Читать книгу A 100 peldaños de ti - MJBrown - Страница 9
ОглавлениеCOMPRAR COMO SI NO
HUBIERA UN MAÑANA
Elena
Me despierto temprano, bueno en realidad me he despertado varias veces a lo largo de la noche, aunque estaba cansada y necesitaba dormir, no he conseguido conciliar el sueño más de dos horas seguidas.
He estado en un duermevela continuo, por lo que me he levantado con la sensación de estar más cansada que nunca, y con una paliza en mi cuerpo que parece que he estado toda la noche subida a un ring de boxeo y me han dejado KO en el primer asalto.
Me preparo un café para despejarme, siento un poco de tristeza al ver que estoy sola, pero me doy ánimos diciéndome que es lo que yo he elegido, bueno en realidad es mi conciencia la que habla.
Estoy a punto de ponerle un nombre ya que últimamente es con quien mantengo las conversaciones más largas y lo de hablar con alguien sin saber cómo llamarle es un rollo, en fin, que al final entre unas cosas y otras me voy a volver loca si no lo estoy ya.
Vosotros ni caso, a veces se le va un poco la cabeza, pero es buena chica.
«Empiezas a caerme mal. Qué digo mal, fatal.»
Después del café me doy una ducha para espabilarme y destensar mi cuerpo, no hay mayor placer en mi vida que el de una ducha por la mañana, no sé qué poder tiene el agua pero a mí me viene fenomenal.
No sé si en vosotros tiene el mismo efecto, pero yo después de ducharme veo todo con más claridad y además de sentirme limpia por fuera, me siento limpia por dentro.
Me visto con ropa cómoda, unas mallas, una sudadera y unas zapatillas de deporte, enrollo mi pelo en una toalla para que se me seque y mientras me maquillo un poco.
No soy yo mucho de maquillarme pero viendo el careto que tengo es lo mejor que puedo hacer.
Gloria dice que no hay nada mejor para subirse la moral que ponerse un poco mona y subirse el guapo, aunque el mío hoy no sube ni dándole palmas, debe de estar bien escondido, porque lo busque por donde lo busque no lo encuentro.
Busco la mascarilla que compré hace unos días en la farmacia y unos guantes de látex, me pongo un pluma, cojo las bolsas de la compra y la lista que hice anoche y salgo de casa hacia el supermercado para hacerme con el avituallamiento necesario para el confinamiento.
Vamos que voy a comprar como si no hubiera un mañana.
Por lo que se ve la cosa se está poniendo cada vez peor y esto es más serio de lo que parecía o de lo que creíamos que sería.
Llego hasta el supermercado en mi coche, doy mil vueltas para encontrar aparcamiento.
Por lo que veo todos hemos tenido la misma idea, venir a comprar temprano. Al fin consigo aparcar fuera de los estacionamientos del súper, tan fuera que yo creo que si hubiera venido andando habría tardado menos en hacerlo, pero eso ya de igual y lo importante es que estoy aquí.
Me están entrando hasta ganas de hacerme la ola por lo bien que lo estoy haciendo.
Entro decidida en el recinto del supermercado, genial, hay una cola de mil demonios y solo podemos entrar de tres en tres, lo que quiere decir que hasta que no salen los tres que están dentro, no entran otros tres, vamos que tenía que haber echado un bocadillo porque yo creo que aquí me van a dar las mil.
Con la suerte que tengo últimamente no me extrañaría que cerraran el supermercado y yo siguiera en la cola esperando. Dios mío, me veo haciendo noche aquí para poder entrar mañana.
Relájate, Elena, que ya estás en plan melodramática.
«Tienes razón en esto, la de los dramas es mi madre.»
Inspiro, expiro, inspiro, expiro…
Veis lo que os contaba de mi conciencia, ya está aquí otra vez.
Tenemos que guardar un metro y medio o dos de distancia entre unos y otros, distancia de seguridad le llaman. La mayoría de nosotros vamos ataviados con nuestras mascarillas y nuestros guantes por lo que solo nos vemos los ojos y así es complicado reconocer a alguien conocido, pero la verdad es mejor no reconocer a nadie ni que nadie te reconozca a ti, porque todos nos miramos como si fuéramos delincuentes o sospechosos de algo. Qué desconfianza, qué recelo, qué todo, si hasta te encoges cuando alguien pasa a tu lado más cerca de lo que tú crees que es la distancia de seguridad.
La cola parece que avanza poco a poco, me asomo para ver si me queda mucho, y cuento que delante de mí hay treinta personas. Resoplo.
Me entran ganas de irme a mi casa y volver en otro momento o tal vez otro día, pero ya que estoy aquí y viendo que no tengo nada mejor que hacer me quedo y así una cosa que me ahorro.
Al menos estoy entretenida y no estoy en casa dándole vueltas a todo lo que me ha pasado. Que aunque no quiera pensarlo, ni decirlo, es muy fuerte.
Y no es por molestar, pero te recuerdo que se lo tienes que contar a tu madre.
«Lo sé, no hace falta que me lo recuerdes. Ya encontraré el momento adecuado para decírselo.»
Puedo ver que algunos de los que están delante de mí hacen fotos con sus teléfonos móviles, supongo que para subirlas a redes sociales con algún hashtag de esos que te aportan un montón de likes y nuevos seguidores.
Estas fotos formarán parte de la historia. Pero tú estás a otras cosas.
El mío lleva vibrando en el bolsillo de mi pluma desde hace un buen rato. Es Luis, que supongo que ha decidido no darse por vencido, o tal vez no ha entendido que le quiero fuera de mi vida, a pesar de haberle puesto de patitas en la calle.
¿Dónde estará?, me pregunto. Y de repente como que me entra un arrebato de tristeza que hasta puedo sentir cómo un escalofrío me recorre el cuerpo de la cabeza a los pies.
¿Y a ti qué te importa?
Es Olivia la que responde.
Olivia es el nombre que he decidido ponerle a mi conciencia, porque al pensar en ella me ha venido a la cabeza la imagen de la novia de Popeye.
Sí, ya sé que podría haber elegido a otra con un poco más de glamour y estilo, pero fue ella la primera que apareció en mi cabeza y ya no hay quien me quite esa imagen de ella, y bueno, al final el nombre compensa un poco la falta de todo lo demás que tiene.
Olivia no es la diosa interior de Anastasia Steel, la protagonista de Cincuenta sombras de Grey. Pero me vale, teniendo en cuenta que ni ella es una diosa ni yo soy Anastasia.
Y esperar en la cola de un supermercado, creedme, da para mucho.
Perdida en mis pensamientos y en mis tonterías, que como ya os habréis dado cuenta son unas cuantas, por no decir muchas, veo que la cola avanza un poco más.
Me asomo de nuevo para contar y mira, en este tiempo ya me he quitado a seis del medio. Miro la hora en mi móvil, y además de marcar la hora, por cierto son ya las once y media, lo que significa que llevo algo más de una hora aquí plantada, tengo veinte llamadas de Luis, tres de mi madre y cuatro de Gloria.
Vaya tela.
Las de Gloria las intuyo, serán para preguntarme qué tal estoy y las de mi madre estoy segura de que es para ponerme al día de todo lo que está ocurriendo con esto del coronavirus, siempre contado desde su punto de vista dramático. Si hay algo que le gusta a mi madre es un drama, y si no lo hay se lo monta ella, en eso nos parecemos mucho, como ya os habréis dado cuenta.
Paso de llamar a nadie, ahora mismo tengo que concentrarme en lo que tengo delante y cuando pienso en eso de concentrarme en lo que tengo delante, resulta que toda mi atención se debe concentrar en lo que tengo detrás.
Noto que alguien me da toquecitos en el hombro, sí, ya sé que se ha saltado la distancia de seguridad, pero cuando me doy la vuelta y me encuentro con unos ojos azules que parecen dos mares, solo por eso se lo perdono.
Es el chico que va detrás de mí en la cola. Mide alrededor de uno ochenta, va vestido con ropa de deporte, lleva una gorra de béisbol puesta, además de la mascarilla, por lo que solo he podido ver, sin evitar fijarme, esos ojos que se han clavado en mí, son tan azules que parece que el azul de la mascarilla se ha reflejado en ellos, están llenos de luz pero también intuyo cierto halo de tristeza, y yo que estoy muy sensible siento cómo los míos se arrebatan de lágrimas.
Se dirige a mí de forma amable, mientras yo intento controlar mis inoportunas lágrimas. Retiro mi mirada de la suya, levanto la cabeza al cielo y soplo, porque siempre he querido hacer este gesto. Lo he visto en las películas y parece que funciona y además da un toque como muy interesante.
La voz del chico con los ojos bonitos me hace volver a la realidad.
—Oye, perdona, solo quiero decirte que no me voy, es que tengo que ir al coche un momento. No creo que tarde mucho, pero es para que me guardes la vez.
—Ah, vale. No te preocupes.
Es lo único que acierto a decir.
La cola avanza de nuevo y yo siento cómo la emoción o más bien la ansiedad se va apoderando de mí cuando me doy cuenta de que no falta mucho para poder entrar.
Observo cómo salen tres y entran otros tres y estoy a punto de ponerme a bailar sevillanas cuando la poca cordura que tengo hace presencia en mí.
Si todo va bien en dos turnos entro yo, porque solo quedan delante de mí dos hombres, una chica y una señora, después vamos yo y el chico que me ha pedido que le guarde la vez.
Y al comprobar que ambos entramos en el mismo turno, esta vez sí doy palmaditas de emoción. Me muerdo el labio inferior, cierro los ojos y muevo mi cabeza en señal de negación, pensando en que no puedo estar peor de la cabeza.
Pero parte de culpa de todo este comportamiento lo tiene Olivia, que a veces parece tener vida propia y me lleva a hacer más de una vez el ridículo y a tener comportamientos más bien propios de una adolescente que de una mujer adulta de casi treinta años.
Mientras estoy haciendo mis cálculos y cábalas aparece de nuevo el chico de los ojos bonitos, me avisa que ya está aquí dándome otro toquecito en la espalda.
—Gracias —me dice.
—De nada —respondo.
—Vaya lío con todo esto.
—Pues sí.
—Esperemos que no se alargue mucho tiempo y que todo salga bien.
—Esperemos.
—Yo es que además soy nuevo en la ciudad y todo este lío me ha cogido un poco por sorpresa.
—Vaya.
—Cosas que pasan.
—Bueno, al menos estos días que no vas a poder salir de casa, no podrás perderte en la ciudad, por no conocerla.
—Ja, ja, ja, ja, pues no lo había pensado.
—Todo tiene sus ventajas —le digo encogiéndome de hombros y haciendo una mueca con mi boca, que por cierto no puede ver por culpa de la mascarilla.
La cola avanza y por fin entramos.
—Nos toca —me dice él tan simpático.
—Ya veo.
Sí, ya sé que no estoy haciendo mucho alarde de simpatía y tal vez ni siquiera de buena educación. Pero es que no tengo ganas de nada y menos aún de entablar conversación con nadie y mucho menos con un desconocido.
Sé que Olivia está deseando meter baza en todo esto, pero me he concentrado tanto que la tengo callada para que no me deje en ridículo, que ella es muy dada a ello. Bastante que le dejo tocar las palmas y hacer la ola como si estuviéramos solas. No me he puesto a bailar de sevillanas de milagro.
Saco mi lista de la compra, y voy recorriendo los pasillos en busca de todo lo que he apuntado, incluido el papel higiénico, que no sé por qué coño a todos nos ha dado por considerarlo como algo de primera necesidad. Además añado un par de botellas de vino, una pizza cuatro quesos y varias tarrinas de helado de chocolate.
La pizza casi la he cogido por inercia, era la única que quedaba en la vitrina de los refrigerados y las botellas de vino más que nada ha sido una compra impulsiva, las tienen colocadas al lado de la caja y cuando quieren vender algo lo colocan ahí con toda la intención, y yo en vez de coger una, hala, cojo dos. Ancha es Castilla.
Estoy convencida de que las han colocado ahí con toda la intención para que nos demos al alcohol y no salgamos de casa gracias al pedo que llevamos.
Vamos, que nos quieren confinados y borrachos.
En mi caso con un par de copas de vino tengo más que suficiente para cogerme la cogorza del siglo, así que conmigo no van a tener problemas.
Y las tarrinas de helado de chocolate, pues para compensar mi desamor o lo que sea que ahora mismo siento.
En fin, que salgo del supermercado cargada como una burra. Cuando haces la lista parecen pocas cosas, pero cuando te pones a comprar llenas el carro y no te has ni dado cuenta. Y por supuesto más de la mitad de las cosas que llevas no estaban apuntadas en la lista.
Un desastre.
Cargo todas las bolsas en el carro para llegar hasta el coche, escucho las ruedas de otro carro rodar detrás de mí. Sonido que por cierto me pone muy nerviosa, no sé si a vosotros también, pero yo ese traqueteo de ruedas en las superficies rugosas no lo soporto.
Me giro y me encuentro con el chico de los ojos bonitos.
—Bueno, parece que por lo menos nosotros hemos conseguido lo que necesitábamos.
Vuelve a hacer derroche de simpatía.
—Sí, eso parece.
Y yo vuelvo a hacerlo de antipatía.
Sigo mi camino y él sigue detrás de mí.
Llego hasta mi coche, que como ya os dije lo he aparcado donde Cristo pegó tres las tres voces, y me paro delante de él para colocar toda la compra en el maletero. Ojos bonitos pasa por mi lado y se para un poco más adelante, el suyo parece estar donde Cristo perdió el mechero.
Es que a Cristo le dio por pegar voces y perder el mechero muy lejos. Madre mía estoy fatal, ya lo sé.
Vosotros a algunos de mis desvaríos ni caso que ha este paso terminamos todos tarados, la escritora y los lectores.
Cuando coloco toda la compra en el maletero y tengo intención de devolver el carro, la voz de Ojos Bonitos vuelve a sobresaltarme.
—Voy a llevar mi carro, si quieres puedo llevar el tuyo.
—No hace falta, de verdad. Así me doy otro paseo que no sé cuándo volveré a pisar la calle. Gracias.
—Como quieras.
Estás siendo muy poco amable, y además de unos ojos preciosos, tiene un culo que te mueres.
«Vamos, Olivia, para mirar culos estoy yo ahora.»
Sé que el pobre solo quiere ser amable conmigo, está en una ciudad nueva y creo que intenta hacer amistad conmigo, pero yo la verdad ahora mismo no tengo ganas de nada. Además, qué tontería lo de hacer amistades con la que está cayendo, si no podemos ni salir a tomar un café ni a la puerta de casa a fumarte un cigarro.
Yo no fumo, pero después de comprar dos botellas de vino sin ser bebedora lo mismo me da por fumar también, que me está dando por coger unos vicios más tontos.
Emprendo mi camino para devolver el carro, él me sigue. No sé si es mi imaginación o qué pero creo que tiene algún tipo de fijación conmigo.
No te hagas ilusiones, Elena, es solo que los dos vais en la misma dirección para dejar los carros en su sitio. A veces eres demasiado engreída.
Ignoro a Olivia y sigo caminando.
Dejamos los carros casi a la par y emprendemos el camino de regreso hacia los coches. Él sigue caminando detrás de mí, eso sí manteniendo la distancia de seguridad que nos han impuesto.
—Que vaya todo bien —me dice cuando ve que ya he llegado a mi destino.
—Igualmente —respondo sin demasiado entusiasmo.
Subo al coche y lo pongo en marcha para irme a casa y encerrarme en ella, que ahora mismo es lo único que me apetece. Bueno, eso y tirarme en el sofá a comer helado de chocolate hasta terminar con las existencias, en plan Bridget Jones, me pienso poner el pijama hoy y no quitármelo hasta que no termine el confinamiento.
No, si al final esto de la cuarentena me va a venir bien para llorar todo lo que me dé la gana y no tener que verle la cara a nadie mientras cuento que no hay boda, que el imbécil de mi ex ha decidido que no necesita un papel para estar conmigo, y yo a su vez he decidido echarle de mi vida para siempre.
Qué desastre de vida.
Una vez más ha decidido él por los dos, sin pensar si yo necesito un papel o no.
A ver, que no es que lo necesite, ni lo quiera, pero coño, que a mí me hacía una especial ilusión lo de montar todo este número de la boda. Vestirme de blanco, entrar en la iglesia del brazo de mi padre y después celebrar con todo el mundo lo mucho que nos queríamos.
«¿Porque nos queríamos, no?»
Ya os habréis dado cuenta de que soy un poco bruta y que además me dejo llevar por impulsos pero tengo ese punto romanticón que todas o casi todas las mujeres tenemos, y joder, que lo de casarme, tener hijos y comer perdices mientras somos felices me apetecía un montón. Bueno y me sigue apeteciendo, aunque está claro que con Luis no va a ser.
Tú que te veías con un montón de Luisitos y Elenitas correteando por casa. Ains, ahora resulta que estás soltera y confinada. No se puede tener más mala suerte.
«Por Dios, Olivia, a veces me crispan tu falta de tacto y tus derroches de sinceridad.»
Bueno pues con todos estos pensamientos llego hasta el parking que hay fuera de casa, aunque en el edificio hay garaje yo prefiero dejarlo fuera. Más que nada por la salud de mi coche, que tiene una fijación increíble con las columnas que separan cada plaza de aparcamiento y también por la mía propia.
Cada vez que he intentado aparcarlo dentro me cuesta sudores, lágrimas y hasta contracturas en la espalda y las cervicales de todas las maniobras que tengo que hacer hasta que consigo dejarlo en su plaza correspondiente y no en la de ningún vecino.
Y por supuesto sale de mí la parte más barriobajera, al cagarme en el coche, en el constructor del garaje, por supuesto en el arquitecto y hasta en el albañil que puso el primer ladrillo. Creo que ninguno pensó en todas esas personas que no somos demasiado diestras a la hora de maniobrar en espacios tan reducidos.
En fin, a lo que iba, saco las bolsas del coche y el paquete de veinticuatro rollos de papel higiénico. A estas alturas ya empiezo a preguntarme para qué quiero yo tantos pero oye, nunca se sabe. Lo coloco todo de tal forma en mis manos y mis brazos para asegurarme de no tener que dar otro viaje hasta el coche.
Bueno pues después de hacer malabares, ya tengo las bolsas colocadas en mis manos y el paquete de rollos de papel debajo de uno de mis brazos, y así cargada como una mula recorro los apenas quinientos metros que me separan del portal de mi casa.
En condiciones normales no es nada, pero para mí hoy todo esto está suponiendo casi lo mismo que correr la maratón de Nueva York. No es que yo la haya corrido ni mucho menos, pero con la sudada que llevo encima y el agotamiento que tengo en estos momentos, supongo que así es como deben de sentirse los corredores al cruzar la meta.
Por fin llego hasta la puerta del portal, si no fuera porque tengo las manos ocupadas me aplaudo y todo, por lo bien que lo estoy haciendo.
Meto la llave en la cerradura y la empujo con el pie para no tener que tocarla, le doy con tal ímpetu que la puerta rebota contra el tope que hay en la pared y vuelve a toda velocidad hacia mí, vuelvo a poner el pie para sujetarla y que no rebote contra mi cara porque la jodía venía directa a ella.
Una vez controlada, cojo aire y lo expulso mientras vuelvo a empujarla hacia atrás, esta vez con menos fuerza y aprovecho para entrar dentro del portal.
Una vez conseguida esta prueba, no sin parecer un recortador de toros porque he encogido mi culo y he curvado mi espalda para pasar, llego hasta el ascensor y le doy al botón de llamada con el codo, resulta que ahora hay que pulsar los botones con esta parte del cuerpo y yo además sigo con mis manos ocupadas, si las suelto estoy segura de que no seré capaz de volverlas a colocar tal y como las tenía.
El ascensor por fin llega a la planta baja, consigo abrir la puerta no sin hacer otra serie de malabares. Entro de nuevo tal y como lo hice en el portal, es decir encogiendo el culo y curvando la espalda, y por fin pulso el botón de mi planta, la décima y última.
Otra de las decisiones de Luis, elegir la última planta sin tener en cuenta mi opinión, ni mi miedo a las alturas.
Después de dar más vueltas que un caballo de tiovivo, buscando el piso ideal para nosotros, decidió —sí, decidió— que este era el que estábamos buscando, sin tener en cuenta mi pánico a las alturas.
Pero según él desde la enorme terraza y a esa altura teníamos las mejores vistas de la ciudad. Razón no le faltaba, pero que alguien me explique para qué quiero yo las mejores vistas de la ciudad si no puedo casi a salir a la terraza sin que me suden las manos y entre en barrena por un ataque de pánico.
Llego hasta la última planta y empiezo a encontrarme ya más cerca de la meta, le doy otra patada a la puerta del ascensor para abrirla, como ya hice con la del portal y, claro, vuelvo a ser atacada por ella.
Cuando voy a poner el pie para sujetarla y que no vuelva a cerrarse, el paquete de veinticuatro rollos de papel se me cae al suelo, me agacho para recogerlo teniendo que soltar las bolsas en el suelo, así que la puerta se cierra y yo, mis bolsas y mis rollos de papel higiénico seguimos dentro.
Siento cómo el ascensor empieza a moverse.
Joder, si yo creo que no le he dado a ningún botón.
Alguien lo ha pulsado y voy directa otra vez a la planta de abajo.
Mierda, mierda, mierda y mierda.
Llego otra vez a la planta baja, tal y como he imaginado e intentando controlar toda mi compra.
La puerta del ascensor se abre sin que yo haya hecho nada esta vez, levanto mi cabeza y me encuentro con unos ojos frente a mí.
Abro los míos en señal de sorpresa y doy gracias al cielo por llevar mascarilla y que no pueda ver la cara de imbécil que seguro se me ha quedado.
Mira qué suerte, Ojos Bonitos otra vez frente a nosotras. Elena, haz un aleteo con tus maravillosas pestañas. Yo creo que aquí hay tema o al menos es una señal de que puede haberlo.
«Para aleteos de pestañas estoy yo, Olivia.»
No veo nada, las gafas se me han empañado al llevar la mascarilla puesta, así que por mucho que aletee las pestañas no se me ven. Además, que no está la cosa para esto.
Nos miramos sorprendidos, intento recomponerme, me atuso el pelo que a esta hora de la mañana y con todo lo que llevo encima debe estar hecho un desastre.
—Joder, qué susto. ¿Qué haces aquí? —pregunto mientras dejo caer otra vez algunas de las bolsas, que había conseguido coger, al suelo en señal de derrota. Y es tal el estado de nervios que me entra que me da por reírme y llorar a la vez.
El chico de los ojos bonitos me mira un tanto asustado, no me extraña, yo también lo haría, en estos momentos debo de parecer una loca y además peligrosa.
Me pregunta que si estoy bien y le respondo que sí.
—Estoy un poco nerviosa con todo esto, nada más.
Me encojo de hombros e intento colocarme otra vez todas las bolsas en mis manos, porque yo lo único que quiero es llegar a mi casa y encerrarme en ella hasta que todo esto pase.
—Ey, tranquila, rizos. Ya verás como todo sale bien. Con respecto a tu pregunta sobre qué hago aquí, la respuesta es que vivo aquí.
Me responde de forma pausada y con una sonrisa, sé que está sonriendo porque sus ojos se han achinado.
—¿Aquí, dónde? —pregunto como si no supiera que aquí es aquí y dónde es dónde.
—Aquí.
Responde con toda la santa paciencia que le han regalado y que yo no tengo. Estoy segura de que el día que la repartieron yo estaba en otras cosas.
—¿Desde cuándo?
Podría haberme dicho que a mí que me importa, pero en lugar de hacerlo me cuenta desde cuándo es mi vecino y además me dice la planta en la que vive.
—Desde ayer. 5º A. ¿Y tú?
—Desde hace cuatro años, cuando… —Me callo, qué le importa a él por qué me vine a vivir aquí.
—¿Vives sola?
Frunzo el ceño y me quedo callada. Por supuesto no voy a responder a esa pregunta.
—Perdona, ha sido una pregunta estúpida. No quería molestarte.
—Sí —respondo.
—¿Con ese sí te refieres a que sí vives sola o a que sí es una pregunta estúpida?
Sus ojos vuelven a achinarse y sé de nuevo que vuelve a sonreír.
Y me sorprendo imaginando cómo será su sonrisa.
Elena, te estás distrayendo.
Muevo mi cabeza para volver a la realidad y
responderle.
—Sí, a las dos cosas.
Vale. Había dicho que no le iba a decir nada sobre mi vida privada, pero sus disculpas y esos ojos tan bonitos y esa mirada tan tierna han podido conmigo.
—Pareces un poco agobiada con la compra, si quieres puedo echarte una mano.
Olivia se revuelve en mi cabeza, la mando callar mentalmente antes de que diga nada, estoy segura de que no está pensando nada bueno, si nos conoceremos ya a estas alturas de la vida.
Resoplo porque, la verdad, no le falta razón, esta situación me está superando. Me encojo de hombros en señal de que me rindo y dejo que me ayude.
—Verás, vamos a hacer una cosa. Deja aquí abajo un par de bolsas y sube las otras dos y el paquete de rollos de papel higiénico. Que veo que no lo sueltas.
Suelta una carcajada cuando dice esto último y yo lo miro entre enfadada y aliviada. Enfadada porque tengo la impresión de que se está riendo de mí, pero la verdad es que no he soltado el paquete ni un solo momento. Y aliviada porque en realidad necesito ayuda, en otras circunstancias me hubiera apañado yo sola sin problema, pero toda esta situación especial y mis circunstancias personales están sacando la parte más torpe de mí, esa de la que aún no era consciente que existía.
—Dejas lo que llevas en casa y vuelves a por el resto de la compra, yo te espero aquí. Así no vas tan agobiada.
—Vale. —Es lo único que sale de mi boca.
Joder, Elena, donde está tu verborrea, tu boquita de piñón…
«Ni idea, Olivia, yo también estoy sorprendida.»
Llego de nuevo hasta mi planta y dejo todo al lado de la puerta de casa, vuelvo a bajar para recuperar el resto de mi compra y jurándome que no vuelvo a salir de ella hasta que todo esto no acabe.
Entro en el ascensor y bajo hasta la planta baja, abro la puerta y grito «¡YA ESTOY AQUÍ!» y levanto mis brazos en señal de triunfo.
El chico de los ojos bonitos suelta una carcajada y yo no puedo evitar contagiarme al darme cuenta de que debo haber parecido un tanto patética.
—Pues venga, cargas las otras dos bolsas y ya terminas.
—¡¡¡Síííííííí!!! —digo emocionada mientras cojo mis bolsas y entro de nuevo en el ascensor dándole las gracias.
Dejo que la puerta se cierre y veo que se para a mitad de camino, la ha parado Ojos Bonitos.
—No me has dicho en qué piso vives.
Y claro, después de tanta amabilidad tengo que responderle.
—10º A.
—Justo cinco pisos más arriba que yo —me dice en ese tono tan amable que le caracteriza—. Por cierto, soy Aris.
—¿Aris?
¿Quién coño se llama Aris?
Ya está aquí Olivia, que le ha dado por tomar protagonismo esta mañana, pero claro, ella ha preguntado lo que yo no me atrevo a preguntar.
—Aristóteles.
Mira, pregunta resuelta.
—¿Onassis?
—No, González. Siento haberte decepcionado.
Suelta una carcajada y se encoge de hombros.
—Yo soy Elena. No pienses que soy una maleducada, pero dadas las circunstancias no voy ni a darte la mano, ni tampoco dos besos.
—Ya, ya, no te preocupes, ya habrá ocasión de besarnos.
Y ese besarnos me suena a gloria bendita.
Ha dicho besarnos, ha dicho besarnos, ha dicho besarnos.
«Joder, Olivia, ya lo he escuchado, haz el favor de callarte que a veces pareces un loro repitiendo todo lo que escuchas.»
—Sí, claro. Bueno lo dicho, ya nos veremos —respondo.
—Si necesitas algo, ya sabes dónde vivo.
—Gracias. Lo dicho, ya nos veremos.
Y me despido de él diciendo adiós levantando mi mano y moviéndola en plan reina Isabel II. Si es que no puedo ser más ridícula.
—Y nos besaremos.
Lo escucho cuando la puerta ya se ha cerrado y el ascensor pone rumbo hasta la décima planta.
Y cuando escucho ese «y nos besaremos» siento cómo un escalofrío recorre todo mi cuerpo haciendo incluso que me estremezca.
Llego por fin hasta mi planta, que lo mío me ha costado. Jamás pensé que hacer la compra fuera tan complicado. Que ya sé que no lo es, pero a mí hoy me parece todo un mundo.
Meto todas las bolsas en casa, cierro la puerta tras de mí y apoyo mi espalda sobre ella, dejo resbalar mi cuerpo hasta quedar sentada en el suelo y rompo a llorar, que ya hacía un buen rato que no lo hacía.
Pero no sé si lo hago por el abandono de Luis o porque empiezo a estar realmente asustada por todo lo que tenemos encima.
Que nos hemos estado riendo de los chinos durante un mes por hacer hospitales en dos días y resulta que nosotros estamos montando uno en el IFEMA, muy típico de los españoles reírnos de todo.
Pero ya lo dice el refrán: «Cuando las barbas de tu vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar», pues resulta que a nosotros las barbas nos las están cortando, sin remojar, sin anestesia ni nada. Vamos que el coronavirus nos ha cogido en bragas y además de las feas, de las de cuello alto.
Tras esta última empanada mental consigo tranquilizarme y relajarme. Me despojo de los guantes, de la mascarilla y del pluma y suelto todo el aire que tengo en los pulmones, que creo que ya lo he retenido durante bastante tiempo, y la verdad no me apetece morir asfixiada y mucho menos sola en mi casa.
Desinfecto y coloco todo lo que he comprado, incluyendo las dos botellas de vino y los veinticuatro rollos de papel higiénico, que ahora que lo pienso no sé para qué quiero tantos. Quién sabe, a lo mejor en unos días puedo cambiarlos por cosas más útiles o bien venderlos a precio de oro.
Me cambio de ropa y me pongo el pijama, porque ya he dicho que pienso pasarme toda la cuarentena en este plan. Compruebo el móvil, más llamadas de Luis, más llamadas de mi madre y más llamadas de Gloria.
Son las dos y media y yo sin nada preparado para comer, así que toca improvisar.
Marchando una de huevos rotos.
Son mi especialidad, más que nada porque suelen romperse sin que yo tenga intención de hacerlo.
Pues ya está, menú resuelto y además me voy a tomar una copa de vino y después me voy a dormir una buena siesta, que después de lo que llevo vivido en tan solo dos días, mi cuerpo necesita un copazo y un descanso.
Frío las patatas, frío los huevos, me sirvo la copa de vino, pongo todo en una bandeja y me siento en el sofá para comer mientras veo las noticias.
Menuda sobremesa me van a dar con el estado de alarma, ya verás como hoy no hay ni película de Antena 3 ni nada de eso.
Ainssssss, con lo que me gustan a mí las true stories. Sí, las basadas en hechos reales. No sé si os habéis dado cuenta de que la mayoría de ellas empiezan con estas palabras dichas por un señor con una voz súper aguda y que estremece.
Primero dice el título de la película y después suelta lo de «basada en hechos reales».
Yo en ese momento suelo acurrucarme en el sofá con mi manta y a dormir se ha dicho. No sé qué me pasa con estas películas y con la voz de ese señor, que me duermo ipso facto y resulta que cuando me despierto ya va a empezar la segunda película de la tarde.
Pues tal y como os he contado y ya había predicho, me despierto al inicio de la segunda película. Me he dormido como una ceporra, vamos que creo que he babeado y todo. Y es que hoy era de esperar, entre la copa de vino, la nochecita toledana que he pasado y toda la aventura con la compra, pues mi cuerpo necesitaba dormir, otra cosa será que esta noche vuelva a hacerlo.
Pues nada, que después de la siesta me pongo a devolver llamadas, solo a mi madre y a Gloria, por supuesto a Luis ni agua, es más, lo voy a bloquear.
Eso es lo que tienes que hacer, bloquearlo.
«Pues ya se te podía haber ocurrido antes, Olivia, porque vaya día que me está dando.»
Pues eso bloqueado, anda y que le den. Y así bloqueándolo intento convencerme de que nunca ha existido, hasta que llamo a mi madre.
—Ya está bien que me cojas el teléfono. ¿Dónde andas?
Me entran ganas de decirle que a ti qué te importa, mientras suelto un bufido, pero mejor tener la fiesta en paz, que le tengo que dar el disgusto del siglo.
—Hola, mamá.
—Ni hola ni holo. Llevo todo el día llamándote y tu ignorándome.
Yo en son de paz y ella en plan guerrero. Si es que me busca, joder.
—A ver, mamá, he tenido que hacer cosas. He salido a comprar y la verdad es que está todo tan complicado, que se tarda el doble en hacer las cosas. Hay colas para entrar en los supermercados, entras de tres en tres y bueno, que está todo muy liado. Y he llegado a casa tarde, he comido y me he dormido un rato de siesta.
Por supuesto no voy a decirle que ese rato han sido casi tres horas.
—Mira, Elena, que tal y como está todo, la barbacoa de mañana se ha suspendido, pero hija, tengo tanta comida en casa que he pensado que podías llevarte algo a la tuya para estos días. Además he preparado un cocido, que sé que a Luis le gusta mucho cómo lo hago, unas croquetas, albóndigas y unas lentejas.
Resoplo y pongo los ojos en blanco antes de continuar.
—A ver, mamá, lo de la barbacoa lo imaginaba. Pero no voy a ir a tu casa para traerme cosas, las congelas y en cuanto podamos juntarnos pues nos las comemos. Y el resto de comida pues haces lo mismo porque no voy a salir de casa, además yo también sé cocinar.
—Ya hija, pero es que no sé, con los nervios me ha dado por hacer comida, lo tengo todo preparado en recipientes. Vienes, los recoges y te vas otra vez a casa, o dile a Luis que pase a buscarlos. ¿Estáis bien?
Y dale con Luis, que si ha hecho un cocido porque a él le gusta, que si que vaya a recoger la comida.
—Sí, mamá, estoy bien.
Cambio el plural de ella por el singular mío, para ir entrando en terreno, porque le tengo que contar que Luis y yo ya no estamos juntos, que no hay boda y que le he echado de casa en plena cuarentena.
—No vamos a ir ninguno de los dos, mamá. No se puede salir de casa.
—Pues le digo a tu padre que coja el coche y te lo lleve todo. ¿Te parece bien?
—¡NO SE PUEDE SALIR DE CASA, MAMÁ! ¿QUÉ PARTE NO HAS ENTENDIDO? —le grito un tanto exasperada.
—Vale, vale. Por Dios, cómo te pones, pues tendré que congelar todo y nos lo comeremos poco a poco.
—Eso, mamá, así ya no tienes que cocinar en lo que queda de cuarentena.
Es que estoy segura de que ha cocinado como si tuviera que alimentar a todo el ejército español.
—Bueno, mamá, te dejo que tengo que hacer cosas y organizarme con Gloria. Un beso y cuidaos mucho.
—Igualmente, hija, un beso muy grande para ti y otro para Luis. Ay, Elena, espero que esto pase pronto para que podamos celebrar la boda sin problema. Qué lío todo esto, hija, pero bueno seguro que para entonces todo estará solucionado.
—Seguro, mamá.
Y cuelgo porque no me atrevo a quitarle la ilusión de la boda y sobre todo porque no me atrevo a contarle que aunque esto pase tarde o temprano, Luis y yo no nos vamos a casar.
Me queda devolver la llamada a Gloria, que también me ha llamado un millón de veces y no le hecho ningún caso, pero creo que ya lo haré mañana porque hoy ya no tengo ganas de hablar con nadie más.
Le escribo un wasap para informarle de que todo está bien, pese a las circunstancias, y de que mañana la llamaré para hablar con ella.
Salgo a aplaudir, que desde ayer los españoles tenemos una cita a las ocho de la tarde en nuestros balcones para llenar las calles vacías de gente de aplausos a todos los sanitarios y a todos los que nos mantienen a salvo de esta pandemia, que ha llegado a nuestras vidas arrasando.
Aplaudo con ganas y me emociono al ver cómo las ventanas y balcones se llenan de gente, de aplausos y de voces de ánimo. Coño, qué bonito ver que por una vez todos los españolitos nos ponemos de acuerdo en algo.
Hago un repaso de lo que tengo anotado en la agenda para esta semana y me apunto todo lo que tengo que consultar con Gloria.
Hora de cenar.
Me decido por la pizza que he comprado esta mañana, como si no hubiera tenido suficiente con la cantidad de calorías que he ingerido este mediodía con los huevos rotos, y además me sirvo otro vinito, que así me ayuda a dormir.
Mientras se hace la pizza busco algo que ver en la tele, la verdad es que a mí lo que me apetece en estos momentos es ver pelis de esas romanticonas, de las de llorar, de esas que a pesar de todo siempre terminan bien y con boda, si es que no puedo ser más masoquista, con un poco de suerte encuentro alguna haciendo zapping.
Estaréis pensando que lo suyo sería hacerme algún maratón de series en Netflix, pero es que creo que debo de ser la única mortal en todo el planeta que no lo tiene, así que me tengo que conformar con lo que pongan en la tele.
Me como la pizza, me bebo la copa de vino y sigo sin encontrar nada que ver.
Escribo en mi diario todo el día de hoy, incluido mi encuentro con Ojos Bonitos, y me voy a la cama con intención de leer alguna cosa. Pero debe de ser el cansancio o de nuevo la copa de vino lo que me hace caer en los brazos de Morfeo cuando apenas he leído diez páginas.
Apago la luz, y me acurruco en mi lado de la cama para terminar el segundo día de mi nueva vida y mi primer día de confinamiento.