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UN TIEMPO MUERTO

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Sal.

¿Sal? ¿No debería decir «entra»?

El zumbido, el movimiento que lo rodea, la imposibilidad sorprendente (como si nunca lo hubiera pensado antes) de distinguir todas las cosas a la vez, toda la gente, todos los instantes, todo lo que piensa él mismo, de forma sucesiva y en estratos, en cortes perpendiculares, diapositivas o grasientas lonchas de tiempo y dedos torpes o llenos de aceite o agarrotados. Piensa, por ejemplo, en las abejas. El vértigo de imaginar a las abejas, sus vidas pautadas (aunque no cuadriculadas, sino hexagonales). No debiera. El momento de la verdad, de demostrar lo que vales. Demasiadas películas. El banquillo de madera. El filo. Lo sucesivo. Lo que ya pasó y vuelve a suceder. Una danza de abejas alrededor de sus ojos transmitiendo información que no sabe traducir.

Fernando, el entrenador, habla con él, aunque no lo mire. Sal. Hace también un gesto con la mano, el brazo se mece hacia la canasta, se proyecta.

Muchas veces les dice, en los entrenamientos: «No penséis tanto, pensar invalida la acción. No penséis tanto: jugad. Este es un juego muy sencillo». Pero él no entiende la relación entre una cosa y la otra. Fernando es un pedante, dice su padre con desprecio, un sabihondo, un gilipollas («un intelectual», ha oído decir a alguien), el entrenador, Fernando, el padre de Noelia, más joven que su padre, mucho más joven que su padre.

Lo que le pasa a este tío es que no ha dado un palo al agua en su puta vida.

¿Alguna vez has pensado en lo fascinantes que son las abejas, en la forma en que se organizan, en su conmovedora falta de ambición?

El otro lo mira.

¿Fernando, eres tú?

Quítate la chaqueta y sal, le dice ahora.

Su padre nunca va a ver los partidos. Siempre trabaja los sábados por la mañana. Su madre tiene que cuidar de Blanca, su prima. Pasa a buscarlo el padre de Juan. Él espera en el portal, imagina su partido perfecto, ensaya mentalmente su «mecánica de tiro» (palabras de Fernando). Una vez pasó una tarde practicando el tiro en suspensión con Fernando mientras los demás niños jugaban. Dejar de jugar para poder jugar, para ser mejor. Posponer o demorar una acción para perfeccionarla.

Bajo la chaqueta del chándal, la camiseta de tirantes con el nombre del colegio y su número, el 7. El tejido extraño, poroso, discontinuo, como si fuesen dos telas distintas unidas de mala manera. Una lisa y la otra hueca. El pantalón corto, naranja. Los hombros al aire. La extraña sensación incongruente de tener un uniforme de dos piezas, de tener dos pies y dos zapatillas y dos calcetines y dos manos y que todos esos elementos simétricos formen parte de él y sean imprescindibles para su «mecánica de tiro».

Los pañales de Blanca, su prima. La mierda. Llegar a casa después del partido y contar que han vuelto a perder y percibir de repente que la cocina huele a mierda.

Con el tiempo descubrirá o creerá descubrir que sólo hay dos tipos de padres y madres: a unos les jode que sus hijos pierdan siempre y a los otros les hace una gracia infinita que sus hijos pierdan siempre.

Lo ha dicho sin mirarlo, Fernando. Sal. La mirada líquida, turbia, otra dirección.

No pases sin mirar, siempre hay que mirar cuando se pasa, y hay que estar seguros de que el otro nos mira. El pase es cosa de dos, al menos de dos. Las órdenes no, piensa él, las órdenes son cosa de uno, o de ninguno, algo que queda flotando, un bicho que repta y transpira. Sudor de niños, nuevo, rancio. El vaso que cae al suelo y estalla. El serrín. El pantalón mojado. El hielo resbaladizo. Las miradas de compasión.

La posibilidad de fingir que no ha escuchado esas palabras de Fernando, de no hacer caso.

El pase, al pecho, siempre al pecho.

Nada de pases con bote. Nada de pases por encima de la cabeza de un rival. Prohibido dar un pase en el que la pelota cruce la zona.

Al próximo que dé un pase por detrás de la espalda lo siento en el banquillo hasta el día del Juicio Final, para que haga las jugadas de fantasía en el paraíso de los ángeles subnormales, a la diestra de Dios Padre, pero no en el campo, en el campo sólo se pasa al pecho, y de frente, y cuando el compañero está mirando. Pases firmes. Asegurarse de que la otra mano sostiene el objeto antes de soltarlo (aunque esa otra mano sea, también, tuya).

A veces los niños necesitan un asentimiento del otro, un breve gesto de la cabeza, antes de dar el pase, antes de lanzar el balón con las dos manos a la diana palpitante del otro pecho. Por si acaso. Para asegurarse de que se ha establecido algún tipo de comunicación, el pase antes del pase, un hilo que une a los dos jugadores, una línea recta que prefigura una trayectoria.

Diez vueltas al campo. Veinte vueltas al campo. Cien abdominales. Por listo. La próxima vez te asegurarás, la próxima vez te lo pensarás dos veces antes de dar un mal pase, que pareces idiota.

Hace frío, tiene las manos heladas, crujientes y brillantes y secas como papel Albal o como papel de plata, como si sujetase un vaso lleno de hielo y se aferrase a él. Muévete, muévete para no congelarte. Juega, vas a jugar el final del partido, no tengas miedo.

Se ríen todo el rato, o se aburren.

Mira la cara de Fernando, la repasa desde la distancia, parece viejo de repente, si es que de verdad es él, más viejo que su padre. ¿De verdad le preocupa tanto perder hoy? Se tambalea por el frío, se acerca, mira su boca, es difícil oír nada con tantos gritos. ¿Eres tú, Fernando? Ruido. La mirada de reconocimiento. La banda. ¿Música? ¿Quién canta? ¿Por qué? ¿Gustavo?

Su madre siempre le dice que se ponga la chaqueta cuando está en el banquillo, para no enfriarse. Sudar. Suda. Qué calor hace aquí dentro. Qué frío. Y los guantes. Pero nadie se pone guantes, no quiere que se rían de él. ¿Con guantes en el banquillo?

Las tandas de bandejas, todos en fila entrando a canasta, soltar la mano en el último momento, cuando ya están casi debajo, contra el tablero. A tabla. Lo ha visto también en televisión.

¿Entrar o salir?

En el viejo colegio hay túneles, túneles que recorren el suelo hasta el otro lado de la carretera. Pueden imaginar las líneas en el cemento, como enormes tuberías de calefacción radiante bajo un suelo de vidrio a punto de empezar a resquebrajarse por la diferencia de temperatura. Un mundo visible y frío y otro mundo oculto y en llamas. Se entra en los túneles por una puerta secreta, en el patio de los pequeños, los de Jardín de Infancia, una especie de caseta redonda donde se guardan también las mangueras, las palas, los rastrillos, el misterio adulto de las herramientas y la jardinería. Esa puerta está siempre cerrada con llave. Dentro hay otra puerta de madera, más pequeña, que comunica con los túneles del colegio. Una puerta que conduce a otra puerta. Ellos lo saben, los padres, los profesores, los hermanos mayores, todos, pero fingen que ese secreto es una invención de los niños, una fantasía infantil, incorpórea, recién inventada. Túneles que tienen millones de años, habitados por magos y duendes o elfos o criaturas ancestrales o monstruos o zombis o hadas o dragones o brujas o hobbits o el mismísimo Cthulhu, que fundó el colegio y eligió a los profesores. A veces dibujan mapas, planean el asalto a los túneles, la reconquista, la integración, vivir bajo tierra, no volver nunca al colegio y al mismo tiempo seguir allí para siempre, dominándolo, torturando a las siguientes generaciones de niños al igual que una fuerza oculta ha hecho con ellos. ¿A dónde llevarán esos túneles? ¿Qué habrá al otro lado?

Se hace las pajas pensando en la madre de Juan, su mejor amigo.

Escucha la voz de Fernando, o de ese hombre que se parece a Fernando: «Por eso se quiere más a los nietos que a los hijos, o al menos de otra forma, porque sabemos que no conoceremos su edad adulta, que cuando tengan veinte años nosotros ya estaremos muertos o chochearemos de tal forma que nos la sudará todo bastante tirando a mucho».

Farsante. No sabes nada, farsante, puto farsante. ¿De qué vas? Palabras y más palabras vacías. ¿Es que no has oído hablar nunca del análisis dimensional?

Otros niños, más pequeños, las manos sujetas a la valla, dedos minúsculos, de juguete, con sus batas, asomados, miran cómo juegan los mayores, no entienden las reglas del juego. A sus espaldas, sombras tras ellos, los toboganes que han dejado atrás para contemplar alucinados este simulacro de la edad adulta. Y también la caseta de las herramientas. Solamente miran, los pequeños, no juzgan, parecen hipnotizados o borrachos. También crecerán. ¿Qué hacen aquí todos estos niños? No deberían estar aquí, es sábado, no hay colegio.

Sábado, siempre es sábado, busco el corazón del sábado, su hueso, su peine humedecido, sus avenidas.

Las nociones de interior y exterior se confunden. A veces piensa en eso: ¿se sale a la cancha o se entra?

Sal a la cancha, a la pista, sal a jugar. ¿Eran esas las palabras que se utilizan?

Sal, hace frío fuera, ponte la chaqueta, sal si te atreves, a que no hay huevos de salir.

¿Qué te pasa? Dime, Gustavo, ¿te pasa algo?

Todavía podemos ganar el partido, dice una voz a su alrededor, dentro de él.

Nunca juega el último cuarto. Juega siempre el segundo y el tercero. Hay una norma, o una regla, o una ley: todos los jugadores (todos los niños) tienen que jugar al menos dos periodos, y ninguno puede jugar todo el partido. Así que el equipo se divide en dos grupos, los que juegan dos cuartos y los que juegan tres cuartos. Una clasificación esencial, espiritual. El final del partido nunca lo incluye a él, pero le da lo mismo. Cuando se encienden las luces y hay que barrer o huir. Juegan al aire libre. Una vez jugaron contra un colegio privado que tenía un pabellón cubierto, y vestuarios separados. Equipo local. Equipo visitante. Carteles, rotulador, etiquetas. Les dieron una paliza absoluta, estaban deslumbrados. 70-8, algo así. El chirrido de las zapatillas en el suelo. El eco. La fascinación del eco. Como si todo lo que sucede sucediera dos veces. Él suele pasar el último cuarto animando. Grita, hace bromas con sus compañeros, insulta a los rivales o al árbitro o a la mesa en voz baja. Se empujan. Alguien le explicó el origen o el propósito de esa regla, la de que todos tengan que jugar dos cuartos: evitar la discriminación, evitar que los malos no jueguen. Alguien se preocupa de que los malos también juguemos, piensa, de que también juegue yo. ¿Para qué? ¿Para cagarla?

El peso de la pelota le parece de repente insoportable. ¿Cómo ha llegado hasta él? ¿Quién ha cometido el error de pasársela a él, el peor de todos? Sólida, esférica, rugosa, llena de manos y de historia, recién inflada.

Una bomba de mano que sube y baja como un corazón infantil.

Pelotas desgastadas, pulidas, pelotas de reglamento, oficiales, pelotas sin aire, con poco aire, con el bote demorado, pelotas que hay que golpear con fuerza contra el suelo para que vuelvan a la mano, la intensidad y el fogonazo y el poder de tener una pelota nueva, regalo de cumpleaños, y llevarla al colegio y cuidar de ella y decidir quién juega o cómo.

Mira a su alrededor y es incapaz de distinguir quién forma parte de su equipo y quién pertenece a los otros, el rival, el enemigo. Sólo hay que mirar las camisetas. El color de la camiseta. No mires las caras, te confundirás. Todos los niños se parecen. Envuelve la pelota con los brazos, para protegerla, para protegerse. Demasiado ruido. Imposible pensar.

Le gustaría llevarse la pelota a los labios y darle un beso, una de sus bromas habituales en los recreos o en los entrenamientos, pero nunca en los partidos, le gustaría hacerlo ahora, en el momento decisivo, cuando todo está perdido o por decidirse, el último cuarto, el final. Bebérsela, la pelota, pasar la lengua por el borde. No, la pelota no tiene borde, es una esfera, lo que tiene borde es el aro, lo intocable, allá arriba, la perfecta circunferencia. Si cierra los ojos (si parpadea, más bien, no hay tiempo para cerrar los ojos), imagina su lengua recorriendo el borde del aro, frío, metálico, como si fuese cristal. Sabe a limón. Se mira el dorso de la mano. Driblar.

Sal. Ya he salido. Estoy aquí fuera, aquí dentro, a la intemperie, nadie me mira todavía.

32-40, cree. No está seguro. Último cuarto. ¿Cuándo fue la última vez que jugó el final de un partido? Todas esas caras desencajadas que lo miran desde el pasado. Acaba de salir. El último partido de la temporada. Tiene frío. ¿De verdad es el último? Ocho puntos. Nos llevan ocho puntos. ¿Tan rápido ha pasado todo, tan pronto se han desvanecido todas sus esperanzas de victoria, de permanencia? Pero si estamos en marzo. ¿En marzo termina todo, antes de las vacaciones de Semana Santa? Los ocho primeros equipos juegan la fase final de la ciudad, después los dos mejores pasan a la fase regional, diez equipos de todo Aragón, dos liguillas de cinco equipos. Pero ellos no, ellos son los penúltimos, todo eso va a suceder sin ellos, allá fuera. Los penúltimos contra los últimos. El que pierda lo pierde todo.

La puntería es un milagro, lo único con lo que cuenta, el enigma de lo inesperado.

Practica su tiro a solas, su mecánica de tiro. Pasa horas solo frente a la canasta, tirando desde lejos. Intenta no pensar, sigue el consejo de Fernando, «no pienses», a pesar de lo que diga su padre. Tira una y otra vez, indiferente al resultado, da igual que la pelota entre o no. De verdad no le importa. Trata de predecir el comportamiento de la pelota, del rebote, sobre todo cuando falla, cuando no hay canasta, corre porque correr es la mejor forma de volver a tirar lo antes posible, la forma perfecta de optimizar el tiempo. Corre, coge la pelota, se para, se gira si es necesario girarse, tira. A veces hace cálculos acerca del número de tiros que puede hacer en una tarde. Una tarde los contó, pero ya no recuerda cuántos fueron, hasta dónde fue capaz de llegar. ¿Mil tiros? ¿Dos mil? ¿Tres mil? Sin embargo no cuenta las canastas, ni los porcentajes, aunque en algunos momentos hay rachas en las que todos los tiros entran, uno detrás de otro, y le provocan una euforia inexplicable, metódica.

Sal. La sal de la carretera, que brilla como si fuese hielo. Los viajes al pueblo en invierno. Ir al pueblo significa perderse el partido. Diminutas formas perfectas. La sal en la mano, o en el borde del vaso o en el borde de la pelota. La pelota es una esfera, no tiene borde.

La superficie desgastada de una pelota que en otro momento fue nueva, recién comprada. Esos puntitos en relieve que se van difuminando. Coger la pelota con una sola mano, como Igor. Si la pelota está desgastada, ni siquiera Igor puede cogerla con una mano. Botar con la punta de los dedos para acumular electricidad y soltarla como un relámpago y reír. Dar garrampa. No me des garrampa. Ir botando por la calle, por la acera, contra las paredes de los garajes, caminar y no detenerse, hacia casa, en invierno, a las seis de la tarde, mientras oscurece o ya ha oscurecido, o a las ocho después del entrenamiento y con la noche en toda la sombra que recorre la pared y avanza como otro día perdido. Botar y sentir en la boca un sabor a goma o a tierra.

¿Ves? ¿Has visto eso? La inoperancia de la acción, de lo milagroso, si no hay un testigo que lo propague. Mira, he hecho esto, he tirado así, desde aquí atrás, ¡y ha entrado!

¿Ves a ese tío de ahí, el mayor, el canoso? Se llama Fernando.

¿Quién?

Ese, ese.

Debe de tener ya cincuenta años.

A principio de curso hubo una selección. Sólo había doce plazas para el equipo de futbito y había veinte niños que querían jugar, once de séptimo y nueve de octavo. Una mañana, en el recreo, los pusieron en fila y después a hacer pases y a correr con la pelota en los pies y a chutar a portería desde la línea de puntos.

En el último ejercicio tienen que salir desde el centro del campo de dos en dos y tratar de meter gol. Sienten que es la prueba definitiva. El portero es David, todo el mundo sabe que David va a ser el portero titular del equipo, es el mejor, las para todas. La portería parece diminuta cuando David se pone de portero. A él le toca con Carlos, Carlos y él, una pareja absurda. Acaba de comenzar el curso. Avanzan hacia la portería pasándose la pelota, un toque, dos toques, se dirigen hacia allá lentamente, como si fuese un juego, y después llegan hasta la portería, David sale del área y Carlos se la pasa en el último momento y él chuta con el interior y mete gol. Saltan, se abrazan. Piensan que los cogerán a los dos, han metido gol, pero después hay una lista en la puerta del colegio y sus nombres no aparecen.

El equipo de baloncesto. El vertedero de los torpes y voluntariosos.

El área. La zona. El núcleo, el hueso, el interior. Tres segundos en la zona. Tres dedos horizontales que barren el espacio. La gesticulación enfática del árbitro, el silbato.

Fue mi entrenador de baloncesto. Yo jugaba de alero.

Baja la cabeza, mira la raya, la línea de tres. Juega, no pienses. Sólo es un tiro, no pasa nada. Ya habéis perdido. Ocho puntos. La raya, el tiro, nada más. Quítatela de encima. Lanza la pelota hacia la canasta y la pelota entra. Limpia. Así dicen ellos. Limpia. Como respirar.

No sabe botar. Fernando siempre le dice que tiene que defender más, que correr más, que no se lo toma en serio, que no sabe botar. Pero a él lo único que le interesa son los tiros. A veces Fernando lo separa del grupo y lo tiene botando durante todo el entrenamiento. Bota y corre, bota y corre. Después párate. Bota. Cerca del suelo, más lejos. No tires. Hoy la canasta ni mirarla.

Han recuperado el balón y hay un contraataque y Óscar hace una bandeja.

No sabes defender. Las puntas de los pies en el suelo, las piernas en movimiento, como si el asfalto quemase, los brazos extendidos. Atento, atento.

Las niñas gritan en la banda, o cantan.

Canasta. ¿Cómo ha sido? El gordito, la ha metido el gordito. Otra vez a cinco. Otra vez a correr hacia el otro lado. Bordea la línea de tres, sin pisarla, recibe, no piensa, mira la raya, otro tiro. Sería tan fácil. Pero le da la pelota a Ricardo, el base titular del equipo, que pasa a su lado, se deshace de ella, y Ricardo se la devuelve y le grita: ¡te ha sacado para que tires los triples! ¡Yo te bloqueo! Ahora parece increíble que puedan hablar o argumentar en mitad del partido, pero es verdad, es así.

La raya, el tiro, la parábola, un movimiento que cubre el espacio, todo el espacio, de forma continua, sin interrupciones. Un arco.

La pelota rebota en el aro, sale disparada hacia arriba pero después cae en vertical, un peso muerto, y atraviesa la red, el agujero que hay en la red que rodea la circunferencia perfecta del aro.

A dos puntos. De repente sólo están a dos puntos. Un verbo que ha escuchado muchas veces pero cuyo significado nunca había puesto en práctica: remontar.

Tiempo muerto. El partido se detiene.

¿Por qué no los cogieron, si metieron el gol, si él metió el gol? ¿Por qué no los cogieron a Carlos y a él para el equipo de futbito?

La música, esta música no existe todavía, aún nadie la ha inventado, son las niñas que cantan y se desvanecen, las niñas del equipo de baloncesto, que juegan después de ellos. ¿Qué ha sido de vosotras? Son demasiado jóvenes y no lo miran, pero él también fue joven. No hay equipo femenino de futbito todavía, a veces entrenan juntos, se tocan, se defienden, partidos mixtos.

Todos en torno al banquillo, Fernando da las instrucciones. Quedan veinticinco segundos. Tenéis que hacer falta. No meterán los dos tiros. Sólo meterán uno, o ninguno, son muy malos, son peores que vosotros, que ya es decir. Y después, e es igual a eme ce cuadrado, dice Fernando. Y tiras tú, Gustavo, dice, y ahora sí lo mira a los ojos. Tiras de tres. Da igual si vais perdiendo de dos o de tres después de los tiros libres, tú tiras el triple y lo metes. Estás en racha, te entra todo. Hoy ya has metido dos. Eres nuestro mejor tirador de triples, Gustavo. Tienes un don. No nos falles. Confiamos en ti. E es igual a eme ce cuadrado. Estarás solo. No os desmadréis, no hagáis cosas raras, va a salir bien. Podéis hacerlo.

E es igual a eme ce cuadrado es el nombre en clave de una jugada ensayada que se le ocurrió a Fernando.

En esta categoría no hay faltas intencionadas, ni técnicas, no sabe muy bien por qué. En el baloncesto de los mayores sí, dos tiros y posesión. Dos tiros y posesión. Aquí no. Hace dos años sí existían las faltas intencionadas, cuando eran alevines y jugaban en las canastas pequeñas, pero las han prohibido o las han quitado, ya no aparecen en el reglamento.

En las canastas pequeñas no había línea de tres puntos, no había triples, y sin embargo él siempre tiraba desde lejos, los tiros lejanos siempre le entraban.

Empújalo. Hay que hacer falta. Ya ha pasado junto a él y no ha sabido reaccionar. Sólo un empujón. Bastaba con eso. Con las dos manos. Que no avance más, que no se acerque a vuestra canasta, que no pueda pasar la pelota, que se pare el reloj. Persíguelo.

Un día Fernando se lo llevó aparte en un entrenamiento mientras los demás jugaban un partidillo. Habían ido once a entrenar y sobraba uno y Fernando se lo llevó a otra canasta y dijo que le iba a enseñar el tiro en suspensión. Tienes muy buena puntería, le dijo, pero sólo sabes tirar si estás solo, si nadie te cubre, tiras sin despegar apenas los pies del suelo, tienes que aprender a saltar antes de tirar y a soltar la pelota cuando estés en el aire, arriba del todo, eso es lo que se llama «tiro en suspensión». Así podrás tirar aunque tengas un rival relativamente cerca. Y los porcentajes de tiro aumentarán debido a la altura. Estuvieron practicando. Podía hacerlo desde cerca, dentro de la botella, saltar y tirar en mitad del salto, pero si se alejaba demasiado le faltaba fuerza, tenía que dedicar toda su energía a conseguir que la pelota llegara hasta la canasta y perdía precisión. Pierdo precisión, le dijo a Fernando, mis tiros en suspensión son muy poco precisos, dijo, y Fernando le pasó la mano por la cabeza y lo despeinó. No te preocupes, le dijo, practica, ya te saldrá.

Dentro de la botella y fuera de la botella.

El empujón, la falta, han sido para el gordito, que va a fallar los dos tiros, ya los ha fallado, lleva años fallándolos. Antes de que tirase ya sabían que iba a fallar, todos los sabían, también él, esa cara de circunstancias del gordito. Demasiada responsabilidad para un niño.

La pelota va de un lado para otro como un borracho que busca alguien con quien pelear. Quema. Siempre hay un límite, una demarcación. Todo tiene un límite. La raya que encierra el campo son las paredes del mundo. Basta con levantar la vista e imaginar algo allí, una frontera. No atravieses la pared, fantasma. No salgas. No entres.

Todo es blanco o gris o amarillo, una superficie resbaladiza. Los huecos están llenos de náusea, corre el agua pero se detendrá, que corra el aire, que corra el aire, no le pongas puertas al campo.

Es así (fue así): cuando quedan quince segundos para que termine el partido, a una señal de Fernando, todos los que están en el banquillo, y el propio Fernando, y las chicas del equipo femenino que trotan y saltan en la banda (al otro lado de la raya, allá fuera), incluso algunos padres y madres (no los suyos) y hermanos y profesores que pasan por allí empiezan a gritar, a corear, desde el exterior, desde el otro lado de esa pared imaginaria, de la jaula o la caja o la habitación cerrada e inhabitable:

«¡Diez, nueve, ocho...!»

Es un truco tan sencillo que da miedo.

Empezar la cuenta atrás cuando quedan quince segundos.

La consigna es esta: tranquilidad, no perdáis la pelota, el final se acerca, pero hay un desfase, un décalage (así lo dice Fernando, en francés), cinco segundos durante los cuales los rivales creen que el partido ha terminado cuando en realidad queda algo de tiempo, una tierra de nadie o tiempo de nadie, dice Fernando, un efecto relativista de contracción o dilatación, como en la paradoja de los gemelos o el gato de Schrödinger, The Twilight Zone. Gestos de asombro o hastío futuros, la nada absoluta.

No te conozco de nada, dice el tipo.

¿Fernando? ¿No eres Fernando Vázquez?

«¡Siete, seis, cinco, cuatro...!»

Sí, soy Ricky Rubio, no te jode.

No puede ser, todavía no, ni siquiera ha nacido.

La tensión que aumenta, el aire que se hace más denso, parece que de un momento a otro va a caer la gran tormenta de su infancia, la que recordarán como un hecho incontrovertible, el gran misterio de sus vidas, a medida que envejezcan y se deterioren. Hubo una vez un mundo más sencillo, más limpio, más puro, más intenso, de preocupaciones abstractas y abiertas. Siempre hay alguien a quien echar la culpa de todo lo que vendrá después, alguien que nos obligó a tomar una decisión equivocada.

Empújalo ahora, basta con lanzar las manos hacia su pecho. Sal a la calle si tienes huevos.

El balón es como una partícula subatómica, como un electrón, como el único electrón del átomo de hidrógeno, el elemento más común del universo, más del 70 por ciento de la materia visible. ¿Por qué nos decías esas cosas, si no tenías ni puta idea? ¿A quién querías engañar?

«¡Tres, dos, uno!»

Farsante, cabrón, farsante. Si ni siquiera terminaste tu triste licenciatura en Filosofía y Letras. ¿Qué relatividad ibas a conocer tú?

Una vez, durante un entrenamiento, Fernando les dijo: «Aunque pasaseis cien años luz practicando esta jugada no os saldría». ¿Cómo no se dieron cuenta entonces?

«¡Cero!» Cero.

Los niños del otro equipo empiezan a dar saltos y a abrazarse y dejan en paz a Ricardo, que lo mira a él y espera el gesto de asentimiento antes de apuntar a su pecho y soltar la pelota. Entonces él recibe el balón. Mira hacia abajo, sus pies, la raya. Piensa que puede tirar a canasta, que tal vez debería hacerlo. Tiene cinco segundos para colocarse, para apuntar, para lanzar el balón hacia el aro. Pero algo lo detiene. Piensa que en realidad el partido ya ha concluido, y que da lo mismo que él tire o no, que enceste o no, que el marcador varíe o no varíe, porque el plazo ya está cumplido. En un ramal de la realidad el partido ya ha finalizado. Ha oído la cuenta atrás, no puede fingir que no ha escuchado las voces de todos arrancando los números uno a uno como pétalos hasta desfigurarlos o desvanecerlos o dejarlos flotando en el aire en una caída demorada. Objetos que caen pero no terminan de caer porque no hacen ruido al golpear el suelo. Sus compañeros huelen su indecisión y le gritan. ¡Tira! ¡Tira! Fernando, en la banda, un pie apoyado sobre el banquillo, también mira en su dirección con una mueca de desprecio o de desinterés o de absoluta confianza.

Se miran los dos, como si sólo los separasen unos centímetros y no seis metros y pico, una distancia que acaso no sabrán manejar.

Réplica

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