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PRÓLOGO

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A hora que se cumplen quinientos años de la revolución comunera, de ese intento de 1520-1521 de poner «el cielo patas arriba», este libro de Miguel Martínez pretende, en sus humildes palabras, ofrecer una historia legible y manejable de lo que fue ese mojón histórico que marca nuestra contemporaneidad. Pero en realidad es mucho más que eso.

Decía Walter Benjamin que «no es que lo pasado arroje luz sobre el presente, o el presente sobre lo pasado, sino que la imagen es aquello en donde lo que ha sido se une como un relámpago al ahora. […] Mientras que la relación del presente con el pasado es puramente temporal, continua, la de lo que ha sido con el ahora es dialéctica». Con cada nuevo presente vivido, el pasado, aquello que le preguntamos, aquello que vemos ahora y no antes, aquello que actualizamos sacándolo del contínuum histórico, cambia. Es el salto del tigre dialéctico en el que se inscribe Comuneros. El rayo y la semilla. Un libro que parte críticamente tanto de la lectura atenta de clásicos como Las comunidades de Castilla de José Antonio Maravall, publicado en 1963, o La revolución de las comunidades de Castilla, que vio la luz en 1970, de Joseph Pérez, como de toda la renovación historiográfica posterior que llega hasta nuestros días. Pero es también un libro que tiene como base una relectura de las fuentes y una inmensa erudición que le permite una enorme finezza para rescatar de ese cristal concreto de nuestra historia la globalidad de todas las líneas de tensión que contiene.

Todo ello le permite una mirada que va mucho más allá del relato de los hechos, para que estos puedan brillar en todas sus dimensiones. Aunque ello no es óbice para que por sus páginas se sucedan referentes comuneros dignos de cualquier imaginación romántica y revolucionaria, como fueron Juan de Padilla, Juan Bravo o Francisco Maldonado, personajes impactantes que laten en el texto con toda su fuerza, como en el caso del obispo Antonio de Acuña, soldado, tribuno, un «Lenin togado, Trotsky del Renacimiento». En definitiva, un Savonarola armado, como concluye el autor, que, ante las protestas, porque ya no quedaban frailes para oficiar la eucaristía, al encontrarse ocupados en la defensa de la revolución, contestaba que «no era mala misa morir por la república y estar en servicio de la Santa Junta». También en este sentido reluce el liderazgo de María Pacheco, la Leona de Castilla, precisamente cuando la suerte comunera parecía ya echada, en un relato que intenta rescatar también las voces de las mujeres comuneras. Y es que este es un libro que, más allá de los bocetos que nos deja de sus distintas personalidades, tiene una clara voluntad de inscribirse en la historia no solo de los de abajo, del pueblo menudo, sino claramente desde abajo, de cuando aquellos que se quiere condenar en el pasado y en el presente, aun sea por la mirada condescendiente de la posteridad, irrumpen con una fuerza que hace imposible convertirlos en meros susurros de la historia. Una mirada que se realiza desde abajo, no introduciendo los sujetos subalternos en la historia, sino transformando con ellos toda su construcción, que se alarga en el tiempo analítico hacia atrás de la propia revolución y hacia delante de la misma.

Las comunidades son enmarcadas en una larga tradición de revueltas, de Tradición, revuelta y conciencia de clase (como se tituló la agrupación de los trabajos de E. P. Thompson a principios de la década de los ochenta del siglo pasado), donde costumbres y revolución establecen una dialéctica más compleja de lo que una mirada demasiado impregnada por la modernidad como ideología a veces hace suponer. Pi y Margall afirmaba siglos después de la revuelta comunera, en el inicio de una de sus primeras obras políticas, La reacción y la revolución, marcada en parte también por el legado comunero resignificado en el XIX, que tomaba la pluma «para demostrar que la revolución es la paz; la reacción, la guerra». Y es que, al igual que en L’Ordine Nuovo gramsciano, la revolución a veces se presenta bajo la faz de la construcción del orden cuando el statu quo es ya solo caos. Por ello este libro muestra a los sectores populares que desataron la revolución comunera en un delicado equilibrio entre lo viejo y lo nuevo, donde lo nuevo es tal precisamente por lo viejo. Una imagen y análisis que hace difícil ver el Antiguo Régimen como un momento de ensimismamiento de las clases populares en un mundo de referencias cerrado, donde se ha querido condenar «al pobre tejedor de medias, al tundidor ludita, al “obsoleto” tejedor de telar manual, al artesano “utópico”, e incluso al iluso seguidor de Joanna Southcott» desde «la enorme prepotencia de la posteridad», tal como denunciaba de nuevo E. P. Thompson. De hecho, el dibujo sobre el dinamismo comunicativo, cultural y político de las bases sociales comuneras que nos ofrece este libro, donde los comuneros luchaban contra la privatización feudal de los bienes comunes y no por un nuevo orden burgués, conecta con el libro póstumo de Josep Fontana, Capitalismo y democracia. Para este último, el nacimiento del capitalismo no sería producto tanto del ascenso y dinamismo burgués como de la reacción y expolio ante los campesinos y trabajadores de oficio, que estarían erosionando mediante un crecimiento alternativo, en gran parte basado en los bienes comunes, al viejo feudalismo.

Es en esta mirada donde el libro realiza un enorme esfuerzo, salvando el problema de unas fuentes que en gran parte fueron construidas por los enemigos de las comunidades, para, como quería Paul Éluard, «mostrar a la multitud y a cada hombre en detalle, con lo que lo anima y lo que lo desespera». Para ello reconstruye la morfología urbana, comunicativa, cultural e imaginaria de los protagonistas de la revolución comunera, que a su vez se conecta con las revueltas anteriores de los irmandiños de Galicia o las coetáneas Germanies del País Valenciano. Proceso en el que, más allá de la imagen patricia de las comunidades, emerge su realidad popular, en una dialéctica que enlaza cuidadosamente la múltiple convergencia de clases y sectores (trabajadores y trabajadoras, artesanos, universitarios o sacerdotes) que se dio bajo el fenómeno comunero; pero teniendo en cuenta también que todos estos sectores devinieron en el conflicto en otra cosa, ya que «el sujeto comunero excedió a los intereses de cada uno de los grupos que en diferentes momentos se adhirieron a la causa. La identidad comunera se constituyó tal vez a partir del desborde de identidades sociales previamente constituidas. Y seguramente tuvo su principal combustible en una ambición de justicia que durante algunos meses resultó creíble para el bachiller salmantino, para el cardador segoviano y para el fraile dominico». Todo ello bañado de un agudo y creciente conflicto de clases, especialmente en los últimos días de la revuelta comunera, cuando los nobles decidieron aliarse con la monarquía para ahogarla en sangre, y de un inequívoco sabor republicano.

Cuando en los últimos meses de 1520 parecía que la historia se escribía con «la mano enorme y áspera del obrero, no con los dedos finos y enguantados del noble», tal como afirmaba William Newton, o, dicho en palabra de hoy, cuando el miedo había cambiado de bando, se dibujaba ya el carácter republicano del movimiento comunero. Tal como nos detalla el libro, el juntismo confederal, forma de organización que marcará las alternativas democráticas y republicanas del siglo XIX, reclamaba una nueva institucionalidad democrática y republicana. Esta incluía la rendición de cuentas, la transparencia pública, las auditorías, la revocabilidad de los cargos, la soberanía de las Cortes por encima de la monarquía, reforma de la justicia y de la fiscalidad y retorno de todos los bienes comunes privatizados. Es en este marco en el que Miguel Martínez no duda en inscribir a la república plebeya de los comuneros, de una modernidad sobrecogedora, como señala el autor, en la tradición secular del republicanismo; tanto en la recuperación de los clásicos de la Antigüedad, realizada por la simiente intelectual castellana que impregnó la revolución, como en su conexión con el republicanismo humanista italiano coetáneo que ofrecía un modelo de referencia para la revolución comunera. Aquí las conexiones que realiza el autor con el pensamiento de Maquiavelo en el marco de la tradición republicana muestran una delicada finezza. No en vano el autor de la Historia de Florencia muestra cómo la lucha de clases, la democracia y la batalla antioligárquica pueblan también las páginas de una «modernidad» avant la lettre (o nos muestran cómo la modernidad, a pesar de sus pretensiones, no fue tan «moderna» como se supone). Un republicanismo en todo caso donde los comuneros reformularon los conceptos de libertad, democracia e igualdad en una declinación propia.

Francisco Fernández Buey, pensador castellano-catalán, en su obra —demasiado olvidada— de 1995, La gran perturbación, nos mostraba cómo en la controversia entre De las Casas y Sepúlveda en el Valladolid del siglo XVI, poco después de la propia revolución comunera, se declinaba también la posibilidad de una vía alternativa de la modernidad. En este caso, en el debate sobre la suerte de los indios americanos en el nuevo Imperio español, se puso en juego un concepto de alteridad, de asunción del otro, alternativo al de la «tolerancia» eurocentrista ilustrada que acabó por ser hegemónica en la legitimación de los imperios europeos. En este mismo sentido, Miguel Martínez nos muestra aquí una vía alternativa de republicanismo confederal propiamente castellano. Pero la coincidencia entre ambas obras, la de Buey y la de Martínez, va más allá de este intento de lectura y rescate de una tradición propia castellana, ya que los dos se enfrentan también a un problema común: la construcción del Imperio, o, mejor dicho, la construcción de la nación española, como nación imperial hacia dentro, hacia las comunidades, y hacia afuera, hacia los pueblos colonizados. Y en este sentido, este trabajo, en mi opinión, también es una respuesta a la tradición imperial, que tiene como último y grotesco defensor libros como Imperiofobia y leyenda negra, de María Elvira Roca Barea. Están en juego aquí varias vías alternativas a los caminos que llevaron a la modernidad española.

La revolución comunera se sitúa en una de las grandes encrucijadas de la historia de España con la llegada al trono de Castilla de Carlos I de España y V del Sacro Imperio y en el proceso de construcción de una monarquía que se ha pretendido universal. En este sendero, a Castilla se le reservó, en gran parte en una tradición intelectual construida posteriormente a finales del siglo XIX, el destino histórico de construir esa España imperial. A cambio debía vaciarse ella misma. Ello empieza como un expolio, expolio que fue precisamente el detonante de la revolución comunera. En este sentido, en ese año cero del Imperio, estaba en juego la «España vaciada» actual en un momento en el cual, como nos recuerda Miguel Martínez, «la España vacía estaba llena de gente», como también estaba en juego la posibilidad de otra Castilla de carácter confederal y mutatis mutandis de una España plurinacional. La derrota final de los comuneros fue entonces el prólogo de la construcción de un Estado que negaría finalmente las libertades del resto de los viejos reinos y la posibilidad futura de una construcción multinacional. Castilla devendría así periférica primero respecto del Imperio y finalmente de ella misma.

No hubo relación entre Nación e Imperio, como entidades separables, sino construcción como nación imperial, y de allí sufre la criatura cuando se pretende hacernos ver la construcción nacional española como un pacto contractual cívico incluso en 1812. El «año cero» de la nación española, tal como se le ha atribuido a una construcción nacional que en realidad es muy posterior, se estableció en 1492 con el «descubrimiento de América», celebrado con los fastos socialistas de 1992 como «encuentro de civilizaciones», y el fin de la «reconquista» en Granada, acompañada de la expulsión de judíos y moriscos que se negaran a ser convertidos. La revolución comunera posterior impugnaba este nuevo Estado imperial en su génesis. Es por este motivo que una parte de la tradición intelectual española, desde Menéndez Pelayo a Ortega y Gasset, reniega de la historia comunera en la medida en que pudo suponer un cortocircuito a esta construcción. No en vano, como nos recuerda Miguel Martínez, el intelectual fascista Ramiro Ledesma situaba a los comuneros como un elemento retrógrado en relación con la vocación y destino histórico imperial de España, tampoco por ello nada hay de extraño en que Manuel Azaña vindicara esa memoria para construir una alternativa republicana. República e Imperio siempre han marcado, como en la antigua Roma, una oposición fundamental. Para el autor de este libro la fecha primigenia del relato histórico español debería avanzarse de 1492, año de nacimiento de la futura base imperial, a 1520, en los orígenes de la revuelta comunera, ya que para él: «Para España, en concreto, es catastrófico seguir aferrándose al momento imperial como monumento nacional». Toman en este marco otro sentido las palabras que una crónica pone en boca del obispo Antonio de Acuña, al afirmar que los comuneros luchaban «no por conservar soberbiamente la tiranía, como esos, sino por la libertad», ya que de ellos dependía «que los pueblos de España puedan ser libres y florecientes o hayan de someterse al perpetuo escarnio de unos pocos».

Es en este marco en el que se comprende que la represión que se cernió sobre los comuneros, tal como nos muestra este libro, fue mucho más amplia, sangrienta y prolongada de lo que se ha supuesto comúnmente. Se extendió además no solo a sus protagonistas, sino también a su rastro documental y a sus lugares de memoria; se trataba de que su simiente despareciera de la faz de las tierras de Castilla y España. Pero «igual que flores que tornan al sol su corola», la memoria comunera renació en cada nuevo momento donde parecía otra vez posible «poner el cielo patas arriba», así fuera durante las revoluciones del siglo XIX o en las sociedades secretas comuneras, como en la I República o en el morado, atribuido a los comuneros, de la bandera de la II República. En realidad, este libro no solo nos habla sobre lo que fue, lo que es, sino también sobre lo que podría haber sido, como rayo y semilla, lo que aún podría ser; nos habla de la «flaca fuerza mesiánica sobre la que el pasado exige derechos», propia de la tradición benjaminiana que «como a cada generación que vivió antes que nosotros, nos ha sido dada». Así, el autor apunta que «a día de hoy, la memoria comunera parecería llamada a jugar un papel importante en la articulación identitaria e institucional de la España de la plurinacionalidad, la cogobernanza y las soberanías compartidas». Y es que siendo cierto que la revolución comunera y su simiente se dieron mucho antes que cualquier construcción nacional moderna, es desde sus cenizas desde donde se articuló una lógica de construcción del Estado español. Lógica que, en este sentido, la creación del Estado liberal del siglo XIX no transformó, sino que alimentó en la posterior encarnación de la nación. Lleva razón el autor. Pensar en una articulación alternativa, y en este caso, según el autor, plurinacional, presenta un déficit enorme cuando se quiere realizar a espaldas de Castilla. Y en todo ello, la semilla comunera aún tiene mucho que decir. Guarda también razón Miguel Martínez cuando afirma que «los comuneros jugaron bien con las escalas de lo local, pero sin caer en sus trampas, construyendo siempre estructuras supramunicipales y pensando políticamente en términos peninsulares y europeos». Para la tradición republicana, democrática, igualitaria, federal-confederal y plurinacional, el diálogo con los comuneros sigue siendo un suelo fértil.

Decía Pierre Vilar a un joven Josep Fontana, refiriéndose al trabajo de los hijos e hijas de Clío, que «no es una ciencia fría lo que queremos, pero es una ciencia». Este libro es un libro de historia, de buena historia, pero no cabe ninguna duda tampoco de que no es un texto frío en su intento de mostrar cómo la revolución comunera mantiene aún lazos ardientes con nuestro presente. Recientemente el líder del PP, Pablo Casado, en la sesión de investidura de julio de 2019, afirmaba que se encontraban «en el Parlamento de una vieja nación de cinco siglos de historia bajo las estatuas de los Reyes Católicos, delante de un escudo y la bandera que exigen respeto». Eran las mismas estatuas de las que hablaba uno de los grandes hacedores del galleguismo, Castelar, al explicar la imposibilidad federal en la II República, por acción de los juristas del Estado «vigilados por las estatuas de los Reyes Católicos». Y es cierto que esas estatuas se erigen ante toda la representación del Parlamento, pero si se fija la mirada hacia abajo y a la izquierda, podemos encontrar inscritos en la pared de esas mismas Cortes los nombres de los líderes comuneros Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado. Marcan en este sentido un hilo alternativo aún, precariamente, presente. Faltarían más nombres, muchos más, pero si de las cenizas de la revolución comunera se construyó nuestro pasado, de sus brasas, que arden todavía, se podría articular también en parte nuestro futuro.

Xavier DOMÈNECH

Barcelona, diciembre del 2020

Comuneros

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