Читать книгу El misterio Perling - Miguel Ángel Martínez - Страница 3
ОглавлениеLa oficina de Correos
Entré en la oficina de Correos con la intención de mandar un ejemplar de mi último libro a un viejo amigo de Barcelona. No nos vemos mucho, pero tenemos la costumbre de enviarnos lo que vamos publicando y, con la excusa de intercambiarnos comentarios de las obras, mantenemos un trato que, de otra manera, se hubiera diluido en la distancia hace ya muchos años.
Yo acababa de publicar mi último libro, titulado El puente del agua, que era una novela de ambientación histórica pero con trama policial. Se desarrollaba en el Toletum romano, por lo que tuve bastante libertad para inventarme los personajes y gran parte del entramado histórico, porque no se conservan muchos datos concretos de esa época remota; con lo cual me evitaba la molestia de que los estudiosos de la época fueran sacándome las vergüenzas de mi ignorancia como historiador. El protagonista era Licinio Pompeio, un arquitecto romano que llegaba a Toledo para construir el acueducto que cruzaba por la escalofriante altura de 120 metros sobre el cauce del Tajo el agua potable que venía de la zona de Mazarambroz, desde el lugar que ocupa ahora la Academia de Infantería, hasta el Alcázar, que en aquellos tiempos ya cumplía la función de fortaleza. Sin embargo, los intereses de los aguadores de la ciudad, los enemigos del gobernador romano y los celos de una mujer siniestra, Antonia, que se sintió despreciada por el inteligente arquitecto, complicaron los trabajos del esforzado constructor y llegaron a comprometer su vida. No faltaban asesinatos, conspiraciones, pasiones, engaños, mentiras, traiciones, sangre, sexo y la lucha por la libertad y el progreso de unos ciudadanos explotados por el comercio del agua y por la tiranía de un ejército invasor. Un libro redondo, con todo lo que se necesita para triunfar en estos tiempos. La verdad es que estaba muy contento de mi obra y esperaba, como ya lo había esperado de todas mis obras anteriores, cosechar un éxito rotundo que me otorgara un merecido hueco en las vitrinas de la literatura. He de apuntar que, una vez más, eso no ocurrió. Pero en ese momento estaba seguro de mi éxito y me sentía muy contento, casi eufórico.
Por eso entré en la pequeña oficina de Correos como César regresando de las Galias: el pecho henchido, la cabeza alta, una imaginaria armadura brillando como una estrella reluciente y otra virtual corona de laurel ciñendo mis nunca bien ponderadas sienes que aún no daban signos de mi perdida juventud. Estaba a punto de proclamar un «Ave, amado pueblo y Senado de Roma» cuando volví súbitamente en mis cabales y saludé con un discreto «Buenos días» respondido por una indiferencia absoluta que inundaba la triste estancia.
Todos los mostradores estaban ocupados y dos señores mayores esperaban sentados su turno. Una pantalla sobre cada mostrador señalaba el último número. Fui a sacar mi papelito numerado a la máquina dispensadora, que se hallaba apoyada en la columna central en la mitad de la sala.
La oficina de Correos presentaba una estética peculiar que siempre me había llamado la atención. No faltaban vitrinas con los reclamos publicitarios de marketing de última generación, pero tampoco eran pocas las señales de un deterioro manifiesto en las paredes, las mamparas o los muebles del otro lado del mostrador. Un cuadro de la luz colgaba medio abierto como un perro ahorcado en la pared del fondo y la pantalla de uno de los ordenadores llevaba un filtro sujeto al monitor por una mugrosa cinta de embalar. En ese decorado decadente no desentonaba la máquina dispensadora de los billetes de los turnos. Inicialmente tenía dos botones, uno para recogidas y otro para envíos. Actualmente solo conservaba uno en uso, el otro había sido tapado con un cartón sobre el que habían dibujado a mano una flecha en ángulo recto que apuntaba hacia su compañero. Era como si en el parche de un pirata tuerto hubieran pintado una flecha para avisar del correcto funcionamiento del otro ojo. Tras unos instantes de análisis pulsé el botón superviviente, pero no pasó nada. Tuve que repetir empujando con empeño y, por fin, la ranura escupió un nuevo numerito: A035.
Llegados a ese punto esperé junto a la máquina a que llegara mi turno. Es de destacar que en la oficina de Correos el tiempo pasa más despacio que en el resto del universo, o así lo parece. Intenté hacer memoria sobre algo que recordaba vagamente: si Einstein había estado trabajando muchos años en una oficina de Correos o si era de patentes. La inspiración era manifiesta.
Entró una mujer, más o menos de mi edad, y se quedó mirando a un lado y a otro sin saber muy bien qué hacer. Traía en la mano un aviso de llegada de paquete. Se acercó a mi lado y miró con atención la máquina expendedora.
—Tiene que pulsar ahí para sacar el número de turno —le apunté educadamente.
—Muchas gracias —me sonrió con cortesía.
Intentó hacerlo, pero el número se resistía a salir.
—Tiene que apretar con fuerza, es una máquina un poco vieja.
Siguió mis instrucciones y la máquina escupió el papelito triangular. Ella me sonrió de nuevo.
—Es usted todo un experto.
En ese momento sonó un zumbido sordo. Mi turno, A035, aparecía en una de las pantallas. En el mostrador, una señora canosa amenazaba con volver a pulsar el botón que corría el turno. Me abalancé hacia el mostrador abandonando el protocolo de cortesía en el que se había iniciado la anterior conversación para pasar a otra muy distinta.
—Buenos días —empecé yo ante la mirada inquisitiva de la funcionaria que no era muy partidaria de repetir el mismo saludo a todo el mundo—, querría enviar este libro a Barcelona. Necesito un sobre acolchado para el envío.
La funcionaria observó un momento el tamaño del libro y, sin haber pronunciado palabra alguna, se alejó hacia unos armarios al otro lado de la oficina. Pensé por un momento que era sordomuda o quizá simplemente manifestaba un desprecio absoluto a mi persona. No era así, el armario contenía sobres acolchados de diversos tamaños. Sorda no era. Muda, aún era posible.
En el impasse no pude evitar fijarme en el mostrador de al lado, donde mi reciente amiga comenzaba a explicar al funcionario, que, por cierto, era mucho más amable que el cardo setero que me había tocado a mí en suerte, el motivo de su visita.
—Sí —explicaba ella—, Robert Perling. Un paquete para Robert Perling. Aquí traigo el boletín firmado y la fotocopia de su pasaporte.
—Muy bien, está todo. Ahora mismo se lo traigo.
La marcha del funcionario vecino coincidió con la llegada de mi bruja particular que me extendía el sobre acolchado con el logotipo de Correos.
—Rellene el destinatario aquí y el remitente aquí.
Muda, tampoco. Con la tensión que produce sentirse observado por la mirada de un clon de Margareth Thatcher, rellené los cuadros blancos con mi dirección y la de mi amigo barcelonés. Una parte lejana de mi cerebro se entretuvo en darle vueltas a la memoria inmediata y pidió ayuda a la memoria remota que buscaba en los archivos: «Perling, Perling, Perling de Toledo…, me suena mucho ese nombre. Perling y Toledo…, no me viene nada».
—Dos con cincuenta y seis por el envío y cinco por el sobre, siete cincuenta y seis.
Le pagué con un billete de diez euros. A mi lado sentí un vacío que me pasó inicialmente desapercibido. «¿Perling y política? No me viene nada». Recibí el cambio.
—Esto hace sesenta…, ochenta y ocho euros…, y con esto diez.
—Muchas gracias.
«Perling y arte, quizá literatura. ¡Claro! El rebelde. Robert Perling, El rebelde, 1971. Un libro de referencia para la generación del 68. Perling el revolucionario, el libertario, el inconformista…».
Miré al mostrador de al lado. El funcionario amable atendía a un señor bajito y con bigote. La mujer había desaparecido. ¿Una gran oportunidad perdida? No me di por vencido. Salí corriendo de la oficina. Robert Perling, ídolo de la generación perdida, iconoclasta del orden establecido, cerebro de la nueva revolución. La vi calle arriba, llegando a su coche. Corrí. ¡Cómo había disfrutado leyendo ese libro! Que, por cierto, presté a aquel jovencito que tanto prometía y tan poco cumplió y se quedó con él, ¡el muy canalla!
—¡Disculpe!
La alcancé justo cuando abría la puerta del coche.
—Perdone este atropello —le dije recuperando el resuello tras la carrera—, permítame que me presente. Me llamo Julio Díaz Bermejo, soy periodista y escritor, dirijo un programa de radio de temas culturales en una emisora local y colaboro con varias publicaciones. No he podido evitar escucharla en la oficina de Correos y he oído que nombraba a Robert Perling. Me preguntaba si era el mismo Robert Perling que fue mi ídolo de juventud, autor de El rebelde. Quizá no tiene nada que ver, pero no perdía mucho por preguntarle.
Ella me miró de arriba a abajo, como a un loco. Me respondió con la seriedad de un mayordomo.
—El señor Perling es un anciano y está muy enfermo. No recibe visitas y desearía no ser molestado. Si usted realmente le admiraba, estoy segura de que respetará su anónimo descanso.
—Me conformaría con que le hiciera llegar mi tarjeta y un saludo de un admirador. Me encantaría hacerle una entrevista, pero me conformo con mandarle un saludo.
Busqué una de mis tarjetas y se la di. Ella la leyó, me volvió a mirar.
—Si solo quiere eso, lo haré. Nada más. Buenos días.
Se metió en el coche, arrancó y se alejó cuesta arriba. En mi cabeza quedaron un montón de preguntas sin respuesta: ¿dónde vivía?, ¿qué ha hecho en todos estos años? Perling era inglés, ¿no?, ¿qué hace en Toledo? Pero esa mujer, con una fuerza misteriosa, había bloqueado mis fuerzas y había cerrado mis labios.
Me quedé de pie en la acera, como un pasmarote. «¿Qué puede pasar? Que no la vuelva a ver y no vuelva a saber nada de Perling. Que la próxima noticia que tenga sea una esquela en el ABC. Es posible, pero no probable. Ésta es una ciudad muy pequeña. Pondré a trabajar mis redes de contactos». Entonces, Julio César, se volvió hacia la formación que tenía a su espalda, alzó su mano y gritó una orden a sus tropas: «¡Buscad al bretón Perling, sin descanso!». Un gato cruzó la calle a toda prisa. Sin duda, iba a transmitir mis órdenes.
Lo primero que hice fue pasarme por la librería de mi amigo Alberto.
—Necesito un libro un poco viejo: El rebelde de Robert Perling. Creo que lo sacó Planeta, allá por el año ochenta, aunque el libro original, en inglés, creo recordar que es del setenta y uno.
—Déjame mirar en el ordenador —Alberto repitió varias veces la búsqueda—. Tuvo un montón de ediciones, pero está agotadísimo. No ha vuelto a ser publicado, al menos en España.
—He oído que el autor vive ahora en Toledo, ¿tú sabes algo?
—Ah, ¿sí? No sabía nada.
Después pregunté en la emisora en la que trabajo. Nadie sabía nada. Casi nadie lo recordaba. Soy más viejo que lo que creía. Me sentí algo deprimido por ello.
Fui a la biblioteca, conseguí un ejemplar muy manido. Lo puse en mi torre de libros por leer.
Busqué en internet. Muchos lugares comunes. Nada interesante en español. Busqué en inglés. Había más referencias, pero no entendí casi nada. «Tengo que volver a clases». Hablaba algo de unos cuentos para niños; también de algunas películas, pero no entendí si el guion era suyo, si estaban basadas en algún libro suyo o si participaba de alguna manera. Busqué en francés, encontré casi lo mismo que en español.
Esa noche hablé con mi mujer del asunto. Ella es unos cinco años más joven que yo, lo suficiente como para no saber nada del tal Perling. Además, ella no comparte mis ardores literarios, aunque es mi fan número uno. Lo suyo es la puericultura. Dirige una guardería y su mundo es bastante diferente al mío.
Al día siguiente, le pregunté a un vecino mío, don José Carlos, historiador, especialista en los místicos del XVI, canónigo jubilado, un cura viejo, pero con una cabeza que parecía la biblioteca nacional, un minero tenaz de archivos y bibliotecas, de una raza que ya no se encuentra. Si hay algo cultural en la ciudad seguro que él lo sabe. No sé cómo lo hace, pero siempre se entera, sea de la izquierda o de la derecha, de lo divino o de lo humano. No supo decirme mucho. Le sonaba que, hace ya muchos años, se había convertido al catolicismo y había dejado la literatura. «¡Las ganas que tú tienes!», pensé para mis adentros. «Este hombre empieza a perder la cabeza».
Quizá es tarde ya para explicarlo, pero cuando escribo un libro me suelo sumergir en sus aguas durante varios meses más de lo que pudiera imaginarse. Todo autor se identifica de alguna manera con todos sus personajes, pero con mi último libro la cosa había sido radicalmente distinta. La necesidad de embutir mi mente en la cultura y ambiente romano me llevó a leer varias biografías y novelas sobre Julio César y, por no sé qué misteriosa sincronía neuronal, quizá por el nombre que compartíamos, me quedé tan mimetizado con mi estudiado personaje histórico que es imposible recordar aquellos días sin revivir los pensamientos paralelos, en el borde de la comicidad o la locura, que me llevaban a ver el mundo vistiendo una coraza metálica, un casco con penacho de plumas y unas sandalias de cintas hasta la rodilla. Digo esto porque evoco aquel momento como el descubrimiento de Julio César de que una parte importante de la Galia no había sido aún conquistada y él acababa de descubrirlo con una mezcla de rabia y de entusiasmo. Sin embargo, este sentimiento solo duró dos días.
Otras urgencias me apremiaban. El gran Julio debe atender las necesidades del Imperio. Me puse a preparar el programa de la semana siguiente, las dos exposiciones del centro cutural San Marcos y el Premio Nacional de Narrativa. Tenía dos artículos pendientes de enviar y hablar con mi editor sobre la Feria del Libro; quedaban unos meses pero luego se echa el tiempo encima… Me absorbió el trajín cotidiano, mi cabeza se ocupó de preocupaciones urgentes y olvidé rápidamente mi feliz descubrimiento en la oficina de Correos.
Mi mujer me recordó el tema una semana después.
—¿Qué fue de aquel Perling? ¿Lo encontraste?
Fue como un destello en el que pensé: «Vaya, se me olvidó aquello tan importante». Pero tan fugaz como brillante, a la mañana siguiente lo había vuelto a olvidar por completo, hasta que recibí aquella llamada.