro soberano – respondió el ministro sin titubeos -, pero al igual que en su día, el éxito en la batalla de Lepanto infundió en él unas energías renovadas, el reciente fracaso naval de nuestra Gran Armada frente a los ingleses, lo recibió imbuido de un silencio absoluto, quedando desde entonces sumido en una melancolía impropia de su carácter.
Isabel tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no dejar traslucir el gozo que suponía para ella, que pudiese haber algo que causara daño al poderoso Felipe II.
– Todo ello, convendréis conmigo que es de lo más natural, pues el rey también es un hombre de carne y hueso con sus sentimientos, y además poco acostumbrado a las derrotas, por lo que resulta un tanto osado por vuestra parte la supuesta enajenación mental que pretendéis atribuirle, – continuó Isabel intentando sonsacar más información al ministro.
– Pensaría exactamente igual que vos, de no ser porque tras recibir la noticia de la derrota, el rey ordenó llamar al prior de los Jerónimos y no permitió que ni Cristóbal de Moura ni yo mismo, que como sabéis siempre le hemos proferido una lealtad incuestionable y por ello somos hombres de su mayor confianza, estuviéramos presentes durante la entrevista con el prior …
– Todavía no se donde queréis ir a parar – insistió la dama.
– Permitidme señora que continúe el relato – se apresuró a intervenir Juan Idiáquez -. La reunión con el prior no concluyó sin que antes el rey solicitara papel y pluma junto con el sello real. Todo ello sin la presencia de su secretario, por lo que deduzco que entregó al prior una o varias cédulas reales cuyo contenido sólo conocen el prior jerónimo y el propio rey.
A continuación, el ministro describió como, a través de su red de informadores, había tenido conocimiento de que el 20 de enero once frailes jerónimos habían partido del El Escorial con dirección a Santander, donde algunos de ellos, embarcaron hacia las islas Canarias con una flota bien nutrida para desde allí, iniciar la travesía con rumbo a las colonias en Indias.
– No se con certeza la intención de esos frailes viajando a las Indias, pero a buen seguro que pronto regresarán.
– ¿Por qué estáis tan seguro de ello?
– Porque la Orden de los Jerónimos no se prodiga fuera de los límites de la península ibérica – concluyó el ministro esperando la reacción de la dama.
– Está bien Idiáquez, dejadme meditar sobre lo que me habéis relatado y mantenedme al corriente de cualquier novedad que se produzca en relación con nuestro rey y esos jerónimos – dijo Isabel dando por terminada la entrevista.
– A vuestro servicio para lo que ordenéis – se despidió Juan Idiáquez haciendo una profunda reverencia.
Nada más desaparecer el ministro, tan embozado y misterioso como había llegado, Isabel acompañada de su criada se dirigió al convento de los agustinos. Aunque la noche no era buena consejera para que dos mujeres solas caminasen por las calles de Madrid, la distancia que tenían que recorrer era mínima.
Al poco tiempo de haber golpeado la puerta, los ojos de un fraile agustino aparecieron al descorrer la tabla que cubría la mirilla de inspección.
– Hermano, soy Isabel Osorio de Cáceres y necesito hablar al instante con vuestro prior.
El fraile les franqueo la entrada y tras indicar a la criada que pasase a la cocina para calentarse, acompañó a Isabel hasta otra instancia para que pudiera acomodarse mientras avisaba de su presencia al padre Demetrio Ulloa.
– Me han dicho que requeríais mi presencia con urgencia – se presentó el agustino - ¿acaso necesitáis confesión?
– No padre Demetrio, ya sabéis que ayer mismo confesé todas mis faltas y cumplí la penitencia que por ellas me impusisteis – dijo con una pícara sonrisa -. Sin embargo, con respecto al servicio que os voy a pedir, deberéis guardar secreto como si de confesión se tratase.
– Soy todo oídos para lo que vuestra merced pueda requerir, y podéis contar con que mis labios permanecerán sellados en relación con lo que me confiéis.
Isabel, sabedora de la animadversión que el prior de los agustinos profesaba hacia los jerónimos, la cual era compartida aun en mayor grado por ella misma, relató al padre Ulloa las elucubraciones que previamente le había confiado el ministro real Juan Idiáquez.
El religioso escuchó con suma atención, y a continuación preguntó a Isabel si tenía alguna idea de lo que los jerónimos habrían ido a buscar a las Indias con semejante flota.
– No estoy segura, pero lo habitual es que las flotas regresen cargadas de tesoros.
– Está bien – empezó reflexionando en voz alta el padre Demetrio mientras se rascaba la barbilla -. Lo que me habéis contado podría llegar a ser de interés para ambos, pero ¿cómo creéis exactamente, que este humilde servidor podría ayudaros?
La Osorio, entrelazando los dedos de sus manos mientras caminaba en círculos, demoró unos segundos su respuesta como si estuviese meditando la misma, aunque cuando tomó la decisión de visitar al fraile, ya tenía muy clara la misión que le iba a encomendar.
– Creo que lo que necesito de vos, está perfectamente a vuestro alcance y no supondrá ninguna dificultad.
– Siendo así, decidme simplemente de que se trata.
– Tengo entendido, que existe desde hace un tiempo un convento de agustinos en Cartagena de Indias.
Una vez confirmada, por el asentimiento del padre Demetrio, la presencia de agustinos en esa ciudad, Isabel continuó con su petición.
– Bien, entonces se trata de que enviéis una misiva a ese convento en Cartagena de Indias, para que algún fraile de vuestra confianza, con la mayor prudencia y sigilo, entable relación de alguna forma con el grupo de los jerónimos una vez que allá se hayan instalado, y averigüe el propósito de la misión que el rey les ha encomendado.
– Contad conmigo señora, la prudencia y sigilo que demandáis para ello estarán garantizados.
– De lo anterior no debéis informar a nadie, excepto a mi o a mi hijo Álvaro – exigió Isabel dando por concluida la reunión.
– Se hará tal y como pedís.
El padre Demetrio Ulloa sabía que contaba en Cartagena de Indias con la persona adecuada para esa misión. La orden agustiniana había recalado hacía ya algún tiempo en la ciudad caribeña, donde tenían su propio convento. Para consolidar allí su presencia, el prior de los agustinos había enviado a su discípulo más aventajado, al cual conocía desde su época de seminarista y al que apadrinó desde el momento en que advirtió sus cualidades intelectuales.
Sin más dilación, escribió una carta a la atención del padre Paulino, con el encargo de localizar a los jerónimos lo antes posible, puesto que al recibo de la misma ya llevarían en Cartagena varios días. Sus instrucciones eran obtener, por cualquier medio, la mayor información posible sobre sus intenciones.
* * *
La flota comandada por don Antonio Alvear continuaba su travesía, y en ella fray Pedro de la Serna sufría de continuos mareos, que le llegaban a provocar nauseas y vómitos interminables hasta dejarle resecas las entrañas. Era tal el malestar, que no pasaba día en el que no desease abandonar este mundo para escapar a tan insoportable sufrimiento. La debilidad se iba apoderando de él día tras día, debido a que los continuos vómitos no le permitían alimentarse convenientemente y contribuían a su vez a una deshidratación paulatina. Por ello y para no cejar en su empeño, enviaba continuas plegarias al Señor para que le proporcionara las fuerzas necesarias para superar tanto malestar corporal y así poder completar su misión.
A pesar de los mareos de fray Pedro, lo cierto es que el grupo expedicionario llevaba varias semanas disfrutando de un clima bastante apacible, lo cual facilitaba la navegación e invitaba a la tripulación a pasar el mayor tiempo posible en cubierta.
La brisa reinante, junto con los rayos del sol iban tornando la tonalidad de las pieles de la mayoría de los tripulantes de un blanco lechoso a un bronceado oscuro. Desde cubierta, los hombres se deleitaban con los delfines que en algunos momentos acompañaban el avance de las naves, emergiendo de la superficie del agua salada y volviendo a zambullirse en la misma.
Sin embargo, un día sin previo aviso, todo cambio repentinamente. El comandante Alvear lo intuyó antes que cualquier otro tripulante, al divisar por babor la negrura de unas amenazantes nubes que, sin posibilidad de esquivarlas, se aproximaban inclementes hacia ellos.
El resto de la tripulación comenzó a ser consciente de lo que se les venía encima, cuando en el horizonte de babor observaron el espectáculo luminoso que proporcionaban los continuos relámpagos que se producían con cada rayo proveniente de las oscuras nubes, seguidos un instante después del sonido de unos truenos ensordecedores. Contando los segundos transcurridos entre cada relámpago y el trueno posterior, el comandante Alvear calculaba la distancia a la que se encontraban de la tormenta y la velocidad de avance de la misma hacia ellos. Inmediatamente comenzó a impartir órdenes, iniciándose una actividad frenética en cubierta, que derivó en terror para los hombres no habituados a la mar.
Siguiendo las instrucciones del comandante, los gavieros comenzaron a arriar velas y a amarrar fuertemente las jarcias. Idénticas operaciones se realizaban al unísono en todos los navíos de la flota, y al mismo tiempo los respectivos pilotos viraban sus correspondientes naves para recibir de proa las olas que aumentando de tamaño acompañaban a la tempestad de la que no podían escapar, ya que sabían de sobra que una gran ola que embistiera al barco por babor o estribor, provocaría con seguridad el volcamiento del mismo.
El viraje de los barcos y las numerosas carreras de hombres aterrorizados sobre una cubierta húmeda, derivaron en unos cuantos accidentes con los correspondientes heridos, comenzando así una actuación de emergencia de los médicos de cada barco, teniendo cada uno de ellos asignado un ayudante para auxiliarles en las labores de enfermería, lo cual empezó a resultar insuficiente ante la repentina llegada de heridos, por lo que en los navíos donde viajaba un fraile jerónimo, la ayuda de éste fue requerida de inmediato.
Esta situación de emergencia, provocó en fray Pedro de la Serna una reacción tal en su organismo, que en un instante se olvidó de los mareos y se presentó ante el doctor presto a colaborar en todo lo que fuere necesario. Los hombres de cubierta estaban terminando de amarrarse con jarcias, cuando las primeras gotas de agua descargadas por las nubes, acompañadas de un viento cada vez más intenso, empezaron a arreciar lateralmente con fuerza y dificultando las maniobras de los marineros.
Sin tiempo para más preparativos, rayos y truenos acompañados de inmensas olas que superaban en varios metros la altura de los barcos, empezaron a precipitarse sin compasión alguna sobre los quince navíos. En la inmensidad del océano parecían diminutos cascarones sometidos a la fuerza e inclemencia de los elementos. Las probabilidades de ser engullidos por las aguas marinas aumentaban con cada instante.
En el San Cristóbal, uno de los hombres, seguido de otro y otro más, dominados por un pánico aterrador, producto de la situación a la que estaban siendo sometidos, se desamarraron para correr a refugiarse en las bodegas del barco. En ese momento la llegada de una gran ola colocó el barco en posición prácticamente vertical, lo que hizo que los tres aterrorizados marineros se deslizasen por la cubierta del barco en dirección a la popa del mismo. A continuación, mientras el barco retornaba a su posición horizontal, la ola barrió con su corriente de agua todo lo que estuviera suelto sobre la cubierta del mismo, arrastrando con ella a los tres hombres que desaparecieron para siempre en las fauces del océano.
El comandante Alvear convenientemente amarrado, no sólo pensaba en la suerte que correría el San Cristóbal, sino también en el resto de navíos que completaban la flota bajo su mando. Debido a la magnitud del oleaje, había perdido el contacto visual con el resto de las embarcaciones. Sumido en sus pensamientos, elucubrando sobre el estado en que quedaría su flota, vio como de la nada y tras una inmensa ola, apareció uno de los barcos aproximándose hacia ellos. Ya estaban a punto de hacer contacto los palos de las dos naves, con lo que lo más probable es que ambas quedasen desarboladas, cuando el San Cristóbal se escoró hacia estribor, mientras que el otro milagrosamente se escoró hacia babor, aumentando la distancia entre las puntas de los palos de los dos navíos. Sin embargo, repentinamente se escucho un sonido motivado por el choque entre los cascos de las dos embarcaciones, que hizo que ambos navíos con todos sus tripulantes a bordo se estremecieran ante los crujidos de la madera de ambos barcos, los cuales parecían a punto de descuartizarse, con un ruido semejante a los quejidos de un animal herido de muerte. Seguidamente, se escucho un chirrido insoportable para el oído humano, producto del roce que sufrieron entre si nuevamente los cascos de los dos navíos.
Para evitar el desgarrador sonido, que producía el deslizamiento interminable de la madera húmeda de los dos cascos, el comandante Alvear presionaba con sus dedos sus oídos. En ese momento pensaba si aquello sería semejante a lo que Homero describió en La Odisea, cuando Ulises se enfrentó al canto de las sirenas en su viaje de vuelta a la isla de Ítaca. Tampoco podía evitar pensar si ambas naves, con motivo del encontronazo, habrían sufrido desperfectos que hubieran permitido la entrada de agua suficiente para hundirles para siempre en el fondo del mar.
Después de varias horas, que para algunos parecieron días, luchando para mantenerse a flote, el temporal comenzó a amainar y el comandante Alvear supo que el mayor peligro había pasado. A continuación soltó las jarcias con las que se había amarrado en el alcázar cerca del palo de mesana, siendo secundado en esa acción por todos los hombres de cubierta. La primera orden fue para el carpintero, pues quería saber si se había abierto alguna vía de agua en el casco de la embarcación, para que se taponase con urgencia y se bombease el agua que hubiese podido entrar.
Tras una revisión de urgencia, el jefe de carpinteros informó que no habían detectado deterioro alguno en el casco.
– Por suerte, mi comandante – explicaba el carpintero con una sonrisa -, esta vez ha sido más el ruido que las nueces.
– Por suerte, ¡voto a Dios! – confirmó Antonio Alvear -, porque con la embestida que hemos tenido con el otro navío lo suyo es que los dos estuviéramos ahora siendo pasto de los peces.
Tardaron un día completo en reagruparse los 15 barcos de la flota, ya que con la tempestad habían quedado totalmente dispersados. Todos ellos estaban en perfecto estado para la navegación, aunque en la mayoría había varios heridos de distinta consideración y en algunos, al igual que en el San Cristóbal, habían perdido a alguno de los tripulantes que por no estar convenientemente amarrados habían caído al agua sin posibilidad alguna de ser rescatados.
Después de la tempestad surgió un espléndido día soleado, que incitó a los hombres que se habían refugiado en el interior del barco a subir a cubierta. Fray Pedro fue el primero en aparecer y rápidamente fue al encuentro del comandante para compartir con él la buena nueva del cambio experimentado en su organismo, probablemente provocado por la propia tempestad y también por las numerosas plegarias que había dirigido al Altísimo. En definitiva, lo importante era que los mareos habían cesado y a partir de entonces estaba presto para colaborar en todos los quehaceres en los que pudiera ser útil.
– Estupendo padre – le recibió Antonio Alvear -, entonces aprovecharemos la larga travesía que aun tenemos por delante para convertiros en un auténtico hombre de mar.
El comandante empezó por explicar al fraile lo más básico, con el fin de que éste aprendiera a orientarse en la cubierta del barco.
– Mirad padre, la parte de allá al frente se llama proa, la posterior a nuestras espaldas es la popa, el lado izquierdo siempre mirando hacia la proa lo denominamos babor y este otro lado estribor. Para evitar equívocos a la hora de transmitir las órdenes, en un barco nunca escucharéis derecha ni izquierda, sólo babor y estribor.
Con el paso de los días, y viendo que el fraile resultaba ser un alumno aventajado, el comandante decidió continuar instruyéndole cada vez más. Así, durante los días que iban sucediéndose, fue enseñándole los nombres de los palos, trinquete, mayor y de mesana, así como la denominación de las distintas velas, como la de trinquete, la mayor, la de gavia, la cangreja, los juanetes, la sobremesana y los foques, indicándole cuales servían para impulsar el barco y cuales para ayudar en las maniobras de giro. También le describió las distintas partes de la cubierta, mostrándole el alcázar, el combés y el castillo de proa, para seguir con la batería de cañones allí instalada y luego descender a la batería inferior, la cual contaba con la mayoría de cañones.
Después de varias semanas, iniciaron el aprendizaje del arte de la navegación, donde fray Pedro se familiarizó con el manejo del sextante y la interpretación de las cartas náuticas. Al poco tiempo, el comandante Alvear le animó a que impartiera órdenes tanto a la marinería como a los oficiales en cuanto al rumbo que debían seguir y al izado y arriado de las distintas velas.
Por último, una vez superadas todas las pruebas satisfactoriamente, el comandante permitió a fray Pedro anotar las incidencias acontecidas diariamente en el libro de bitácora.
Tras algo más de dos meses de travesía, en la que toda la vista se había reducido a la inmensidad de un mar verdoso que confluía en la línea del horizonte con el azul del cielo, como un presagio de que se aproximaban a tierra firme, empezaron a aparecer algunas gaviotas sobrevolando los barcos. No había transcurrido una hora desde la aparición de la primera gaviota, cuando avistaron la isla de Puerto Rico. Todos los hombres que componían las tripulaciones de los 15 navíos, sintieron una emoción especial, pues sabían que aunque la muerte les había estado rondando, de momento habían superado el peligro que siempre suponía la travesía del océano.
Ingresaron en la bahía de San Juan, cuya entrada estaba protegida por los amenazantes cañones de la fortaleza del Morro, la cual divisaron por babor. Una vez que todos los navíos estaban al resguardo del puerto natural que suponía la bahía y antes de desembarcar, fray Pedro de la Serna comunicó al comandante Alvear que los galeones habían pasado la prueba de sobrecarga satisfactoriamente, por lo que podrían vaciarse sus bodegas de adoquines, los cuales deberían destinarse al empedrado de las calles de San Juan.
– Fray Pedro – dijo el comandante mirando hacia el infinito -, sabéis de sobra que no era partidario de trasportar esos adoquines en mis galeones, pero tengo que reconocer que esa carga en la bodegas, probablemente haya evitado que nos fuéramos a pique cuando en medio de la tempestad colisionamos con el otro navío.
– Querido comandante, los designios del Señor son inescrutables y todo sucede por algo, aunque a veces no alcancemos a comprender su sentido.
Los viajeros recién llegados ingresaron en la ciudad atravesando la muralla por una entrada con forma de pórtico, dejando a la derecha sobre la muralla la fortaleza Palacio del Gobernador. Seguidamente, ascendieron por una empinada pendiente hasta desembocar en la calle del Cristo frente a la catedral, para terminar accediendo a su interior.
Era costumbre de los marineros, agradecer a Dios Todo Poderoso haber llegado sanos y salvos después de una travesía tan aventurada. El propio fray Pedro ofició una misa junto con el Dean de la catedral y acompañados por sus cuatro hermanos jerónimos.
Tras el acto litúrgico, y mientras la marinería se dirigía a los burdeles de la ciudad y cuatro de los frailes jerónimos buscaban aposento en el convento adyacente a la catedral, fray Pedro y el comandante Alvear se dirigieron a la fortaleza para entrevistarse con el gobernador.
Una vez presentadas sus credenciales, solicitaron avituallamiento para la flota y notificaron que era voluntad de Su Majestad que todas las calles aledañas a la catedral fueran empedradas con adoquín español, por lo que era necesario enviar hombres y carros al puerto para descargar la piedra acopiada en las bodegas de los galeones.
El gobernador, consciente de la firmeza con la que el comandante asentía a las explicaciones del religioso, no dudó un instante en facilitar todo lo que le fue solicitado.
Durante los pocos días que permanecieron en tierra, 18 hombres de la flota fueron apresados y encarcelados en las mazmorras de la fortaleza del Morro. Inmediatamente, el comandante Alvear quiso interceder por sus hombres, por lo que se personó en la residencia del gobernador para pedir explicaciones. El primer mandatario de la isla, le comunicó que existían cargos serios contra esos hombres por los graves disturbios que habían ocasionado en la ciudad debido al estado de embriaguez en el que se encontraban, lo que había tenido como consecuencia un muerto y tres heridos graves por los que tendrían que responder ante los tribunales de justicia.
– Gobernador, permitidme que os recuerde que no andamos sobrados de hombres, especialmente para nuestra travesía de regreso, durante la cual a buen seguro tendremos que repeler el ataque de los piratas, por lo que necesitaremos marineros que no carezcan de bravura y doy fe que los que habéis arrestado no carecen de ella.
– Comandante, no me cabe duda alguna sobre la bravura de vuestros hombres, pero en este caso esa bravura ha sido mal empleada y eso, es algo que no puedo tolerar si pretendo mantener el orden y la convivencia en esta isla. No obstante, consciente como soy de la importante misión que tenéis encomendada, os facilitaré 22 hombres experimentados en enfrentamientos con los piratas, que han solicitado desde hace tiempo el retorno a la Madre Patria. Además no debéis preocuparos por su instrucción, ya que llevan mucho tiempo acostumbrados a la disciplina militar – indicó el Gobernador con una sonrisa de complacencia.
– Siendo así, que se haga justicia con los malhechores y no os quepa duda que os estoy agradecido por dotarnos con esos 22 hombres, de lo cual me comprometo personalmente a que el rey sea informado detalladamente.
En adelante y para evitar mayores disturbios, el comandante ordenó prácticas militares diarias, de forma que la tripulación de la flota estuviese ocupada y agotada al final de cada jornada, sin energías para la pendencia.
Cada mañana nada más amanecer, los hombres que no tenían que permanecer de guardia en los galeones, formaban en la explanada aledaña a la fortaleza del morro para realizar ejercicios militares bajo la dirección de distintos oficiales. También, cada día se daban cita en las murallas de la fortaleza, fray Pedro y el comandante Alvear para planificar la siguiente etapa del viaje.
– ¿Habéis observado la tonalidad de las aguas de este mar? – preguntaba el comandante.
– Ciertamente, son distintas y más variadas que las de nuestras costas – respondía fray Pedro -, aquí me atrevería a decir que he detectado siete tonalidades distintas del color verde.
– Todo se debe a la inclinación del sol y a los fondos marinos que son diferentes a los nuestros.
A pesar de que la compañía del comandante le resultaba de lo más complaciente al fraile, este último comenzaba a impacientarse debido a que la estancia en la isla se estaba alargando más de lo que él había supuesto.
Su obsesión era completar la misión que le habían encomendado, y para ello pensaba que cuanto antes abandonasen Puerto Rico, antes cumpliría su objetivo.
– Comandante, no quiero que interpretéis mal mis palabras, pues de sobra sabéis lo agradecido que os estoy, no sólo por todo lo que me habéis enseñado durante esta travesía, sino principalmente porque habéis colaborado sin menoscabo alguno con la misión que nuestro rey nos ha encomendado. No obstante - el jerónimo hizo una pausa para no herir la susceptibilidad del militar -, lo que realmente quiero decir es…
– Dajaos de rodeos e id al grano fray Pedro, pues será la única forma de que nos entendamos.
– A fuer de ser sincero comandante, he de deciros que creo que llevamos demasiado tiempo en esta isla, y ciertamente no soy capaz de entender por qué todavía no hemos partido hacia nuestro destino en la ciudad de Cartagena de Indias.
Antonio Alvear no recibió de buen grado la impaciencia de fraile, teniendo en cuenta las circunstancias en las que se encontraban.
– Voto a Dios que me sorprende que un hombre de vuestra inteligencia no sea consciente de lo que ha impedido nuestra partida.
– Voto a Dios, y que Dios me perdone por mentar su nombre en estas circunstancias, que no alcanzo a comprender los motivos que vuestra merced ve con tanta claridad.
El comandante de la flota hizo acopio de toda su paciencia, templó sus nervios e hizo propósito de no emitir juramentos antes de proceder a explicar al jerónimo las razones que les retenían en Puerto Rico.
– En primer lugar, aun no se ha concluido la descarga de los adoquines de las bodegas de los dos últimos galeones, lo cual se debe a vuestra insistencia en poner a prueba mis barcos.
– De acuerdo, no os alteréis – dijo fray Pedro en un intento de conciliarse con Antonio Alvear -, asumo mi culpa en lo que se refiere a los adoquines.
– En segundo lugar – continuó el comandante mas calmado al ver la nueva actitud del monje -, estamos avituallándonos para una travesía corta hasta Cartagena, ya que quizás no os hayáis dado cuenta, pero antes de nuestra llegada a esta isla habíamos agotado prácticamente todos nuestros víveres.
– Está bien, entiendo vuestras razones y os pido disculpas por mi ignorancia al respecto. También quiero que entendáis que no quiero apuraros, pero ya sabéis que aun estamos lejos de cumplir con la misiva real que tenemos encomendada, por ello me gustaría preguntaros, ¿cuándo creéis que estaremos listo para partir de nuevo?
– No debéis preocuparos demasiado, pues si Dios nuestro Señor lo quiere y la climatología no lo impide, pasado mañana partiremos hacia nuestro próximo destino. Así que sed paciente y orad para que el astro rey siga radiante como hasta ahora y los vientos que insuflan aire en nuestras velas no se conviertan en huracanes.
Tras escuchar las ultimas frases del militar, fray Pedro se santiguó antes de responder al comandante.
– Podéis estar seguro, que todos los día pido al Altísimo que no nos abandone en esta travesía.
– No me cabe ninguna duda que oráis diariamente por todos nosotros, y ello es fundamental para el éxito de nuestra misión, pues lamentablemente y como tendréis ocasión de comprobar, no serán los elementos atmosféricos los únicos obstáculos que tendremos que sortear.
La preocupación de fray Pedro no se circunscribía al tiempo que duraría la navegación, y los problemas que se encontrarían durante la misma, sino más bien a la incertidumbre que tenía sobre si serían capaces de conseguir el tesoro que se proponían transportar hasta España en las bodegas de los quince galeones.
Tal y como había pronosticado el comandante Alvear, sólo habían transcurridos dos días desde su tensa conversación con el jerónimo, cuando la flota se dispuso a abandonar la isla boricua.
El día que abandonaron la isla, el gobernador acudió al puerto a despedir a la flota y allí hizo entrega a fray Pedro de un legajo con diferentes cartas para la corte. De esta forma los mismos navíos que habían arribado a Puerto Rico, levaron anclas para partir hacia Cartagena de Indias navegando sobre las aguas verde esmeralda del mar Caribe.