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ОглавлениеII. EL CONTEXTO Y ESTUDIO DE LA LEY DE RESPONSABILIDADES POLÍTICAS
LA REPRESIÓN DE POSGUERRA
La incoación, instrucción y fallo de los procedimientos por responsabilidades políticas tuvieron lugar en un contexto muy concreto de miserias, violencia y contrarrevolución de género. El grueso de las actuaciones se extiende, en la provincia de Valencia, desde 1939 hasta 1946-1947, una década marcada por el círculo vicioso del hambre, la miseria y las enfermedades infecciosas. Según Miguel Ángel del Arco, la «España de los años cuarenta roza el esperpento» hasta tal punto que «si no fuese por los sufrimientos y muertes de gran parte de la población, tendría tintes de cómico».1
Por su parte, la persecución del considerado enemigo no cesó tras el final del conflicto bélico. La guerra continuó por otros medios, cambiando los frentes de batalla por los consejos de guerra, las cárceles atiborradas o los batallones de trabajo.2 Así, el fin de las estrategias militares puede ser considerado una «formalidad», y la dictadura franquista, una «larga paz incivil» o una «paz retórica».3
Actualmente, existe en la historiografía especializada un amplio consenso en torno al carácter violento y represivo de la dictadura, a su condición de pieza básica, central y estructural, y a la importancia de este como uno de los elementos claves para su mantenimiento. Asimismo, se recalca su brutalidad, complejidad y versatilidad, a la par que se señalan elementos diferenciadores respecto a otras dictaduras de entreguerras.
Por ejemplo, Julián Casanova se refiere a ella como la médula espinal de la dictadura de Franco y como parte integral en la formación del Estado franquista. En la misma línea, Francisco Moreno define la violencia no como algo episódico, sino como un componente fundamental del franquismo y un pilar del nuevo Estado.4 Así, este sistema represivo orquestado por los sublevados constituye, según Julio Aróstegui, la característica más destacada por su duración y por concurrir como un elemento determinante en todas las etapas de su configuración. Además:
El régimen de Franco se encuentra entre los regímenes políticos que de forma más permanente, sistemática, institucionalizada y eficiente para sus fines practicaron la coerción, la violencia política y la exclusión entre todos los que se instituyeron como poder totalitario.5
Por su parte, Javier Rodrigo incide en la imposibilidad de eliminar la variable de la violencia al buscar la naturaleza política del régimen y la explicación de su larga duración. Esto es: «el franquismo echó las bases de su larga duración en la enorme inversión en violencia realizada en la guerra y la posguerra, para después ir administrando sus rentas». A este respecto, en consonancia con los anteriores, apuesta por caracterizar la violencia como «estructural y preventiva» para ayudar a comprender sus «continuidades y readaptaciones».6
Finalmente, Ismael Saz explica el carácter de la represión en la combinación de la voluntad de revancha, venganza y exterminio del enemigo político con la ausencia de un proyecto integrador y la propia inseguridad de un proyecto puramente reaccionario. Ello la diferencia de las dictaduras fascistas:
La dictadura franquista, a diferencia de las fascistas, nunca concibió la violencia y la represión como un expediente transitorio a la espera de que los nuevos mecanismos de integración y movilización permitieran ampliar las bases del apoyo popular.7
Su brutalidad, su complejidad y sus efectos, han convertido los diferentes mecanismos de represión, control y coerción en un tema de interés preferente entre los historiadores del franquismo, con un claro predominio de los estudios centrados en la posguerra. Aunque continúan existiendo numerosos espacios en blanco, el volumen de bibliografía que se ha generado en torno a esta cuestión es inmenso. Asimismo, gran parte de la investigación sobre la represión de posguerra, al menos la realizada desde las universidades, ha alcanzado un notable, si no sobresaliente, grado de precisión conceptual –no exenta de debate–, reflexión y diversidad en cuanto al estudio de aspectos claves para complejizar y profundizar en el funcionamiento de la maquinaria represiva.
La represión en la posguerra fue un fenómeno polifacético o poliédrico, en el que se conjugaron múltiples mecanismos de manera simultánea e interconectada, de ahí su complejidad. Los diferentes tentáculos se daban paralelos, se entrelazaban, se retroalimentaban; y ello potenciaba recíprocamente su capacidad represiva y de control. Cumplieron una función punitiva, pero también legitimadora y de control. Como señala Manuel Álvaro:
La represión se erigió como elemento estructural del régimen franquista, para preservarlo de cualquier atisbo de oposición, pero también como instrumento de legitimación. Por eso, el franquismo se afanará desde fechas tempranas en definir pormenorizadamente las conductas de la anti-España que determinaron la actuación salvadora del Ejército, frente a las cuales, aun erradicadas del solar patrio, la nueva España no podía bajar la guardia.8
Asumiendo el riesgo que supone cualquier tipo de ordenación de un fenómeno complejo, puede hacerse una clasificación primaria que distinga entre modalidades judiciales y no judiciales de la represión de posguerra. Esto es, entre aquellas modalidades que bebían de una norma y las que no. Las primeras se equipararían, siguiendo otra fórmula de sistematización, a la «represión contable». Según Antonio Calzado, sería aquella que, en la medida que la documentación conservada y consultable lo permite, puede ser contada, cuantificarse. Esto es, pueden ofrecerse estadísticas de su funcionamiento e incidencia, y análisis sociológicos.9
Entre las modalidades judiciales de esa represión de posguerra, conviene detenerse en la justicia militar. Por su relación con las Responsabilidades Políticas y porque se erigió como el principal resorte de punición. Combinó ser habitualmente el «primer juicio», un carácter masivo –que no indiscriminado– en cuanto al número de afectados y la mayor eficacia sancionadora, máxime si se considera que su gama de penas puede ser considerada la más dura y dramática.10
La justicia militar, o «represión judicial militar», se ponía en marcha con la declaración del estado de guerra mediante bando, automático tras la ocupación por parte de las tropas franquistas y vigente hasta 1948. Pablo Gil la ha definido como una
suerte de entramado dirigido a juzgar individuos a partir del 18 de julio de 1936 sobre la base procesal y penal del Código de Justicia Militar de 1890 corregida por diversos «bandos de guerra» que finalmente confluyeron en el 28 de julio de 1936, así como por otras disposiciones de carácter procesal.11
Un complejo entramado jurídico-militar que estuvo en permanente construcción durante la Guerra Civil atendiendo a las necesidades de los sublevados. No obstante, el momento álgido se sitúa, según Jorge Marco, en cinco meses de 1936. Según este autor, «entre julio y noviembre de 1936 los militares habían logrado construir la arquitectura de la justicia militar». Entre otros, se unificó el referido bando, se ratificó la preeminencia de la justicia militar sobre la ordinaria y se restableció el Código de Justicia Militar.12
De entre los tipos de procedimiento contemplados por este último, los sublevados optaron por el más expeditivo y con menos garantías: el procedimiento sumarísimo, que permitía juzgar más rápidamente. Aun así, en vista de la supuesta conquista de Madrid, el 1 de noviembre de 1936 se aprobó el decreto 55, por el que se establecía la modalidad del procedimiento sumarísimo de urgencia. Se suprimían algunas partes del sumarísimo para hacerlo todavía más ágil y eficaz para el castigo, reformando o anulando por norma las ya escasas garantías procesales.13
Dos meses después, a finales de enero de 1937, el decreto 191 extendió estos procedimientos sumarísimos de urgencia a todos los territorios que se fueran ocupando. Así, como señala Pablo Gil: «un rasgo peculiar del sumarísimo de urgencia es que se promulgó para actuar en territorios que todavía no habían sido ocupados». Posteriormente, esta arquitectura continuó estructurándose y reformulándose, unificándose su aplicación, cerrando resquicios y maquillándose. Los cambios, las novedades, también en posguerra, fueron respondiendo a razones de tipo práctico como la necesidad de una unidad de criterio.14
Respecto a la puesta en práctica de este entramado jurídico, el conjunto de la historiografía que ha trabajado la represión judicial militar de guerra y posguerra ha resaltado la profusión de perversiones constantes. Los consejos de guerra han sido calificados como farsas jurídicas, un «mero trámite para el castigo». Se ha cuestionado la existencia de una labor probatoria y se ha puesto de manifiesto que las vistas orales parecían seguir una lógica rutinaria consistente en exponer los motivos por los que el presunto culpable se hacía acreedor de una condena.15
Como en las responsabilidades políticas, la retroactividad a la hora de juzgar y castigar es una de las perversiones más comentadas. El bando de guerra retrotrae el enjuiciamiento de los supuestos delitos a la fecha clave de 18 de julio de 1936. En la práctica, los tribunales militares se remontaron asiduamente aún más atrás. No es accidental, sino que se halla en perfecta sintonía con el discurso legitimador.
Junto a la retroactividad, se ha destacado que los procedimientos solían ser colectivos y los juicios masivos, olvidándose «el principio jurídico básico de enjuiciamiento por acciones individuales para transformar los procesos en episodios de un juicio general al otro bando». O también la rapidez, no atribuible ya en la posguerra «a la premura que imponía la marcha del conflicto, pues este ya había concluido y tampoco es posible argüir a estas alturas el calor de las inmediatas ocupaciones».16
También cabe señalar que se juzgaba por rebelión a militares por su actuación en el frente de batalla. Según Manuel Ortiz: «esto va en contra de cualquier legislación, además de incurrir en un grave error jurídico, ya que el militar no hacía otra cosa que cumplir con las órdenes de sus superiores».17 O el uso contra civiles:
La aplicación de la normativa que encuadraba este código castrense, durante la guerra y la posguerra, se aplicó a militares y civiles, entendiendo en el mismo código que en momentos de «extensión de la jurisdicción militar» la facultad de juzgar se establecía no en la condición del procesado sino en la naturaleza del hecho, alcanzando a todos los culpables fuese cual fuese su estado.18
Finalmente, cabe destacar también la arbitrariedad. Manuel Ortiz afirma que «la arbitrariedad y el azar dificultan una posible tipología de las penas aplicadas».19 El autor detecta que no parece que hubiese en Albacete un criterio más o menos homogéneo; más bien se dieron diferentes raseros o valoraciones de los comportamientos juzgados influyendo en mayor medida cuestiones particulares y personales que generales.
A la justicia militar se sumaron las jurisdicciones especiales, como la Ley de Responsabilidades Políticas o la Ley de Represión de la Masonería y el Comunismo. También las depuraciones laborales y otras normativas relacionadas con la aplicación de las condenas impuestas por la justicia militar, como la Redención de Penas.20 O la Libertad Vigilada, que no puede ser considerada en ningún caso como una pérdida del rigor coercitivo ni una variación de los presupuestos. Al contrario, responde nuevamente a la capacidad de adaptación y a la concurrencia de criterios utilitaristas.21 Finalmente, debe al menos mencionarse la existencia de otros instrumentos vigías y garantes de un determinado orden político, social y de género como la Fiscalía de Tasas o la justicia ordinaria.22
En cuanto a las modalidades no judiciales o la «represión no contable», estaría conformada por toda una amalgama de prácticas de límites difusos. Más allá de las principales leyes represivas, profundizaron en el castigo, la persecución y la humillación de los considerados enemigos.23 Incluiría desde la construcción, persistencia y efectos del estigma de los «rojos» hasta las torturas y los castigos físicos, públicos o en dependencias policiales.24 También esa persecución cotidiana ejercida por las autoridades locales y las personas cercanas al poder, omnipresente y diaria, de las denuncias, de la «cultura de la multa» o los despidos.25
Pese a esta evidente disparidad y heterogeneidad, pueden apuntarse, al menos, tres elementos comunes a estas modalidades. Por un lado, su huella se reduce a testimonios o, en el menor de los casos, a documentación muy dispersa y fragmentaria. Esto es, comparten la dificultad de ser rastreadas documentalmente, bien porque no han dejado huella y se debe recurrir a los testimonios, bien porque las fuentes que permiten hacerlo, dada su circunscripción al ámbito local, se encuentran aún más dispersas. Por otro, debido a la dificultad de realizar cómputos, por no decir imposibilidad. Finalmente, por su eficacia en el establecimiento de las relaciones de poder y por sus efectos igualmente menos contables, pero perdurables y profundos. En palabras de Antonio Calzado:
La «represión no contable», aquella de difícil cómputo, menos relacionada con la política judicial, pero que ayuda a conocer la violencia cotidiana que marcó, a sangre y fuego, a las generaciones que habían levantado en los años treinta y la guerra las barricadas simbólicas de la democracia, el laicismo, la reforma social o una sociedad igualitaria.26
En consonancia con la multiplicidad de formas que adoptó el fenómeno represivo, su brutalidad y complejidad y, también, sus consecuencias son difícilmente abarcables y sistematizables. Sin embargo, de nuevo, podríamos realizar una clasificación primaria en dos tipos. Por un lado, las consecuencias más tangibles y sobre las que se pueden elaborar estadísticas: aquellas que pueden contarse. Destacan, por su dramatismo y drasticidad, los muertos por causas directamente relacionadas con la represión: ejecuciones tras una condena de la justicia militar –o no–, así como las muertes por torturas o en las cárceles.
Precisamente estas últimas, las prisiones, se convirtieron en el eje y en microsociedades de la represión de posguerra. En torno a sus muros, sea desde dentro o desde fuera, giró la vida de una parte de la población. Los encarcelamientos fueron masivos y ello se tradujo en una sobrepoblación reclusa que vivía en condiciones infrahumanas y sujeta a una lógica punitiva que perseguía no solo vigilar y castigar, sino también doblegar y transformar identitariamente.27 Más allá de la eliminación física o la privación de libertad, cabría añadir, al menos, las sanciones económicas y laborales.
Por su parte, la represión de posguerra generó, como acuñó Conxita Mir, toda una serie de consecuencias que «nos sitúa[n] en el resbaladizo terreno de la subjetividad y de las repercusiones no cuantificables de los procesos represivos de posguerra». «Efectos no contables» que se adentran en el terreno de emociones y sentimientos como el miedo, la resignación o la hostilidad.28 En este apartado de efectos menos tangibles, difícilmente baremables, podrían incluirse asimismo el estigma, la quiebra de las relaciones sociales o la «presión ambiental» tras salir de las cárceles.29
Finalmente, para analizar las responsabilidades políticas en la provincia de Valencia, debe tenerse en cuenta que forma parte de los últimos territorios ocupados por las tropas franquistas. Su ocupación coincide con el final de la Guerra Civil, en los últimos días de marzo de 1939. Entre el 26 y el 28, las líneas defensivas republicanas se deshicieron sin combate y las tropas dejaron de oponer resistencia. Los frentes se fueron desplomando, mientras soldados y civiles llenaban carreteras y campos tratando de volver a sus casas o intentando huir del país. El ejército franquista avanzó rápidamente, ocupando pueblos y ciudades: solo el 29 de marzo cayeron Sagunto, Segorbe, Gandía, Utiel y Requena.30 No obstante, en no pocas localidades valencianas, la toma del poder por los partidarios de los sublevados se produjo con anterioridad a la llega del ejército.31
También la ola de terror y de detenciones masivas podía haber comenzado ya. De manera paralela al avance de las tropas franquistas, estas iban haciendo prisioneros a militares republicanos. Igualmente, en los pueblos, los partidarios de los sublevados, especialmente los falangistas, comenzaron la persecución y detención de todos aquellos considerados «rojos», que no disminuirán con la llegada del ejército.32
Los militares republicanos fueron conducidos a campos de concentración. Se emplearon para ello, entre otros, el proyecto republicano inacabado de sanatorio de Porta Coeli o las plazas de toros de Utiel y Valencia.33 También se emplearon todo tipo de lugares para detener y recluir a civiles. Ante este fenómeno de detención masiva, la arquitectura penitenciaria en uso en ese momento fue rápidamente insuficiente y se emplearon todo tipo de edificios y espacios. La designación de centros «habilitados» fue para Ricard Camil Torres el
eufemisme emprat per a designar totes aquelles estructures arquitectòniques que van servir per a amuntegar detinguts i en les quals poques, per no dir cap, transformacions es van realitzar per albergar els reclusos.
De esta forma, pese al volumen de prisiones –también militares– y calabozos –municipales o de partido judicial–, debieron «habilitarse» otros tantos espacios como prisiones de la comandancia militar y centros de reclusión: conventos, monasterios, escuelas, campos de fútbol, palacios y mansiones, fábricas o almacenes. La cantidad de espacios utilizados da una idea del volumen de prisioneros. Y también de sus condiciones: estos lugares tuvieron como característica habitual el caos, la improvisación, el amontonamiento, las malas condiciones alimentarias e higiénicas y los malos tratos. La submiseria acompañó siempre al fenómeno penitenciario franquista. Por su parte, el movimiento de prisioneros entre ellos fue enorme y se fue tendiendo a concentrar a la población reclusa en instalaciones más amplias que permitieran aminorar la dispersión y ejercer un control más efectivo.34
Todas estas detenciones de los primeros momentos tuvieron lugar sin un procedimiento judicial abierto. Los prisioneros permanecieron encerrados a la espera de ser clasificados, de la llegada de avales para ser puestos en libertad o de su traslado a otros centros mientras se les instruía un sumario militar. El 30 de marzo se había declarado el estado de guerra, palanca de arranque de la justicia militar. Actualmente, no hay ningún trabajo monográfico sobre los consejos de guerra celebrados en la provincia de Valencia al finalizar la Guerra Civil. Por ello, nos falta información sobre número de afectados, estadísticas de sentencias, temporización de las causas, conformación y funcionamiento de los juzgados, etc.
Tras la sentencia en consejo de guerra, la población reclusa por motivos políticos tendió a concentrarse en las cárceles centrales, situadas mayoritariamente en la propia ciudad de Valencia o sus alrededores. Aunque todavía debe profundizarse en su análisis, la vida en estos espacios, la disciplina, el trato dispensado a la población reclusa, las malas condiciones alimentarias, sanitarias e higiénicas, el número de fallecidos o la especificidad de las prisiones femeninas nos son conocidas a través de los testimonios y las investigaciones realizadas.35
En cuanto a la cuantificación de fallecidos por causas directamente relacionadas con la represión, el pionero trabajo de Vicent Gabarda recoge cifras del conjunto del País Valenciano. Según esta investigación, al menos 3.700 personas murieron en la posguerra en la provincia de Valencia como consecuencia de la violencia desplegada por la dictadura. En su mayoría se trata de personas ejecutadas tras un consejo de guerra (2.831). Le siguen la muerte en prisión o centros penitenciarios (813) fuera de la prisión (61) y en hospitales (19).36 Finalmente, otras modalidades judiciales de la represión de posguerra, como las depuraciones laborales o las responsabilidades políticas, han sido todavía parcialmente abordadas.37
Así, en este contexto concreto de miserias, violencia y específico significado de la dictadura para las mujeres –objeto de estudio de las próximas páginas–, debe considerarse la tardía ocupación de la provincia de Valencia. Ello implicaba que, al menos en teoría, los distintos instrumentos del fenómeno represivo ya se habían perfeccionado. Desde luego, no fue óbice para que los primeros momentos fuesen incluso caóticos y la legislación represiva no mostrase intersticios en su praxis. De hecho, esta característica parece que fue inherente a la represión de posguerra, sin que suponga una disminución de su potencialidad punitiva y paralizante. Es en este contexto de reciente ocupación en el que ha de formarse y empezar a actuar, junto a otros tentáculos, la jurisdicción especial de Responsabilidades Políticas valenciana. La labor debía comenzar casi de cero.
MUJERES, DICTADURA Y REPRESIÓN
La historia de las mujeres y del género ha realizado un largo recorrido en el estudio de la implantación de la dictadura y la represión de posguerra. Se ha remarcado la centralidad del género en el discurso y las políticas franquistas y, en consecuencia, el significado propio que la dictadura tuvo para las mujeres. Asimismo, se ha subrayado su transversalidad en la represión de posguerra, resaltando la concurrencia de particularidades basadas en la construcción de la diferencia sexual.
Respecto al significado de la dictadura para las mujeres, conviene retrotraerse a la Segunda República y la Guerra Civil como contextos que en buena medida implicaron toda una serie de cambios que fueron percibidos por una parte de la sociedad española como una amenaza al orden de género. La Segunda República significó un avance en las políticas de género por parte del Estado y en las relaciones entre los sexos, supuso la «consecució de la ciutadania política i social per a les dones, del sufragi, i de drets i llibertats individuals».38 Asimismo, se legisló en materias como el divorcio o el matrimonio laico, se impulsó su acceso a una educación igualitaria y se abordó su situación de desigualdad jurídica y laboral. El contexto favoreció el empuje de su politización y su visibilidad en el espacio público a través de publicaciones y asociaciones específicamente femeninas.
No obstante, estos cambios se vieron acompañados de límites, de continuidades:
El estudio de las relaciones de género y de la historia de las mujeres durante el periodo republicano implica la realización de un análisis específico de las continuidades y cambios que se van a producir en este corto periodo de tiempo en lo que respecta a la vida de las mujeres.39
El debate parlamentario en torno al voto femenino, el paternalismo mostrado por la mayoría de políticos de la época, la creación de organizaciones específicamente femeninas dentro de los partidos o las resistencias a su acceso al mundo laboral son muestras elocuentes de la pervivencia y permanencia del discurso/imaginario tradicional patriarcal. Ello tuvo su traducción tanto en las prácticas políticas y legislativas como en las relaciones sociales y afectivas.
Por ejemplo, el artículo 43 de la Constitución establecía un modelo de matrimonio civil, laico e igualitario, pero el referente seguía siendo el de la familia tradicional. Así, las concepciones de feminidad y masculinidad continuaron profundamente enraizadas determinando la reforma parcial, y no completa, del Código Civil de 1889 en esta materia. En el ámbito privado, el modelo patriarcal que jerarquizaba las relaciones entre ambos sexos continuó siendo el dominante.40
Por su parte, el análisis de las consecuencias de la llegada de la Guerra Civil para las mujeres en la zona republicana implica moverse en los mismos parámetros antes apuntados: los cambios-avances y las continuidadeslímites.41 El golpe de estado fracasado propició la profundización en los cambios y la aceleración de determinadas dinámicas en aquellos territorios que permanecieron leales a la legalidad republicana. Si la Segunda República había significado un punto de inflexión, la coyuntura específica de la Guerra Civil actuó como catalizadora y aceleradora de los cambios en las relaciones entre los sexos y en la identidad cultural de las mujeres.42
En un escenario nuevo de guerra civil, revolución social y lucha antifascista, las calles ya no constituirían un terreno de actuación exclusivo de los hombres. Desde los primeros momentos del conflicto, las distintas fuerzas políticas llamaron a la movilización femenina. Las organizaciones femeninas se movilizaron de forma masiva y desarrollaron una intensa actividad. La Agrupación de Mujeres Antifascistas –que adquirió un estatus oficial– y Mujeres Libres fueron las dos organizaciones de mayor envergadura y con mayor capacidad de convocatoria en una actividad arrolladora que llenó las calles de mujeres. Llegaron incluso a sectores de la población no politizados previamente, en su mayoría jóvenes que mostraron un enorme compromiso con la defensa de la legalidad republicana.43
Sin embargo, los modelos de género tradicionales permanecieron en el terreno simbólico frenando los avances. Continuaron las resistencias –por ejemplo, en el ámbito laboral y en las organizaciones políticas– y la permanencia generalizada de una mentalidad que bebía de la división tradicional. Pese a su presencia en el frente –las milicianas–, pronto su simbolismo adquirirá connotaciones negativas y triunfará la división de roles: hombres en el frente, mujeres en la retaguardia. Su labor se centró en tareas asistenciales, acordes con las características propias de la feminidad.
Pero lo hizo con un «reajuste en las posiciones frente a la mujer y la configuración de su papel social». En primer lugar, el papel clásico de madre y ama de casa adquirió una nueva dimensión, desdibujando el límite públicoprivado. Su rol sobrepasó los muros del hogar para proyectarse sobre un colectivo más amplio: la población civil. En segundo lugar, su labor gozó de reconocimiento público. Fue valorado por ellas mismas, lo que las dotó de identidad, a la par que se reconocía socialmente su importancia.44
Tanto la Segunda República como, después, la Guerra Civil habían posibilitado una serie de tendencias, «condiciones necesarias pero no suficientes en lo relativo a una amplia y profunda transformación de las relaciones de género tanto en lo público como en lo privado».45 Sin embargo, estos cambios bastaron para que una parte de la sociedad española los considerara una amenaza al statu quo, y para convertirse en la punta de lanza de la represión de una parte de la población femenina.
La sublevación militar y la dictadura franquista se caracterizaron por su voluntad de reprobar, contrarrestar y castigar los avances acometidos. Como señala Giuliana Di Febo:
… coherentemente con este anhelo palingenésico, la condena a la República es acompañada de su estigmatización por haber determinado la pérdida de los valores tradicionales, entre ellos la familia y el hogar.46
La dictadura franquista significó para las mujeres «la radicalización hasta extremos esperpénticos de unas relaciones de género fuertemente patriarcales y del modelo tradicional de mujer doméstica, así como el retorno radical a la esfera privada».47 Las relaciones jerárquicas de género se agudizaron y, junto con ello, se produjo una redefinición de la identidad femenina. En la simbiosis de estos dos elementos jugó un papel de primer orden la voluntad de recuperar el modelo tradicional de familia católica y, en consecuencia, determinar el papel social que debían representar las mujeres era fundamental.
En el plano más discursivo, dicha redefinición no inventaría nada nuevo, dado que el modelo tradicional de esposa y madre estaba largamente establecido en función de un pasado social y político que, por otra parte, no resultaba demasiado remoto ni había experimentado modificaciones importantes en la mentalidad del conjunto.48
En todo caso, las mayores novedades en este aspecto fueron, por un lado, la repetición hasta el hartazgo de una perorata que con poca habilidad disfrazaba la misoginia del discurso; y, por otro, la proyección de un modelo de mujer sin fisuras, un modelo indeterminado, universal e interclasista, que no tenía en cuenta condicionantes socioeconómicos.49
Esta redefinición de las relaciones de género no respondía únicamente al deseo de regresar a un orden simbólico concreto, sino que había también razones de tipo práctico, con el fin de resolver todo un conjunto de problemas políticos, sociales y económicos. Por ejemplo, el vacío demográfico –que requería de una potente política natalista– o la necesidad de expulsar mano de obra de un mercado de trabajo poco dinámico.50
Asimismo, este modelo tradicional casaba con un proyecto político que aspiraba a controlar la vida social. Para ello, se tornaba imprescindible vigilar a la considerada «entidad natural»: la familia. Y el buen funcionamiento de la institución familiar pasaba por preservar lo que era pura y llanamente la familia tradicional, en la que la mujer debía cumplir un rol específico.51
El cambio fundamental que implicó la dictadura franquista fue el compromiso de quienes detentaban el poder con que este modelo fuera el único. De este modo, se intervino políticamente a través de múltiples mecanismos con un objetivo claro: asegurar la contrarrevolución y asimetría de género. Lo privado iba a ser más que nunca político, con un fuerte intervencionismo del Estado y de los poderes públicos hasta en la vida más íntima y recóndita de las personas.52
La dictadura aprobó numerosas disposiciones legislativas con la voluntad de intervenir siguiendo criterios de género en tres ámbitos: la educación, el trabajo y la denominada moral pública.53 Además, esta práctica legislativa mostraba una doble dinámica: por un lado, se premiaba y protegía la institución familiar; por otro, las políticas represivas iban destinadas a la mujer, a cerrar cualquier resquicio de su independencia como individuo.54
Sin ánimo de extendernos, las mujeres fueron «fajadas»,55 aprobándose desde el inicio de la Guerra Civil una prolífica legislación orientada a la separación y diferenciación sexual desde la infancia: las niñas serían preparadas para su destino biológico como esposas y madres, y sus posibilidades de acceder a una formación profesional adecuada se estrechaban debido a su exclusión del ámbito laboral y su dedicación a la familia y a la protección de la institución familiar, cuyo modelo no era otro que el tradicional de sumisión a la autoridad patriarcal. Se restableció el Código Civil de 1889 y las mujeres, sobre todo las casadas, volvieron a la minoría de edad permanente. Fueron equiparadas a los menores e incapaces mentales y relegadas a sujetos jurídicos de segunda: necesitaban la licencia del marido para comparecer en un juicio, enajenar bienes o ejercer una actividad comercial.56
Asimismo, la dictadura legisló cualquier posible desviación del canon, aunque siempre condenando únicamente o con mayor ímpetu el descarrío protagonizado por mujeres.57 La justicia ordinaria veló sobre todas estas cuestiones relacionadas con la transgresión de la nueva moral social. Una represión moral que acabó afectando especialmente a las mujeres, situadas en el centro de la diana, y generando «una legión de víctimas a las que ni siquiera les cupo, durante mucho tiempo, el honor de entrar en las estadísticas historiográficas del descalabro». Si las leyes ya las colocaban en una posición vulnerable, la misoginia de los jueces fue, en muchas ocasiones, notoriamente descarada.58
Una parte de las mujeres sufrió también la represión de posguerra. Y, como se ha señalado, el género fue un componente omnipresente y esencial a la hora de punir y legitimar un determinado orden de género a través del castigo ejemplarizante y retroactivo de su cuestionamiento. En relación con ello, marcó experiencias diferentes, máxime si se tiene en cuenta el contexto de contrarrevolución de género que significó la dictadura franquista.
Desde la historia de las mujeres y del género se han remarcado las especificidades de la represión sobre las mujeres basada en su condición femenina y se ha subrayado la necesidad de reflexionar en torno a estas particularidades para ofrecer una explicación más general, global y compleja.59 En palabras de Pura Sánchez:
No nos parece, lo diremos una vez más, que la represión ejercida sobre las mujeres deba entenderse del mismo modo que la represión en general, considerada equivalente a la masculina, sino un fenómeno que tiene sus rasgos propios y sus objetivos específicos. Por ello, su ignorancia o insuficiente consideración ha acarreado hasta ahora un a veces incompleto, a veces incorrecto, acercamiento al hecho global de la represión.60
Las fórmulas más habituales para conceptualizar la represión ejercida contra las mujeres han sido represión de género y represión femenina, aludiendo directamente al origen de sus especificidades. Los elementos diferenciados y diferenciadores de la represión femenina se extienden desde el quiénes son estas mujeres, entendiendo por tal qué mujeres padecen la represión y cómo se las representa, hasta el por qué fueron castigadas, cómo o qué métodos se emplearon y con qué finalidad.
Respecto al quiénes, entre los términos empleados por la dictadura para designar a las represaliadas, puede destacarse el de «rojas» como exponente del estereotipo construido en negativo, y perdurable, para definir a estas mujeres. El término no fue un invento de la dictadura,61 sino que se apropió de él, amplió sus límites y lo redefinió cargándolo de connotaciones negativas. Al cambiar el término «rojo/s» de género gramatical se añadían y/o sobredimensionaban matices relacionados con la inmoralidad de aquellas a las que se refería. Las «rojas» representaban el «antimodelo» que se debía redimir: «la hez de la sociedad», pura «escoria», «mujerzuelas», que hacían gala de su «lujuria desenfrenada». Eran «ordinarias, bastas, sucias, ociosas, inclinadas al vicio y a la violencia».62
Más allá de proyectar una imagen o un estereotipo de ellas, se dibujaba un retrato en negativo que delimitaba la feminidad mediante la contraposición del antimodelo. Las «rojas» tenían todos los rasgos que una mujer no debía tener según el modelo de mujer ideal franquista, convirtiéndose en un baúl de características despectivas. Además, como señala Ángeles Egido, hace referencia no solo a una opción política condenada y condenable, sino a una catadura moral que, además de reprobable, es punible. Son delitos, juicios penales. El cénit se alcanza con la miliciana:
… estereotipo por excelencia de roja y, por tanto, de mujer licenciosa que atenta contra la moral y que se despega especialmente del modelo mujer, madre y esposa, «ángel del hogar», que el Nuevo Estado aspiraba a imponer.63
Siguiendo con este quiénes, bajo este común «rojas» se engloba a un heterogéneo grupo de mujeres a las que se les encuentra un nexo común más amplio y vago que en su significado anterior: su vinculación de una u otra forma a los derrotados en la Guerra Civil. Pueden ser mujeres con una militancia activa, que ocuparon cargos de mayor o menor relevancia en partidos políticos, ayuntamientos, organizaciones femeninas o de ayuda humanitaria. Pueden ser simples votantes o afiliadas, que participaron o no en determinados actos violentos o desafiantes del orden social. Pueden tener un bajo o bajísimo perfil sociopolítico o no militar en ninguna organización en concreto, pero puede que se les conozcan o se presuponga que tienen unas determinadas ideas en el vecindario o en el pueblo. Y un elemento diferenciador fundamental: pueden ser esposas, novias, madres, hijas o hermanas de hombres considerados de izquierdas.
En interrelación con ese quiénes, las causas y los porqués que conllevaron la punición de estas mujeres también varían. Fueron represaliadas por una doble transgresión: social y moral. Con su activismo, sus posicionamientos públicos, su salida a las calles, sus actitudes o sus relaciones afectivas estaban cuestionando y desafiando el espacio que debían ocupar y el modelo de feminidad tradicional católico.64 Otro delito específico fue su condición de esposas, hermanas, madres o hijas. Esto es, contra ellas hubo también una represión indirecta: por delegación si sus familiares varones se hallaban huidos o desaparecidos, subsidiaria junto a ellos y/o por su «responsabilidad moral» al permitir la desviación moral de la familia.65
De los delitos imputados pueden deducirse los posibles objetivos específicos de la represión femenina. El castigo retroactivo de la transgresión social y moral de las mujeres buscó ratificar la identidad femenina que se pretendía imponer. Con tal fin se castigaron los desafíos pasados al espacio que debían ocupar y a las virtudes que debían caracterizarlas. Por su parte, Pura Sánchez asevera que se persiguió colocar a toda la unidad familiar en una situación de debilidad.66 Desde luego, no podemos dejar de hacer constar que tuvo en muchas ocasiones este resultado. Los expedientes de responsabilidades políticas en los que ambos cónyuges fueron represaliados nos muestran las situaciones más extremas.
En cuanto al cómo, el régimen desplegó toda una serie de métodos de castigo con componentes «que afectaban de manera directa a elementos definitorios de la feminidad». Buscaba no solo el castigo por su condición política, sino también humillar sus rasgos identitarios anulando su condición femenina y un significado de «purificación» con la apropiación simbólica de su cuerpo femenino.67 El rapado de pelo o la ingestión de aceite de ricino continuaban en «diligencias» o en las cárceles con torturas, violaciones, amenazas de tipo sexual o descalificaciones morales.
Asimismo, fueron encausadas y/o condenadas en consejos de guerra por responsabilidades políticas o depuradas. En estas modalidades judiciales, la centralidad y transversalidad de género es más invisible que en otros métodos de castigo. En teoría, las leyes no contemplaban un tratamiento distinto para hombres y mujeres. Sin embargo, como ha señalado David Ginard, hay que distinguir entre la ley escrita y la aplicación concreta de esta que hicieron los tribunales.68
Un ejemplo ilustrativo son los delitos imputados por la justicia militar.69 Pura Sánchez planteó una pregunta clave: qué se esconde bajo la acusación de rebelión militar, no tanto jurídicamente como desde un punto de vista ideológico. Hombres y mujeres fueron juzgados y condenados por delitos de rebelión en cualquiera de sus formas. Sin embargo, más allá del Código de Justicia Militar, la cuestión es si se acusó de lo mismo bajo la misma denominación. La conclusión de esta autora es taxativa: no. Según ella, las mujeres fueron culpables de una doble transgresión: social y moral. Salieron a las calles y manifestaron posicionamientos políticos desatendiendo el espacio social que debían ocupar. En sus propias palabras:
Estas mujeres al traspasar el umbral de sus hogares y «echarse a la calle» invadieron el espacio público que les estaba vedado como mujeres, abandonando con ello el espacio doméstico que les era propio.70
El castigo se agravaría por el cuestionamiento implícito o explícito de la intransigente moral de los sublevados, prestando especial atención a la transgresión del modelo tradicional de mujer católica o al ataque contra instituciones, personas y símbolos representativos de la Iglesia católica.71 En definitiva, fueron castigadas por mostrar actitudes impropias de su condición femenina tanto en el ámbito público como en el privado.
La violencia anticlerical o la simple actitud en contra de la Iglesia adquirían un significado especial cuando eran practicadas por mujeres porque de ellas se esperaba su mayor religiosidad, su quietud y su sumisión. Según Lucía Prieto,
la consideración de que el escarnio y el insulto hacia lo sagrado forma parte consustancial y específica del masculinolecto y que la costumbre de blasfemar y de hablar groseramente puede ser incluso un factor de diferenciación de los sexos, convierte el mismo insulto en boca de una mujer en una transgresión de su propia condición femenina.
Además, según esta autora, la imputación de actos anticlericales respondió a motivos funcionales. Por un lado, sirvió para definir «el mito de la perversidad de la mujer roja, desnaturalizada en su condición de mujer». Por otro, era una acusación no solo grave, sino fácil de imputar contra aquellas que tuvieron una militancia más o menos activa o simplemente una actitud desafiante. Porque fueron actos con gran participación y presencia de personas, por lo que era fácil situarlas allí e implicarlas.72
La justicia militar las condenó a penas de muerte o reclusión, presentando las cárceles femeninas elementos propios. Entre otros, destaca la concepción de estos como espacios de «redención» y «corrección» de su «mala vida» donde se trató de despojarlas de su identidad política. Por su parte, fueron espacios con niños: los hijos e hijas de las presas. Las condiciones de vida de estos niños son recordadas con especial sufrimiento en los testimonios. Además, las criaturas fueron convertidas en un medio de chantaje contra ellas o «desaparecieron».73 Precisamente, el estudio de las cárceles femeninas puede considerarse el impulso de las investigaciones sobre la represión franquista de posguerra desde una perspectiva de género, donde comenzaron investigaciones pioneras como la de Giuliana di Febo, publicada en 1979,74 y donde mayor profundización en el conocimiento y reflexión de la represión femenina se ha alcanzado.75
LOS OBJETIVOS DE LA LEY DE RESPONSABILIDADES POLÍTICAS
La persecución económica de los derrotados, Pagar las culpas, El «botín de guerra» o El precio de la derrota.76 Son los títulos de algunos de los diferentes estudios que abordan en sus páginas la aplicación de la Ley de Responsabilidades Políticas. Como se ha señalado anteriormente, esta ley y sus precedentes han sido caracterizadas como la vertiente económica de la represión de guerra y posguerra. Así, los propios títulos inciden en un objetivo económico que está fuera de toda duda para la historiografía y que puede rastrearse no solo en la ley de febrero de 1939, sino en todo el andamiaje legislativo.
La importancia otorgada a esta finalidad es manifiesta en la distinta consideración de las sanciones. A diferencia de los otros dos tipos, las económicas debían imponerse siempre, «necesariamente», en toda sentencia condenatoria y su cuantía no dependía únicamente de la «gravedad de los hechos apreciados». Son también las únicas imprescriptibles y transmisibles. Por su parte, cuando habían sido condenados previamente por la jurisdicción militar, no solo es el único tipo de sanción que se les podía imponer, sino que todo el procedimiento gira en torno a determinar la «posición económica y social».77 Los jueces instructores se convierten, ya sobre el papel, en sabuesos destinados a rastrear cualquier botín que se pudiera sustraer.
En relación con lo anterior, el texto reserva un espacio considerable a todo lo relacionado con la parte puramente económica: posibles actuaciones en este plano durante la instrucción, cuestiones relativas al cobro –es decir, a la ejecución del fallo y la pieza separada de embargo–, estipulaciones y protocolos de actuación cuando se producen demandas de tercerías, etc. Asimismo, una buena parte de las disposiciones anejas y las circulares o instrucciones remitidas por el Tribunal Nacional tienen que ver con esta parte económica de la ley, quizá también porque es la que mayores dudas pudo generar.
Posteriormente, en la ley reformatoria de 1942, se introduce un criterio puramente económico para sobreseer las causas: el artículo octavo preveía el sobreseimiento del expediente cuando el encausado fuera insolvente o cuando los bienes y/o retribuciones de este no sobrepasaran una determinada cantidad. Así, ese «afinar la puntería» se traduce en quitarse de en medio rápidamente a todos aquellos que no podían aportar réditos. De hecho, ya antes de su aprobación, se contemplaba centrarse en los inculpados solventes para acabar con el problema que había generado la ley.78
La finalidad económica está fuera de toda duda y conviene reflexionar en torno a los resultados conseguidos. En este sentido, para profundizar en un debate sobre el posible cumplimiento de este objetivo deben tenerse en cuenta dos planos. Un primer plano: la ley de febrero de 1939 como un medio para obtener beneficios y calibrar si tal finalidad recaudatoria se cumplió o no, poniéndolo en relación con los recursos invertidos. Un segundo plano: la ley como una potente arma de marginación económica sobre aquellos considerados desafectos y, por ende, observar la incidencia y efectos que tuvo en este sentido.
Respecto a ese primer plano apuntado, una herramienta que puede ofrecernos pistas son los porcentajes que ponen en relación el montante de multas impuestas respecto a las causas incoadas. Asimismo, ver qué porcentaje se cobró: cuántas de las penas pecuniarias se hicieron efectivas o qué cantidades se ingresaron respecto al monto impuesto. Se debe advertir que hay todavía muchos espacios en blanco a nivel territorial y que no siempre se pueden ofrecer datos aproximativos por diversos factores: poca documentación, foco de atención centrado en otras cuestiones, etc. No obstante, algunos trabajos ofrecen apuntes interesantes y los datos son evocadores.
En Aragón recayó sanción económica sobre un 37 % de los encausados. El porcentaje de multas pagadas respecto a las impuestas se sitúa en torno a la mitad o un tercio en las tres provincias, con un promedio del 57,74 %. Sin embargo, el porcentaje saldado en relación con las cantidades impuestas es de un 18,24 %, con notables diferencias entre provincias. Ese desfase entre unos porcentajes y otros tiene que ver con que un 83 % del importe total reclamado en el conjunto de Aragón procedía de sanciones muy gravosas.79
En Lleida, casi una cuarta parte de los expedientados fueron condenados al pago de una sanción económica (23 %) y el grado de efectividad de estas se sitúa en un 31 %. El porcentaje de cantidades satisfechas casi alcanza el 60 %.80 En Madrid, la mayoría de sanciones impuestas no se pagaron. Solo una cuarta parte fueron ejecutadas en su totalidad y otro 5 %, parcialmente.
Las restantes no fueron ejecutadas o no consta.81 En Valencia se desconoce por ahora el montante total impuesto y el hecho efectivo, o la cantidad de sentencias condenatorias. No obstante, del Boletín Oficial de la Provincia de Valencia (BOPV) se extrae que acabaron con sanción y se pagó la cuantía impuesta en, al menos, un 6,4 % de los casos (hasta 1947 incluido).
Cuando hay datos, el relativo bajo número de expedientes que acabaron con una multa económica y el menor aún de aquellos en que se terminó haciendo efectiva son indicativos de que probablemente la jurisdicción no satisfizo las expectativas en cuanto a la obtención de beneficios económicos. Al menos, en relación con lo invertido y la movilización en recursos humanos o tiempo. En este sentido, Antonio Barragán afirma que
nunca la letra de la Ley estuvo más lejos de su espíritu e incluso de sus propias consecuencias prácticas, pues si bien resulta clara que una de sus intencionalidades era la cobertura de una serie de expectativas económicas […] en muchas regiones y comarcas, como ocurriera en la provincia de Córdoba, tales expectativas iban a quedar rápidamente frustradas.
Este autor señala como principal causa el hecho de que el sujeto de su aplicación fuera mayoritariamente una gran masa de trabajadores.82 Para lograr una relación coste-beneficio lucrativa para la dictadura, la represión económica judicial debería haber sido más selectiva atendiendo a criterios puramente económicos. Esto es, afectar únicamente o en mayor medida a sectores de la población con una capacidad económica que permitiese hacer frente a sanciones medias o altas. Sin embargo, la ley afectó especialmente a personas insolventes o con una capacidad económica limitada. Los diferentes estudios provinciales describen un perfil de responsable político humilde y con una capacidad adquisitiva baja, cuando no nula.83
A ello podría añadirse la imposición en muchas ocasiones de multas ejemplarizantes y poco realistas.84 Y, en relación con ello, el conflicto entre, por un lado, el objetivo económico y, por otro, una finalidad legitimadora y ejemplarizante, que requería de una masa «culpable». O también el afán represivo mostrado por la propia legislación y continuado por los encargados de aplicarla. En definitiva, la dificultad de conjugar –incluso la contradicción entre– un afán represivo y legitimador muy ambicioso –lo cual implicó un gran despliegue de medios y de tiempo y una montaña de causas– y la búsqueda de beneficios, que hubiese requerido un castigo más selectivo según posibilidades económicas.
Huelga remitir de nuevo a la reforma de 1942 y sobre todo a su artículo octavo: en el momento se orquestó un mecanismo para solventar un gran número de causas siguiendo un criterio puramente económico, porque no se estaban reportando o no se iban a obtener beneficios suficientemente atractivos –o nada atractivos– como para mantener lo que ya era un problema a nivel político y administrativo. Posiblemente, las ganancias fueron desde luego menos de las esperadas y, por el contrario, se dedicaron más tiempo y recursos de lo previsto.
La segunda vertiente del objetivo económico, la que tenía que ver con el castigo y la descapitalización de aquellos que habían apoyado y defendido públicamente al Estado republicano, fue más efectiva a la hora de cumplir sus pretensiones –siempre y cuando los encausados tuviesen posibilidades económicas–. La ley se erigió así en una potente arma de neutralización y marginación económica con consecuencias claras a nivel personal y familiar que contradecían las benevolencias retóricas de su preámbulo. Los afectados tenían una muy diversa extracción social, si bien, como se ha señalado, algunas investigaciones territoriales apuntan a que en una parte nada desdeñable o incluso en la mayoría de casos se trataba de personas sin un alto poder adquisitivo. Ello se tradujo en que la mayoría de las multas impuestas, y que además se saldaran, fueron de baja cuantía.
En el conjunto de Andalucía las más afectadas fueron las clases trabajadoras campesinas, obreras y del mundo de los oficios. Las multas entre 25 y 3.000 pesetas son las que más proliferaron y por lo general se pagaron.85 Por su parte, en las provincias aragonesas casi la totalidad de las penas pecuniarias (un 95,28 %) recayeron sobre «el pueblo más llano». Las de menor cuantía, aquellas que no superaban las 500 pesetas, fueron las más frecuentes (un 60 % de los casos). Estas «pequeñas» multas fueron además las que más se saldaron, alcanzándose un 64 % de efectividad de la pena impuesta.86
Los números varían a la baja en Lleida: un tercio de las sanciones son de 500 pesetas o menos. Si ampliamos el intervalo hasta las 1.000 pesetas, ya suponen más de la mitad de las sanciones impuestas. Respecto a las pagadas, es destacable que son las multas de elevada cuantía las que en su mayoría se abonaron, dado que solían aparejar una intervención importante de patrimonio. Ello no es óbice para que un porcentaje alto de las cantidades pequeñas fueran satisfechas, lo que contribuyó parcialmente a la descapitalización del mundo rural campesino.
Las multas de 500 o 1.000 pesetas suponían una parte importante del patrimonio. Y, tal como indican los investigadores leridanos, que estas multas sean las de menor cuantía entre las impuestas por los tribunales regionales y que se ajustaran más a la solvencia de los encartados no implica en ningún caso que hacerles frente fuera sencillo.87 Pese a tratarse de cuantías bajas en términos relacionales, eran cantidades onerosas si se comparan con el patrimonio de los multados y el contexto generalizado de miseria; cantidades además que mermaban las economías familiares, normalmente ya afectadas como consecuencia de otras circunstancias relacionadas con la represión, y cumplieron efectivamente un papel de castigo y marginación socioeconómica.
Para ofrecer parámetros comparativos y entender el coste que suponía pagarlas, piénsese en un jornal medio de 10 pesetas diarias, gran parte de lo cual se debía desviar para sobrevivir, dados los altos índices del coste de la vida. Una multa de 100, 200 o 300 pesetas podía suponer la retribución mensual o de medio mes de un jornalero. O bien implicar la totalidad o una gran parte del escaso patrimonio.88 Además, la finalidad represiva de una multa no se circunscribía únicamente a su amortización, sino a su «potencialidad», es decir, a la angustia a la hora de satisfacerla, incluso cuando no se hiciera efectiva, o solo parcialmente. También en las medidas precautorias que podían tomar los jueces instructores sobre sus bienes. Era un castigo además colectivo. Un procesamiento por responsabilidades políticas implicaba la marginación económica del encartado y de sus familiares –fundamentalmente, cónyuge e hijos si los había–. El embargo cautelar, el pago de la multa, en definitiva, las consecuencias, afectaban de manera colectiva a todo el núcleo familiar.89
En otros tantos casos, la precariedad económica imposibilitaba el pago de una posible sanción, por nimia y testimonial que fuese. Sin embargo, la incapacidad para hacer frente a una multa no desvirtuó su función punitiva, ni el papel de la Ley de Responsabilidades Políticas como mecanismo de coerción, marginación, control y anulación. Más allá de lo puramente económico, o asociado a ello, la apertura de un expediente tuvo otros efectos en el ámbito social y en el plano más emocional. Encasillamiento, marginación, intimidación, humillación, miedo, resignación. La mencionada ley cumplió ampliamente su finalidad represiva como mecanismo de castigo, erigiéndose como una potente herramienta de control y amedrentamiento.
Al temor constante a una multa que no se podía pagar, o a la resignación al saberse completamente insolventes, se unían las consecuencias que en la vida diaria podían tener las diligencias practicadas por los jueces.90 Por otro lado, los encausamientos no concluyeron con la absolución, sino con sobreseimientos provisionales, con las implicaciones que esto conllevaba. Como señala Garcia i Fontanet, se trata de
elements repressius i coactius incruents, no tan espectaculars com les penes de presó o les condemnes a mort, però tenien una càrrega de profunditat que perduraria amb els anys. […] La Llei va tenir la virtut d’unir repressió política, coacció econòmica i pressió social.91
Asimismo, como se ha referido en el apartado anterior, el encausamiento tenía lugar en un contexto muy concreto. El grueso de las actuaciones en materia de responsabilidades políticas se extendió desde finales de 1939 hasta el momento de los sobreseimientos masivos, bien entrada la década de los cuarenta. Son los años del hambre y las penurias más extremas. Además, no se daba de forma aislada. Era paralelo –y complementario– a otras modalidades de castigo, potenciándose su capacidad coercitiva. Muchos, posiblemente la mayoría, de los responsables políticos y sus familias enfrentaban al mismo tiempo la depuración en el ámbito laboral, el encarcelamiento y/o la situación de libertad condicional. Se sumaba, era otro procedimiento más. Y la ineficacia del procedimiento en términos de rapidez alargó durante años la angustia y la situación de vulnerabilidad e incertidumbre.
Por todo ello, se ha destacado la búsqueda de un escarmiento colectivo y la caracterización de la Ley de Responsabilidades Políticas como un resorte de punición y de control: «un eficaç instrument a l’hora d’aplicar un escarment social, neutralitzador de futures veus dissidents i generador, alhora, de passivitats submises».92 Todo un aparato judicial cuyas consecuencias exceden las repercusiones cuantificables para adentrarse en el resbaladizo terreno de lo subjetivo, lo psicológico, el mundo de las emociones, las sensaciones y los sentimientos. Son esos «efectos no contables» generados por la violencia de posguerra que no pueden ser baremados, pero no por ello deben ser minusvalorados. En definitiva, los sentimientos que conlleva la punición y que, además, no afectaron únicamente al encausado, democratizándose ese temor.93
Finalmente, la Ley de Responsabilidades Políticas era continuadora de la búsqueda de legitimación del golpe de estado y la dictadura. Así, excede su carácter de instrumento jurídico de castigo para ser también un instrumento político de legitimación. Se requería armar todo un discurso que justificara la sublevación –y por tanto su origen legítimo– y revistiera de legalidad y juridicidad la feroz violencia desplegada. Es en este sentido en el que Manuel Álvaro, que es quien más ha incidido en esta vertiente, señala que la dictadura franquista tiene en la ley de 9 de febrero de 1939 «una de sus concreciones doctrinales más acabadas».94 Punir bajo un manto de legalidad y oponerlo a una violencia revolucionaria cruel e incontrolada o justificarlo por los atropellos cometidos no era una práctica novedosa, ni tampoco exclusiva de la Ley de Responsabilidades Políticas. La diferencia estriba en el refinamiento alcanzado. A lo largo de su articulado, aunque especialmente y de manera más explícita en su preámbulo y parte sustantiva, se recogen los mitos de la dictadura sobre el pasado reciente. También una dicotomía entre buenos y malos que delimita al enemigo como causante de los males.
De entrada, el origen de la responsabilidad se sitúa en octubre de 1934 y no en el golpe de estado de julio de 1936. Tras esta retroactividad se encierra la lectura franquista del golpe de estado y la Guerra Civil. Esto es, las claves de los mitos construidos, la reinterpretación del pasado más reciente y la tergiversación de los roles desempeñados como base ideológica legitimadora del golpe y la dictadura –y la represión–. Obviamente, ello requiere la demonización del pasado republicano y, por el contrario, transformar una sublevación contra un gobierno legal y legítimo en un necesario e ineludible «Movimiento Nacional».
El manido vocabulario empleado incide en esa construcción interesada del pasado contraponiendo términos que designan y describen claramente una dicotomía de buenos y malos. Por un lado, está el Gobierno, la Patria, el Movimiento Nacional, la civilización. Por otro, la «subversión roja», las «personas culpables». Además, frente a la benevolencia, misericordia y «humana moderación» de unos se encuentran los grandes agravios inferidos por los otros.
En cuanto a las causas de responsabilidad, se debe tener en cuenta que la legitimación del golpe de estado pasaba por no reconocer la legalidad del Estado republicano. En consecuencia, se debía estigmatizar y castigar a sus protagonistas. ¿Cómo hacerlo a posteriori sin condenar con retroactividad? Es por ello que se trata de actitudes y comportamientos políticos que en el momento de producirse estaban revestidos de la más absoluta legalidad y formaban parte de la vida política. Como señala Manuel Álvaro, las causas de responsabilidad están delimitando la «anti-España» que debía ser castigada al establecerse una relación causal entre los antecedentes –los comportamientos políticos legítimos– y las consecuencias –los supuestos males padecidos por la Patria–. El vínculo que los une no se sostiene sobre razones jurídicas. Es en realidad un nexo puramente ideológico.95