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PRIMERA PARTE


EL PORQUÉ DE ESTE LIBRO


EL PORQUÉ DE ESTE LIBRO

«Si algo vale la pena hacerlo, vale la pena hacerlo mal».

G. K. Chesterton

Sin grandes pretensiones y sí muchas reservas, aproxi­madamente hace un par de años, comencé un blog sobre libros infantiles y juveniles bajo el título De libros, padres, e hijos.

¿Por qué lo inicié? El blog nació, a un tiempo, de una preocupación, de un afán y de una pasión.

¿La preocupación? El agujero negro de la fantasía y la imaginación que nos rodea amenazadoramente a los padres de hoy y que no deja de tragar todo aquello que antaño estaba presente en la educación de la infancia y casi ha desaparecido en la actualidad; en especial, la lectura de libros.

¿El afán? La intención era y sigue siendo muy modesta: si puedo ayudar a que un niño se acerque a la verdad, la belleza y el bien a través de la lectura de libros me sentiré satisfecho, aunque no sea más que uno. Esta intención no abarca en origen ni siquiera a ese niño ajeno y desconocido, ya que es solo el reflejo de mis afanes diarios al servicio de mis dos hijas. Como dijo el cardenal John Henry Newman, «todo ser humano que vive, bien sea de condición noble o modesta, instruido o ignorante, joven o viejo, hombre o mujer, tiene una misión, una obra que cumplir. Hemos sido enviados al mundo para algo»[1]; así lo creo yo.

¿Y la pasión? Obviamente, la pasión son los libros.

Y tras aquel comienzo, y como unas cosas llevan a otras, de repente me encontré escribiendo este libro, que sirve a los mismos principios y responde a la misma preocupación, al mismo afán y a la misma pasión a que acabo de referirme.

El desinterés por la lectura es un tema preocupante para los padres de hoy. La televisión y las nuevas tecnologías e internet se han ido adueñando del ocio de los niños en detrimento de la lectura, mutilándolos culturalmente y conformando (¿seguro que no deformando?) su forma de ver el mundo, de comunicarse y de pensar, ¿o quizá de dejar de pensar? Se trata de una tragedia cultural que va más allá de la cultura misma.

Desgraciadamente, se trata de un hecho contrastado y que no admite discusión. Nuestra cultura se desangra y una de sus grandes heridas es que las nuevas generaciones se han barbarizado, han abandonado la cultura y el saber que desde tiempo inmemorial se encuentran guardados en el interior de los libros. Es una tragedia a la que asistimos mudos e inatentos, sin siquiera temer su desenlace, que, como el de todas las tragedias, no será agradable, porque con esta deserción se abandonan también la belleza, el bien y la verdad.

Hay algo que nuestros hijos ansían sin saberlo: que les salvemos de la devastación que la modernidad está causando en sus almas, desfigurando y masacrando su sensibilidad y su capacidad de asombro. Y quizá estemos todavía a tiempo de hacer algo. Quizá podamos dar cura al mal despertando la admiración y el sobrecogimiento en sus corazones. No se tratará de otra cosa que de cultivar y despertar su atención, entre asombrada y muda, sobre el mundo (lo que Wordsworth llamó «relación apasionada»), para así poder captar aquello que Gerald Manley Hopkins definió, misteriosamente, como «las certezas incomprensibles». Ese camino les permitirá acercarse y percibir el misterio del mundo.

¿Y la forma de hacerlo?

Aristóteles nos enseñó que la filosofía comienza con asombro y santo Tomás de Aquino calificó esa forma de conocer el mundo como scientia poetica, definiéndola como la aprehensión directa de la realidad que inspira respeto y admiración. Pero ambos hablaban de un conocimiento nacido de la experiencia directa con las cosas.

¿Y qué pasa entonces con los libros?

«Conducidme oh, Musas, no me dejéis ahora

A mitad de viaje, donde no hay pasos previos,

Ni huellas de ruedas que señalen para mí el camino».

Grocio

¿Es esto realmente así, como dice el poeta? ¿Hemos de acudir a las musas? Platón sostenía que la educación se da, en primer lugar, a través de Apolo y las musas. Según el filósofo, las musas, como deidades que son de la poesía, la música, la danza, la historia y la astronomía, introducen a los jóvenes a la realidad a través deleite. Como señaló el profesor Dennis Quinn en su ensayo La educación a través de las Musas (1977), es a través de estas que «el abismo temeroso de la realidad convoca por vez primera a ese otro abismo que es el corazón humano; y el asombro y la maravilla de su respuesta es, como los filósofos han dicho, el comienzo de la filosofía —no solo el primer paso—, sino el arché, el principio y base de toda ella».

Sin embargo, todos sabemos que por muchas historias que un joven pueda leer, por muchos poemas que pueda aprender o por muchas canciones que pueda cantar, ello solo le proporcionará una experiencia mediata del mundo, una experiencia que no es todavía la cosa misma. Por lo tanto, la lectura por sí sola no dará a los niños y a los jóvenes la comprensión de la realidad de la que hablaban Aristóteles y santo Tomás, lo que Newman llama «asentimiento real», pues este únicamente nace de la experiencia tangible. Para obtener ese conocimiento deberemos dejar de lado nuestros libros y, como dice el poeta, acudir, atónitos, «a la luz de las cosas». Esta contemplación de la belleza llevará finalmente al bien y a la verdad, pero hay que comenzar por ahí, por lo más básico: por el asombro y el estremecimiento.

Esto es verdad, pero también es cierto que las musas, como conocimiento poético a través del arte (literario o no), también nos pueden preparar para esos momentos, cultivando nuestros corazones de manera que sea receptivos a tales experiencias cuando estas lleguen.

Por lo tanto, aunque la forma básica y natural de conocer es volverse hacia la realidad de lo creado y experimentarla de una forma intuitiva, como experiencia sensorial y emocional apartada de todo lo analítico, otra forma de hacerlo es volviéndolos hacia los polvorientos y abandonados libros. Y no crean que son formas de conocer incompatibles, sino más bien complementarias: el mundo que nos rodea está lleno de metáforas asombrosas e increíbles, y los buenos libros ayudarán a los chicos a ver su encanto y su magia, de forma que las cosas ya nunca volverán a ser las mismas: permanecerán reencantadas para siempre en sus corazones.

Era Chesterton el que decía: «¿Quieren ustedes que les diga el secreto del mundo? Pues el secreto está en que solo vemos las espaldas del mundo. Solo lo vemos por detrás, por eso parece brutal. Eso no es un árbol, sino las espaldas de un árbol; aquello no es una nube, sino las espaldas de una nube. ¿No ven ustedes que todo está como volviéndose a otra parte y escondiendo la cara? ¡Si pudiéramos salirle al mundo por enfrente!»[2]. Pues eso, eso es lo que pueden darnos los buenos libros, tanto a sus hijos como a ustedes mismos.

Pero… ¿cómo acercar los niños a los libros?, y una vez hecho esto, ¿cómo los mantendremos en la lectura?, y finalmente, ¿qué historias debemos ofrecerles? Este libro tratará de dar respuesta a esas cuestiones.


PERO, ¿CÓMO EMPEZAR?

«El verbo leer no tolera el imperativo. Es una aversión que comparte con algunos otros verbos: amar... soñar...».

Daniel Pennac

«No hay espectáculo más hermoso que la mirada de un niño que lee».

Günter Grass

«Por fa!, un minuto más…», dice una de mis hijas desde su cama, absorta en la lectura. «Déja­me acabar la página, ¿sí?», dice la otra en la misma posición y sin levantar la vista de su libro. Esta es la cantinela que tengo que escuchar noche sí noche también. Enfrascadas en sus libros, acurrucadas en sus camas y sin levantar los ojos, se hacen fuertes y exprimen su tiempo al máximo. He de confesar que suelen ablandarme y de esta forma quitarme algún que otro minuto… minutos que son preciosos para ellas. Pero todo tiene un precio, y a mi mujer y mí nos satisface mucho esa pasión.

La anécdota viene a cuento al respecto de lo que puede conseguirse con paciencia, buen ejemplo y poniendo al alcance de los niños lectura de calidad. Debo decir que no es labor de un día, pero nada que valga la pena lo es. Sobre cómo lograrlo, solo puedo describir el proceso. Realmente no sé si he influido en algo. Quiero pensar que sí; al menos en relación con los medios (ponerles cerca libros), y en cuanto al interés y la atención (recordar la importancia de leer, leer uno mismo y hablar de libros y lecturas).

¿Sobre si hay una estrategia o un plan que nos asegure el éxito? No lo sé; ciertamente no hay fórmulas mágicas (por mucho que lo deseemos). Por mi parte, he seguido unas líneas maestras combinando las tesis de algunos grandes hombres, y comenzando desde los denominados buenos libros (the good books) de los que habla John Senior como escalón para poder llegar hasta los denominados grandes libros (the great books) que defendía Mortimer Adler —aunque en última instancia su origen puede encontrarse en el cardenal Newman—.

En medio, lo que —tomando prestado un término muy gráfico de una de mis hermanas, literata ella—, podrían llamarse las chuches, aquellos libros que, si bien no podrían considerarse buenos libros por la calidad literaria y la profundidad, al menos contienen dosis estimulantes de entretenimiento y buenos valores. Porque tratamos con niños, y los niños todavía carecen de suficiente capacidad de concentración y ansían jugar y divertirse. Con ello no quiero decir que entre los buenos libros no haya una enorme cantidad de entretenimiento, por supuesto que la hay, y de la mejor, pero al mismo tiempo requieren un esfuerzo mayor. La sabia combinación de buenos libros y buenas chuches —porque las hay malas, y desgraciadamente abundan—, quizás pueda ser la clave. En mi caso ha sido así.

Todo esto se entenderá mejor cuando tratemos de unos y otros y pongamos ejemplos, que es como mejor se comprenden las cosas.


LOS GRANDES LIBROS Y LOS BUENOS LIBROS.

«Lee los buenos libros primero; lo más seguro es que no alcances a leerlos todos».

Henry David Thoreau

¿QUÉ SON LOS GRANDES LIBROS?

Esta no es propiamente materia de este libro más que de un modo colateral, pero dado que ya los he nombrado, dado que en última instancia deberían ser el fin último de todo lector que se precie y dado que de lectores y de cómo hacer que germinen es de lo que trata esta obra, pienso que debo escribir unas líneas sobre este asunto.

¿A qué se llama, sobre todo en el mundo anglosajón, los grandes libros? El filósofo católico alemán Josef Pieper lo dice mejor que yo:

Hay que decir aquí unas palabras, por ejemplo, acerca del experimento de los “grandes libros” emprendido hace años en los centros académicos de América, con lo que se alude a los libros que representan el “legado” desde Homero, pasando por Platón, Aristóteles, Virgilio, Plotino, Agustín, Tomás, Dante, hasta Shakespeare, Kant, Hegel, Goethe, Darwin, Dostoyevski y Sigmund Freud. Este experimento, llevado a cabo con la seriedad de una asombrosa imparcialidad, sobre el que con razón se puede polemizar en aspectos particulares, ha nacido de la preocupación y del firme propósito de que el propio tesoro recibido esté o pueda estar a disposición del Nuevo Continente, pudiendo de esta manera ser enseñado y aprendido[3].

Se trata, por tanto, de las grandes obras de la cultura occidental, lo que se denomina vulgarmente clásicos («lo mejor que ha sido pensado y dicho», en frase de Matthew Arnold), obras que precisan de una preparación previa por razón de su profundidad y alcance. Y para facilitar esta preparación —no solo intelectual, sino también estética—, se revela fundamental la lectura en la infancia y juventud y, específicamente, la lectura de los buenos libros.

¿Y QUÉ ES ESO DE LOS BUENOS LIBROS?

Es John Senior quien acuña este concepto. Senior fue un brillante profesor de clásicos y humanidades en la Universidad de Kansas que a principios de los 70 diseñó e impartió con dos colegas —Dennis Quinn y Frank Nelick— un influyente y breve Programa de Humanidades Integradas (PHI) para estudiantes de primer año y segundo año. El PHI produjo muchos maestros, unos cuantos agricultores, numerosos matrimonios y amistades y, sobre todo, una impresionante ola de vocaciones religiosas y de conversiones al catolicismo. Senior —educado él mismo en el movimiento de los grandes libros en la Universidad de Chicago, bajo la tutela del crítico y profesor, Mark van Doren— se dio cuenta de que, en términos generales, el sistema daba frutos por la ausencia de una base sólida en los estudiantes. Acudo a él para explicarme:

El movimiento de los “grandes libros” de la generación pasada no ha fracasado, más bien se ha ido apagando lentamente. No responde a un defecto de los libros (…) Las semillas son buenas, pero el terreno de cultivo está agotado. Las ideas seminales de Platón, Aristóteles, san Agustín y santo Tomás germinan únicamente en un suelo saturado con imaginativas fábulas, cuentos de hadas, historias, rimas y aventuras: los cientos de libros de Grimm, Andersen, Stevenson, Dickens, Scott, Dumas y el resto (La muerte de la Cultura cristiana, 1978)[4].

A este propósito, Senior elaboró una lista de varios cientos de buenos libros que se recoge en un apéndice final de su libro La muerte de la Cultura cristiana (y de la que hablaremos al final del libro). En ella se agrupan los títulos por niveles de lectura de acuerdo con las etapas de crecimiento y desarrollo, pero como toda selección es necesariamente incompleta y parcial. El mismo Senior apunta que «casi todos los autores (de la lista) han escrito muchos libros, algunos tan buenos como los dados; y sin duda hay autores de cierta importancia que accidentalmente pueden quedar fuera»[5]. En todo caso se trata de una buena referencia que no pretende ser más que una guía de apoyo para padres y educadores. A mí, particularmente, me ha ayudado mucho.

Y es sobre este paisaje de buenos libros y buenas chuches literarias que se desarrollará este libro en sus sucesivos capítulos. Pero antes es necesario intentar recuperar, al menos para nuestros hijos, algo fundamental y que hemos perdido, ojalá no para siempre: la imaginación y el asombro.


EN BUSCA DE LA IMAGINACIÓN PERDIDA

«La imaginación no es un estado. Es la existencia humana en su totalidad».

William Blake

Hoy en día nuestra vida corriente se desarrolla, con respecto a los niños, entre una atención desmedida y una tremenda falta de atención. La atención dispensada a nuestros críos oscila entre esos dos extremos, ambos igual de perniciosos. En cómo damos solución al hecho natural del aburrimiento infantil encontramos la muestra palpable de esa dualidad perversa.

Los niños de hoy no pueden aburrirse, este es uno de los tabúes que imperan en nuestra sociedad de consumo y entretenimiento: no dejamos, no podemos dejar, que nuestros chavales saboreen ese gusto amargo y estimulante que acompaña al aburrimiento. Y, sin embargo, sin el vacío que prefigura este sentimiento, nada, probablemente nada de lo que muy orgullosamente llamamos arte, cultura y, algunos, hasta progreso, habría tenido lugar. El antídoto para ese pecado capital que es la pereza es desterrado entre trompetas y clarines.

Pero no voy a hablar aquí del hastío o aburrimiento morboso, tampoco de la acedia de la que trataron Evagrio Póntico y Alcuino de York, ni del más prosaico tedio hispánico. No, centraré mi atención en el simple, sano e inspirador aburrimiento infantil.

Cuando yo era niño, allá por finales de los años 60 y comienzos de los 70 (no quiero ni pensar ya en lo que mi padre cuenta), sin duda nos aburríamos, pero ello era acicate para que, imaginación en ristre, pusiéramos en práctica las más dispares actividades y los más diversos juegos. Nuestra imaginación se encontraba en plena forma de tanto uso que le dábamos, y rebosante de energía y de salud, hay que decirlo, pues la alimentábamos con innumerables cuentos, relatos y novelas que leíamos o escuchábamos. De estos tomábamos las tramas, los personajes, los escenarios... y todo lo demás fluía con soltura y agrado. Jugábamos sin prisa ni pausa y, si perdíamos interés, unos momentos de aburrimiento nos impulsaban a otro juego; y así íbamos de uno a otro, y volvíamos, y no nos cansábamos nunca.

No nos hacían falta juegos de ordenador ni pantallas, ni casi televisión (¡qué poco veíamos la televisión!). Nos bastábamos con nosotros, nuestros cuentos y nuestra imaginación.

Por otro lado, tampoco necesitábamos una gran atención de los adultos, ni que estos supervisasen nuestras actividades ni organizasen nuestros juegos. Nos era suficiente con un balón y un poco de acera (¡qué afortunados si se trataba de un poco de campo!); o bien bastaba un trozo de madera y un viejo abrigo para que todo a nuestro alrededor se transformase en un exótico paisaje lleno de promesas de aventura. No se veía necesario organizar competiciones infantiles ni que alguien superior —como entendíamos que era un adulto— dilucidase nuestras disputas o diferencias: la reciprocidad o la suerte eran nuestros árbitros. Cuántas veces solucionábamos nuestras discrepancias —¡fue gol, fue gol!, ¡no, no lo fue!— con un pares o nones o un echar a suertes.

Ahora esto no es así. Ahora nos preocupamos mucho, mucho más, por el bienestar de nuestros niños; tanto que no podemos tolerar que se aburran, y lo que es más triste, ellos tampoco. Ante la más mínima queja —e incluso antes, de modo preventivo—, les endosamos amorosamente una tablet o una gameboy, o les enchufamos a la televisión; y luego, nos olvidamos. Algo muy estimulante, algo muy creativo, como dicen los pedagogos. Ah, y si pretendiesen hacer deporte no podrán hacerlo hasta que los apuntemos a una liga, los federemos y los sometamos a entrenamientos disciplinados y cuartelarios; ¡cuánta preocupación!, ¡cuánta dedicación! y ¡qué estímulo a la espontaneidad!, ¡qué libertad creadora la que les ampara! ¿No será más bien un empobrecimiento del espíritu y de la imaginación?

Ese es el problema: atrofiamos su más preciado tesoro, la imaginación, quizás con buena intención, pero la atamos y la amordazamos sin darnos cuenta de que así la privamos del aire, le robamos la vida... y con una imaginación moribunda frustramos para siempre su destino de hombres. Decía Chesterton muy atinadamente: «No podemos crear nada bueno hasta que lo hayamos imaginado». Porque al no aburrirse, nuestros hijos no se perturban, no se inquietan, y al no perturbarse ni inquietarse, no buscan dentro de sí, ni tampoco fuera. Solo saben volverse, ansiosos, hacia los estímulos artificiales: los videojuegos, las películas, la televisión, etc. Y no nos engañemos, sin vida interior ni vida exterior no hay vida que merezca ser así llamada.

No se trata ya de la dicotomía clásica (Platón frente a Aristóteles) de la introspección, la meditación, la reflexión y el recogimiento frente a la exploración, la observación, el viaje y el experimento, no. Se trata del abandono de todo lo natural (lo espiritual y lo material), de lo que se nos da como creado (incluso nuestro yo), y la rendición ante aquello que pretenciosamente construimos simulando lo creado.

Pero no todo está perdido. El sano aburrimiento asoma a cada esquina, solo tenemos que reanimar esa imaginación maltrecha alimentándola con cuentos, rimas y canciones, con historias, aventuras y romances. El Robinson Crusoe es un estímulo a la perseverancia y a la lucha contra la adversidad; Los viajes de Gulliver, un antídoto frente a la intolerancia y la discriminación; los cuentos de hadas contienen miles de lecciones morales, todas, todas ellas, trasmitidas a través del asombro, la ilusión y la fantasía; las novelas de Verne son una ventana fantástica a mundos de progreso técnico donde todavía el protagonista es el hombre; las de Salgari y Sabatini, una puerta que se abre a tiempos de aventuras en procelosos mares. Las narraciones de Stevenson muestran magistralmente ritos de paso de niños que se convierten en hombres; las leyendas y los mitos hablan de dramas, prodigios y debilidades humanas con la maravilla de por medio; las novelas de Alcott y las Brontë educan sentimentalmente y enseñan a apreciar la caballerosidad, la delicadeza, el valor de la renuncia y el amor verdadero. Por su parte, la valentía y el sacrificio los encontrarán en las historias heroicas de Sigfrido, de Perseo o del rey Arturo, y tantas y tantas otras cosas que abrirán su imaginación y les impulsarán a explorar, tanto su vida interior, incrementando el conocimiento de sí mismos, como las maravillas de lo creado, que les rodean con abrazo amoroso del Creador.

Por eso es importante que nuestros hijos lean, que lean buenos libros y que disfruten leyéndolos, para que así fantaseen, imaginen, reflexionen, mediten, piensen... para que tengan vida interior, para que puedan ejercer con prudencia, caridad y justicia el gobierno de sí mismos, sin olvidarse de mirar más arriba, atendiendo a las cosas que no se ven (recordemos a san Pablo en 2 Corintios, 4,18 y en 1 Corintios 13,12).

Pero sé, como ustedes también saben, que los libros, solo los libros, no bastan. Ellos son únicamente alimento, y no todo, aunque sí una parte importante de esa dieta en fantasía y maravilla que la imaginación necesita para recuperarse y hacerse fuerte. La contemplación, la vida sacramental y el contacto directo y natural con lo creado harán el resto (espíritu y materia, pues eso somos, ¿no?).

Decía san Buenaventura que «nuestra mente contempla a Dios, ya fuera de nosotros, por las criaturas, que son como unos vestigios, o huellas del Criador; ya dentro de nosotros por la imaginación, o fantasía; y ya sobre nosotros por aquella luz sobrenatural del Divino semblante que está impresa en nuestras almas»[6].

Aunque antes debemos relegar a un oscuro rincón ese sucedáneo de la realidad que llaman elegantemente virtual, y con ello hacer un uso restringido y prudente de las pantallas, tablets, teléfonos y televisores. Y no es una tarea fácil; es más, se trata de una tarea hercúlea y, por lo tanto, heroica. Pero, ¿qué otra cosa debemos ser para nuestros hijos sino héroes?, ¿no somos eso para ellos desde que nacen? Pues continuemos siéndolo, o al menos, esforcémonos en serlo.

No desistamos, démosles las armas, instruyámosles en su manejo y dejemos que combatan a nuestro lado con aquello que Dios les ha regalado (1 Corintios, 16,13). Alimentemos su imaginación con buenos libros con la esperanza de verlos cumplir con su destino de hombres.


DE LLAVES, PUERTAS Y LIBROS (EL ASOMBRO AGRADECIDO)

«En el asombro hay siempre un elemento positivo de plegaria»

G. K. Chesterton

Becía Robert Frost en uno de sus poemas que «amamos las cosas que amamos por lo que son». El problema con ese hermoso verso es que ¿sabemos lo que son de verdad las cosas? Creo que la respuesta es que no, que no lo sabemos. Esto es así porque desconocemos una parte fundamental de la realidad, aquella que casa con nuestra otra mitad: el mundo espiritual en el que debe habitar nuestra alma.

Así que, si no sabemos lo que son las cosas, no podremos amarlas en la medida que merecen, ya que sin conocimiento no hay asombro, sin asombro no hay admiración y sin admiración no hay amor. Entonces, ¿qué podremos ofrecerles a los niños?, ¿sobre qué vamos a instruirles?, ¿qué pueden ellos esperar de nosotros si no conocemos aquello que deberíamos enseñarles?

Debemos recomenzar recuperando para nuestros pequeños (y para nosotros mismos), la otrora innata capacidad de asombro. Y habrá que comenzar por la maravilla, por el encanto, por la reverencia, por todo aquello que un alma inocente recibe en su primer encuentro con lo creado y que la predispone para conocer la Verdad.

«El cielo es el pan diario de los ojos» decía Emerson en sus Diarios. Cierto, porque así es, aunque nuestros viejos y adormecidos ojos no puedan verlo por sí solos. Pero ellos, nuestros pequeños, con su inocente mirada sí podrían. ¿No debemos entonces hacer lo posible para que esto suceda?

Los libros, los buenos libros, son una buena forma de empezar; tengan por seguro que nos ayudaran a recuperar ese asombro perdido. Porque ellos guardan, como pequeños joyeros, las llaves de un sin fin de puertas que conducen, todas ellas, a preparar el alma, a través del sobrecogimiento y la maravilla, para el conocimiento de aquello que todavía podemos esperar del mundo. Por lo pronto, aquí están algunas de ellas:

— La puerta de la maravilla, imprevista y mágica (los cuentos de hadas y de fantasías: los Grimm, Andersen, Perrault, Carroll, MacDonald, Barrie, Saint-Exupéry).

— La puerta deslumbrante del valor heroico (las leyendas griegas y nórdicas, las leyendas artúricas y los romances de gesta, Shakespeare, las novelas de Stevenson, Dumas, Salgari, Sabatini).

— La puerta de los viajes extraordinarios e iniciáticos (Defoe, Swift, Verne, Ballantyne, Marryat).

— La puerta de la trascendencia mística, de la lucha y la entrega a algo más grande que uno (las leyendas artúricas, Lewis, Tolkien).

— La puerta del valor de la familia, el amor y la entrega a los demás (Alcott, Spyri, Collodi, Montgomery, Nesbit, Hodgson Burnett).

— La puerta de la aventura como liberadora de cadenas y fuente de lucidez (Ballantyne, Kipling, Burroughs, Stevenson).

— La puerta del encanto de lo cotidiano (Dickens, Cervantes, Grahame, Milne, Baroja, Chesterton, Ingalls Wilder).

— La puerta secreta de la poesía (Dante, Shakespeare, Wordsworth, Keats, Blake, Stevenson, Tennyson, Quevedo, Lorca).

— La puerta de la Verdad (las Sagradas Escrituras).

Porque esta relación entre libros y puertas es ya muy vieja. Quizá la primera pueda encontrarse en el Génesis, la puerta del Paraíso perdido, guardada, desde la expulsión, por querubines y la fulgurante espada (Génesis, 3,23) o aquella a la que llegaba la escalera que subió Jacob (Génesis, 28,17), y en relación con esto, los famosos versos que inician el Canto III de la Divina Comedia, inscritos en la Puerta del Infierno, así como el verso de Homero «rechinaron las Puertas del Cielo, que guardaban las Horas». El Templo de las mil puertas (sacado de La Historia Interminable de Michael Ende), viene igualmente a mi memoria, por lo acertado de su descriptivo nombre, y también recuerdo el relato de H. G. Wells titulado La puerta en el muro. Los eruditos podrían seguir, seguro, horas y horas.

Los buenos libros no solo son puertas, también son llaves, más toscas, menos precisas; por esta razón no abren la Puerta, pero sí nos permiten abrir las pequeñas cancelas que la rodean y la guardan —las puertas del asombro y la maravilla— y, de esta manera, nos ayudan a acercarnos posibilitando nuestro acceso a la llave que abre aquella Puerta, la única puerta que resulta preciso cruzar.

Los buenos libros causan asombro, y al asombrarnos nos preparan para el mayor de ellos, el único y verdadero sobrecogimiento. El profesor John Senior y sus colegas, Frank Nelick y Dennis Quinn, lo vieron con una lucidez pasmosa. Me voy a limitar a citarlos, tal es la elocuencia y fuerza de sus discursos. Dijo Dennis Quinn en su ensayo La educación a través de las Musas (1977):

En Las Leyes, Platón dice: «¿Debemos entonces comenzar con el reconocimiento de que la educación es recibida primero a través de Apolo y las musas?». Las musas son las deidades de la poesía, la música, la danza, la historia y la astronomía. Ellas introducen al joven en la realidad del asombro. Es una educación total que incluye el corazón —la memoria, las pasiones y la imaginación— lo mismo que el cuerpo y la inteligencia. En primer lugar, las canciones de cuna y los cuentos de hadas enfrentan por vez primera al niño con el fenómeno de la naturaleza. “Brilla, brilla, estrellita” es una introducción Musical (con “M” mayúscula) a la astronomía que incluye algunas de las observaciones primarias de los fenómenos astrales y moviliza la emoción humana apropiada al caso: el asombro (...) Pero no nos engañemos: el asombro no es un sentimentalismo azucarado, sino, por el contrario, una poderosa pasión, una especie de temor, una confrontación feroz con el misterio de las cosas. A través de las musas, el abismo temeroso de la realidad convoca por primera vez a ese otro abismo que es el corazón humano; y el asombro de su respuesta es, como han dicho los filósofos, el comienzo de la filosofía —no solo el primer paso— sino el arche, el principio, del mismo modo en que el uno es el comienzo de la aritmética y el temor de Dios es el comienzo de la Sabiduría. Por lo tanto, el asombro da inicio a la educación y la sostiene en el tiempo.

Frank Nelick, por su parte, señalaba en su ensayo La sombría llanura de la poesía:

Tradicionalmente la causa final de la literatura se consideró que era instruir a la persona mediante el deleite. La poesía busca deleitar mediante el reconocimiento de parte del lector u oyente de las similitudes entre las cosas que el poeta ha visto en primer lugar y “puesto” en su poema; virtualmente todo crítico que se ha preocupado del propósito de la poesía ha concluido que el sentido «se deleita en cosas armónicamente proporcionadas, como en las cosas similares a sí mismas». Y en cuanto la poesía representa, pinta o imita la naturaleza, trata con la realidad y, al hacerlo, instruye. Por estas razones uno, al leer Macbeth, puede aprender algo de lo que es horripilante y corrosivo acerca de la ambición, o del reconocimiento de Desdémona [de Otelo], sacar una aguda comprensión de una muchacha corriente (...) La poesía no es una cosa avanzada; es, del mismo modo que el latín, una primera cosa. Es una cosa de niños; tal vez las Universidades puedan ofrecerla solo como una disciplina de expertos asumiendo que los estudiantes aprendieron a amarla en algún momento de una niñez inusual. Sin embargo, existe una estación para todas las cosas, y probablemente a los veinte ya es muy tarde para memorizar poesía —y no existe razón alguna en recordarla— o incluso para dominar una declinación.

Finalmente, John Senior resalta en su Muerte de la Cultura cristiana (1978) la necesidad de una base cultural para poder acceder a las grandes obras, a adquirir en los primeros años a través de la lectura de buenos libros. Uno de sus discípulos, el profesor James S. Taylor, nos dice:

Una razón más importante para leer los buenos libros (…), y para leerlos preferentemente cuando se es joven, es preparar la imaginación y el intelecto para las ideas más elevadas de los grandes libros. No es un comentario frívolo decir que una persona que haya tenido contacto en su infancia con las rimas y los ritmos de los versos y pareados infantiles también ha cultivado los sentidos y la mente para la lectura de Shakespeare.

Por eso leer buenos libros es tan importante, porque nos devuelve nuestra capacidad de asombro y de maravilla. Y por eso nosotros, los padres, debemos ayudar a nuestros hijos a que lean esos buenos libros. Parecerá a veces inútil, ya que no veremos surgir frutos tangibles, pero, aunque así sea, no nos desalentemos, pues aun cuando no podamos comprender qué es lo que pasa en sus almas, tengan por seguro que algo sucede y que ese algo es bueno.

Así que no les decepcionemos, ayudémosles, ellos están esperándolo, lo ansían sin saberlo, lo necesitan sin sospecharlo siquiera. En nosotros habita una inquietud que no cesará mientras no acudamos a su llamada silenciosa. A ello dedicaremos los siguientes capítulos.


LAS ILUSTRACIONES: LA BELLEZA DE LA IMAGEN

«Y vio Dios que era muy bello».

(Génesis 1, 31)

«¿De qué sirve un libro si no tiene dibujos o diálogos?, se preguntaba Alicia».

Lewis Carroll

«Un libro puede ser el hogar del pensamiento y la visión».

Walter Crane

Parece una cuestión evidente que los libros infantiles y las ilustraciones tienen una relación muy especial. Los niños comienzan su acercamiento a los libros a través de las imágenes, aun antes de saber leer. Como todos los padres, he pasado horas felices leyendo libros a mis hijas mientras ellas escuchaban y a un tiempo contemplaban las ilustraciones que acompañaban al texto. Como todos los niños, ellas mismas han manejado desde muy pequeñas libros que contenían únicamente ilustraciones.

La imagen nos lleva de la mano y ayuda a nuestra imaginación, la enriquece… o la empobrece cuando no es bella. La imagen, si es hermosa, nos ayuda a acercarnos a los libros, a acostumbrarnos a ellos, a amarlos… y ciertamente, nunca nos abandona del todo, aun cuando haya realizado con éxito su misión.

Como acabo de apuntar, del mismo modo que existe una relación muy estrecha entre el libro infantil y la ilustración, existe una relación igualmente íntima entre ilustración y belleza. Si esta relación quiebra trae consigo consecuencias para el niño. El miedo o el desinterés pueden ser los primeros síntomas, para finalmente desembocar en un alejamiento de los libros y en una mala educación estética.

Por eso es importante facilitar a los niños libros con bellas ilustraciones. La imagen que acompaña a la palabra, si es hermosa, puede aportar a la experiencia de leer una forma nueva de belleza, no como evasión del mundo, sino como medio de alcanzar una visión profunda de lo real, pues como decían los antiguos, la belleza es «expresión visible de la verdad y de la bondad», «epifanía de lo trascendente» que nos muestra el contraste entre la Luz y la oscuridad.

«La pintura es un poema sin palabras», decía Horacio, y bastante antes había dicho Simónides de Ceos que «la pintura es poesía silenciosa». Si es así —y yo creo que es así—, démosles a los niños poesía para sus ojos, démosles belleza y arte, prestando atención no solo a la calidad del texto, sino también a la de la ilustración.

Hay algo que desde siempre se ha venido llamando educación estética, aunque algunos parezcan haberlo olvidado. Y este tipo de educación prácticamente ha sido apartada de las portadas y páginas de los libros infantiles y juveniles. Por un lado, no nos damos cuenta de que los libros ilustrados tienen una gran influencia sobre la percepción que los niños tendrán del arte y de la belleza cuando sean adultos y también sobre la manera en que finalmente puedan expresarse a su través. Además, tampoco puede desconocerse que las ilustraciones proporcionan al niño o joven lector andamios mentales a través de los cuales construir su conocimiento del mundo. Sin unas imágenes que representen experiencias nuevas, diferentes al tiempo que creíbles, se priva a los niños de poder ampliar su universo, restringiéndolo a lo ya conocido o, lo que es peor, se les induce a que configuren un mundo deformado y antiestético.

Las imágenes ilustradas de los libros pueden ayudar a los lectores a extender o desarrollar la trama o a amplificar el texto, proporcionando nueva información complementaria de la que aquel contiene, y hacer despegar así el vuelo de su imaginación. Por eso la cuestión es trascendente. Les animo a huir de la fealdad y refugiarse en los remansos de belleza del pasado y en los pocos que todavía nos depara el presente.

Pero no se trata de impartir instrucción a los niños, no. Para ello hay otros; además, creo que en este tema no hay que asumir un tono didáctico, pues nada hay más mortífero para la imaginación. De lo que se trata es de estimularla al tiempo que se educa el alma, porque la imaginación es una llave con la cual podremos abrir las puertas de la belleza.

Se trata de rodear al niño de buenas y hermosas imágenes de los temas que más le interesen (porque el interés del niño está en el tema, no en el arte), a fin de entrenar su ojo gradualmente en la discriminación artística y en la sensación del color, y despertar así su sentido de alegría y asombro ante la belleza. De esta manera, podremos fomentar sabiamente un amor por el arte que deleitará y enriquecerá su vida con imágenes que le ayudarán a «entender el texto mientras se entretiene su mirada», como decía el ilustrador victoriano Walter Crane.

Quizá así podamos transmitir a los niños unos rudimentos sobre la armonía, la simetría y la proporción en las líneas, en los trazos o en las figuras, pues lo natural, lo creado, es armónico; todos hemos oído hablar de la razón áurea y de la música de las esferas. O conseguir que se familiaricen con el arte de la combinación de los tonos cromáticos, con la teoría del color, con el juego de la luz y las sombras, con la composición y con la perspectiva. O, finalmente, es posible que les ayudemos a que, contemplando las imágenes e ilustraciones, puedan reconocer la misma realidad, con el estilo y arte de cada ilustrador, sí, pero sin deformidades, sin grotescos símiles de lo real, sin bocetos de una elementalidad bochornosa, sin monigotes o garabatos que haría mejor cualquier niño de 4 años y sin la utilización de atmósferas cromáticas pobres, histriónicas o lúgubres.

Se trata, simplemente, de alfabetizarlos visual y estéticamente y, a un tiempo, evitar la formación de un gusto viciado por un material indigno. Porque de la misma forma que cuando pretendemos que aprendan escribir bien les proponemos leer textos de calidad literaria contrastada, y cuando tratamos de enseñarles música les hacemos escuchar buena música, lo mismo habrá de ocurrir en materia de artes gráficas.

Mi mujer y yo hemos intentado algo así y creemos que ha sido bueno para nuestras hijas. ¿Y cómo hacerlo? Poniendo en las manos de los pequeños libros hermosamente ilustrados. En pocas palabras, que los niños y los jóvenes mantengan un contacto permanente con lo bello. De esta forma, creo, acontecerá una ósmosis estética mediante la cual formarán su gusto de manera inconsciente a través del roce, suave y constante, con las páginas del libro.

Me gustaría hacer bandera de una serie de artistas de la ilustración que hicieron época y que siguen marcando el camino que hay que trazar desde la punta de un lápiz al corazón de un niño. Me refiero a Randolph Caldecott, Walter Crane, Arthur Rackham, Louis-Maurice Boutet de Monvel, Iván Bilibin, Edmund Dulac, Kate Greenaway, Kay Nielsen, Howard Pyle, N. C. Wyeth y bastantes más.

Es cierto que destaco nombres del pasado (¿y qué hay de malo en el pasado?). No obstante, sigue habiendo artistas que merecen atención, como por ejemplo Gary Blythe, P. J. Lynch o Scott Gustafson. Trataré de todos ellos al comentar los libros. Espero así iniciar un viaje en pos de la belleza en los libros, al que confío me acompañen.


[1] John Henry Newman. Discourses Addressed to Mixed Congregations, VI — 1849.

[2] El hombre que fue jueves. Traducción y prólogo de Alfonso Reyes.

[3] Josef Pieper. Filosofía medieval y mundo moderno. Escolástica, figuras y problemas de la filosofía medieval, 1973, Madrid, Rialp, pp.184-185.

[4] John Senior. La muerte de la Cultura cristiana. Homo Legens, 2019.

[5] Íbid.

[6] San Buenaventura. In itinere ment. In Deum. Cap. 3.

De libros, padres e hijos

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