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SEGUNDA PARTE


CONSTRUYENDO UN HÁBITO


BUSCANDO EL MOMENTO PROPICIO

«Dimidium facti qui coepit habet - La mitad está hecha cuando se comienza».

Horacio

Bing-dong, hora de lectura!

—¡Ding-dong, hora de lectura!

Esta era la cantinela con la que me dirigía a mis hijas, haciendo una llamada al mundo de los libros, una vez que la edad de las protagonistas las hizo acreedoras de cierta autonomía. De esta forma establecimos un tiempo (que fue variando de menos a más) en el que la familia en pleno se ponía a leer.

Como sabemos todos, la autonomía, este uso de una libertad recién saboreada, es en los niños errática y, cómo no decirlo, en multitud de ocasiones, equivocada. Por esa razón tenemos que guiarles, lo que hacemos todos, día sí día no, con mayor o menor acierto. Y ojo, que he dicho guiarles, que no obligarles. Cierto, ese es el principio, pero son niños, caramba, y a veces —muchas más de lo que quisiéramos—, hay que encauzarlos.

Una de esas formas de encauzarlos es crear hábitos.

Leer es en parte un hábito, y ya decía Aristóteles de que la excelencia moral es resultado del hábito: «Practicando la justicia nos hacemos justos; practicando la moderación, moderados, y practicando la virilidad, viriles»[1]. Pues eso, en casa tratamos de crear un hábito como forma de encaminar a nuestras hijas hacia la lectura, que de por sí es un acto voluntario como ninguno y placentero como no hay otro. Es decir, uno no lee por obligación, salvo que haya coerción, pero por la misma razón uno deja de leer en cuanto la coerción desaparece, salvo que entremedias… aparezca el deleite. Se lee por placer, básicamente; hay en la lectura un deleite estético que actúa como adictivo y que, una vez que entra en nosotros, nos impide ya separarnos de los libros.

La cuestión es cómo llegar allí.

Pero no se nos escapa que lo que tratamos de esculpir no es un hábito cualquiera, y menos en este hoy tan poco propicio al papel y las letras, porque, como dijo el gran Gómez Dávila, «leer es recibir un choque, es sentir un golpe, es hallar un obstáculo. Es sustituir a la ductilidad pasiva y perezosa de nuestro pensamiento, los inflexibles carriles de un pensamiento ajeno, concluido y duro».

Leer es un esfuerzo, un profundo esfuerzo a veces, pero que tiene recompensa si logramos despertar en los niños ese algo inasible que les atará sin remedio a los libros, porque —y vuelvo a Gómez Dávila— «los libros no educan sino a aquellos para quienes son una presencia viva, una existencia inmediata y carnal». Hay por tanto que vincularlos físicamente a los libros. De ahí lo de la llamada; de ahí lo del establecimiento de un tiempo para leer; de ahí que, en ese tiempo, todos, todos, leyésemos.

Pero sabemos por experiencia que crear un hábito no es labor de un día ni labor fácil, y sabemos también que leer es un acto esforzado. En efecto, requerirá un compromiso de las dos partes (mayor, mucho mayor de la nuestra, claro), y lucha, mucha lucha. No les mentiré si les digo que llevó su trabajo, pero tampoco lo haré si les digo que valió la pena, ¡vaya si valió la pena!

—¡Venga niñas, a poner la mesa, que es la hora de la cena! —dice su madre.

Se oye, como a lo lejos, la voz de la menor que dice:

—¡Ya voy mamá, espera un segundo, que estoy acabando la página!

A un tiempo me cruzo en el pasillo con la mayor, que, enfrascada en la lectura de un libro, sin levantar la cabeza y para no tropezar con la pared, camina lentamente con unos ridículos pasos, lo que me hace decir:

—Vamos, niña, deja ya de leer que tenemos que cenar.

Sin levantar los ojos del libro, me responde:

—¡Sí, sí, papá, pero es que no puedo parar!

Y, para terminar, vuelvo a san Agustín. Me encantan, por lo estimulante, aquellas palabras que narra haber escuchado de una voz infantil: «Tolle lege, tolle lege».

«Toma y lee, toma y lee», esto es lo que deberíamos decir a nuestros hijos, una y otra vez y sin descanso… una y otra vez.


EL SILENCIO

«Solo hay epifanías en el silencio de los bosques. O en el silencio del alma».

Nicolás Gómez Dávila

Hablando de hábitos, costumbres o conveniencias surge, en esto del leer, una pregunta: ¿es el silencio absolutamente necesario para la lectura? Basta nuestra propia experiencia para colegir que en lo del leer no se da esa exigencia; el silencio puede ser importante, pero no es imprescindible. Tanto es así que en el próximo capítulo hablaré de una costumbre sana y conveniente: la lectura en voz alta.

Parece ser que la lectura en la antigüedad fue más sonora que muda, aunque nos llegan testimonios de la práctica de una lectura en silencio, tan propia de nuestra modernidad. Así, el filósofo Arignoto nos dice: «Tomé los libros... después de coger una lámpara, entré solo, dejé la luz en la estancia más grande y me puse a leer en silencio, sentado en el suelo» y, por su parte, Apuleyo invita al lector, al principio de sus Metamorfosis, a leer su obra en «lepido susurro». De esta manera, el leer a media voz, con susurros o en silencio, se asociaba a una lectura solitaria e íntima de lo fantástico, lo mágico y lo novelesco.

Más tarde, el cristianismo impulsó este tipo de lectura silenciosa, tendente a la interiorización y a la meditación, sobre todo de las Sagradas Escrituras. San Agustín hacía una lectura in silentio y él mismo nos cuenta de san Ambrosio de Milán que «Cuando él leía [Ambrosio, obispo de Milán], recorrían las páginas los ojos y el corazón profundizaba el sentido, pero la voz y la lengua descansaban. Muchas veces, estando nosotros presentes —porque a nadie se le prohibía la entrada, ni había costumbre de anunciarle al visitante—, le vimos leer así en silencio y jamás de otra manera»[2].

Por su parte, en la Regla de san Benito se encuentran menciones a la lectura individual y a la necesidad de leer para uno mismo a fin de no molestar a los demás, y san Isidoro, al parecer, prefería la lectura en silencio, ya que esta permitía una mejor comprensión del texto, porque «el lector aprende más cuando no escucha su voz»; de este modo se podía «leer sin esfuerzo físico, y al reflexionar sobre las cosas que se habían leído, estas se caían de la memoria con menos facilidad». Y el gran santo termina diciéndonos: «Si un hombre quiere estar siempre en compañía de Dios, debe orar regularmente y leer regularmente. Pues, cuando oramos, hablamos con Dios, y cuando leemos, Dios nos habla».

Por tanto, si al leer es Dios quien nos habla, debemos callar, por respeto, pues quién sino Él merece todo nuestro interés («Oíd, hijos, las instrucciones de un padre; y prestad atención para aprender prudencia». Proverbios 4, 1), pero también por necesidad, porque de lo contrario quizá no oigamos o, aun oyendo, entendamos mal. Así, el silencio se asoció a una forma de lectura más profunda, más íntima, más auténtica. Y, de esta forma, se hizo refugio, espejo y eco, se hizo espacio de resonancia para la palabra. Porque leer silenciosamente supone estar en silencio no solo en el interior, sino también en el exterior, para centrar la atención exclusivamente en la palabra escrita, en aquello que esta evoca, refiere o nombra.

Tal vez sea así porque, como escribió John Senior, el único lenguaje católico es «la música, cuya raíz etimológica significa “silencio”, como “mudo” y “misterio”. Es la música entonces «la voz del silencio, y así se sigue que para entrar con Nuestro Amado Señor en esa oración de silencio y orar a Nuestra Señora Bendita, para que Él nos lleve allí, debemos aprender a hablar ese idioma también, es decir, debemos conocer la música y especialmente la música de las palabras, que es poesía»[3].

«Vamos del silencio hacia la música», música que es gloria del silencio» (...) «un silencio vivo, un silencio glorioso, un musical silencio», como cantó el poeta Mario Míguez. Y es que siempre volvemos a lo mismo, a un mudo resplandor, a un silencio locuaz. Escribió Ovidio: «A menudo hay elocuencia en una mirada silenciosa».

Hoy en día, la costumbre del leer se ha vuelto una práctica silenciosa, pero, ¡oh, paradoja!, para leer de esta manera son precisas dos cosas, silencio y concentración, y ambas son extraordinariamente escasas en nuestros días. Probablemente por eso se lee tan poco.

«Están destruyendo algo precioso, como es la posibilidad de la contemplación. Han creado un mundo en el que nos miran constantemente y siempre nos distraen»[4], escribe Franklin Foer. Por su parte, Matthew B. Crawford, dice: «Si el aire limpio nos posibilita respirar, el silencio nos permite pensar», y hoy ese aire del pensamiento, ese medioambiente simbólico está muy contaminado por todo tipo de ruidos. Es cierto, todos lo sentimos en nuestro día a día: nuestros teléfonos suenan, vibran y parpadean, la televisión no deja de acompañarnos en casa y los anunciantes nos persiguen hasta por las calles creando a nuestro alrededor una distracción ensordecedora, y todo eso nos impide leer y reflexionar sobre lo que leemos»[5].

Otra paradoja acompaña a la relación entre el silencio y la lectura; y es que el silencio no solo implica una ausencia de lenguaje verbal, sino que además significa ausencia de sonido. Y ambas ausencias facilitan el ensimismamiento, la concentración, la reflexión y, en último término, la contemplación, propias de la lectura silenciosa.

La interrupción y la distracción no han llegado solas; el ruido ha irrumpido también en este tipo de lectura y lo ha hecho trasmutando el ambiente tranquilo y silente que le era connatural. El ejemplo paradigmático es la cuasi sacrílega transformación que han sufrido las bibliotecas, antaño templos del saber donde el silencio era elemento sustancial e imprescindible para el desenvolvimiento de su correcta función. Hoy cualquiera que acceda a una biblioteca universitaria no puede dejar de sorprenderse por la ausencia de silencio: la mayoría de los estudiantes parece preferir una atmósfera de sonido ambiental, de ruido, en medio de lo que tiende a ser más una lectura social que una lectura reflexiva y meditada. Incluso los que semejan ser lectores privados se acompañan de su propio ruido mediante auriculares que entremezclan en su cabeza lo leído con un fondo musical constante.

William H. Wisner, bibliotecario de profesión, nos lo dice en un libro sombrío, ¿Invierno en la biblioteca postmoderna? Bibliotecas, tecnología y educación en la era de la información (2000)[6], donde nos advierte sobre un desastre inminente no solo para la biblioteca, sino también para la educación y la civilización. Este breve trabajo se dirige principalmente a bibliotecarios académicos, pero no puede dejarse de lado. Algo más asequible es su artículo titulado Restaurar el noble propósito de las bibliotecas[7], que recomiendo leer, donde dice: «En algunas bibliotecas hoy en día es imposible encontrar un lugar lo suficientemente tranquilo como para simplemente leer y estudiar sin ser molestado. Lo que yo llamo la biblioteca posmoderna, la biblioteca más la tecnología, se deconstruye a sí misma».

Al igual que Wisner, no creo que así la lectura silenciosa haga su función; no lo creo. Se trata de una desnaturalización grave, una más. Por lo tanto, hay que hacer algo, y pronto. Es necesario rescatar esta comunión silente entre lector y escritor que supone la lectura callada y sosegada, y que da paso a la reflexión y a la contemplación. Nuestros hijos lo necesitan.

Como ya he dicho en otra ocasión, en nuestra casa solemos hacer uso de los tiempos de lectura, y para esas ocasiones tratamos de crear una atmosfera de tranquilidad y de silencio. Cada uno se acomoda en un lugar conveniente y confortable y, acompañados del libro de turno, nos abandonamos todos a la lectura... calladamente, lepido susurro. En la habitación reina la calma, solo se escucha el pasar de las páginas y, en ocasiones, una tímida carcajada o una agitada respiración. De esta forma, mis hijas han ido aprendiendo a apreciar el silencio.

Porque además de tratar de leer en silencio, hemos de esforzarnos por huir del ruido y la distracción para poder meditar sobre lo leído. El silencio interior ha de comulgar con el silencio exterior.

—¡Shhhh!, que estoy leyendo —se oye decir a veces en nuestra hora de lectura.

El silencio puede que oculte algo, pero también revela. Ojalá enseñemos a nuestros hijos a escuchar en esa calma reveladora, porque sabemos que al final «el resto no será silencio», como decía Hamlet, sino bullicio de gloria resonando en la eternidad.


LA LECTURA EN VOZ ALTA

«La palabra es completa vista y oída».

Fernando Pessoa

ada más estimulante que la lectura en voz alta. De hecho, el origen de la lectura, de toda lectura, es en alta voz. Al parecer, solo a finales del Imperio Romano comenzó tímidamente el desarrollo de la lectura silenciosa, que fue haciéndose presente poco a poco, hasta que la aparición de la imprenta y la proliferación de los libros hicieron menos útil la función que desarrollaba de difusión del conocimiento. Ya sabemos la fuerza que tiene la idea de utilidad para el hombre. Pero aquí querría referirme a la lectura por parte de los niños, que pasarían de esta forma de auditores (en su vieja acepción, tan en desuso) a lectores. Y la diferencia no es baladí.

No es lo mismo escuchar la lectura de un texto que leer ese mismo texto. Al leer en voz alta, nuestro cuerpo se ve implicado más extensa y más intensamente. No solo seguimos oyendo el sonido de las palabras —en este caso a través de nuestra propia voz—, sino que experimentamos también un sentir físico, sentimos las palabras en la garganta y hasta el sabor de las mismas en la boca, se siente el miedo y la ansiedad que la lectura provoca y la expectación que con ella causamos; se multiplica así lo sentido y experimentado. La respiración cambia para adaptarse al texto, debemos ajustarla para poder acompasar las pausas y regular la intensidad del sonido de nuestra voz, y así percibimos la vibración de nuestras cuerdas vocales y tantas cosas más… todo el que haya leído en voz alta ante un auditorio —sea grande o pequeño, sea extraño o de confianza— sabe lo que digo. El cuerpo siente el texto y se une al alma en el deleite, con pasión, temor y temblor, pero con deleite. Es toda una experiencia que debemos dar a los niños.

Con ella hacemos a los pequeños encarnarse en quien fue un maestro, ¡que los muertos de alguna manera vuelvan a la vida!, a una nueva vida que celebra su acierto, su pulcra mirada. En cierto modo, los hacemos apropiarse del texto, o más bien, el texto los atrapa en una encarnación profana. Los niños disfrutan, se reparten las intervenciones y viven de otra manera los textos (mis hijas lo hacen así); quizá la poesía y el teatro son las formas más adecuadas, pero nada se pierde con pasajes narrativos.

Es una experiencia hermosa y estimulante. Nosotros lo hemos practicado con lecturas variadas, desde las Sagradas Escrituras hasta las novelas, pasando por obras de teatro y poemas. Les animo a ponerlo en práctica y continuar con esta tradición que, tristemente, parece que se apaga. Vale la pena el esfuerzo. Como dijo E. M. Foster: «Solo conectar la prosa y la pasión, y ambos serán exaltados...»; y mucho más si hablamos de poesía. De verdad que se entusiasman, de verdad.

Charles Perrault decía: «Es necesario que la lectura se haga escuchando, y que las páginas impresas sean voz sin nombre» y Henry Michaux señaló, de modo hermoso: «Yo no puedo escribir si no es hablando en voz alta; es posible que se trate de un encantamiento. Es posible que la voz que surge del texto sea en realidad su metáfora, la más bella de las metáforas, la más eficaz. Porque tal vez no haya otra»[8]. Nosotros sabemos que es así, que la única Palabra es la única metáfora de la Verdad.

Quiero terminar con una cita del literato francés Daniel Pennac —tan preocupado por la lectura de los más jóvenes— que viene muy al caso:

Extraña desaparición la de la lectura en voz alta, ¿Qué hubiera pensado Dostoyevski? ¿Y Flaubert? (…) ¿O es que Flaubert no gritaba su Bovary hasta reventarse los tímpanos? (…) ¿Es que él, que se ha peleado tanto contra la música intempestiva de las sílabas, la tiranía de las cadencias, no sabe mejor que nadie que «el sentido se pronuncia»? ¿Qué? ¿Textos silenciosos para espíritus puros? ¡A mí Rabelais! ¡A mí Flaubert, Dosto, Kafka! ¡Dickens, a mí! ¡Gigantescos gritadores de sentidos, aquí de inmediato! ¡Vengan y den vida a nuestros libros! ¡Nuestras palabras necesitan hacerse carne! ¡Nuestros libros necesitan vida![9].


LA FACILIDAD

«El hábito, si no se resiste, al poco tiempo se vuelve una necesidad».

San Agustín

—Qué estás buscando? —pregunto a mi hija mayor que, absorta y echada de rodillas en el suelo del pasillo, escruta con ceño fruncido la pequeña biblioteca que se extiende a lo largo del mismo.

—Oh, un libro, ya sabes que acabé Mujercitas —dice sin levantar la mirada.

—Y qué tal, ¿ya te has decidido? —pregunto interesado.

—No… es que busco algo diferente ¿sabes? Creo que me apetece un poco de aventura y acción... —sigue sin levantar la vista.

—Pues no sé… —digo rebuscando en mi memoria algún título que recomendar.

—¡Ah!, ya lo encontré —dice jubilosa. Esta vez ha levantado la vista y mueve de un lado a otro el libro que está en sus manos—. ¿Qué te parece?

El libro que me muestra es Secuestrado de R. L. Stevenson.

—No me parece nada mal. David Balfour y sus aventuras —comento interesado.

—Es que como me gustó tanto La Isla del Tesoro… pues —dice.

—Que sí, que sí, que te va a gustar —le respondo con agrado.

Y lo cierto es que le gustó mucho (mi hija mayor acababa de cumplir doce años en aquel momento).

Este es un ejemplo real que creo ilustra bien lo que voy a decir a continuación. Disfruto al ver a mis hijas bucear, absortas e interesadas, en los estantes de las librerías de su dormitorio y del pasillo que está frente a este. Esas son sus zonas. Ahí saben que pueden buscar y ahí buscan. Se sienten libres eligiendo —aunque puedan pedir consejo, lo que hacen a menudo—, y nosotros nos sentimos tranquilos dejando que lo hagan. Hay confianza y libertad, bajo cierto control, sí, pero libertad al fin y al cabo, y ellas lo saben y lo agradecen. Se ven dueñas de sus gustos y de sus decisiones, y esa pequeña autonomía les ayuda a amar los libros. A esto me gusta llamarlo facilidad.

Uno de los aspectos importantes en la construcción del hábito de leer es el dar facilidad de entrada a los libros, que se compone de dos elementos básicos: la proximidad y acceso sencillo a los libros y la libertad en la elección de estos.

Creo que tanto la familiarización de los niños con los libros y la lectura como la incorporación de este hábito en su vida habitual pasa por este fácil y libre acceso. Los niños deben ver libros a su alrededor y que estos se encuentren al alcance de su mano, poder hacerse y deshacerse de ellos con inmediatez y facilidad y dar satisfacción pronta a su apetencia o necesidad de lectura. Por otro lado, esa familiaridad debe estar impregnada de confianza, y esa confianza de libertad: el niño debe poder escoger libremente entre los libros que estén a su alcance, eso le hará más dueño de su lectura y cuanto más dueño se sienta, más amor y pasión tendrá por aquello que ya no ve ajeno ni impuesto y que siente como suyo.

Como se deduce de lo dicho, lo anterior precisa de una cierta geografía (en su segunda acepción de «conjunto de características que conforman la realidad física de una zona o de un territorio») y de cierto clima ambiental. Me explico. Debemos poner libros cerca de los niños (la ubicación física), pero debe tratarse de obras que merezcan nuestra confianza (el clima ambiental), porque, desgraciadamente, no todo libro calificado de infantil la merece.

La localización impone ciertos sacrificios y exigencias. Los libros deberían situarse en el dormitorio de los niños o en una estancia contigua (una habitación de juegos, o incluso un pasillo adyacente), y dentro de esta habrán de elegirse con preferencia, como depósito, lugares de fácil acceso. Ya, dirán muchos, esto parece sencillo, pero en el hogar debe primar un orden y una estética, y el reto es encajar lo uno con lo otro. Cierto, reconozco que a veces resulta complicado. En nuestro caso pusimos estantes en el dormitorio y en el pasillo contiguo frente al mismo y las niñas los usan habitualmente. No es raro verlas sentadas en el suelo al lado de los estantes, hojeando libros y hablando una con la otra sobre ellos.

El clima ambiental, por su parte, comprende los conceptos de selección y criterio, y exige una búsqueda, una profundización y un juicio, es decir, una labor de criba. Ya he apuntado que, paradójicamente, no todo libro destinado al público infantil y juvenil responde a ese fin, por lo tanto, tendremos que decidir cuáles son los volúmenes que dejaremos al alcance de nuestros hijos. Esto tampoco es sencillo. En nuestro caso no todos los libros seleccionados han funcionado, es verdad, pero aquellos que lo han hecho, que han sido numerosos, compensan con creces los fracasos y los olvidos.

Y voy a acabar con otra cita, en este caso de la magnífica escritora de libros infantiles Eleonor Farjeon. El extracto es extenso y forma parte de la introducción de la obra de mayor éxito de la autora, un libro de cuentos de hadas titulado The little bookroom (en castellano editado como La princesa que pedía la Luna). Farjeon habla de su niñez y de los libros que había en su casa y que describe así:

En la casa de mi niñez había una habitación que llamábamos “la pequeña biblioteca”, aunque cierto es que cada habitación de la casa podría haberse llamado así.

Nuestra sala de juegos, en el piso de arriba, estaba llena de libros. Abajo el despacho de mi padre estaba lleno de ellos. Forraban las paredes del comedor, inundaban la sala de estar de mi madre y subían hasta los dormitorios. Nos hubiera parecido más natural vivir sin ropa que sin libros y más contrario a la Naturaleza no leer que no comer.

Pero la pequeña biblioteca era, de todas las habitaciones de la casa, la que había quedado abandonada exclusivamente a los libros, como un jardín descuidado queda a merced de las flores silvestres y la maleza. Allí no había selección ni sentido de orden alguno. En el comedor, en el despacho y en nuestra sala de juegos, había criterio y disposición; pero en la pequeña biblioteca se reunía un abigarrado montón de libros extraviados, vagabundos y desterrados de las otras habitaciones, sobras de las partidas compradas por mi padre en subastas. Mucha hojarasca, pero también muchos tesoros. Una lotería, una gran suerte para un niño a quien nunca se le había prohibido manejar nada entre cubiertas. Aquella biblioteca polvorienta, cuyas ventanas nunca se abrían y a través de cuyos cristales el sol de verano lograba enviar algunos rayos sin lustre en los cuales bailaban y resplandecían partículas de oro, abrió para mí mágicas ventanas, a través de las cuales yo contemplaba otros mundos y otros tiempos, mundos llenos de poesía y de prosa, de hechos y de fantasía. Allí encontré antiguas piezas de teatro, historias antiguas y viejos romances, supersticiones y leyendas y lo que se llaman «curiosidades de la Literatura». Había un libro llamado Las noches florentinas que me fascinó; otro llamado Los cuentos de Hoffmann que me asustó; y uno llamado La bruja de ámbar que en nada se parecía a las brujas a que yo estaba acostumbrada en los cuentos de hadas que tanto me gustaban.

Maravilloso, ¿no?


LAS BIBLIOTECAS FAMILIARES

«Medicina para el alma».

Inscripción que figuraba en la puerta de la Biblioteca de Tebas

«Los domingos se dedicarán todos a la lectura, menos los que tengan a su cargo una tarea concreta y si alguno fuera tan perezoso o abúlico que no quiera o no pueda leer, se le encomendará algún trabajo para que no esté ocioso».

Regla de san Benito, XIX.

nsisto (y no me canso) sobre la importancia del leer y de los libros y la decisiva figura que los padres desempeñamos en este asunto, no solo como mediadores —como se dice ahora muy pomposamente, pareciendo referir algo ajeno al asunto—, sino como parte esencial y, puede que decisiva, en la resolución exitosa del mismo. Y dentro de esta participación paternal destacan en un lugar relevante las bibliotecas familiares, pues estas son construidas a iniciativa nuestra y su influencia, como veremos, puede ser capital.

Al respecto de este tema de las bibliotecas, cuenta James Boswell en su inimaginable La vida del Doctor Samuel Johnson, una anécdota muy expresiva:

Una tarde de abril de 1775, Samuel Johnson se encontraba de visita en la gran villa que Richard Owen Cambridge poseía a orillas del Támesis. Después de un breve saludo, Johnson se lanzó a los estantes de la biblioteca y empezó a leer en silencio los lomos de los libros. «Doctor Johnson —dijo Cambridge—, parece extraño que alguien tenga el deseo de mirar los lomos de los libros», a lo que Johnson respondió: «Señor, el conocimiento es de dos tipos. O conocemos una materia por nosotros mismos o sabemos dónde encontrar información sobre ella. De esta manera, cuando nos enfrentamos a cualquier tema, lo primero que tenemos hacer es saber lo que los libros han tratado sobre ello. Esto nos debe llevar a mirar los catálogos y libros de las bibliotecas».

A mí, como al Dr. Johnson, me gusta escudriñar las paredes forradas de libros de las bibliotecas, mirar sus lomos y perderme entre las filas y columnas que aquellos forman no con la erudición de Johnson, sino con la curiosidad de un niño; así fue en mi infancia y así es ahora. También es así con mis hijas y eso es, para mi esposa y para mí, una satisfacción. Por ello creo que las acumulaciones de libros, las bibliotecas, son importantes, y más si están cerca del niño, como ocurre con las familiares. Así que hablaremos de estas últimas.

A este respecto, me gustaría hacerles una propuesta. Por supuesto, como todas las propuestas, esta tiene unas condiciones básicas dentro de las cuales es posible cierto grado de libertad. Si esta última no existiera, con toda seguridad todos y cada uno de ustedes me tirarían a la cabeza aquello que pudiera ofrecerles. Pero antes de formular la proposición, voy a contar una historia que ilustra y en cierto modo inspira aquella, una historia que empieza con un tal Dr. Eliot y termina con una tal Maude Dutton Lynch.

Y ustedes se preguntarán, y con razón, pero ¿quién es el Dr. Eliot? ¿y quién es Maude Dutton Lynch? El Dr. Eliot era Charles William Eliot (1834-1926), que durante su mandato como presidente de la Universidad de Harvard se encargó de seleccionar y publicar una colección de 51 volúmenes conocida como los Harvard Classics, que ha venido siendo ininterrumpidamente editada desde 1909. Esta colección fue bautizada con el curioso nombre de «El estante de metro y medio del Dr. Eliot» (Dr. Eliot’s Five Foot Shelf), porque Charles W. Eliot sostenía que los elementos de una educación liberal se alcanzaban destinando 15 minutos diarios a la lectura de una colección de libros que podía caber en un anaquel un metro y medio. Concretamente, señaló:

Antes de que el plan de lectura que representan los Harvard Classics hubiera tomado forma definitiva, más de una vez declaré en público, que, en mi opinión, una estantería de metro y medio —originalmente de solo un metro— podría contener los libros suficientes como para ser un buen sustituto de educación liberal a cualquiera que los leyera con dedicación, aunque solo pudiera destinar quince minutos al día a su lectura.

Eliot tenía en mente lo siguiente:

Mi propósito en la selección de los Harvard Classics fue proporcionar a un lector atento y persistente materiales literarios a través de los cuales pudiera captar una imagen fiel del progreso del hombre desde los primeros tiempos históricos hasta el fin del siglo xix. La lectura de los cincuenta volúmenes de la colección permitiría obtener un nivel de conocimiento de literatura antigua y moderna suficiente como para ser considerado un hombre culto del siglo XX.

El último volumen de la colección constituye una especie de vademécum de lectura titulado Quince minutos al día: una guía de lectura (Fifteen minutes a day: the reading guide, Harvard Classics).

Unos años más tarde, en los años 20 del pasado siglo, la periodista y educadora Maude Dutton Lynch (sin duda siguiendo al Dr. Eliot), desde una columna semanal que mantenía en la revista Parents Magazine y en un artículo titulado La estantería de libros en la pared, realizó una petición curiosa a los padres norteamericanos: que comenzaran una biblioteca para cada uno de sus niños desde el momento de su nacimiento y dejasen que creciera hasta ocupar todo el espacio disponible de una pared. Nada de una estantería de metro y medio, ¡toda la pared! Dutton Lynch advertía que los pequeños necesitan variedad de libros tanto como necesitan alimentos. Así describía la biblioteca:

Arroje su metro a los vientos. Comiéncela cuando el niño nazca y déjela crecer con el lapso de sus años. Déjela que crezca poco a poco, como una vid, de arriba a abajo y alrededor de la pared. Deje que se desprenda en secciones y siga a cada niño, desde que sale de la guardería hasta que tenga su propia habitación Ábrala a sus pasillos. Hágala tan indispensable para sus hijos como el techo sobre sus cabezas, o como una parte de su vida cotidiana (…). Porque los libros son los amigos eternos que no fallan, son los troncos voladores y las alfombras mágicas de la infancia, las fuentes místicas que sacian la sed ardiente de la juventud, los verdes pastos y las tranquilas aguas a donde, en nuestros últimos años, iremos a restaurar nuestras almas.

Basándome en estos dos precedentes —más en el segundo que el primero—, me atrevo a formularles mi propuesta, que consiste en proporcionar a sus hijos un medioambiente lector, una especie de paraíso de la lectura por el cual puedan deambular libremente y, como en aquel añorado jardín perdido, cojan de los estantes los volúmenes que les apetezcan.

Como el Dr. Eliot realizó una selección, así deberemos hacerlo nosotros, y al igual que el Dr. Eliot y Maude Dutton Lynch establecieron una medida física para los estantes, habremos de hacerlo también. No sé si una pared está bien como medida, incluso aunque no alcance el metro y medio. Que cada uno haga un uso juicioso de su espacio (por lo que dice mi esposa, creo que en mi caso el uso ha dejado de ser juicioso).

Pienso que la idea es interesante y que puede llevar a los niños a encariñarse con los libros: buscarlos, guardarlos, ver crecer la biblioteca a medida que ellos mismos crecen, ordenar los estantes, desordenarlos, constituirá un rito de iniciación y podrá ser para ellos una obra personal, todo un ceremonial y un fuerte lazo de unión entre ellos y con sus libros. La idea de un niño que crece con su biblioteca me seduce, me parece mágica.

Mi esposa y yo hemos intentado hacer algo similar con nuestras hijas. No hemos adaptado un espacio específico para sus libros hasta que estuvieron algo creciditas, pero les hemos ido comprando ejemplares. desde su nacimiento. Ahora bien, el espacio existe, los libros también y las niñas hacen uso y disfrute de él. Y eso es bueno.

Respecto a la selección de títulos, es conveniente que se sientan partícipes de la construcción de la biblioteca, una participación que irá aumentando a medida que crezcan, lo que les ligará más fuertemente a esos libros, que sentirán más suyos. Deberá haber —al menos este ha sido nuestro caso—, un equilibrio entre el consejo paterno (y algo más que consejo) y su libre albedrío. No solo deberán sentirse libres, sino que habrán de serlo en algún grado. Si conseguimos reconducir su facultad de elección a aquello que sea conveniente para ellos estaremos en el buen camino. Ni que decir tiene que este libro trata de ayudar en esta cuestión.

Se trata de mostrar, de la forma más bella y de la manera más eficaz, lo que un paisaje con libros puede dar a los niños. Ya saben aquello que señaló Horacio en su Epístola a los Pisones al respecto de «mezclar lo útil con lo agradable» y de «instruir deleitando». Así que les conmino a comenzar.


A LA CAZA DE LIBROS

«El libro sigue siendo el puerto donde el texto descarga sentido y revela sus tesoros».

Hugo de San Víctor

Entre las actividades que ayudan a crear un hábito lector está, sin duda alguna, la caza de libros. Porque, de todos es sabido que las bibliotecas necesitan estar llenas de libros para ser llamadas como tales. Así que cazar libros se vuelve algo necesario.

¿La caza de libros? Sí, he dicho la caza de libros, pero bien valdría la pesca, la recolección, el préstamo, la recogida o el rescate; salvo el robo, el secuestro o la extorsión, no debe haber límite; no hago pues ascos al método, se trata de hacerse con los libros, aunque dentro del marco de una impecable conducta moral.

El vínculo que se crea entre la persona y el objeto y entre las personas que se juntan para realizar la actividad es duradero y reconfortante; lo mismo hay que decir de la experiencia de tratar, en agradable conversación, con los libreros, a menudo personajes entretenidos y bien informados y leídos. Lo digo por conocimiento propio, tal y como verán.

Se trata, además, de una actividad de una gran raigambre histórica. Decía Newton que la búsqueda de libros era su deporte favorito: «Lo veo como un juego, un juego que requiere habilidad, algo de dinero y suerte…». Para William Gladstone, un coleccionista de libros debía poseer estas seis cualidades: apetito, ocio, riqueza, conocimiento, criterio y perseverancia. Reconozco que yo solo podría tener, si acaso, la primera o la última de las cualidades enumeradas por el inglés. Anatole France, por su parte, señalaba que no conocía ningún placer más dulce que ir a la caza de libros a lo largo de los Quais de París. Entre muchos otros, Leigh Hunt, Charles Lamb y Bulwer-Lytton, se confesaban frecuentadores de las librerías.

Por lo que a mí respecta, este tipo de deporte podría considerarse una tradición familiar. El mundo de los libros me ha rodeado desde la niñez. El exceso libresco me viene de todas partes, pero sobre todo de la vena paterna. En general, mi padre y sus hermanos son grandes amantes de los libros, como también lo fueron mis abuelos. Los libros y la lectura formaban parte del ambiente familiar y así se nos trasmitió a mí y a mis hermanos, de la misma manera que yo trato de transmitirlo a mis hijas.

Se cuenta en mi familia, a modo de leyenda, una incursión a un trastero vecino capitaneada por algunos de mis tíos cuando eran niños con el fin de aprovisionarse de libros, pues estos se habían vuelto escasos, tal era la avidez lectora de los involucrados en el incidente. Los interfectos elaboraron todo un plan estratégico para ese fin, con estudio previo del escenario, horarios de las costumbres de los habitantes del lugar y reparto de papeles para la maniobra: unidades de información, brigadas de ingenieros y equipo de especialistas ejecutores, además de un general de brigada que dirigió con mano maestra la ejecución del plan. De esta manera, los abandonados y polvorientos libros agenciados a modo de préstamo encontraron su destino natural. El contenido de varias sacas de volúmenes, entre los que se encontraban Salgaris y Vernes, numerosos tomos de la colección Hombres Audaces (Bill Barnes, Doc Savage, etc.) y algunos Guillermos, fue devorado con voracidad. Una vez agotada la sed de lectura, los ejemplares fueron devueltos a su lugar de origen. Sea o no leyenda, no me negarán que se trata de una historia de familia apasionante y muy ilustrativa.

Y es que la familia es la familia. A modo de ejemplo, puedo contar que uno de mis tíos paternos —mi tío Javier— fue un gran bibliófilo (a él debo, entre otras cosas, mi amor por Borges), pero no a la manera de un coleccionista de mariposas, sino como un gran amante de la lectura. De vez en cuando realizaba expediciones al extranjero con el solo objetivo de hacerse con libros; Londres era su principal abrevadero, pero no el único. Recuerdo la fascinación con que le escuchaba cuando me relataba sus viajes, pues para mí se trataba de un safari de libros. Años más tarde, pude disfrutar personalmente de una expedición similar acompañando a mi padre por Charing Cross Road, lugar al que pienso volver pronto con mis hijas, lo mismo que a las riveras del Sena y sus puestos de libros de bouquinistes culminados por la extraordinaria librería Shakespeare and Co.

Sin embargo, mis inicios como cazador fueron más modestos. Recuerdo un punto de partida original y varios momentos decisivos junto a mi padre: el haberme criado entre los volúmenes de las bibliotecas familiares y los de la librería de una tía abuela (donde me quedé encerrado, olvidado de todos, mudo y callado, enfrascado en una apasionante lectura) hizo mella en mi carácter. Después de estos comienzos señeros, mi padre me inició en este deporte con lo que rememoro como una expedición en toda regla: la que realizamos a una librería de nuestro pueblo natal llamada Faro en busca de los libros que me habían correspondido como premio por algún concurso escolar. También recuerdo nuestras primeras incursiones a dos caladeros inagotables: la Cuesta de Moyano y el Rastro, ambos en Madrid, luego explorados más a fondo en solitario (como debe ser).

Tras ese aprendizaje familiar, he tratado de transmitir esta herencia a mis hijas, en mismo orden que recibí de mis ancestros: de lo pequeño a lo grande. Desde pequeñitas, comencé a llevarlas todos los fines de semana a una buena librería (llamada Crisol y lamentablemente ya cerrada) situada cerca de nuestra casa. Aquella librería disponía de una sección infantil bastante nutrida, con pequeñas mesas y sillitas que eran utilizadas por mis hijas y otros niños en un ir y venir de los estantes a las mesitas y de las mesitas a los estantes, y que las más de las veces daban como resultado la compra de algún ejemplar para la biblioteca familiar.

Desde entonces las dos me han acompañado a menudo tanto a las míticas Cuesta de Moyano y Rastro como a explorar librerías de viejo en la zona de Cortes y por nuestro barrio. Verlas curiosear entre los estantes, comentar entre ellas algún ejemplar escondido o correr raudas para enseñarme algún hallazgo es algo que me llena de satisfacción.

Se trata de experiencias agradables, útiles a nuestros fines y buenas en sí mismas, tanto para nuestros hijos como para nosotros. No dejen de ir a cazar nunca, y no olviden en casa a sus hijos. Ya me contarán.


LA MEMORIA LITERARIA

«Lector, que no te alegres demasiado por haber leído mucho, sino por haber comprendido mucho, y no solo por haberlo comprendido, sino por haberlo sabido retener».

Hugo de San Víctor

A riesgo de vulnerar uno de los principios de la retórica más socorridos, el denominado orden homérico o nestoriano (como Néstor en la Ilíada, se dice que hay que poner lo más débil en el centro, y al principio y al final lo más fuerte), comenzaré con lo principal e importante y terminaré con lo superfluo.

No me extenderé mucho. Solo quiero decir algo, que se dice poco en estos tiempos: es necesario que los niños ejerciten su memoria y que lo hagan con algo de provecho, porque está bien llenar las alforjas, pero no de trigo si lo que queremos es dar de comer a un león. Nuestros chicos tendrán que ser fuertes y feroces como leones frente al pecado y los errores que encontrarán a lo largo de sus vidas; por eso es fundamental que en el fragor de la lucha puedan encontrar, aún en lo más remoto de su memoria, alimento espiritual de cosas buenas, saludables e inspiradoras.

La memoria —una de las potencias del alma según nos enseñó san Agustín—, es retención, y su entrenamiento resulta conveniente y hasta necesario. Como decía Hugo de San Víctor en su Didascalicon, «quienes habían estudiado con tanto empeño estas siete artes que las conservaban por completo en su memoria (…) ante cualquier cuestión que se propusieran para ser resuelta o probada, no necesitaban pasar páginas y páginas de libros buscando las reglas y razones, sino que de inmediato tenían disponible en su mente la respuesta».

¿Y qué es lo que hacemos en nuestra familia?

El fin es uno: aprender frases edificantes y versos hermosos. Los caminos son tres: recitar en voz alta poemas hasta memorizarlos, practicar caligrafía con frases y breves poesías en pequeños cuadernos o tarjetas, y aprender frases o versos que se hacen presencia constante en sus vidas mediante la escritura (realizada por ellas mismas con bella caligrafía) en dos pizarras que cuelgan de la pared de su cuarto y cuyo contenido varía cada semana.


LA IMPORTANCIA DE LOS ÁLBUMES ILUSTRADOS Y LA LECTURA TEMPRANA

«Con la lectura de libros sucede lo mismo que con la contemplación de las imágenes; uno debe, sin duda, sin titubeos, con seguridad, admirar lo bello».

Vincent van Gogh

«Porque, para un niño, lo más extraño de todo y el libro más ricamente ilustrado de todos, es que su madre fue un niño también».

J. M. Barrie

Los álbumes ilustrados, a pesar de su brevedad y sus pocas palabras, son más complejos de lo que solemos imaginar, y quizá tengan mayor influencia en la vida de nuestros hijos de lo que semejan a primera vista. Su aparente simplicidad y la ingenuidad que se les presupone hacen que trivialicemos sus efectos y, por ende, que les prestemos muy poca atención.

Y esto sucede, en parte, porque en muchas ocasiones no somos conscientes de a quiénes se dirigen. Así, las más de las veces, olvidamos el grado de sensibilidad, fragilidad y desamparo de sus destinatarios o la maleabilidad y porosidad de sus almas. No nos engañemos, miramos esos libros desde nuestras firmes y altivas atalayas de adultos y no somos capaces de agacharnos para ponernos a la altura de los pequeños, escuchar y mirar con atención. Una buena forma de hacerlo es leer con nuestros hijos cuentos y álbumes ilustrados y demorarnos en sus reacciones, sus deleites y sus temores, y llevar esto a cabo durante el mayor tiempo que sea posible. Y es que los álbumes ilustrados cumplen una función importante, y por eso mismo deben ser objeto de atención.

La primera cuestión que se nos presenta es cuál elegir. Así, en la selección de estos libros es necesario tener presente no solo aspectos evidentes, como el uso de ilustraciones burdas o antiestéticas, un lenguaje tosco y soez o las actitudes de los protagonistas frente al bien o el mal. En estos casos basta muchas veces con leer el título para calar el libro. No, eso se da por descontado. Hablo de que, sin dejar esto de lado, hay que prestar atención a matices más sutiles, porque es probable que entre esas pocas páginas se encierren ideas o mensajes menos aparentes e inofensivos de lo que imaginamos.

No olvidemos que, como todo libro, en especial aquellos dirigidos a los niños, sujetos de instrucción por antonomasia, estos álbumes ofrecen perspectivas sobre cuestiones éticas y morales que reflejan la escala de valores del autor y su concepción, presente y futura, de la vida social, política o religiosa, a veces de manera subrepticia e intencional. Es decir, que esa combinación de imágenes y palabras en apariencia inocente provee una representación no solo de cómo es el mundo, sino de cómo debe ser según la visión particular de su autor. Como pasaría con cualquier otro libro, pero con la peculiaridad alarmante de que los niños son en extremo impresionables, la tabula rasa de la que hablaba Locke en su Ensayo sobre el entendimiento humano.

A la hora de elegir debemos suspender por un instante nuestro pensamiento de adultos para tratar de acercarnos en lo posible al de los pequeños. Cuando un niño se enfrenta a un texto ilustrado no tiene lugar el clásico proceso interactivo del lector adulto que contrasta lo leído con su experiencia y, en cierto sentido, negocia con el texto y lo somete a crítica. No, los niños pequeños suelen absorben de forma pasiva y sin cuestionamiento alguno todo aquello que el libro les transmite. Precisamente por eso, tampoco se debe menospreciar el potente y en ocasiones duradero efecto que una sabia combinación de imágenes y palabras puede causar en una mente infantil.

Los personajes de un libro ilustrado cobran vida en los registros verbales y visuales de nuestras memorias adultas mediante la evocación de las palabras a través de las cuales se contó la historia y de las imágenes que la ilustraron. Estas palabras y estas imágenes impactan en los niños incluso cuando no se mantienen unidas en sus recuerdos. Unas y otras pueden no coincidir en el mismo lugar de la memoria o pueden solaparse, por eso su impacto nunca es equivalente o proporcional. Algunos recordamos frases de ciertos libros, pero no sus imágenes, y otros recuerdan las imágenes concretas, pero ni siquiera se acuerdan de la historia. Como pasa con la letra y la melodía de una canción, estas impresiones se experimentan juntas, pero a veces se evocan de forma separada e incluso se emancipan unas de las otras para no reunirse jamás.

Esto explica el poder de estos álbumes ilustrados, con sus pocas palabras, su sencillo argumento y sus simples imágenes. Quizá alguno de los que hayamos leído o demos a leer a nuestros hijos permanezca en sus memorias en fragmentos y entremezclado con otros libros, o sea recordado pura y límpidamente.

Algunos estudios aseguran que a partir de los quince meses los niños pueden aumentar su vocabulario y comprensión de la realidad leyendo, si puede decirse así, libros ilustrados. De esta manera, los pequeños más leídos pueden asignar con más facilidad a los objetos reales las palabras y conceptos que aprenden con las imágenes de los álbumes ilustrados, y a la inversa, pueden reconocer en las imágenes de los álbumes ilustrados objetos reales ya conocidos.[10]

Pero para que esto suceda debe darse lo que los expertos llaman iconicidad (palabra esta que creo no existe en español), es decir, que haya una semejanza entre los objetos y las imágenes. Por lo tanto, el álbum ilustrado funcionará mejor con imágenes realistas que con caricaturas o cuasi abstracciones, todo lo contrario a lo que puede encontrarse hoy día en la oferta editorial.

Así que no solo la belleza de las ilustraciones debe regir nuestras elecciones, aunque es el argumento con mayúsculas y que por ello se basta y se sobra, sino que también hay razones de utilidad o conveniencia práctica. Por eso es importante buscar álbumes con ilustraciones bellas, realistas y de calidad; sus hijos se lo agradecerán.

Diferentes expertos, desde hace ya muchos años, sostienen que los niños que muestran un escaso progreso en las primeras etapas de la enseñanza de la lectura son más lentos en años posteriores mientras que los que amplían su vocabulario y su conocimiento mediante una lectura temprana compensan más adelante posibles diferencias intelectuales innatas. Al contrario, la ausencia de «contacto con lo impreso» genera problemas de falta de motivación y pérdida de confianza en las propias posibilidades, lo que dificulta mucho la adquisición de competencia lectora[11]. Es decir, que aquellos niños que leen más y con más intensidad desde una más temprana edad y durante un mayor periodo de tiempo generan una brecha cultural respecto a aquellos que no lo hacen así, y esta se acrecienta con el tiempo. En la lectura, por tanto, los ricos son cada vez más ricos y los pobres más pobres.

Así que debemos prestar atención a estos pequeños y en apariencia insignificantes libros, porque pueden ser el primer peldaño en la escalera cultural de sus vidas, y porque, al igual que ese peldaño puede ser sólido y estar compuesto de buenos materiales, puede también estar podrido, lo que afectará a la construcción final de sus almas. La mejor manera de hacerlo es elegir buenos libros para luego leerlos uno mismo, y después, si pasan ese filtro, leerlos con nuestros hijos; solo así podremos realizar una valoración correcta de qué estamos dándoles y qué efecto les podrá causarles.

En resumen, no menosprecien los álbumes ilustrados ni tampoco su grado de influencia. Reparen en que, pese a sus potenciales riesgos ya comentados, ningún libro viene con un prospecto de indicaciones o contraindicaciones, o de dosis o pautas de utilización según la edad. Es labor nuestra, no solo leerles libros, sino también testar los mismos (su tema, su tono y su estilo), ya que, como decía el lema labrado en piedra en el frontispicio de la biblioteca de Tebas, los libros son «medicina para el alma» y lo que ninguno de nosotros en modo alguno desearíamos es criar hijos con un alma enferma.


CONVERSAR SOBRE LOS LIBROS

«Si nunca se habla de una cosa, es como si no hubiese sucedido».

Oscar Wilde

«Habla para que yo te conozca».

Sócrates

«No tengo ningún deseo de entablar diálogos con quien haya escrito más que leído».

Samuel Johnson

Uno de los placeres de leer es compartir con los demás lo aprendido, experimentado y pensado con su lectura; me refiero a lo que en nuestra casa solemos llamar conversar sobre los libros.

Es bien sabido que conversar es un hábito saludable y enriquecedor. Si «contar es encantar», como decía Gabriela Mistral, «conversar es acoger», señala el filósofo Humberto Giannini, y más aún cuando se trata de nuestros hijos. La buena conversación refuerza y tonifica los lazos de los que en ella intervienen; por lo tanto, si mantenemos charlas con nuestros hijos nos uniremos más a ellos, y si, además, versan sobre libros y lecturas (,) ayudarán a consolidar la costumbre de leer que estamos tratando de hacer germinar en sus corazones, y permitirán a los chicos socializar una experiencia que es original y genuinamente solitaria.

ANTES DE LA LECTURA

Antes de comenzar a leer un libro es obvio que resulta necesario elegirlo. Esta es una labor delicada que trae consigo no solo un acto de discernimiento y una acción de la voluntad, sino también un aprendizaje.

De entrada, nada de laissez faire, laissez passer, hay que ayudarles a elegir, y si bien nuestra ayuda habrá de estar siempre presente, deberá sufrir una transformación progresiva. Así, pasaremos de escoger nosotros en sus primeros años a que elijan ellos en su etapa de adolescencia y juventud. A medida que crezcan, nuestra labor en este proceso de elección irá disminuyendo a la par que su autonomía aumenta, aunque nunca debamos ausentarnos del todo. Tiene que haber una presencia, un acompañamiento que terminará siendo tenue y velado. Solo hay que pasar de la acción de elegir al consejo y la recomendación sobre qué libro seleccionar, a veces mediante técnicas como la psicología inversa, otras dejándoles cerca algún volumen que nos parezca interesante que lean y creamos que les va a gustar.

No obstante, debemos respetar su gusto, aunque siempre dentro de ciertos límites. Los chicos están bajo nuestra supervisión y cuidado, es responsabilidad nuestra darles lo mejor y, aunque parezca una perogrullada, se tratará de aquello que nosotros en conciencia entendamos que es lo mejor. Hay una educación estética, literaria y artística, y hay también una educación moral y religiosa, y nosotros somos quienes debemos impartirla. Los libros que nuestros hijos elijan deben ajustarse a los límites que hemos prefigurado. Dentro de estas fronteras y a partir de un determinado momento —los 9 o 10 años puede ser una buena edad— debemos combinar el consejo y recomendación con su libertad de elección.

En todo caso, detrás de cada elección estará la mano invisible que comprará y proveerá la biblioteca familiar, que será movida, a diferencia de la Adam Smith, por una voluntad paterna que sopesará de manera concienzuda lo que estime más conveniente para los niños.

En esta fase es recomendable facilitarles alguna información sobre lo que van a leer, darles unas breves pinceladas sobre el libro: hablar de quién lo ha escrito y en qué momento se publicó, en qué pasajes históricos y geográficos se desarrolla la trama y cuál era la situación global del mundo en la época. Eso ayudará al niño a comprender mejor la historia y a imaginar con mayor fidelidad a los personajes, su aspecto, su vestimenta y su forma de desenvolverse.

También es conveniente darles a los niños una muestra de lo que se van a encontrar. Esto puede hacerse de diversas maneras. Ayuda mucho bucear en la memoria y compartir con ellos los recuerdos de nuestra propia lectura del libro, mejor cuanto más remotos sean, porque la infancia de los padres es un lugar maravilloso y mágico para los hijos. O (hacer predicciones sobre el contenido y la forma de la historia y sobre lo que encontrarán en ella. Es preciso seducirlos un poco para abrirles el apetito literario.

DURANTE LA LECTURA

Es muy importante estar cerca, siempre cerca, ya sea para ayudarles a comprender algún párrafo que les quede grande, para echarles una mano con el vocabulario (buen momento para enseñarles a manejar los diccionarios) o para comentar lo leído.

Aquí quiero detenerme un poco, porque uno de los momentos más deliciosos para mí sigue siendo el agitado y ameno diálogo que tiene lugar tras cerrar el libro cada noche. Ese intercambio de emociones; ese comentario crítico en pañales, esa disposición a contar la maravilla y el entusiasmo que les desborda; ese jugar a hacer predicciones (¿qué va a pasar? ¿No le pasará esto? ¿No sucederá aquello, no? ¡No puedo seguir, estoy tan nerviosa!…). En otras ocasiones, entre interrupciones y risas, compartimos opiniones que suelen terminar en debates. También hay lugar para las confidencias, sobre todo cuando una de las dos no ha leído todavía lo que está leyendo la otra. La escena que suele darse en estos casos es la de mi continuo ir y venir de una a otra cama para escuchar los comentarios admirativos, apenados o ansiosos que, entre cuchicheos y para no desvelar algún episodio fundamental de la trama, cada una de ellas me revela. O bien se escuchan cosas como «¡tápate los oídos, que voy a contarle a papá algo que no puedes oír!».

Y no voy a hablar de sus conversaciones, que también las hay, por supuesto...

Ver sus ojos brillantes, a veces sus lágrimas, en otras ocasiones sus grandes sonrisas, y compartir esos momentos con ellas es algo maravilloso. Pero, ¡qué difícil es hacerles comprender que es tarde y que hay que dormir!

AL ACABAR EL LIBRO

Es momento del comentario final, del «me gustó» o «no me gustó», del rechazo o de la fascinación, de la necesidad de buscar más y más (¡otro como este, por favor!). Es la ocasión de establecer relaciones con otras obras, de comparar lo leído con ese y aquel otro libro, de volver a hablar del autor y de la época, ahora con mayor participación y conocimiento. Es la oportunidad de constatar si se han colmado las expectativas, si han entendido el libro, de qué manera y hasta dónde, si lo recomendarían a un hermano o a un amigo, si volverían a leerlo, si desearían que no se hubiera acabado, si querrían leer otro similar. Es el tiempo y el lugar para otra conversación sobre los libros encantadora e interminable.

Toda buena conversación se inicia con una pregunta, no importa cuál. O si es buena, inteligente o tonta, o si son ustedes o son ellos quienes la formulan. Solo es una puerta que atravesar. En nuestras conversaciones sobre libros siempre están presentes las clásicas, las preguntas de toda la vida: ¿qué te llamó más la atención? ¿Qué personaje te gustó más? ¿Con cuál te identificarías y por qué? ¿Te gustó el final? ¿Cómo te habría gustado que hubiera terminado?, y muchas otras que seguro se les ocurrirán.

Es bueno incluir entre estas preguntas algunas que permitan establecer conexiones personales con la historia. Una que casi nunca falta en nuestras conversaciones es ¿qué hubieras hecho tú si te hubiera pasado lo mismo que al protagonista? Este tipo de pregunta ayuda a los niños a relacionar las historias con ellos mismos y con su mundo, y nos permiten profundizar en la enseñanza poética que podrán llevarse a sus vidas al acabar el libro.

Así que conversen, conversen con sus hijos sobre, ante, para, tras, durante…, charlen con ellos de libros con todas las preposiciones, y háganlo con sensibilidad, curiosidad y… con paciencia, mucha paciencia.

Para acabar, les recomiendo una práctica que considero útil, y es que los niños lleven un libro de lecturas, que estimulará la costumbre de leer, les convertirá en dueños de sus opiniones y ayudará a que forjen y consoliden sus recuerdos, porque como señaló Francis Bacon, «la lectura hace al hombre completo; la conversación lo hace ágil y el escribir lo hace preciso».


EL MUNDO DIGITAL, LOS LIBROS Y NUESTROS NIÑOS

«Cuando el pasado ha dejado de iluminar el futuro, el espíritu camina en las tinieblas»

Alexis de Tocqueville. La democracia en América.

«Tiempos de calamidad, cuando los locos guían a los ciegos»

William Shakespeare. El rey Lear.

No creo que sorprenda a nadie que estos tiempos puedan ser calificados como tiempos de obsesión cibernética. A una velocidad mayor a la imaginada por los más avanzados novelistas de la ciencia-ficción, nuestra sociedad se está viendo atenazada por el manto de acero y silicio de la tecnología electrónica. Comenzando por la televisión, pasando por el teléfono móvil, las tablets, los ordenadores portátiles y acabando en el internet, la vida del hombre se desplaza, a velocidad de vértigo, de la contemplación de las auroras incandescentes y los verdes prados a la visión intermitente de pantallas que dan entrada a los mundos fríos e inhumanos de la llamada realidad virtual.

La infancia y la enseñanza no han podido escapar a ese influjo. La diosa tecnología así lo exige en pos de progreso, aunque ello suponga un sacrificio. Para disfrazarlo se argumenta que, dado que el mundo comienza a disfrutar de las innumerables ventajas de tan maravillosa tecnología —es ya preso y cautivo de la misma, diría yo—, los futuros hombres deben hacerse a esa nueva realidad. Así, los nativos digitales habrán de ser otro tipo de hombre, no importa cuál, no importa cómo y en qué manera, no importa a qué precio, como tampoco importa el grado de deshumanización que esa adaptación pueda traer consigo. En consecuencia, tienen que formarse inmersos en esa tecnología, empapados de esa tecnología, atrapados en ella, y ello desde su más tierna infancia.

Ocurre, como ha venido ocurriendo con todos los sueños megalómanos de los hombres, que este también es falso. Y como ha venido sucediendo a lo largo de la Historia, quién pagará el precio del error serán otros, en este caso nuestros hijos y nietos. No aprenderán más, sino menos, y no serán mejores, sino peores hombres.

A estas alturas, no hace ya falta que les diga que mi opinión es contraria al uso intensivo y cuasi excluyente de esa tecnología —las denominadas TIC, esto es, tecnologías de información y comunicación— en las aulas y en el hogar, y a la intención de sustituir el libro y el papel como base del aprendizaje y del entretenimiento.

Desde hace más o menos una década, la educación ha venido resistiendo los asaltos de un mundo alterado de continuo por la innovación tecnológica. Perdidas sus herramientas esenciales[12] en una absurda carrera en pos de un hombre rousseauniano e irresponsable, se ha convertido en un sistema ineficiente, objeto de múltiples ataques en los que se le acusa de arcaico y anticuado. Así, se le reprocha que está más equipado —mal equipado, diría yo— para transmitir el patrimonio del pasado que para preparar a los alumnos para el futuro. Esta percepción impuesta por los medios de comunicación es en su mayor parte falsa, excepto, por desgracia, en lo que se refiere a su ineficiencia.

Y es que la ecuación niño + TIC = mayor y mejor aprendizaje no ha funcionado. Resulta casi imposible encontrar algún estudio científico serio que avale este enfoque y, por el contrario, son numerosos los que destacan la inutilidad e incluso inconveniencia de estos métodos, y afirman su inanidad para los efectos pretendidos. No es nada extraño que el último informe de la OCDE Students, Computers and Learning, llegue a conclusiones desoladoras para los entusiastas de la colonización digital, al primar en sus conclusiones una educación basada en la lectura y la escritura manual sobre otra fundamentada de forma preferente en las TIC, y al señalar que la mejor forma de preparar al alumno para el mundo digital no consiste en facilitarle el acceso a servicios y dispositivos de alta tecnología, sino en potenciar la lectura y las matemáticas. Se cae de esta manera el principal argumento de los digitalistas.

Como reacción a estos decepcionantes resultados, los más racionales se refugian en una clásica excusa que no comparto, pero que al menos se asienta en criterios de prudencia. Arguyen que estos catastróficos resultados son causados porque estamos todavía en un estadio muy prematuro de desarrollo, que ni los programas, instrumentos y métodos son los adecuados ni la formación del profesorado es suficiente, y que debe, por tanto, continuarse en ese desarrollo y posponer para más adelante su implantación general.

No deja de ser una gráfica y muy expresiva confirmación de lo innecesario que resulta el contacto temprano con la tecnología la actitud restrictiva que adoptan con sus propios hijos quienes la inventan y desarrollan, incluido el famoso gurú, ya fallecido, Steve Jobs. Su argumento es que se trata de tecnologías muy sencillas que puedan ser usadas por cualquiera, por lo que no hay razón para que sus hijos no puedan aprenderlas cuando sean adultos[13].

El segundo frente de batalla es el que se ocupa del juego, esa actividad tan fundamental en el desarrollo sano y natural del niño, y de los posibles riesgos que encierra el uso continuado y abusivo de los medios electrónicos como principal forma de entretenimiento.

Además de los problemas de salud física que causa el sedentarismo asociado a esta tecnología (obesidad, falta de desarrollo muscular, coordinación motora, etc.), la irrupción de las TIC en el mundo infantil se hace notar en aspectos psicológicos, mentales y de socialización. Existen numerosos estudios que alertan de estos peligros: pérdida del sentido de relevancia, superficialidad en el pensamiento y reducción de la memoria de largo plazo, falta de atención, adicciones, aumento de consumo y producción de pornografía, incremento alarmante de conductas de acoso escolar a través de móviles y ordenadores, deshumanización del aprendizaje, entre otros aspectos[14].

El panorama es alarmante, pero tan alarmante como el riesgo es la falta de reacción ante el mismo.

Aunque el mayor y más organizado asalto cibernético proviene de los medios gubernamentales y de las grandes multinacionales de la información y el entretenimiento, y su reflejo más notorio se percibe en las aulas, esta deriva no se debe solo, ni en su mayor parte, a lo que sucede en los colegios. Todavía hay algunos que alertan de estos peligros y que se resisten a la adopción de tales métodos, que consideran ineficientes y peligrosos.

La gravedad del problema se agudiza por otra causa; me refiero a la dejación de funciones y el abandono de responsabilidad que se produce por parte de los padres. Suena duro, y es muy probable que muchos de los que lean estas páginas no se sientan identificados, pero es un problema real: padres que se desentienden o, peor aún, que fomentan en los niños un uso intensivo y en muchos casos descontrolado de la tecnología, con lo que no solo ponen en peligro a sus hijos, sino también agravan la presión social que sufren aquellos otros cuyos padres, con muchas dificultades, tratan de poner a salvo. Se trata de algo muy lamentable que los propios padres podríamos remediar si actuáramos al unísono.

No es una tarea sencilla, pero creo que puedo asegurarles que si lo intentamos podremos esperar algunas recompensas, como expondré en el siguiente capítulo.


ALGUNAS RECOMPENSAS

«Ven hacia aquí trayendo contigo un corazón que mire y que reciba»

William Wordsworth

Todos los padres sabemos que educar es frustrante y que, si la educación es buena, debe serlo en las dos direcciones: de padres a hijos y viceversa. Aún así, saberlo no ayuda tanto; es fácil descorazonarse porque la labor es a largo plazo y a veces, muchas más de las que quisiéramos, se hace inacabable. Como parte de esa educación, la ardua tarea de ayudar a construir la formación literaria de nuestros hijos no es diferente: las más de las veces cunde en nosotros el desánimo y la desmoralización. Por eso necesitamos estímulos, necesitamos premios. De manera afortunada, de tiempo en tiempo surgen sorpresas, regalos inesperados, pequeñas recompensas que contienen en sí mismas la prueba de su merecimiento.

Seguro que les ha pasado. Uno de esos momentos en que nuestros pequeños nos dicen: «Papá, ayúdame a encontrar un libro como este”, “Mamá, porfa, ¿dónde puedo encontrar un libro que me guste tanto como el que acabo de leer?, ¡Es que me encantó!». ¿Cómo estar a la altura de esa confianza? Se trata de una súplica que nos sitúa frente a nuestras responsabilidades. Nos vemos impelidos a colmar ese deseo, y debemos hacerlo con criterio y solvencia.

«Para esto me he estado preparando», recuerdo que pensé la primera vez que mi hija mayor me sorprendió con una de estas peticiones; tenía entre sus manos, recién acabado, Peter Pan y Wendy. Por esta razón también nosotros debemos leer, debemos informarnos y preocuparnos, para estar preparados en momentos como estos.

Porque hay que estar a la altura. Hay que responder al niño con un grado de atención equivalente a la confianza que él deposita en nosotros. “¿Otro como este?” ¡Qué felicidad! Sí, ¡qué felicidad! Porque los buenos libros llevan a otros libros, tan buenos o mejores, y así, poquito a poco, al hábito de la lectura. Pero es un camino frágil, con un pavimento de cristal que hay que cuidar —sobre todo en su inicio—, y plagado de anécdotas memorables.

Un sábado cualquiera, temprano. La casa está en calma; reina un inspirador silencio que abraza secretamente las cosas. Me dispongo a leer acompañado de una taza de café recién hecho, humeante y umbroso, cuando oigo un leve ruido. Parece provenir del cuarto de baño anexo al dormitorio de mis hijas. Antes de abrir la puerta del baño, echo un vistazo; la habitación está en penumbra y apenas se ve. De nuevo, el pequeño ruido atrae mi atención. Me decido al fin a abrir la puerta y… ¡No puedo creerlo! Mi hija menor descansa cómodamente acostada sobre varios cojines, ¡dentro de la bañera! Me sonríe. Hay un libro entre sus manos y varios a su alrededor.

—Es que no quería despertar a mi hermana —dice como disculpándose—. Pero aquí estoy muy cómoda y además hay mucha luz —añade, como adelantándose a mis objeciones.

Tenía seis años entonces. Cerré la puerta y suspirando satisfecho pensé: me merezco esa taza de café.

En otra ocasión, mis dos hijas acababan de leer, una, Tom Sawyer y la otra, El viento en los Sauces. Como es su costumbre, de vez en cuando alternaban buenos libros con esas lecturas que llamo chuches; en otras ocasiones sus buenas lecturas se veían interrumpidas por inconsistentes libros recomendados en la escuela. Aquel día la mayor pasó de Tom Sawyer a un libro de su elección, escrito por Astrid Lidgren y titulado Madita, en el que se relata la infancia de dos hermanas en la Suecia rural de finales del XIX; una obra menor de Lidgren, pero un libro aceptable. La pequeña había tenido menos suerte porque no pudo elegir, y se sumergió en una de esas obras que los colegios consideran adecuadas e instructivas, aunque no suelen ser ni lo uno ni lo otro. El libro se titulaba El Tesoro de Barracuda, y se reveló como una historia de piratas sin sustancia.

Llegada la noche y antes de apagar la luz, me pusieron al día sobre el estado de sus lecturas con nuestra ya clásica conversación sobre libros. La mayor, sumergida entre sábanas, me comentó que su novela era entretenida «y mucho más fácil». Le pregunté a qué se refería y me contestó que todo era más simple y que se sentía «menos enganchada». En ese momento la pequeña irrumpió en la charla para hacer una reivindicación:

—Papá, no entiendo por qué nos dan libros tan infantiles —dijo—. ¿Por qué no nos han dado para leer La Isla del Tesoro? —He de aclarar que había leído el libro hacía no mucho.

—A mí no me importaría volver a leerla —prosiguió—. Es también de piratas, ¡pero es muchísimo mejor! —dijo entusiasmada.

—¿Notáis diferencias entre unos libros y otros? —les pregunté a las dos.

—Claro, papá —contestaron a unísono.

—¡Vaya si hay diferencia! —apuntilló la mayor.

Rezamos nuestras oraciones y, tras el preceptivo beso, les apagué la luz. Me acerqué a mi esposa con una leve sonrisa en mis labios y un sentimiento de deber cumplido.

Cuando crece el criterio y nace el gusto, cuando ellos comienzan a apercibirse de que el deleite y el gozo no proviene por igual de unos y otros libros, cuando todos los afanes y desvelos que nos han comprometido se les revelan ciertos… las preocupaciones se aligeran y el celo se relaja.

Pero no me engaño, todo es un regalo. Todo es una gracia, siempre inmerecida. Si nos envanecemos, nos perderemos, y a ellos con nosotros, ¿no creen?


[1] Aristóteles. Ética Nicomáquea. Ética Eudemia. Biblioteca Clásica Gredos, 89. Traducción: Julio Pallí Bonet.

[2] San Agustín, Confesiones, México, Porrúa, 1982 (traducción de Francisco Montes de Oca).

[3] John Senior. Restauración de la Cultura Cristiana. Homo Legens.

[4] Franklin Foer, Mundo sin ideas: la amenaza existencial de las grandes tecnológicas. Paidos Iberica, 2017.

[5] Matthew Crawford. The world beyond your head: How to Flourish in an Age of Distraction (El mundo más allá de tu cabeza: cómo crecer en la Era de la Distracción). Farrar, Straus & Giroux, 2015.

[6] William H. Wisner. Whither the Postmodern Library?: Libraries, Technology, and Education in the Information Age. McFarland & Company, 2000.

[7] William H. Wisner. Restore the noble purpose of libraries, (https://www.csmonitor.com/Commentary/Opinion/2009/0717/p09s01-coop.html).

[8] J. ROGER (2000). Henri Michaux. Poésie pour savoir, Presses uni­versitaires de Lyon, p. 227.

[9] Daniel Pennac. Como una novela. Anagrama, 2006.

[10] Ganea, P., Pickard, M. B., & DeLoache, J. S. (2008). Transfer between picture books and the real world by very young children. Journal of Cognition and Development, 9, 46—66.

[11] Stanovich, K. E. (1984). The interactive-compensatory model of reading: A confluence of developmental, experimental and educational psychology. Remedial and Special Education, 5(3), 11-19, y Stanovich, K. E. (1986). Matthew effects in reading: Some consequences of individual differences in the acquisition of literacy. Reading Research Quarterly, 22, 360-407.

[12] Véase, Las herramientas perdidas del aprendizaje de Dorothy Sayers, La torre de varios pisos de John Senior, La crisis de la educación de Hannah Arendt y La crisis de la educación occidental de Christopher Dawson.

[13] Véase New York Times, Steve-Jobs-apple-was-a-low-tech-parent, New York Times, Escuelas en Silicon Valley, ABC, Steve Jobs (ver direcciones web).

[14] Véase Estudio de la Universidad de Stanford, Estudio sobre la diferencia entre leer on-line y leer en papel, Estudio sobre la diferencia entre escribir en ordenador y escribir a mano, Problemas de leer en on-line con la memoria, Niños españoles y la adicción a internet (ver direcciones web).

De libros, padres e hijos

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