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La esclavitud

La fuerza económica de Roma se fundamentó en un sistema esclavista en el que la afluencia masiva de esclavos estaba garantizada gracias al imperialismo romano.

En relación con el origen, eran esclavos aquellas personas que habían nacido como tales, los prisioneros de guerra, los criminales convictos condenados a trabajos forzados y los bebés abandonados. Asimismo, también eran esclavos aquellas personas que a consecuencia de las deudas eran vendidas como tales por sus acreedores a los mercaderes de esclavos, es decir, a los mangones.

El Derecho romano clasificó a los esclavos como simples objetos dotados con el don de la palabra –Catón el Censor designaba a sus esclavos como ‘herramientas parlantes’ y optaba por su venta antes de que envejecieran y fuesen demasiado caros de mantener–. Como norma general, las familias de la aristocracia romana llegaron a contar con un número de esclavos domésticos que oscilaba entre los cinco y los doce. En ningún momento dispusieron de estancias propias, sino que dormían en los pasillos, en la cocina o apiñados en una habitación cualquiera. Sólo uno de ellos, el favorito del dominus, dormiría en el suelo delante de la habitación de su amo a modo de perro guardián.

Los esclavos en venta se exponían en fila sobre un palco de madera como si de una mercancía más se tratase. Se vendían tanto hombres como mujeres y niños. Con pocas palabras y con un lenguaje realmente cruel, los mercaderes de esclavos anotaban en los carteles o tituli que pendían del cuello de cada esclavo la nacionalidad, las aptitudes y los defectos. Generalmente, los mejores podían llegar a costar hasta doce veces más que los corrientes. En este sentido, Séneca relata que en numerosas ocasiones los mercaderes de esclavos exageraban en el momento de exponer las cualidades de aquellos que estaban en venta con el único propósito de conseguir el mayor beneficio posible –de hecho, era común poner nombres griegos a los esclavos cultos como marca de calidad para venderlos a un precio más alto–. No obstante, los compradores podían palpar los cuerpos de los esclavos para comprobar su estado físico y valorar o no la compra.

Básicamente los esclavos se diferenciaban en ordinarii, es decir, aquellos que estaban especializados en un oficio concreto, y en vulgares. Los esclavos podían atender a oficios muy diversos: algunos de ellos se ocuparon de la administración, como el dispensator o encargado de la gestión de los libros, el arcarius o tesorero, y el sumptuarius o contable; otros se ocuparon de la limpieza y de la asistencia en el hogar y en las cuadras; otros eran simples sirvientes de los amos especialmente en lo que se refería al vestido, al baño y a la preparación de la parafernalia de los banquetes. Asimismo, también existían esclavos cultos de origen griego que se ocuparon de la educación y de la tutela de los hijos de la aristocracia. Por otro lado, se encontraban los esclavos públicos propiedad del Estado, y que trabajaban en las termas, en el servicio de extinción de incendios, los almacenes de alimentos o la construcción de diferentes obras públicas.

El mercado de esclavos estaba muy bien reglamentado, pues el mercader debía pagar el derecho de transacción y una tasa sobre la venta de cualquier esclavo. Esta actividad, bastante despreciada por los romanos, era generalmente ejercida por mercaderes de procedencia oriental.

¿Cuál solía ser el destino de los esclavos? Podían acabar como siervos de la casa de un patricio y convertirse con el tiempo en libertos; bien distinto era su destino si terminaban en una tienda para portar pesados fardos con un exesclavo como padrón; pero peor aún era acabar en las canteras o en la propiedad agreste de un adinerado patricio donde las esperanzas de vida eran realmente escasas.

Ahora bien, ¿cómo se reconocía a un esclavo? Apiano nos lo desvela: era suficiente con fijarse en las modestas prendas que vestían y buscar los detalles más significativos, pues muchos de ellos portaban una pequeña placa colgada al cuello y otros incluso un collar donde se escribía el nombre y, en algunas ocasiones, la recompensa que se debía entregar en caso de que el esclavo se diera a la fuga.

Muchos esclavos fueron sometidos a horrendas torturas por no obedecer correctamente a sus amos. En este sentido, Galeno dejó constancia de que un gran número de esclavos presentaba los dientes rotos y los ojos amoratados a consecuencia de los maltratos que recibían constantemente. Por otro lado, el trato bondadoso era bastante excepcional –los esclavos domésticos que vivían bajo el techo de una familia acomodada podían considerarse a sí mismos mucho más afortunados que los campesinos indigentes.

Tradicionalmente, a los esclavos fugitivos, a los calumniadores o a los ladrones se les marcaba la frente con un hierro candente las iniciales FUG., KAL., FUR. En este sentido, Constantino, el primer emperador cristiano, tachó esta práctica de incorrecta, pero no por razones humanitarias, sino porque la cara era inviolable al ser reflejo de la imagen de Dios. Por este motivo decretó que en lugar del rostro, los esclavos fueran marcados en los brazos y en las piernas. No obstante, en los casos de mayor gravedad el esclavo podía ser condenado a muerte. Tradicionalmente, moría crucificado después de una lenta agonía. En otros casos, era arrojado a las fieras o quemado vivo –tal era la crueldad hacia los esclavos que si eran llamados a testificar ante un tribunal de justicia, su testimonio debía estar prestado bajo tortura para que fuera realmente veraz–. La muerte del esclavo era inmediata al menos en un caso, según una antigua ley después desaparecida: si el dominus era asesinado por un esclavo, todos los demás esclavos de su propiedad serían ejecutados por haber sido incapaces de evitar la muerte de su propietario.

A pesar de todo, los esclavos podían comprar su libertad o adquirirla a través de su amo mediante la manumisión. El dominus podía oficializarla mediante una carta o a través de un testamento, siendo esta última la fórmula más común. Desde ese momento, el manumitido se convertía en liberto, adquiría en consecuencia la ciudadanía romana y podía disfrutar de los derechos civiles. Además, se convertían en miembros de la familia a la que pertenecían antes de su manumisión. Incluso algunos esclavos se convirtieron en hijos adoptivos y herederos de sus antiguos amos. Sin embargo, en Roma un liberto raramente quedaba libre de obligaciones, ya que era muy habitual que quedaran ligados a sus antiguos propietarios mediante un tipo de contrato por el que debían entregarle anualmente una serie de tributos o proporcionarle una serie de jornadas de trabajo.


El Gálata moribundo, conservado en los Museos Capitolinos de Roma, es una de las representaciones más reveladoras de un galo derrotado y esclavizado. La escultura, que representa a un guerrero celta desnudo con torques en el cuello, es una antigua copia romana en mármol de una estatua broncea de factura griega encargada en el siglo III a.C. por Átalo I de Pérgamo para conmemorar el triunfo sobre los gálatas

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