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CAPÍTULO 2: LOS ORÍGENES
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1934
Era noche cerrada y el frío cercenaba sus manos. El aire de la sierra les mantenía alerta pese a la falta de sueño de los días pasados.
La última semana había sido una fiesta. El trabajo era duro allí y la vida no era relajada. Por eso, cuando tocaba celebrar, se hacía por todo lo alto. Festejaron la matanza y elaboraron sin descanso todo tipo de viandas según las recetas tradicionales. Lomo de orza, embutidos, fiambres adobados... Se reunieron en casa de Felicidad varias noches seguidas y comieron y bebieron hasta caer rendidos.
Aquella noche fue su luna de miel. Tal vez no era lo que esperaban, pero la promesa de un futuro mejor les alentaba a continuar. Toda la fuerza de la juventud y el porvenir surcada en dos rostros jóvenes y castigados. La mirada al frente y las manos amarradas esperando el alba como un buen presagio.
Rememorar su reciente boda lograba distraerlos del miedo, la noche y la incertidumbre. La decisión de marcharse no se había cuestionado en ningún momento. El Cubillo no era lugar para la esperanza y el tío Constancio había acordado una buena oportunidad con los señores de El Molino, la finca más próspera en kilómetros a la redonda.
Claudio era natural de Utiel, pero su padre provenía de esta pequeña aldea de Cuenca. Tan solo acudía a El Cubillo en sus fiestas mayores. Es allí donde conoció a Felicidad, de la que quedó prendado. Felicidad, cansada del duro trabajo que afrontaba desde que era una niña, vio en Claudio una clara posibilidad de salir de la aldea. Felicidad perdió a su madre cuando no levantaba dos palmos del suelo y su padre se casó de nuevo con una mujerona que no quería bien a la pobre niña. Felicidad fue sometida a duras penalidades en su más tierna infancia y deseaba escapar de allí. Por eso, acordó con Claudio un plan de huida. Juan, un mozo que ofrecía transporte en la zona, vendría a recogerlos y se marcharían a Utiel buscando un futuro mejor.
Felicidad había dispuesto en una cesta todo lo necesario para el viaje. Ni una sola de las viandas ni la ropa de abrigo habían sobrado. Dos enormes mantas cubrían el carro casi en su totalidad. Juan no se abrigaba en exceso porque la costumbre y un atuendo adecuado le hacían soportables los largos viajes hasta Cuenca, Utiel o Requena, tierras más ricas donde era necesario desplazarse para según qué menesteres o, a veces, para no volver.
Todavía era noche cerrada cuando cruzaron las Hoces del Cabriel, la frontera natural que separa las provincias de Cuenca y València. Los kilómetros y el cansancio hacían mella en los tres, pero no había postas donde parar y se habían propuesto llegar a El Molino con el alba.
El amanecer los sorprendería llegando a un Utiel que aún se desperezaba de la noche anterior. Las calles casi desiertas y el comercio cerrado confirmaban sus buenas previsiones: llegarían a la casa justo a tiempo. Esperaban incorporarse al horario del servicio sin causar mayor estorbo.
Cruzaron la villa de Utiel por las Ramblas sin perder ningún detalle. Era su primer viaje propiamente dicho y en comparación con su aldea aquello parecía, sin duda, una gran ciudad.
—Felicidad, si Utiel le impresiona, espere a ver El Molino. No he visto una casa así en doscientos kilómetros. Dicen que los amos son buenas personas, ¿verdad, Claudio?
Claudio llegó a El Molino con doce años después de quedarse huérfano de madre. Era primo de leche de doña Elisa y su tío Constancio le pidió a la señora que lo acogiera en su casa ante la imposibilidad de su padre de hacerse cargo de él. El padre de Claudio trabajaba incansable en el campo y no podía ocuparse de su hijo como correspondía.
—Son ustedes unos afortunados y yo que me alegro —dijo Juan a los recién casados.
Claudio sonrió por lo bajo. Pero Felicidad alzó su cabeza orgullosa:
—De ninguna manera, Juan. La suerte hay que ganársela.
Enfilaron el camino principal a poca distancia de la finca. Los rayos del primer sol acariciaban los álamos que rodeaban la casa, protegiendo como centinelas su misterio.