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2 - El Reino de los Olvidados

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El escudo vibró al chocar con la cabeza descubierta de su adversario, pero aquello no le impidió atravesarlo firmemente con su espada cuando cayó al suelo. Carlos se volteó al escuchar el grito de otro enemigo a sus espaldas, acercándose. Esquivó de un salto el tajo vertical que le lanzó y contraatacó con una estocada, matándolo al instante.

Se permitió unos instantes de respiro para ver cómo le iba a Luís unos metros más allá. Su amigo acababa de atravesar a dos adversarios simultáneamente con sus espadas. No usaba escudo ni armadura, decía que no le servía para nada, y con sus dos espadas de mano era uno de los soldados más rápidos y mortíferos de la Alianza de las Dos Tierras.

Carlos miró a su alrededor. Habían pillado al enemigo por sorpresa al salir todos de los árboles, por lo que la ventaja inicial estaba de su parte, y habían sabido aprovecharla. Para cuando el enemigo se había dado cuenta de su situación, ya habían diezmado a aproximadamente una quinta parte de sus tropas. Era ahora cuando la auténtica batalla empezaba.

Aunque no había ni rastro de Tresde.

El cadáver de uno de los soldados del sur cayó a sus pies, haciendo que Carlos volviera a la realidad. Alzó la vista y vio a su contrincante acercándose a él, casi tan musculoso como el general González y con una enorme hacha en la mano. Tenía una sonrisa en la cara y un brillo demente en los ojos. Estaba disfrutando de la matanza.

Carlos le sostuvo la mirada al tiempo que colocaba su escudo frente a él en posición defensiva. Con un gritó, el hombre lo alcanzó y descargó su hacha sobre él, pero con un ágil movimiento Carlos rodó por el suelo, esquivando el ataque. Sobre sus rodillas, golpeó a su enemigo con el mango de la espada para que trastabillara, pero éste apoyó a tiempo su hacha en el suelo y simplemente hincó una rodilla. Aprovechando su oportunidad, Carlos saltó, colocó un pie en su espalda y se impulsó en el aire, logrando que el hombre cayera boca abajo al suelo. Al tocar tierra, Carlos se giró grácilmente con la espada en alto, listo para acabar con una vida más.

Sin embargo, el fuerte brazo de su adversario se cerró en torno a su tobillo y tiró de él, haciendo que cayera también. Sin soltar a su presa el hombre se levantó y, con una fuerza sobrehumana, lanzó volando a Carlos, quien rodó unos metros al tocar el suelo.

Los rumores eran ciertos, las tropas de Tresde no eran humanas. Era imposible que un soldado normal tuviera la fuerza suficiente como para lanzar a alguien tan lejos, mucho menos si tenía su pesada armadura encima.

-¡Carlos!

El casco vibraba por el golpe y no le dejaba ni ver ni escuchar con claridad, por lo que el grito de Luís le sonó muy lejano. El mundo le daba vueltas.

Una sombra ocultó el sol frente a él. Tuvo que entrecerrar los ojos para poder distinguir a duras penas la silueta de su contrincante. No pudo verla, pero estaba seguro de que tenía una sonrisa en la cara.

Un fuerte golpe en la cadera hizo que Carlos gritara de dolor. Intentó moverse, pero el dolor se lo impidió. Debía de habérsela roto. Aún intentando coger aire, Carlos vio, impotente, como el hombre volvía a alzar su hacha, preparándose para el golpe definitivo.

Lo único que pudo hacer fue cerrar los ojos.

-¡CARLOS!

Sus ojos se llenaron de barro al caer al lodazal en el que se había convertido el campo de entrenamiento, mientras las risas y burlas del resto de los allí presentes llegaban hasta él. Jadeando, Carlos se puso en pie una vez más, deseando con todas sus fuerzas que aquel suplicio diario terminara.

-Venga novato, ¿a qué juegas?-preguntó su instructor con una sonrisa en la cara.- ¿Crees que en batalla el enemigo te daría tantas oportunidades? Ni siquiera esperaría a que te pusieras en pie, te mataría cuando estuvieras indefenso en el suelo.

-No si tiene honor.-logró decir entre jadeos.

Pablo Olivares, el encargado de instruir a los nuevos soldados, se echó a reír a carcajadas ante las palabras de Carlos.

-¿Honor? No me hagas reír, novato. En el campo de batalla no existe más honor que el de la sangre y la muerte. Al enemigo no le importa el honor, sólo acabar con tu vida y, en algunos casos, hacerte sufrir lo máximo posible. Quizás incluso se divierta antes contigo y te rompa la cadera o alguna otra parte del cuerpo.

El resto de soldados rompió a carcajadas, logrando que Carlos se ruborizara. Era el centro de las burlas de sus compañeros, y todo por no ser un cabeza hueca como ellos.

-De acuerdo chicos, se acabó el entrenamiento.-dijo Pablo.-Descansad y mañana volveremos a intentarlo. Y tú,-dijo señalando a Carlos.-practica tu juego de piernas, en cualquier momento te veo tropezando y cayendo al suelo de nuevo.

Cuando el instructor salió del campo, Carlos empezó a temblar. Sabía lo que tocaba ahora.

-¿Quieres practicar un poco más, novato?-preguntó uno de sus compañeros, con una sonrisa burlona en la cara.-Quizás mejores tu juego de piernas, si es que no te las rompemos antes.

-No.

-Miradlo, parece que se va a echar a llorar en cualquier momento.-dijo otro.

-¡Dejadme en paz!

-¿O qué?-preguntó el primero, dando un paso hacia él y propinándole un empujón.

Carlos agarró firmemente su espada y apuntó con la punta a la cara de su adversario, temblando de miedo. La única reacción que consiguió fue que se echara a reír.

-Baja eso, no vaya a ser que te la claves por accidente.

-No hagas que te la ensarte.

Su compañero se puso serio de golpe.

-¿Acabas de amenazarme?-preguntó.

-N… No…

-Sí, sí lo has hecho. ¿Lo habéis oído? Me ha amenazado. Y no voy a dejar que ningún novato me amenace.

De un manotazo, el hombre apartó la espada que le apuntaba para a continuación golpear con todas sus fuerzas la cara de Carlos, derribándolo de nuevo. Una vez allí en el barro, empezó a propinarle patadas con todas sus fuerzas. Lo único que se oía en el campo de entrenamiento eran las risas de los demás, los insultos de aquel hombre y los gritos de dolor de Carlos.

-¡Eh!-gritó alguien a sus espaldas.-¿Qué demonios hacéis? ¡Dejadlo ahora mismo!

Los golpes cesaron de golpe. Carlos gimió al alzar la vista, intentando enfocar a su salvador. Lo único que vio fue un pelo negro corto.

-Lo… lo sentimos señor.-escuchó tartamudear a su agresor.-Él nos provocó y…

-¿No te han enseñado que no tienes que mentir? Iros ahora mismo, todos, si no queréis que informe a Olivares de esto.

-S… Sí señor. Gracias señor.

Todos a una echaron a correr, saliendo del campo de entrenamiento. Carlos se sintió aliviado de haber sido salvado. Otras veces habían llegado a romperle varios huesos.

Algo tapó el sol, y cuando Carlos logró girar la cabeza vio unos ojos azules mirándolo fijamente.

-¿Estás bien?-preguntó el hombre.-¿Te han roto algo?

-Creo que no.-logró decir Carlos.-Sólo me duele todo el cuerpo.

El hombre rió y se puso en pie, tendiéndole una mano. No parecía mucho mayor que él.

-Ven, te acompañaré a la enfermería.-dijo.-¿Cómo te llamas, por cierto?

-Carlos, Carlos Mendoza.-dijo mientras se ponía en pie.

-Pues encantado de conocerte Carlos. Yo soy Luís Rodríguez, el Caballero sin Bandera

-Viajero.-le susurró una voz al oído, despertándolo.

Carlos abrió los ojos de golpe, pero un destello azul le hizo girar la cabeza. Poco a poco empezó a entreabrirlos de nuevo para que su vista fuera adaptándose a la luz, hasta que por fin pudo abrirlos por completo, ya totalmente despierto. Una mirada a su alrededor bastó para darse cuenta de que estaba en un bosque, más concretamente en un amplio claro que le resultaba familiar.

A duras penas consiguió ponerse en pie. Sus entumecidas piernas hicieron que tuviera que apoyarse en un árbol cercano para no caer de nuevo.

Debía de seguir en el claro del bosque, el mismo en donde había tenido lugar la batalla, pero allí no había nadie, ni vivo ni muerto. Además, todo a su alrededor estaba muy oscuro. Alzó la vista y se sorprendió de ver un extraño sol azulado en el cielo, iluminando tenuemente el lugar. ¿Dónde estaba?

¿Y quién me ha hablado? se preguntó, mirando a su alrededor.

-Viajero.

Carlos alzó la cabeza. La voz venía de entre los árboles que tenía ante él, así que cogió una rama gruesa del suelo y la utilizó a modo de bastón para poder caminar hasta que las piernas volvieran a responderle con normalidad.

Atravesó los primeros árboles, la voz no debía de estar muy lejos si había oído el susurro, pero allí seguía sin encontrar a nadie.

-¿Hola?-llamó.

-Viajero, sígueme.-respondió la voz a su derecha.

Carlos giró en aquella dirección. Empezaba a sentir algo de miedo. ¿Dónde estaba? ¿Qué había pasado con los demás? ¿Por qué no había cadáveres? Era imposible que los hubieran retirado a todos y a él lo hubieran dejado allí. Luís no lo habría permitido.

A menos que Luís haya muerto, se dijo a sí mismo.

Un escalofrío recorrió su cuerpo. No podía permitirse pensar aquello. Seguro que cuando encontrara el campamento lo encontraría allí, dando vueltas en torno a la hoguera esperando noticias suyas al ver que no estaba su cadáver junto al del resto.

Luís no podía haber muerto.

A las pocas horas de caminar en pos de aquella extraña voz que le hablaba únicamente para indicarle un cambio de dirección, Carlos pudo prescindir de su bastón. Ya no sentía el entumecimiento inicial, ahora simplemente estaba agotado.

-¿Quién eres?-preguntó a la nada, harto de tanto misterio.-¿Qué ha pasado? ¿Por qué me ayudas?

-Pronto lo sabrás, viajero, ya casi hemos llegado.-le respondió la voz frente a él, por primera vez sin susurros.

Carlos se sorprendió al descubrir que era una voz de hombre quien lo guiaba. No sabía por qué, pero había tenido la sensación de que era una mujer.

Entonces escuchó la música en la lejanía.

Carlos echó a correr hacia allí, haciendo caso omiso del agotamiento que sufría. Si había música, habría una posada, un pueblo con suerte, donde podría informarse de qué había pasado. Tenía que llegar allí cuanto antes.

Fue al atravesar una última hilera de árboles cuando la vio. Una gran muralla de piedra en perfecto estado, con unas enormes puertas dobles abiertas. Al otro lado se encontraba un grupo de personas de todas las edades, algunos de ellos con instrumentos que Carlos nunca había visto, tocando sin parar. Otros, al verlo, comenzaron a cantar.

-¡Bienvenido a nuestra ciudad, disfrutarás de una gran estancia! ¡Bienvenido, no lo dudes más, entra ahora y no querrás salir jamás!

Carlos estaba atónito. ¿Todo aquello era para él? Debían haberse equivocado. Dubitativo, dio un par de pasos hacia las puertas, sin saber aún si era seguro ir allí. Algo había aprendido de ser soldado, y era que había que extremar las precauciones en todo momento y lugar.

La música no paraba y la gente lo miraba con una enorme sonrisa en la cara, como si fueran viejos amigos que hacía tiempo que no se veían.

Finalmente, Carlos atravesó las puertas, y todos a una las personas allí reunidas explotaron en aplausos y gritos de júbilo y alegría.

No pudo evitar sonrojarse. Sí, todo aquello era para él, ya no había duda, pero seguía sin entender por qué.

De entre el gentío, apareció un hombre alto, con una melena rubia larga y unos ojos azul oscuro bastante profundos. Tenía una sonrisa en la cara, como el resto de los allí presentes y extendió los brazos hacia Carlos al verlo.

-Me alegro de que hayas logrado llegar, viajero.

Carlos abrió los ojos de par en par. Había reconocido aquella voz.

-¿Usted era quien me guiaba?-preguntó.

El hombre hizo una pequeña reverencia antes de responder.

-Exacto, es mi cometido. Mi nombre es Paulo, por cierto, y soy el alcalde de esta ciudad. ¿Cómo te llamas tú?

-Carlos. Carlos Mendoza.-respondió de inmediato.

-Encantado pues, Carlos. Ven, déjame que te explique un par de cosas. Estoy aquí para resolver todas tus dudas.

Paulo pasó un brazo por los hombros de Carlos y echó a andar, haciendo que él también tuviera que hacerlo. No tardaron en atravesar el gentío.

Ahora que la muchedumbre no le tapaba la vista, Carlos descubrió que se encontraba en una enorme plaza con una gran fuente en el centro y una larga mesa dispuesta frente a él con montones de suculentos manjares. ¿Habían preparado un banquete en su honor? ¿Cómo podían haberlo preparado todo en tan pocas horas? Pero sobre todo había algo que inquietaba a Carlos. ¿Cómo sabían aquellas personas que iba a aparecer en la ciudad?

-Verás, Carlos, antes de nada, quiero que sepas una cosa. Seguramente te preguntarás cómo has llegado aquí. ¿Me equivoco?

-Pues… sí.-respondió Carlos, sorprendido.-Estaba en plena batalla. Me tiraron al suelo y debí de perder el conocimiento. Luego me he despertado en el claro.

Paulo negó con la cabeza, sin dejar de caminar.

-No, no fue el conocimiento lo que perdiste. Carlos, siento decirte esto, pero en esa batalla… perdiste la vida.

Carlos intentó detenerse, pero el fuerte brazo del alcalde se lo impidió. ¿Muerto? No, no era posible. Además, el alcalde no había cambiado el tono de voz para comunicárselo, como si aquello fuera lo más normal del mundo. Debía ser una broma.

-¿Qué quiere decir con eso?

-Pues que estás muerto. ¿Qué otra cosa puede significar eso? Estoy acostumbrado a decírselo a todos los recién llegados, así que mis disculpas si no he tenido el tacto necesario.

Carlos se había quedado helado. Parecería una estatua de no ser porque Paulo le obligaba a moverse. Muerto…

-Este lugar es el Reino de los Olvidados, y la ciudad en la que te encuentras es su capital, Amnesia.-continuó el alcalde.-Sólo unos pocos tienen el privilegio de ser guiados hasta aquí, así que siéntete afortunado. El resto se dedican a vagar por el bosque, hasta que mueren de hambre o sed.

-¿Cómo pueden morir si ya están muertos?-preguntó Carlos automáticamente, con la mirada perdida aún.

-No lo sé, pero puede ocurrir. Créeme, lo he visto.

Ya se habían alejado un poco del grupo de gente, aunque no demasiado. El alcalde giró la cabeza y se detuvo en seco, haciendo que Carlos también lo hiciera. Se quedó unos momentos en silencio. El soldado siguió la mirada del hombre, preguntándose qué le había hecho detenerse tan bruscamente.

Frente a ellos, en un callejón cercano, apartado del resto de los habitantes y con una mirada fría y cargada de odio, había un hombre moreno vestido completamente de negro, mirándolos fijamente.

Paulo se giró y miró al recién llegado fijamente. Ahora estaba serio.

-Carlos, tengo que hacerte una pregunta. ¿Te gustaría vivir aquí?

Nuevamente sorprendido por la pregunta, Carlos vaciló unos instantes antes de responder.

-Pues… me gustaría averiguar antes que ha pasado en la batalla.

-No puedes, no tenemos contacto con el mundo de los vivos. Cualquier cosa que sucediera después de tu muerte, nos es desconocida.

Abatido, Carlos apartó la mirada. Paulo era demasiado directo en aquel asunto, tenía demasiado poco tacto, y dolía saber que estaba muerto. Pero en ese caso, no tenía a dónde ir en aquel nuevo lugar.

-Entonces sí, me gustaría quedarme.

Paulo sonrió.

-¡Perfecto! Pues verás, Carlos, si quieres seguir con el privilegio de vivir en Amnesia, hay una serie de reglas que tendrás que cumplir. Son nuestras leyes, por llamarlas de alguna manera. Has visto al hombre de allí, verdad.

El alcalde señaló con la cabeza hacia el callejón. El hombre de negro seguía allí, mirándolos fijamente.

-Sí, ¿quién es?-preguntó.

-Su nombre es Kane, y es muy peligroso. No te acerques a él. Está terminantemente prohibido hablar con él. Es una de nuestras leyes.

-¿Por qué?

-Ha matado a alguno de los nuestros. Estamos seguros de ello, pero no tenemos pruebas suficientes para demostrarlo y castigarlo. Por eso, por precaución, puse esa norma. Si se te acerca, huye, ¿entendido?

Carlos dudó y volvió a mirar a Kane. Parecía peligroso sí, pero no tanto como lo pintaba Paulo.

-¿Entendido?-volvió a preguntar el alcalde.

-Sí.

-Así me gusta. Bien, ahora tengo que darte una sorpresita. Tenemos por costumbre organizar una fiesta cuando alguien llega a Amnesia, como has podido ver. ¿Y qué es una fiesta sin un banquete?

Paulo dio media vuelta de nuevo y lo llevó en el otro sentido. El soldado empezaba a sentirse incómodo, era como si Paulo intentara tener completo control sobre él.

La gente ya se había sentado alrededor de la larga mesa cuando llegaron, y ni siquiera se habían molestado en esperar al recién llegado para empezar a comer.

Carlos tomó asiento al lado de un hombre moreno que estaba hablando con quien tenía al otro lado, por lo que no pudo verle la cara. Paulo tomó asiento a su lado.

Al mirar hacia el alcalde, su corazón se detuvo. Al otro lado de Paulo se encontraba la mujer más guapa que había visto jamás. Rubia, alta, y con los ojos de un color verde esmeralda que Carlos nunca había visto en una persona. Era bellísima. De golpe y porrazo, todas y cada una de las preocupaciones que acababan de surgirle desaparecieron.

La mujer giró la cabeza y Carlos la apartó, deseando con todas sus fuerzas que no lo hubiera visto. Miró hacia el otro lado. El otro hombre había girado la cabeza y hablaba con quien tenía enfrente. Parecía llevarse bien con todos. Siguió con la mirada la mesa y observó a las dos personas siguientes. Estaban calladas, sin decir palabra, centradas en su comida.

El rugir de las tripas de Carlos hizo que decidiera empezar a comer él también. Alargó una mano para coger un poco del pollo que tenía delante y le dio un mordisco. Estaba delicioso.

Discretamente, intentó mirar a la mujer, y cuando sus ojos se posaron en su rostro, fue ella quién apartó la cabeza. Carlos sonrió al comprender que ella también lo estaba mirando de reojo.

Paulo no paraba de hablarle y de decirle cosas sin sentido, le contaba anécdotas y chistes a los que Carlos no prestaba mucha atención. Sólo se fijaba en aquella mujer, aunque reía en algún que otro momento para que el alcalde no se diera cuenta.

-Bueno, creo que es el momento de que te explique el resto de normas.-dijo Paulo, limpiándose la boca con una servilleta.-Verás…

Alguien puso una mano en el hombro de Paulo y éste se giró. Un hombre envuelto en una enorme armadura brillante se inclinó y le susurró algo al oído. Paulo se puso serio y asintió antes de levantarse.

-Lo siento mucho, Carlos, pero tengo algo de lo que ocuparme. Disfruta un poco más.

-En realidad, me gustaría irme a casa.-dijo Carlos, levantándose también.-Bueno, si es que tengo casa.

Paulo se quedó pensativo unos instantes y después se giró hacia la mujer.

-Julia, ¿te importaría acompañar a nuestro nuevo habitante a su hogar?

Ella abrió los ojos, sorprendida.

-¿Y… Yo?-tartamudeó.-Sí, sí, claro, sin problema.

Ella se puso en pie y miró a Carlos directamente a los ojos. Él se ruborizó un poco, pero intentó disimularlo. Paulo pasó la vista de uno a otro con el ceño fruncido, pero sólo se encogió de hombros e hizo una reverencia.

-Que disfrutes de tu nueva vida, Carlos Mendoza.-se despidió.

El alcalde se alejó seguido del hombre de la armadura, dejándolos solos, de pie, uno frente al otro, sin saber qué decir. Finalmente ella alargó la mano, nerviosa, pero con una sonrisa en la cara.

-Soy Julia Garde, encantada Carlos.

-Igualmente.-logró decir él, estrechándole la mano.

-Sígueme, tu casa está cerca.

Julia echó a andar y Carlos tuvo que acelerar para colocarse a su lado. Por el rabillo del ojo vio cómo Kane, desde el mismo callejón de antes, los seguía con la mirada.

Las calles estaban iluminadas por unos postes altos que asombraban a Carlos, pues no se parecían a nada que él conociera. Emitían bastante luz, mucha más que los candelabros a los que estaba acostumbrado.

No sabía qué decir, pero no quería quedarse callado, y no parecía que ella fuera a dar de nuevo un primer paso. Así que cogió aire, se armó de valor y se atrevió a preguntarle lo primero que se le vino a la cabeza.

-¿Qué eres, la mano derecha del alcalde?-preguntó.

Idiota, se reprochó. ¿En serio eso es lo primero que se te ocurre?

Julia rió.

-No, que va. Sólo soy su secretaria. Todos trabajamos en algo en esta ciudad. Algunos, como yo, nos dedicamos a organizar las citas y reuniones del señor alcalde, y otros se dedican a la agricultura. Por suerte para ti, tienes dos semanas de descanso antes de que se te asigne un trabajo.

-¿Las mujeres también trabajan?

Julia lo miró con el ceño fruncido.

-Claro que sí. ¿Te extraña?

Carlos abrió la boca para responderle que sí, pero prefirió no hacerlo. No quería meter la pata. Por suerte, la mujer se detuvo instantes después frente a una casa. Estaban casi al lado de la plaza. Aún podía oírse la música a todo volumen.

-Es aquí, vives a dos casas de mí, así que podría decirse que somos vecinos ¿no crees?-comentó con una sonrisa.

-Sí, supongo que sí.-respondió Carlos, sonriendo también.

-Bueno, pues espero que disfrutes de tu estancia y… bienvenido. Ha sido un placer conocerte. Si necesitas algo ve al ayuntamiento, el alcalde te resolverá cualquier duda.

Julia dio media vuelta, pero Carlos la retuvo.

-¡Espera! Tengo una duda. No conozco la ciudad, y no sabría por dónde moverme. ¿Te importaría enseñármela?

Julia giró la cabeza, con una ceja alzada y una sonrisa pícara.

-¿Me estás proponiendo salir?

Carlos no conocía aquella expresión, pero creyó entender su significado.

-Puede. ¿Te molesta?

Julia soltó una risita nerviosa. Sus ojos verdes se clavaron en los suyos. Carlos creía que se le iba a saltar el corazón.

-Mañana trabajo hasta las ocho, puede que después pueda pasarme por aquí y enseñarte todo esto. ¿Te parece?-preguntó.

Carlos sonrió aún más.

-Sí, claro, me parece genial.

-Pues entonces hasta mañana, Carlos.

-Hasta mañana, Julia.

La mujer dio media vuelta y se alejó, riendo por lo bajo. Carlos se quedó allí, embobado, viéndola marchar. En aquellos momentos no le importó estar muerto.

Se sentía más vivo que nunca.

El reino de los olvidados

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