Читать книгу El juego es entropía cero y otros cuentos - Mirna Gennaro - Страница 8

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Muchos de nosotros pensamos en un viaje al pasado como una suerte de irrupción en una película que se viene desarrollando, a la que arribamos para ser espectadores de nosotros mismos, y actores al mismo tiempo, capaces de interferir o modificar nuestros propios futuros, incluso abortar nuestro propio nacimiento. Pero, ¿qué tal si no fuese así?

Esteban Quirós se estaba preparando para ir a la Ópera. Nunca usaba corbata, salvo en contadas ocasiones, como esa. Tenía metido en su película personal que ir a una función sin lucir un atuendo distinguido era como comer un helado sin crema. La primera que recordaba era Aída, con sus soberbios trajes egipcios, sus tocados y cetros de oro.

—Tenemos que discutir algo muy importante, Sofía –le dijo Esteban.

—Sí, amor, hace tiempo que solo hablamos de cosas intrascendentes, como viajes en el espacio y en el tiempo…

—¡Ja, ja, ja! Es cierto; nada menos trascendente que eso, ¿no? Tal vez hayamos exagerado sobre la importancia de ir hacia adelante o hacia atrás, pero no se lo digas a mis compañeros de travesuras –dijo susurrando–; a veces, uno monta su ego sobre castillos de arena y no le gusta que nadie pase corriendo y lo patee.

—Nunca haría eso, cariño. Ya sabes cuánto estimo a tus amigos, aunque a veces no los entienda. Pero no es defecto de ellos, simplemente se trata de una imposibilidad mía.

—No te preocupes, te conozco lo suficiente para saber que siempre pensaste así.

—Sí, es cierto, pero… ¿de qué se trata? –dijo ella, impacientándose–. Debe ser realmente importante para venir precedido de tanto prólogo.

—Tengo que darte una noticia que sé que no va a ser fácil de entender.

—Me asustas.

—Voy a viajar al pasado.

Sofía lo miró un instante y luego giró su cabeza hacia la pared, donde el reloj que ella había comprado al mudarse juntos a ese departamento marcaba las horas. Giró bruscamente la cabeza hacia la ventana del balcón. Entraba luz suficiente para no tener que encender la lámpara. Parecía que el verano se estaba acercando, ya que el calor iba en aumento, y de la calle se elevaba el sonido de las bocinas, más lánguido y más aflautado.

—Tenemos que pensar…

—Menos mal, esperaba que, por lo menos, no te opusieras sin pensarlo.

—¡No, amor! Tenemos que pensar cómo hacer para que encuentren otro voluntario. Alguno de tus amigos, si es que realmente son amigos, debe poder reemplazarte.

—Sabía que no lo entenderías. Por un momento pensé que serías razonable.

—¿Cómo voy a razonar? Me estás diciendo que lo nuestro tiene un punto final, el momento en que entres a esa máquina.

—Debemos aprovechar bien estos momentos que nos quedan, esperaba que quisieras irte de vacaciones conmigo, antes de que parta.

—¿Cómo me voy a ir de vacaciones, si estoy de luto? ¿Pensaste que podría entender que decidiste dejarme?

—Es cierto, es muy difícil de entender. Yo no sé en qué estaba pensando, pero la alternativa era no decirte nada hasta el minuto final, y pensé que debías saberlo.

—Lo agradezco, pero no te entiendo. Tú mismo me has dicho montones de veces que aún no está comprobado que haya una forma de volver.

—Sabes que nuestros cálculos son aproximados, pero con errores muy cercanos al cero.

—Muchas veces he visto las fórmulas que escribes en tu pizarra. Muchos cálculos divididos por infinitos. Pero lo que yo sé es que si divides algo por infinito no llegas al cero, solo tiendes a él.

—Siento como si ya hubieras dicho estas palabras. Es un déjà vu.

—Seguramente, en algún lugar de tu mente ya sabías lo que diría.

Al salir del teatro, se dirigieron a una confitería para intercambiar comentarios con sus amigos más cercanos.

—Debemos pedir a las autoridades del teatro que repongan más seguido las óperas de Verdi. Nada las iguala a otros espectáculos; sobre todo, nada conjuga tan bellamente la suma de artes que se manifiestan en escena –comentó Juan.

—Yo prefiero el cine, lo saben, pero reconozco que el espectáculo fue magnífico –repuso Sofía.

—El cine, por su lejanía, no me hace creer lo que muestra –volvió a intervenir Juan.

—A mí me pasa exactamente lo mismo con el teatro; no logro conmoverme con los actores que están casi gritando para que la platea escuche –opinó Sofía de mal talante.

—Amigos, les propongo un brindis: por Verdi, por los actores y por la vida –intercedió Esteban.

—Brindemos.

De regreso al departamento, Sofía intentó no tocar el tema del viaje. Sabía que no había más que un argumento y ya lo había usado. ¿Qué sentía ese hombre por ella?

—¿Me amas?

—Sabes que te amo desde que te pintaste la cara con el bolígrafo roto que te presté.

—Sabías que mordía los extremos de los bolígrafos; así y todo, me lo diste.

—¡No sabía que estaba roto!

—Te gustó mi cara de payaso. Nunca te conté que, cuando niña me disfracé de payaso para animar una fiesta.

—Sí, me lo contaste.

—No, amor, nunca te lo había contado.

—Alguna vez lo mencionaste.

—No, nunca, es una de las cosas que guardo con más cuidado para que nadie pida una foto.

—Juraría que me lo habías contado.

—No, cariño, estoy segura de que no. Es más, no sé por qué decidí contártelo ahora, será que…

Ella se acomodó en el sillón, contra su pecho, y lloró las lágrimas que venía conteniendo desde hacía unos días.

Al día siguiente, Sofía se levantó temprano, lo suficiente para preparar un buen desayuno con café, tostadas, jamón, queso y mermelada. Era un desayuno de los que ella llamaba “para despertar dormilones”. De pronto, escuchó en la habitación un ruido extraño. Se acercó despacio pensando que Esteban aún dormía.

—¿Qué es esto? –preguntó en medio de risas.

—Anoche soñé con estos autos y apenas me desperté no pude dejar de buscarlos.

—¿Dónde estaban?

—En la caja de cartón a cuadros.

—Cuéntame tu sueño...

—Estaba realizando un experimento, no sé bien qué, pero en ese experimento aparecía uno de mis autos de colección. Tomaba la velocidad con un cronómetro de ultraprecisión. Lo curioso es que el cronómetro no se movía. Yo pensaba que se había descompuesto. Entonces entraba mi madre con un juego de Legos y me decía que los ladrillos estaban diseñados con una precisión de un nanómetro. Pero yo discutía con ella, porque no podía ser que los juguetes fueran tan precisos.

—Entonces el sueño no terminó siendo muy feliz.

—No.

—Y, ¿qué querías hacer con estos autos?

—Nada, tal vez, asegurarme de que habían existido.

—Dime, ¿ya fijaron el momento de reingreso?

—No, todavía están discutiendo sobre eso. Lo más probable es que sea en un pasado no muy distante.

—Claro, entonces conviene que todo lo que pase de ahora en más sea lo más agradable posible.

—Has entendido.

—Sí, entiendo muchas cosas, aunque no todas. Preparé un buen desayuno, ¿vienes?

—Sí, amor.

El zapatero que tenía su local a pocos metros de la entrada del edificio había cambiado la lona del toldo corredizo. La panadera de la esquina seguía sacando en una ensaladera restos de pan para las palomas. El oficial de la garita de seguridad comía un sándwich, seguramente de salame, tratando de no perder de vista a los transeúntes que se acercaban a la zona vigilada. Las hijas de la vecina caminaban hacia la escuela empujándose una a la otra y a la más baja se le caían los libros. Los árboles perdían las flores de verano haciendo que las veredas quedaran alfombradas. El cielo estaba azul, sin nubes. Hacía calor, cada vez sería más agobiante el día. Poca gente caminaba por la vereda, solo pasaba un auto, y esa sensación de que estaba obligada a guardar en su memoria cada detalle de lo que observaba la estaba molestando tremendamente. ¿Por qué no podía solo vivir con esa indolente inconsciencia de siempre, cuando las cosas pasan, no importa cuán importante sean para otros, con la importancia que uno les asigna de costumbre? ¿Me importa si el zapatero cambió su toldo? ¿Por qué ha de ser un hito en mi vida un sándwich de salame? ¿Por qué he de vivir estos próximos días pensando que si dejo escapar algo estaré perdiendo parte de lo que resta de su vida? ¡Por qué tiene que ser tan egoísta!

Llegó a la oficina con los nervios de punta, se dirigió a su escritorio, pero olvidó marcar el ingreso en el lector de huellas.

—Hoy no viniste –le dijo Clara, su compañera.

—¿Qué?

—Que hoy no viniste, no marcaste.

—Claro… no es la primera vez que me ocurre en esta semana.

—¿Qué te pasa?

—Nada, no importa. ¿Trajeron los expedientes?

—Sí, pero no todos, siempre falta algo. La Colorada es la única que tiene todo ordenado, pero se fue de vacaciones. Los otros zánganos no pierden la cabeza porque la tienen puesta.

Esteban ingresó en el laboratorio. No dejaba de pensar en su sueño. ¿Por qué lo angustiaba la lectura del cronómetro? Si no se movía, eso significaba que la velocidad alcanzada por el auto era superior a la velocidad de la luz. ¡Qué ridículo! De ser así, el auto debía haber desaparecido. Pero seguía allí. Entonces lo supo: el experimento que habían realizado con materia no había llegado a todas las conclusiones posibles. ¿Podía ser que la materia se trasladase, pero dejara en su lugar un espacio que se cubría instantáneamente por antimateria? Eso no parecía muy probable, dado que, si hubiera antimateria lo suficientemente cercana, se habría anulado en contacto con la materia; aunque, si lo que estuviéramos haciendo es manipular aquello que mantiene a raya la antimateria…

—La idea es muy arriesgada, pero me gusta –le dijo Dreyfus, su jefe–. Vamos a hacer algunas pruebas más. Esto demorará tu viaje.

—Me parece perfecto. Mientras tanto seguimos desarrollando el mecanismo para el regreso, ¿no te parece?

—Claro. Te recomiendo que no postergues tus vacaciones, el año comenzó con una buena temporada en el mar. Mis nenas están enviando imágenes todo el tiempo y, la verdad, yo mismo iría, si pudiera.

—Sí, me contaste.

—¿Cuándo?

—No sé, otro día.

—Lo habrás soñado –dijo Dreyfus, riendo abiertamente.

—Esto es muy extraño. Me viene pasando desde hace una semana, tengo una sensación permanente de que ya he escuchado o vivido ciertas cosas.

—Lo que dices es serio. ¿Por qué no lo mencionaste antes?

—Porque pasó pocas veces, pero ahora…

—Sabes que es una de las hipótesis del experimento, la del déjà vu. Sabes lo que significa.

—Que tengo plazo.

—Que todo se hará finalmente.

—Que no conoceré el final de la historia probablemente.

—Eso no te molestaba antes.

—Ya lo sé. No me hagas caso.

—Supongamos que estamos ante la realización de la traslación, ¡estoy hablando con tu yo futuro! Entonces es posible modificar el futuro.

—¿Por mis déjà vu?

—¡Claro, viejo! Estás hablando de lo que pasará en tiempo pasado, eso solo significa que tu experiencia del futuro puede modificarse.

—¿Y qué será de mi pasado?

—No lo sé. Es una paradoja. Puedes modificar el futuro; pero, si lo hicieras, modificarías tu pasado. Una locura, ¿no?

—Es terrible, porque no quiero modificar mi pasado. Yo pensé que iba a entrar en una suerte de repetición, que iba a revivir mis últimos meses hasta el hartazgo, pero lo que dices le da un giro completo a nuestra visión.

—Nadie dice que no sea así, es posible que el déjà vu se produzca luego de muchas repeticiones.

—Entonces puede ser que haya alguna fuerza que me impulse a salir del bucle.

—Es probable.

—Ya me había acostumbrado a la idea de no tener libertad. De saber que mi futuro estaba pautado de antemano y sería así por siempre. Me había asegurado de que este último tiempo fuera lo suficientemente bueno para querer que siguiera repitiéndose.

—Entonces fue eso.

—¿Qué quieres decir?

—Fue tu deseo lo que impulsó el cambio.

—¿Cómo? Si yo deseé el no cambio.

—En realidad, no. Verás, cuando deseaste que el futuro fuera tan bueno como este, en realidad no deseabas repetirlo, deseabas que fuera bueno. Solo eso. No deseas viajar.

—No es posible, yo quiero hacerlo.

—Imagina que has estado incontables veces repitiendo la misma historia, ¿no desearías salir?

—Sí, pero aún no he vivido el viaje.

—El viaje es lo de menos. Ya sabemos que hay una salida: es el deseo, y viene precedido por los déjà vu.

—No, tal vez la salida sea la misma que la de la evolución. Un hecho aislado, una mutación, un error del universo.

—No lo creo. Pero si te gusta verlo de esa manera. Un deseo puede ser una anomalía en el universo. Es volcar en algo único tu propósito.

—Igualmente, no vamos a dejar todo de lado por un simple déjà vu.

—Voy a comunicarle al comandante lo que hemos hablado. Te pido que por favor no lo comentes con nadie.

—De acuerdo.

Las veredas del barrio estaban cubiertas de flores rojas, los pies de Sofía se enredaban cada tanto y tenía que apartarlas con la punta del zapato. Vio a la vecina de la planta baja, una mujer de unos setenta años. La mujer había sacado a su perro, que iba trotando delante de ella y se cruzaba de un lado a otro. Siempre le había parecido muy agradable doña Gimena, con esa dulzura que dan los años felices vividos y el cabello recogido en una trenza. La saludó y la mujer se detuvo.

—¿Sabe qué es lo que han dicho en la radio, joven?

—No, dígame, Gimena.

—Que el año próximo habrá un nuevo sistema de recolección de residuos. Tendremos que hacer un tratamiento de la basura antes de sacarla en los contenedores clasificados.

—Sí, escuché que algo así estaban pensando. Va a ser muy fácil.

—No parecía. El hombrecito de la radio explicaba, pero yo no entendí nada.

—No se preocupe, cuando eso ocurra yo le explicaré, es muy fácil.

Por un momento, se detuvo a pensar en que no sabía en qué dimensión estaría dentro de un año.

—Bueno, entonces me quedo tranquila. A los viejos no nos gustan mucho los cambios, usted ya sabe.

—No hay problema, Gimena, yo le voy a explicar. Va a ser fácil.

Siguió caminando hacia la entrada del edificio. Ahora se veía más luminoso porque el sol estaba cayendo sobre los edificios de enfrente y entraba luz hasta un poco más adentro.

Esperó el ascensor y cruzó saludos con un par de vecinos más. Uno era el dueño de la tienda de zapatos. Su negocio se estaba derrumbando. La gente no mandaba a arreglar los zapatos de neoplastic y los de cuero eran tan caros y tan raros que, o no se podían comprar, o no se conseguían. El otro era el señor de la cochera. Tenía toda la capacidad de estacionamiento agotada y era el más rico de todos los del edificio. Sin dudas no había tenido nada que ver con su riqueza, todo lo había heredado de sus padres, quienes habían visto antes que otros que esa parte de la ciudad no tenía espacios para estacionar y que se cotizarían alto. Él se dedicaba a gastar los ingresos de los alquileres sin otra cosa en que pensar que pintar el lugar de vez en cuando, por lo que su tiempo libre lo empleaba en armar modelos de estaciones orbitales de las que se conseguían en las ferias para los chicos de doce años.

—¿Cómo es que esto no me parece haberlo vivido? –se preguntó para sus adentros. Entonces comenzó a sentir el peso de algo que estaba pasando mucho más allá de su entendimiento y que antes no se sentía.

Mientras tanto, en el centro experimental, se reunía el director del proyecto con el investigador.

—Dr. Dreyfus, usted debería moderar su lengua. Ya se lo habíamos dicho antes, pero parece que no lo entiende.

—Sí, señor, disculpe, fue la emoción de la comprobación de nuestro éxito.

—Modere también su entusiasmo, vea cómo no ha sido exitoso en el sentido que lo habíamos esperado. Su individuo se está echando atrás y vamos a tener que hacer algo.

—Sí, señor. No debí decirle que había tenido éxito en el traslado. Eso lo puso a reflexionar sobre algo que ya estaba resuelto. Mi intención era reafirmar su postura, no hacerlo dudar.

—No dudo que su intención fuera buena, pero no olvide que por algo tenemos un equipo de psicólogos para guiar las ideas del individuo. Piense que todo el trabajo realizado por ellos puede ser malogrado por una simple interpretación suya.

—Sí, señor. Ya estamos trabajando en la segunda alternativa. Tenemos la seguridad de que con la droga no tendrá nuevamente los déjà vu.

—Eso quería escuchar. Entonces todo sigue en marcha.

—¿Puedo preguntar algo?

—Sí.

—¿Por qué dudamos de que se efectúe el traslado si ya tenemos la seguridad de que ocurrirá?

—Justamente porque no podemos garantizar que no haya algún otro elemento que esté por eclosionar, alguna variable aleatoria, el principio de incertidumbre no ha sido suficientemente rebatido aún.

—Todo eso lo sé, pero tenemos otros individuos. ¿Por qué, justamente, él?

—Es el que más deseos de volver tiene, eso lo hace sumamente útil, al tiempo que riesgoso. No nos sirve de nada alguien que no tenga nada que perder. En el futuro estaremos realizando pruebas para que vuelva y, si no lo deseara, no serviría.

En el departamento se había roto el cuero de la canilla. Era un sistema antiguo, pero efectivo hasta el momento en que dejaba de serlo. Como ocurre con las canillas que pierden, no solo se pierde agua, sino también la paciencia de quien escucha el persistente goteo. Sofía no alcanzaba a entender cómo era el mecanismo. Lo observaba en su agenda electrónica, pero no lo comprendía. Además, no tenía las herramientas, por lo que se dispuso a salir del departamento para pedírselas a uno de sus vecinos. En el pasillo se encontró con Esteban, quien se había detenido unos pasos antes de llegar a la puerta. Iba con su traje gris claro, parecido a un mameluco; su cara traslucía una preocupación en aumento.

—¿Escapabas de mí?

—Estaba pensando en huir con quien me solucione el problema de la canilla. No hay nada que me seduzca más que un hombre que sabe arreglar artefactos antiguos.

—Ja, ja, ja, entonces voy a tener que hacer méritos. Hasta ahora, nunca se había roto nada que tuviera más de cinco años, por lo que supongo que no soy muy sensual a tu mirada.

—Nada más sensual que alguien que se cree poco sensual, amor.

—Parece que a ti todo te parece sensual, eres muy peligrosa.

—¿No lo habías notado?

—Olvídate de la canilla –respondió y la empujó suavemente para volver al departamento.

—¿Cuánto tiempo tenemos aún?

—No sé, quizás dos semanas. Las pruebas del déjà vu se han suspendido porque no se me han vuelto a repetir en los últimos meses. Han desaparecido totalmente. Es muy extraño, pero tengo la sensación de que me están ocultando algo.

—Entonces tenemos poco tiempo. ¿No tienes dudas?

—Tengo todas las dudas, pero di mi palabra.

—¿En qué estabas pensando cuando empeñaste tu palabra?

—En que iba a revivir nuestros mejores momentos para siempre.

—¿No pensaste en que revivirías esta angustia para siempre?

—No.

—Perderás tu libertad, ¿eso lo has pensado?

—¿Qué es la libertad? Estamos sujetos a una ruleta todos los días de nuestra vida. Nuestro espacio de libertad es mínimo. ¿Acaso pude decidir a qué dedicarme o de quién me iba a enamorar? He pensado muchas veces que, si no hubieras roto la lapicera, no me habría enamorado de vos.

—Eso puede ser cierto, pero también podría pasar que mañana vieras por la calle a otra mujer y te enamoraras nuevamente.

—Eso no pasará.

—No importa, pero tienes alternativas de todo orden. La más importante: puedes negarte a este experimento mortuorio.

—No busco la muerte, busco perpetuar los momentos que yo elijo. Quiero decirte todos los días que te amo y quiero sentir todos los días que te amo.

—Eso es bellísimo, pero también implica que tienes miedo del día en que no lo sientas.

—No, solo que considero superfluo todo lo demás.

—Voy a tener que acompañarte.

—¿A dónde?

—A tu viaje.

—¿Lo harías?

—Seguro, ninguna de las razones que me diste antes habían sido tan contundentes como esta.

—No sé si podré conseguir que te incorporen al programa.

—Inténtalo.

La central de experimentación estaba en silencio. Solo Esteban y el comandante Nott se encontraban en la oficina de este último. El comandante se veía terriblemente agotado; llevaba la ropa arrugada, y la mirada fría y concentrada de costumbre se encontraba enrojecida.

—No es posible incorporarla. Usted sabe que es necesaria una batería de pruebas previas, como las que usted mismo superó.

—Eso no sería un problema. Ella está dispuesta a hacer todo tipo de tests.

—Los otros comandantes tendrían que dar su aprobación y no creo poder convencerlos.

—Entonces tendré que poner como condición que la acepten a ella para que yo lo haga.

—Está bien, lo hablaré. Mañana tendrá la respuesta.

Un momento después, en la misma oficina de Nott:

—Ferrari, tráigame un vaso de agua bien fría, por favor.

—Enseguida, señor.

—Nott, se lo ve pálido –dijo el comandante Heiss, entrando en la oficina.

—Se está complicando el asunto. El individuo quiere viajar con su pareja.

—Era una de las posibilidades.

—Pero debía manifestarlo al principio para que pudiéramos utilizar una alternativa.

—Es el principio de incertidumbre, ¡maldita sea!

—Maldita teoría, ahora sabemos que fue él quien viajó. Estamos atados de manos, vamos a tener que ceder a su pedido.

—El problema es…

—El problema es que no sabemos qué otras condiciones querrá imponer. Esto no estaba planteado así. Nos hemos puesto en sus manos, de alguna manera nos hemos quedado sin alternativas.

—Usted sigue manejando la dosificación de la droga para que no vuelvan los déjà vu… Podría darle algún otro tipo de droga que lo contenga.

—Eso sería muy peligroso. Una droga de ese tipo afectaría su conducta y sería notada por su mujer.

—Debe convencerlo de mudarse a nuestras instalaciones, cuanto antes. No podemos esperar más, podrían ocurrírsele cosas impensadas.

—¿Vale la pena todo esto?

—¿Todavía lo pregunta? ¿Valieron la pena los viajes al espacio? ¡Claro! Estamos en la primera etapa de la traslación. Hemos comprobado que lo hicimos. Ahora queda un largo camino. Debemos lograr que se transporte la consciencia. Eso es lo único importante, llevar la consciencia del futuro al pasado.

—Cuanto más lo pienso, más me convenzo de lo imposible que será.

—Nunca estaré de acuerdo con eso. ¡Deje de comportarse como un derrotista!

El teatro estaba repleto. Esteban y Sofía se encontraban en la platea, a cuatro filas de la fosa donde se hallaban los músicos. La gente emitía un murmullo suave de abejorro, comentaban el programa, los artistas que estarían en escena y los músicos. Las luces bajaron a un nivel de media penumbra, anunciando que estaba por comenzar la ópera. Los sonidos de la orquesta, que afinaba los instrumentos, cesaron.

Comenzó a sonar la música, y la prima donna salió a escena, en medio de cuantiosos aplausos.

—Podría vivir este momento eternamente –dijo Esteban.

—Y yo estoy para acompañarte –respondió Sofía.

El último acto se fue apoderando de sus espíritus. El tenor era arrastrado hacia la cripta. Su amada, sin ser vista, se había deslizado dentro de ella, momentos antes. Una vez allí, todo sería penumbra. El futuro, ese tiempo que nos mueve a los cambios, sería anulado. Todo sería revivir el pasado una y otra vez.

—Queda por resolver el tema de nuestra partida. ¿Nos harán una partida de defunción?

—Mira que tienes un humor bien negro. La única partida que harán será la del viaje. En poco tiempo estará resuelta nuestra vuelta y no habrá necesidad de hacer nada.

—Tu confianza en esa gente es excesiva, lo único que hacen es usarte de conejillo de Indias.

—No olvides que yo también soy científico. Soy uno de los interesados en los resultados del experimento.

—No eres científico, estás loco.

—Estoy loco, pero no tanto como para arrastrarte conmigo.

—No, amor ya está decidido.

—No lo creo. Sabes, vengo observándote desde hace unos días y no has tenido ningún déjà vu.

—¿Es indispensable?

—No lo sé con total certeza, pero tal vez indique que no has vuelto conmigo. Tienes muchas dudas todavía, eso quiere decir que te voy a convencer de no venir.

—A veces pienso en los días posteriores al viaje. En toda esa cantidad de cosas que podrían ocurrir. ¿Alguna vez lo pensaste como una huida de la incertidumbre? Ya sabes de antemano todo lo que va a pasar. No hay riesgo.

—Sí, hay riesgo. ¿Qué tal si la máquina te desintegra en el proceso? Nunca volverías a ningún lado.

—Siempre me gustaron las películas con final feliz.

—Tal vez tu felicidad no coincida con el viaje…

—No, ¿ves? Esto es lo que quería evitar, que pasáramos este tiempo despidiéndonos.

—¿Me ibas a mentir para alegrarme estos días? ¿Eso estabas tratando de hacer?

—No… No sé, no estoy muy segura de qué quiero.

—Yo nunca te propuse venir. Sabes eso.

—Lo sé. Yo soy la que quiere hacerlo.

La ópera fue tremendamente escalofriante. La sola idea de quedar atrapada en la cripta aseguraba la agonía de la sed y el hambre. ¿Habría un equivalente de la sed y el hambre en su viaje? ¿Se sentiría esa pérdida de libertad? ¿Sería solo volver a ser y a hacer lo mismo sin consciencia de nada más? Por las dudas seguiría siendo feliz.

—Tengo que hablar con usted, comandante Nott.

—Dígame, la recibí de inmediato en cuanto supe que era la mujer de Esteban.

—Necesito que usted me asigne al programa de traslado temporal.

—Eso ya lo he hablado con Esteban. No es posible que la incorporemos con tan poco tiempo de preparación. No sabemos si es apta física y emocionalmente para el experimento.

—No importa. Yo lo que necesito es que le haga creer a Esteban que lo voy a acompañar.

—No me puede pedir semejante cosa. Para que él lo creyera tendríamos que hacer todo el procedimiento.

—¿Qué pensaría usted si yo le dijera que estoy experimentando los déjà vu?

—¿Lo sabe él?

—No se lo he dicho.

—Déjeme arreglar todo. Mañana comenzaremos las pruebas.

Al dejar a la mujer de Esteban, Nott se dirigió al laboratorio.

—Seguimos con los imprevistos, Doctor Clemente. Esta mañana tuve una reunión con la mujer del individuo.

—¿Qué pasó ahora?

—Me dice que está teniendo déjà vu.

—Puede estar mintiendo.

—Justamente. Por eso quiero que la entreviste y me diga si es cierto. No podemos complicar todo.

—Entiendo. Mándemela esta misma tarde. Comenzaré con los tests de rigor y entre ellos incluiré pruebas de veracidad.

—De acuerdo.

Al recibir la llamada del centro experimental, Sofía sabía que la convocarían. Estaba segura; además, tenía el presentimiento de que algo bueno saldría de eso.

—Siéntese –le indicó Dreyfus–, yo le voy a mostrar escenas que tienen alguna relación y usted tendrá que ordenarlas como le parezca que hayan sucedido en el tiempo y armar una historia que las contenga a todas.

La sesión se inició con toda una batería de tests y luego pasaron a una máquina.

—Ahora le voy a hacer algunas preguntas a las que usted deberá responder por sí o por no. ¿Me comprende?

—Sí.

—¿Le queda alguna duda?

—No.

—Bien, comenzamos. ¿Su nombre es Sofía Delacanal?

—Sí.

—¿Usted es la mujer de Esteban Quirós?

—Sí.

—¿Tiene treinta y cuatro años?

—No.

—¿Tuvo alguna vez sarampión?

—Sí.

Y así siguieron las preguntas…

—¿Usted tuvo algún déjà vu en estas dos últimas semanas?

—Sí.

Momentos después, en la oficina del responsable de experimentación se comentaban los resultados de los estudios.

—Comandante Nott, tengo malas noticias.

—No me diga nada.

—O la máquina falla, o ella viajó.

—Tendremos que capacitarla.

—Podríamos rechazarla y ver qué pasa…

—Tenemos que estar preparados para todo y eso incluye que viaje. Prepárela y mientras tanto, nos reservamos la decisión final.

—De acuerdo.

Sofía regresó al departamento presa de una sensación extraña. Sentía como si su cuerpo fuera tomando menor peso, sus pies la conducían como por un camino acolchado y su mente vagaba por recuerdos que se sucedían en orden distinto al que se habían producido.

—Hoy tuve mi primer control. ¿Sabes qué tengo ganas de hacer ahora?

—No sé, ni lo imagino…

—Quisiera que fuésemos a un parque de diversiones.

—Como dije, no podría haberlo imaginado –rio Esteban.

—Tengo ganas de ir a esas salas de espejos que te cambian el color del pelo y los ojos y todos los rasgos.

—Te gustaría ser otra por un momento. Yo no sé nada de psicología, pero eso suena a que quieres dejar de ser tu misma, sigues dudando.

—No, solo quiero ver cómo podría ser yo si cambiara algo de nuestro pasado.

—No es posible cambiar el pasado. Eso es lo que dicen nuestras pruebas…

—Ya lo sé, pero nadie dice que no pueda imaginarlo.

—Eso es cierto, la imaginación puede con todas las barreras…

En el parque no había mucha gente. El calor había espantado a los usuales visitantes: grupos de jóvenes, padres con niños pequeños, enamorados. Esteban y Sofía andaban dando vueltas, tratando de caminar por las pocas sombras que proyectaban los pequeños edificios de los juegos. De la mano y con una sonrisa de adolescentes, iban hacia el cuarto de los espejos.

—Mira, tienes los pies más largos y te salió papada… ¿Serás así de viejo?

—Yo no soy ese, estás equivocada. Soy este, alto y delgado, con grandes mandíbulas y ojos celestes.

— Ja, ja, ja, y yo soy ésta, con grandes pechos y manos finas y largas, ¡mira mis piernas!

Los reflejos se fueron sucediendo, cambiando una vez, el cabello, otra, las piernas, otra, la cara. Se escuchaba de fondo una música lejana de calesita. El cuarto no tenía más que una entrada que servía de salida también.

—¿Te gustaría llegar a ser este?

—No sé si podría. Tal vez, y repito, tal vez, algún día nos traigan de vuelta y lleguemos a ser estos –dijo, señalando una pareja entrada en kilos y con poco pelo.

—Yo lo voy a querer igual, señor.

En el centro de experimentación, el comandante Nott hablaba con Heiss.

—Tenemos muy claro que los individuos viajaron. Por otro lado, los déjà vu fueron suprimidos, por lo que los individuos dejaron de estar inquietos.

—Es una buena noticia. ¿Cómo hará para que no cambien de idea, nuevamente?

—Eso se lo dejo a Clemente. Él está haciendo una nueva inducción para que acepten que la salida se dará por sí sola en un momento del tiempo indeterminado. Pero que la habrá.

—Les mentirán.

—Les daremos esperanzas, mientras terminamos las pruebas.

—El individuo no creerá en nada que no sea respaldado por una teoría razonable.

—Elaboramos la teoría de la puerta lateral. Según esta, un hecho fortuito en el entorno va a generar un espacio-tiempo de cambio. Para que sea posible, ellos deben desear salir.

—Entonces sigue alimentándoles el deseo de salir. ¿No es demasiado contradictorio?

—Puede parecer así, pero mientras ellos piensen que deseando salir lo lograrán, no se sentirán atrapados. Es curioso cómo la mente se predispone mal cuando piensa que repetirá al infinito el mismo suceso, la misma serie de acciones. Hay quienes pueden habituarse a lo repetitivo, pero hay quienes no. La mayoría, digamos.

—Eso habla de que es un sujeto sano. Yo le apuesto lo que quiera que no viaja.

—Acepto la apuesta, ya tenemos pruebas de que el viaje fue realizado.

—¿Y si estamos en la repetición en la que sale?

—Imposible, no hemos desarrollado el mecanismo, aún.

—¿No se da cuenta de que el mecanismo no depende de su tecnología sino de la voluntad del individuo?

—Eso es solo un invento.

—No lo creo. Yo tengo claro que eso puede funcionar.

—Nada es más claro que su voluntad de iniciar la prueba.

—Estaremos en un brete si no se realiza el experimento. Es más, todas las pruebas, las consecuencias observadas, los indicios, no serán más que tonterías si no se pone en marcha.

—Me doy cuenta de eso. El experimento se hará y las pruebas reunidas serán válidas en el grado de certeza que habíamos previsto. Ya son dos los sujetos que nos dieron material, cuando esperábamos que fuera solo uno.

—El costo de la investigación ha sido altísimo.

—Pero está comprobado que fue necesario y satisfactorio.

—Yo no seré quien ponga la cara si esos sujetos no entran a la máquina.

—Lo entiendo. Está controlado.

El comandante Nott volvió a su oficina. Sentía un cansancio desusado. Tenía la espalda sobrecargada de un peso excesivo. Las manos se le antojaban con poca fuerza y una especie de somnolencia comenzó a invadirlo.

Nott había participado en todo el proceso. Había sido su impulsor desde un comienzo. Él mismo revisaba los resultados paso a paso con el Dr. Dreyfus. Fue él quien respaldó con su análisis la teoría de los déjà vu. Fue él quien eligió a Esteban entre varios candidatos. Fue él quien solicitó los fondos necesarios, cada vez que se agotaban en pruebas fallidas.

El comandante tomó una de las carpetas que estaba en el archivo y la abrió. Luego tomó la que estaba al lado. Contenía el relato detallado de las pruebas que le habían hecho a Esteban.

Allí comentaba el psicólogo que el entusiasmo del individuo era razonable, que se sentía más curioso que ansioso en cuanto a los resultados. Cuando se le preguntó si habría algún motivo que lo podría hacer salir del experimento, él había respondido que sí, solo si el último tiempo anterior al viaje fuera muy doloroso o muy triste, ese no sería un momento que quisiera repetir.

Nott tomó nota mentalmente de esta última frase y salió de su oficina.

—Señorita, es sumamente importante que entienda lo que le digo.

—Sí, comprendo –respondió Sofía a Nott.

Días después, en el centro de experimentación, Esteban firmaba el desistimiento a su viaje.

—Está todo perfectamente. No se preocupe, Esteban, ya habíamos previsto una alternativa. Los resultados a favor de su viaje no estaban saliendo todo lo satisfactoriamente que esperábamos.

—Gracias por su comprensión, comandante Nott.

—Siempre tendré en la memoria a esa hermosa mujer que era Sofía. Era una muchacha muy valiente. Lástima el accidente... Querer acompañarlo fue un acto de valentía y amor incondicional.

—Gracias.

El experimento se llevó a cabo un mes después. El individuo que fue sometido al Mecanismo de Traslado Temporal fue el comandante Nott.

Un mes más tarde, Sofía se presentó en el departamento de Esteban. Como era de esperarse, él reaccionó de manera imprevista.

—Estoy en un viaje –dijo sorprendido—, logramos trasladar la consciencia…

—No es un viaje, Esteban, yo nunca me fui realmente.

—¡No, es un viaje! Estás viva, yo estoy nuevamente contigo, por poco tiempo, hasta que vuelva a suceder el accidente. Pero… ¿cómo sucedió? Yo no entré en la máquina.

—No, amor, nunca hubo un accidente.

—¿Ves? No sabes nada. Todavía no ocurrió. Solo yo, que viajé con mi consciencia, lo sé.

—No es así, yo simulé el accidente, para que vos no viajaras.

—¿Qué clase de idea perversa es esa? ¡Tú nunca habrías hecho algo así!

—Lo siento muchísimo, Esteban, pero sí, lo hice.

—No, esto es un viaje. ¿Ves? Estás con vida. Esa es la prueba.

Sofía no acertaba las palabras que hicieran que Esteban aceptara lo que estaba pasando. Pasaron la tarde reconstruyendo los momentos que eran reales y los que no. Ella no esperaba esa reacción, estaba preparada para un rechazo, para un enojo desmesurado, para que la echara a la calle y le dijera que era una egoísta, pero nunca para una huida de la realidad.

Esa noche llegaron unos amigos a la casa de Esteban. Sofía tuvo que comparecer delante de ellos como ante un tribunal. Explicó sus razones. Algunos comprendieron, otros, no. Pero Esteban insistía en que el experimento se había llevado a cabo y que esos eran los resultados. En ningún momento reconoció que ella hubiera podido mentirle.

—Lo que pasa es que no viajaste. El experimento se demoró porque estaban haciendo las pruebas sobre el reingreso de consciencia. Y lo lograron.

Sin embargo, poco a poco, las barreras que él se había impuesto a sí mismo se fueron desmoronando y la verdad de Sofía comenzó a socavar su espíritu. Las dudas atenazaron su consciencia y perdió sus ataduras con la realidad, con el ahora. No sabía si creer en la ciencia, en las razones de Sofía, en el amor o en esa especie de paraíso que se había erigido en el medio de su razón y que lo ponía a salvo de cualquier maniobra de los sentimientos.

Finalmente cayó en ese último sitio que le aseguraba un dolor soportable.

Esteban tuvo que ser trasladado a un hospital. Los médicos que lo atendieron le diagnosticaron un cuadro complejo de psicosis.

En el centro de investigaciones, se inició un sumario. Se encontraron archivos con testimonios del comandante Nott, que aseguraban que estaba experimentando déjà vu permanentes desde hacía mucho tiempo y que, además, una sensación de extrañamiento se había apoderado de él. Como si todo lo que vivía fuera vivido por otra persona.

Los resultados del experimento fueron revisados por científicos de prestigiosas instituciones. Todos coincidieron en que las pruebas eran muy escasas, que no alcanzaban para darle continuidad al proyecto que fue catalogado el mayor fiasco científico y económico de la historia de la investigación, por lo que los recursos fueron reasignados.

Sofía sufrió un cuadro agudo de depresión cuando Esteban fue internado. Le pidió al médico que la atendía que la hospitalizara en el mismo lugar que él, pero aquel se lo negó. Al volver a su departamento, Sofía recorrió los lugares donde antes habían estado juntos: el sofá, la cama, el desayunador, el balcón con macetas. Al entrar en la cocina, se quedó mirando la canilla que goteaba, contando una a una cada gota. Después, enderezó las flores de la mesa, se sentó en el sillón del sofá, acomodó un par de almohadones y quedó catatónica.

El Dr. Dreyfus continuó sus propios experimentos en el más estricto secreto. Había descubierto algo nuevo y, como se había perdido el respaldo militar, no lo dio a conocer. Sin embargo, se lo vio visitar a Esteban en varias ocasiones, acompañado del comandante Heiss.

Los enfermeros del hospital le comentaron que, para calmar los arrebatos de este, debían recurrir a la música de Verdi.

En el otro extremo de la ciudad, Sofía parecía salir por un momento de su catatonia, alargando los labios como si sonriera, al sonar la marcha triunfal de Aída.

Años más tarde, al volver a ocupar el edificio del centro de experimentación, se encontraron, en un escondite, documentos que respaldaban nuevas pruebas de traslación de la consciencia, pero, en lugar de lograrse con una máquina, se los había realizado con reacciones químicas a través de un suero inyectable.

El juego es entropía cero y otros cuentos

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