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1 - La Alianza de las Dos Tierras

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El sol abrasaba sin piedad, haciendo que todos los soldados del pelotón sudaran la gota gorda. Además, las armaduras que llevaban sólo absorbían más el calor, convirtiendo el montón de metal en un horno del que ninguno se podía librar.

Carlos Mendoza volvió a beber de su cantimplora, intentando refrescarse. Cada vez le quedaba menos agua, y como sólo había pasado una hora desde la última parada a descansar, no podría rellenarla hasta la noche como mínimo. Tenía que racionarla para evitar acabar asado en aquel infierno móvil.

Se quitó el casco para secar el sudor que perlaba su frente. Su pelo castaño corto parecía rubio con los rayos del sol que le daban de pleno. Miró con sus ojos marrones hacia adelante, pero tuvo que apartar la mirada cuando un rayo de luz se reflejó en la armadura del soldado que tenía a pocos pasos, cegándolo momentáneamente.

Carlos odiaba aquellas marchas. Todos los soldados, en procesión, dirigiéndose al campo de batalla con sus armaduras, sus espadas y sus escudos, caminando hacia una muerte casi segura o hacia la victoria y el triunfo. Por suerte, le animaba saber que de ambas maneras obtendría la gloria del guerrero. Le alentaba saber que tarde o temprano sería considerado un héroe, y su nombre quedaría grabado en la historia.

A su derecha, Luís Rodríguez, su mejor amigo, miraba el interior de su cantimplora con un ojo cerrado. La puso boca abajo, tirando al suelo unas pocas gotas. Se había quedado sin agua. Chasqueó la lengua antes de alzar la cabeza y mirar a Carlos con sus ojos azules. Una amplia y falsa sonrisa apareció en su rostro.

-¡Carlos, amigo mío! Dime que a ti aún te queda algo de agua.-le dijo, suplicante.

-Muy poca, Luís.

Su amigo juntó las manos.

-Dame un trago aunque sea.-pidió, poniendo cara de pena.-Por favor, sólo un trago.

-Queda mucho hasta que volvamos a parar, Luís, tengo que racionarla.

El soldado bajó la cabeza.

-Está bien, como quieras. Moriré deshidratado en mitad de esta procesión.

-No digas tonterías.-resopló Carlos.

-Es la verdad.-dijo Luís, alzando la cabeza y señalándolo con un dedo.-Y todo el cargo de conciencia será única y exclusivamente tuyo por no querer compartir tu agua. ¿Podrás vivir con tal carga, Carlos Mendoza?

Carlos suspiró. Luís lo conocía demasiado bien, y sabía que no negaba su ayuda a quien la necesitara, sobre todo a un amigo, así que solía aprovecharse de la situación y exagerar lo que posiblemente ocurriría si se negaba a ayudarlo. Carlos daba muchísima importancia a la amistad, demasiada en opinión de algunos, y su mejor amigo se aprovechaba de ello con actuaciones como aquélla.

Como mucho, Luís llegaría a la siguiente parada con la garganta seca y la lengua pastosa, pero Carlos no quería escuchar sus constantes quejas durante la marcha, y, por desgracia, la única manera de hacerle callar era cediendo una vez más.

-Toma-dijo Carlos, tendiéndole la cantimplora.

Su amigo tardó sólo un segundo en coger la cantimplora y abrirla. Tal y como había prometido, sólo le dio un trago, y Carlos se lo agradeció mentalmente. No quería tener que mendigar entre sus compañeros.

Luís le devolvió la cantimplora y le guiñó un ojo. Se quitó las gotas de sus labios con la mano y pasó ésta por su pelo negro, intentando refrescarlo.

-Si tuviéramos carne, podríamos cocinarla en mi cabeza.-comentó con una sonrisa.

-Si tuviéramos carne te la comerías cruda antes de cocinarla.

Ambos rieron a carcajadas. Aquel tipo de bromas siempre les venían bien para liberar tensiones antes de una batalla de la que podían no regresar. Todos tenían presente su posible fin, pero preferían no darle importancia antes de tiempo.

-Eh, la parejita, callaos de una vez.-les ordenó el general González.

Los dos amigos obedecieron sin rechistar. El general González era el líder de la campaña, el que había conseguido la Alianza de las Dos Tierras entre el norte y el sur, y aquello, junto a sus imponentes músculos, infundía cierto respeto.

Durante toda la historia, ambas tierras habían estado enfrentadas en continuas guerras para intentar conquistarse entre ellas. Desde que Carlos tenía uso de razón, habían sido enemigas, y él mismo había tenido que pelear contra soldados del sur durante años, pero todo cambió cuando apareció el ejército de Tresde.

Aquel comandante era un demonio, no había otra explicación lógica. Había sido capaz de conquistar la capital del sur, la ciudad más inexpugnable de la historia conocida, con tan solo cien hombres y una catapulta. Se contaba que tenía poderes diabólicos y utilizaba la magia negra para sus conquistas. Además, los rumores sobre las muertes de varios supervivientes durante la noche a causa de pesadillas aterraban hasta al hombre más curtido.

Definitivamente, aquel ser no podía ser humano.

Cuando Meridonia cayó, los habitantes del sur buscaron ayuda y refugio en el único lugar que les quedaba: el norte. Por suerte para ellos, al ver la amenaza que suponía Tresde, el rey del norte aceptó acoger a sus enemigos y, con la ayuda del general González, firmaron una tregua. Así surgió la Alianza de las Dos Tierras, dispuesta a luchar hasta el final contra el comandante demoníaco de tierras lejanas y expulsarlo de sus tierras o darle muerte.

Y por eso estaban allí todos, marchando en procesión hacia el bosque de Revenia, en donde descansaban sus enemigos y donde tendría lugar la batalla. Estaban nerviosos y temerosos por sus vidas. Habían oído que allí estaría Tresde, y no sabían qué podía pasar con ellos. Habían ganado y perdido algunas batallas ya, pero aquélla era de una importancia mucho mayor.

Podía significar el final de la guerra, para bien o para mal.

-Odio esto.-le susurró Carlos a Luís.-¿A qué estamos esperando?

-Creo que González ha enviado a un soldado para encontrar el campamento enemigo. Lo he visto perderse entre los árboles. Si Tresde está allí, necesitaremos el factor sorpresa entre otros muchos.

Carlos suspiró y miró en derredor. ¿Cuánto más tendrían que esperar? Habían llegado al bosque hacía una hora, y llevaban desde entonces acampados allí. La luna hacía tiempo que había salido y los iluminaba tenuemente.

Un ruido a su derecha hizo que girara la cabeza a tiempo de ver salir corriendo a uno de los soldados del pelotón en dirección a González. Luís también lo había visto.

-¿Es ése?-preguntó Carlos.

-Sí.-respondió su amigo.-Venga, levántate, no creo que nos quede mucho tiempo.

Los dos amigos se pusieron en pie, observando fijamente al general y al soldado hablando en susurros, esperando órdenes. Era entonces, momentos antes de la batalla, cuando el cuerpo de Carlos empezaba a temblar. Las fuerzas de Tresde eran superiores a todo lo que se había enfrentado con anterioridad. ¿Y si no regresaba?

-No quiero morir, Luís.-se le escapó.

Su amigo lo miró con el ceño fruncido. Puede que siempre tuviera aquellos miedos, pero nunca antes los había expresado en voz alta.

-Yo tampoco quiero que mueras, amigo mío.-comentó su amigo, intentando animarlo.-Pero bueno, si el destino decide llevarse nuestras vidas, al menos nos queda el consuelo de la gloria ¿no? Seremos recordados por siempre como los valientes Carlos Mendoza y Luís Rodríguez, que codo con codo lucharon ferozmente contra las fuerzas invasoras y murieron con honor.

Carlos rió por lo bajo, aunque su cuerpo seguía temblando ligeramente.

-Eso es un consuelo para ti, que te alistaste por voluntad. Yo tuve que hacerlo para poder ganarme el pan.

-¡Mira el lado bueno! Me has conocido por esa decisión. ¿Dónde vas a encontrar un amigo tan bueno como yo?

Carlos alzó una ceja. Luís intentaba hacerle reír para animarlo, así que prefirió seguirle el juego con una sonrisa.

-Cambia en esa pregunta bueno por vanidoso y te responderé que en ninguna parte.

Luís puso cara de ofendido y abrió la boca para replicar, pero el general González carraspeó en aquel momento. El momento de las bromas había terminado. En un último intento por animar a su amigo, Luís apretó el hombro de Carlos.

-Si tienes miedo, sólo recuerda nuestra promesa.-dijo simplemente antes de mirar al frente.

Los músculos del general se notaban incluso con la armadura, y el brillo de la luna en ésta los hacía aún más impresionantes, así como su cabeza rapada y sus ojos marrones que mostraban una fiereza sin par. No era difícil suponer por qué había logrado llegar tan alto en el ejército, pues sólo con verlo uno podía deducir fácilmente que estaba dispuesto a todo por conseguir sus objetivos, y que no tendría piedad con quien se interpusiera en su camino.

-Soldados del norte y del sur, ha llegado la hora.-empezó con su potente voz.-Como sabéis, llevamos dos días de marcha ininterrumpida persiguiendo este momento, buscando esta oportunidad. Pues bien, ya la hemos encontrado. A cinco minutos de aquí, en dirección norte, está el campamento de nuestro enemigo, de Tresde, al que llaman demonio. Puede que esté allí, y no sé vosotros, pero yo deseo que esté con toda mi alma. Así podré atravesarlo con mi espada y demostrar que esos rumores son falsos, que no es más que otro simple mortal como todos nosotros y, que como tal, puede morir a nuestras manos.

Luís acercó su cabeza al oído de Carlos.

-Desde luego, dar discursos se le da bien.-comentó en un susurro.

-Ahora bien, no os prometo la victoria.-continuó el general, elevando cada vez más su tono de voz.-¡Pero sí la gloria! Todos sabéis por qué estamos aquí, para defender nuestras tierras, nuestros hogares, nuestras familias. Puede que hayamos sido enemigos durante toda nuestra historia, sí, pero ahora somos aliados, hermanos de batalla, y tenemos que luchar juntos. Juntos, aniquilaremos a este “demonio”, y traeremos la paz a nuestras tierras. Muchos de vosotros tendréis miedo, o simplemente os estaréis preguntando por qué estáis aquí, luchando junto a viejos enemigos, pero pensad algo. ¿Estáis dispuestos a dejar que vuestras familias, vuestros amigos, mueran a manos de ese hombre? ¿Dejaréis que cientos de años de enemistad os impidan defender vuestras tierras? Porque yo no. Pero aun así, sólo no puedo hacer nada. Os necesito conmigo. Necesito vuestro apoyo y vuestra fuerza, vuestra decisión y tenacidad, vuestras ansias de libertad. ¿Estáis conmigo?

-¡Sí!-gritó Luís, a coro con el resto de soldados.

Carlos no dijo nada.

-Pues recordad, hermanos míos, que a través del dolor y de la sangre, del rugir de nuestras armas, nos alzaremos y seremos por siempre… ¡Libres!

Todos a una, exceptuando a Carlos, empezaron a gritar con pasión, con fuerza. El discurso había surtido su efecto, ya estaban lo suficientemente motivados para entrar en combate. Carlos miró a Luís, y pudo ver en sus ojos el mismo brillo feroz que el de todos sus compañeros. ¿Por qué era el único que no deseaba combatir?

-¡Al ataque!-gritó el general.

El ejército echó a correr en dirección al campamento enemigo, gritando con toda la energía que les permitían sus pulmones. Carlos, arrastrado por la marea, no pudo evitar pensar una vez más que su vida llegaba a una bifurcación. A un lado, el camino seguía su curso. Al otro, sólo se encontraba la oscuridad.

El reino de los olvidados

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