Читать книгу El misterio Perling - Miguel Ángel Martínez - Страница 4
ОглавлениеCafetería SumMum
Habían pasado exactamente tres semanas cuando recibí la llamada de aquella mujer misteriosa. El señor Perling aceptaba una entrevista, si es que yo estaba interesado en entrevistarle, pero debían cumplirse algunas condiciones. Necesitaba verme para explicar los detalles y comprobar si yo estaba de acuerdo.
—¿Conoce la cafetería Summum? Está en la avenida de Portugal, esquina con la calle Agén. No tiene pérdida. Podemos quedar el jueves por la tarde, a las cinco, tomamos un café y me cuenta.
—Muy bien, el jueves a las cinco —respondió ella—. Me apunto el sitio. Espero que sea fácil de encontrar.
Mis preocupaciones volvieron a darse la vuelta. Todo el olvido que se había acumulado sobre este tema se volvió urgencia y frenesí. Julio ordenó a las tropas que empuñaran las armas: «¡Nos atacan!».
—Hoy es martes, me quedan dos días.
Salí de casa. Me acerqué a la librería a preguntarle a Alberto.
—¿Alguna novedad?
—Te puedo conseguir unos cuentos para niños escritos en inglés, editados por McAlince Publishers. Se titulan The Prince of Goldenwood, que significa: El príncipe de Goldenwood — o del Bosque Dorado—. Son diez aventuras para niños de diez a doce años.
—¿No están traducidos?
Alberto se encogió de hombros.
—Bueno, menos es nada. Consíguemelos y ya veremos. Si son para niños serán fáciles de traducir.
Rescaté de mi torre de libros pendientes la novela de Perling. Estaba entre un libro de poemas de Santiago Sastre y una novela de mi amigo Copeiro. La puse sobre el sillón.
Llamé a una buena amiga, profesora de inglés:
—Necesito un favor. Tengo una página de internet en inglés y necesito una traducción fiable.
—[…]
—No, no es para publicarla, es para enterarme de lo que dice. Necesito la información para preparar una entrevista. Sobre Robert Perling.
—[…]
—Sí. Te paso el enlace por correo. ¿Podría tenerlo mañana?
—[…]
—Eres un sol, te debo una.
Volví sobre el libro. Me senté en el sillón a leerlo, con lapicero a mano para marcar los párrafos más interesantes.
—Tengo dos días. Trescientas páginas. Son las siete de la tarde.
Me enfrasqué en la lectura. El libro se abrió como una vieja caja de cartón llena de recuerdos. No leía ese libro desde hacía muchos años. ¿Veinte? Alguno más. Me pareció mejor escrito de lo que recordaba, aunque no me identifiqué tanto con el rebelde que lo escribía. Sin duda, yo era ahora más viejo y más tranquilo.
A las diez de la noche hice una pausa, después de que Clara, mi mujer, me reclamara repetidamente. Setenta y cinco páginas, un cuarto de libro. Comí unos espaguetis que se iban quedando fríos.
De pronto me di cuenta de un detalle importantísimo: no recodaba la cara de esa mujer. «¿Era morena? No era mucho más joven que yo. ¿Cuarenta y tantos? Ni gorda ni delgada. Llevaba un abrigo largo. No puedo recordar su figura. ¿Sus ojos? No me acuerdo». Siempre me he reprochado mi falta de memoria fotográfica. ¿Se puede ser escritor sin memoria fotográfica? Con un gran esfuerzo, por eso se me escapa el éxito sin remedio. «¡Oh, Dios! ¡Qué error! ¿Y si no la reconozco? Tampoco sé su nombre ni tengo un miserable número de teléfono. Yo le di mi tarjeta. Ella no me dio nada. ¡Tonto! ¡Tonto! No soy más que un tonto. Cuando me llamó no dijo su nombre, solo dijo que llamaba de parte del señor Perling. Soy un idiota, un profundo idiota. Si no se presenta, no tengo cómo perseguir el tema. Si no la reconozco, pierdo la oportunidad. Tendré que preguntar a todas las mujeres que se pasen esa tarde por la cafetería: “¿viene usted de parte del señor Perling?”».
Mi mujer me tranquilizó:
—En cuanto la veas, la reconoces. Seguro.
Los nervios me destrozaban. Volví al ordenador. Seguí buscando Perlings por el ciberespacio. Nada nuevo. Cuando estaba a punto de dejarlo recibí un correo de mi amiga con la historia de Perling traducida del bárbaro, de una página bastante más completa que la que yo le envié. Buscando en inglés y entendiendo un poco se encuentra mucho más.
«Robert Perling. Escritor. Nacido en Casablanca en 1937. Hijo de un diplomático norteamericano y de una profesora española. Trabaja como periodista en Los Ángeles Report hasta 1968, año en que se incorpora al movimiento hippie. Publica en 1971 El rebelde, novela que le lanza al éxito mundial. Traducida a más de quince idiomas. En 1975 se convierte al catolicismo. Nunca más publicó nada serio. En 1980 comienza una pequeña serie de cuentos para niños titulada El príncipe del bosque dorado. En 1984 colabora con varios guiones cinematográficos. Publica, en 1993, una colección de poemas infantiles titulados Three Wises in Crisis (Los tres Reyes Magos en crisis). Durante los años noventa realiza varias exposiciones de pintura en Los Ángeles (California) en colaboración con varios grupos artísticos. Sigue ligado al mundo del arte colaborando con galerías y exposiciones. Trabaja en el gabinete de estrategia de la petrolera Shell y en el proyecto Petersson de arte conceptual».
Adicionalmente, solo puedo incluir el dato de que El rebelde no se publicó en España hasta 1978, por razones políticas obvias.
Pasé los días posteriores como un manojo de nervios. Incapaz de concentrarme en nada. No pude avanzar en la lectura ni conseguir nuevas informaciones. Entre la impotencia y la decepción. Silencio informativo sobre Perling. Converso al catolicismo. No vuelve a escribir nada serio. Incursión en la literatura infantil. Trabajando en una petrolera. ¿Hubo algún tipo de accidente? ¿Golpe en la cabeza? ¿Crisis existencial? ¿Cómo el autor iconoclasta por excelencia se convierte en un beato compositor de nanas para niños? ¿Cómo el incendiario de la revolución del amor libre pudo acabar haciendo versos tontos sobre los Reyes Magos? ¿Cómo un progresista lleno de vitalidad puede acabar en una multinacional del petróleo?
El Julio César que llevaba dentro esos días se revolvía contra el puñal de sus recuerdos con una buena dosis de odio y de decepción: «Perling, hijo mío, ¿tú también?».
Empecé a pensar en que mejor hubiera sido no haber encontrado nunca a aquella mujer. Aún me quedaba la esperanza de no reconocerla en nuestra cita o, incluso, tenía la posibilidad de dejarla plantada. Si me volviera a llamar inventaría alguna excusa, como que tuve que viajar a Oviedo o a Sevilla. Pero así perdería la posibilidad de enterarme de lo que pasó. Quizá ella pudiera explicarme.
Me presenté en Summum media hora antes de la cita y me senté en la mesa de la esquina con la compañía de una cerveza Domus y el diario Marca. Leí, más bien pasé la vista por las superficiales noticias del deporte nacional tres o cuatro veces. La media hora se hizo eterna. Cada vez me sentía más irritado, casi colérico. Pensé cómo durante tantos años, desde que leí El rebelde, había estado admirando a su autor, aunque su nombre se me hubiera quedado prácticamente olvidado. Yo, de mayor, quería ser «el rebelde». Era mi ideal. Y, de pronto, me sentía víctima de un fraude, de una traición. ¡Oh, destino! «Perling, Perling, hijo mío, ¿tú también?». Este es el destino fatal de los Julios.
Ella apareció puntual. Me vio y se dirigió hacia mi mesa. Yo la reconocí al instante. Entonces me di cuenta de muchos detalles que seguramente ya sabía, pero que mi memoria se había entretenido en ocultarme: no era fea; morena; cara alargada algo caballuna; ojos oscuros, con un ligero maquillaje; delgada; no sé si llegaba a los cuarenta; las patas de gallo solo aparecían al sonreír. Me extendió una mano delgada, con las uñas cortas, pero bien cuidadas, me saludó con una voz grave y dulce a la vez.
—Esta es la tercera vez que hablamos y no me ha dicho aún su nombre —le disparé a bocajarro al soltarnos la mano.
—Tiene usted razón —contestó mientras se sentaba, manteniendo una sonrisa que la embellecía—, mi nombre es Carmen del Bosque, perdone mi descortesía.
—No hay nada que perdonar. Es que me di cuenta, después de hablar con usted, de que no tenía cómo contactarle y ni siquiera sabía su nombre. Si hubiera habido algún imprevisto no habría podido avisarla.
Le noté contrariada. Parece que no le gustaba mucho que le pusieran en evidencia. Una secretaria eficiente no hubiera dejado ese lazo suelto. Titubeó antes de contestar. Cuando ya iba a hacerlo llegó el camarero. Ella pidió un refresco, yo otra Domus.
—Soy todo oídos, Carmen —hice hincapié en su nombre. Me sentía en poder de la iniciativa.
—El señor Perling estaría de acuerdo en ser entrevistado, si es que usted quiere entrevistarle.
—Por supuesto, no puedo permitirme dejar pasar esa oportunidad. En una capital de provincias los periodistas somos pobres de acontecimientos.
—Solo pone un par de condiciones.
—Yo también tengo mis condiciones. Pero escuchemos antes las del señor Perling.
Carmen se puso algo más tensa. Borró su sonrisa. Mezcla de sorpresa y rabia por el tono hostil que yo iba dando a la conversación que, lejos de la cordialidad, se desarrollaba en una aspereza que me hacía disfrutar. Los nervios de estos días, la falta de información sobre Perling y las noticias tan decepcionantes sobre su evolución personal y artística habían ido segregando un rencor en mi interior que se cebaba con esa pobre y desconocida mujer.
—Son muy sencillas y razonables. Como le dije el otro día, está muy mayor y su salud es delicada, pero la cabeza le funciona de maravilla; si me permite decirlo, mejor que nunca.
—¿Y cuáles son esas condiciones?
—Serán tres sesiones, de una hora, más o menos, a discreción del señor Perling. El señor Perling podrá revisar el texto y el tema principal de la entrevista será el arte.
—¿Sobre arte? —contesté yo con un mal gesto.
—Sí, sobre arte, ¿no dijo usted que era crítico de arte? ¿No era así?
—Sí…, bueno…, no exactamente. Tengo un programa en la radio, sobre arte —dije balbuciente—, pero ¿por qué no le hago una entrevista de las que interesan al público, al autor de un libro rompedor en su época, libertario, censurado en España por la dictadura franquista, irreverente, progresista, audaz, revolucionario…?
El tono subía, la sangre me inundaba el rostro y la ira me iba poseyendo. Ella me miraba pálida, impasible, contemplando mi rabia como una estatua de mármol en medio de una matanza palaciega. Ausente. Me callé medio refunfuñando. Ella me contestó con un tono apacible pero duro, como si volviéramos a comenzar la conversación.
—Nada le impide hacer un monográfico sobre la obra del señor Perling cuando usted desee, pero si quiere una entrevista con él tendrá que ser sobre un tema acordado por ambas partes y, por lo que dice, deduzco que no está de acuerdo.
La verdad es que me sentí bloqueado. Mi apasionado enfado chocaba con su lógica fría y se neutralizaba. Yo necesitaba discutir y ella no entraba al trapo. Se me ocurrió otra forma de provocar.
—Me siento humillado por esas condiciones. Usted no sabe quién soy yo.
Según salían esas palabras de mi boca me sentí el ser más ridículo del mundo. Ella arqueó sus cejas y me miró con cierta lástima. Sacó una pequeña libreta negra y la abrió con precisión por la cinta marcapáginas. Me fijé que sus dedos delgados y pálidos eran muy hermosos. Me miró fijamente como si leyera mis pensamientos y leyó:
—«Julio Díaz Bermejo, periodista, escritor y crítico de arte. Nacido en Toledo en 1970. Ha publicado una docena de novelas, todas ellas ambientadas en Toledo. Es un buen escritor pero de corta ambición, lo que le ha restringido, hasta ahora, a los temas localistas. Ganador, en su juventud, de casi una decena de premios a jóvenes promesas y concursos literarios de segundo orden, se ha ganado un hueco en el panorama cultural local. Bien relacionado en la ciudad, especialmente con las autoridades locales y autonómicas. No le han faltado ayudas ni apoyo institucional. Aunque ha coqueteado con la política, con especial afinidad al PSOE, nunca ha aceptado nombramiento alguno, aunque varias veces le tentaron para concejal o delegado de cultura». ¿Quiere que le lea la lista de sus obras?
Cerró su libreta y me miró con dureza. Yo solo acerté a decir:
—Veo que me han hecho la ficha.
Sin embargo, ella ignoró mi comentario y siguió hablando.
—El señor Perling es un escritor que, a pesar de tener un solo libro importante editado, tiene un prestigio reconocido en todo el mundo, ha sido traducido a más de quince idiomas y ha vendido cientos de miles de ejemplares. Ha tratado a personalidades de todo el mundo, especialmente a artistas: pintores, escritores, escultores, músicos… Desconozco por qué ha accedido a atender la petición que tan inapropiadamente realizó usted en su momento. Realmente no me lo puedo explicar, pero él ha querido que usted sea quien le entreviste, cosa que ha rechazado más de cien veces a un montón de periodistas y escritores con mucha más relevancia. Pero si usted no está de acuerdo con las sencillas y vagas reglas que se le imponen, será para mí un placer informar al señor Perling de su rechazo. Por mi parte, no tengo mucho más que decir.
Se levantó y me alargó su mano.
Yo me levanté también pero con el vértigo del que ve que sus pies patinan hacia un precipicio, le invité con toda mi persuasión a que volviera a sentarse.
—¡Por Dios, Carmen, siéntese! Seguramente me he explicado muy mal. Esto se está yendo de las manos. Siéntese, por favor, y hablemos como personas civilizadas.
Ella se sentó de nuevo, con gesto molesto. Indudablemente, esto se me estaba yendo, a mí, de las manos y era yo el que debía volver a un comportamiento civilizado.
—Mire, Julio —comentó—, francamente, no acabo de entender. El otro día me asalta usted como un loco en plena calle para tener la remota posibilidad de poder charlar con el señor Perling, argumentando que es usted un seguidor suyo desde su infancia, y hoy parece que no hay nada en el mundo más enojoso que esa entrevista porque se le limita al tema del arte. Ahí es nada, ¡el arte! Es algo así como si la única condición puesta a un preso para su libertad fuera que no puede salir del planeta tierra. ¡Como si pudiera ir a otro sitio! Francamente, no le entiendo. ¿De qué pensaba hablar si no?
Me acababa de desarmar. Mis argumentos eran claramente ridículos. Mi comportamiento bochornoso. No me quedaba más camino que el de la sinceridad, pero ¿quién era esa mujer con la que estaba hablando? ¿Podía hablarle sinceramente de la decepción que había provocado en mí toda esa rabia?
—Tiene usted toda la razón. El otro día fui totalmente sincero en mi admiración por Perling. Sin embargo, hasta que no vi posible una entrevista y empecé a documentarme no me pude dar cuenta de lo poco que sabía de él. Y, si le soy sincero, de lo poco que sé aún hoy. Usted me acaba de leer mi ficha con tono policial que resume mis pocos méritos de forma precisa. Lacónicamente precisa. Le juro que de Robert Perling lo único que sé es que escribió un libro que me fascinó en mi juventud. Nada más. Tengo algunas noticias vagas, recogidas en los últimos días, sobre una presunta conversión, no sé muy bien a qué, unos cuentos infantiles que están en las antípodas de su primer libro, un trabajo en una petrolera… Yo quería entrevistar al ídolo de mi juventud, no a un monje fundamentalista ni a un beato baboso —me detuve al escuchar mis palabras—. Bueno, no quería decir exactamente eso…
—No importa —me interrumpió—, está bien que diga lo que piensa.
Y volvió a iluminar su rostro con una sonrisa que la embellecía.
—No quería decir eso. Disculpe si la he molestado.
—No, no, no, de verdad. Le agradezco su sinceridad, creo que ahora lo entiendo todo mucho mejor. A usted no le molestan las condiciones, lo que le molesta es que el señor Perling le haya, digamos, traicionado. Por su conversión y los cuentos y todo eso.
—Presuntamente —le interrumpí.
—¿Cómo?
—Si es que es verdad todo eso.
—Sí, sí, es verdad. Ciertamente. Es verdad que se convirtió al catolicismo y que publicó algún cuento, sí. No es verdad que sea un monje fundamentalista ni un beato… ¿cómo dijo?
—No quise decir eso.
—Pero lo mejor es que se lo pregunte usted mismo, si acepta realizar la entrevista. Que el tema principal sea el arte no significa que no puedan hablar de otras cosas. Se trata de una entrevista, usted pregunta y él responde; no tienen por qué estar de acuerdo. Pueden contrastar opiniones, no van a firmar un contrato.
Ahora, el incómodo era yo. Ella volvía a controlar la situación, mi superioridad había sido derrotada. Me sentía un imbécil. Si decía que sí, era comer de su mano; si decía que no, volvía a ser un grosero.
—¿Usted qué me recomienda? Me gustaría saber su opinión. Dijo antes que había rechazado infinidad de entrevistas.
A menudo me maravillaba de mi propia chispa. Ese comentario fue muy oportuno.
—Cierto —contestó ella—. Que yo sepa, desde su retirada del mundo literario, que fue muy prematura, no ha concedido ninguna entrevista. Sin embargo, el otro día, cuando volví de la oficina de Correos y le llevé el paquete que le habían mandado, me preguntó: «¿Sabes de alguien que me pudiera hacer una entrevista? Me gustaría contar lo que pienso del arte y solo no puedo, necesito que alguien me sonsaque». Yo le conté que, casualmente, esa misma mañana, usted me había comentado su deseo de entrevistarle. Miró la tarjeta, asintió con satisfacción y me dijo: «Entérate de quién es este muchacho y si tiene algo publicado, consíguelo». Así lo hice. No me fue difícil saber de usted por las editoriales. Yo trabajé muchos años en una editorial grande y tengo mis contactos. Conseguí cinco libros suyos y el señor Perling los leyó con gran interés. Luego me comentó que era usted el hombre más apropiado para esa larga conversación. No me explicó por qué.
No tiene sentido narrar aquí el resto de nuestra conversación. Lo cierto es que acepté y esperé pacientemente la llamada de Carmen para el primer encuentro cara a cara con mi interlocutor. La salud de Perling no era muy boyante y había que esperar a una racha buena para acometer ese esfuerzo.
Mi mujer me animó mucho. Acabé de leer el libro y preparé lo mejor que pude la entrevista. Me engullí varios libros de teoría del arte y repasé los autores importantes de la época en que Perling saltó a la fama.
Pensaba en Perling como en un anciano arrepentido de su pasado y refugiado en sus santos y su beatería, ignorando los comentarios de Carmen. También pensaba en Carmen… como en una enemiga.
Rememoraba a mi arquitecto Licinio Pompeio acosado por la maléfica Antonia y temía ser víctima de las intrigas de una mujer malvada que había elegido en mí a su próxima víctima y no buscaba nada más que marcar una nueva muesca en su lista de hombres destruidos.
Diez días después de nuestro segundo encuentro recibí su llamada.