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FOLÍAS

PRÓLOGO DE ABRAHAM BOBA

Nunca he estado en Portland. A lo largo de mi vida he tenido la suerte de viajar varias veces a Estados Unidos, en diferentes etapas, por diferentes razones. Conozco San Francisco, New York, Chicago, Austin, Minneapolis, Iowa City y algunas otras ciudades repartidas por ese país que Randy Newman llamaba, irónicamente, América. Pero el destino nunca me ha llevado a Portland. Situado en el mapa, el estado de Oregón bien podría ser la Galicia de Estados Unidos. Dicen, además, que hay bosques.

Mi primer contacto con dicha ciudad fue una camiseta de la NBA. A finales de los ochenta mi pasión era el baloncesto. Seguía cada fin de semana Cerca de las estrellas, el programa que Ramón Trecet se sacó de la manga para enganchar a toda una generación a una liga que se jugaba a miles de kilómetros de distancia de nuestro país. No me fascinaba tanto la competición como el espectáculo, y no disfrutaba de la técnica sino de la plasticidad de aquellos cuerpos haciendo acrobacias en el aire, manejando la pelota como si fuese una parte más de sus cuerpos, colgándose del aro, rompiendo el tablero, rompiéndose las caras a puñetazos, de vez en cuando. No tenía un equipo favorito, tenía jugadores favoritos. Me gustaba ver a Dominique Wilkins, sus movimientos eran muy elegantes, aunque como jugador era bastante malo. Se me metió en la cabeza conseguir una camiseta como la suya, con su nombre y su número en la espalda. No tardó mucho en desembarcar la maquinaria del merchandising de la NBA en una pequeña ciudad como la mía. Me dijeron que en una tienda de deportes cerca de casa habían recibido algunas camisetas, buen material poroso, al parecer idénticas a las que usaban los jugadores. Así que durante un tiempo estuve martirizando a mi madre para que me acompañase a la tienda. Cuando al fin accedió, un sábado por la mañana, fui un prepúber feliz. Las camisetas eran realmente buenas, olían a buenas. La oferta no era muy amplia, la mayoría eran de Larry Bird o de Magic Johnson, las estrellas del momento, justo antes de la era Jordan. Obviamente, ni rastro de Dominique Wilkins. Desde luego, no quería aparecer en una de las pachangas que jugaba con mis amigos con una camiseta que muy probablemente alguien más llevase. Así que me decidí por la que pensé que nadie compraría. Era blanca con franjas rojas y negras a la altura de la barriga. En la espalda, Drexler, el número 22 de los Portland Trail Blazers. Muy lejos de ser mi favorito, pero al menos me aseguraba que solo yo llevaría esa camiseta. Y así fue, claro, a casi nadie le interesaba ese jugador. Ni siquiera a mí, que salí de la tienda con un regusto amargo que mi pobre madre no acababa de entender. Caprichos de niño.

Mi segundo contacto con Portland, décadas después, está relacionado con mi oficio, la música. En Madrid conocí a Raúl, un músico de Castellón que residía allí, donde trabajaba como científico probando en ratones los efectos del alcohol y las drogas. Es un tipo con mucho talento, colaboramos en varias ocasiones. Cuando nos veíamos me hablaba de Portland, me decía que aquello era como vivir en plena naturaleza y que sus vecinos eran, en su mayoría, artistas. Compartía cafés con músicos a los que yo admiraba como M. Ward o Alela Diane. Me invitó a ir. Una vez vino de gira a España con su banda, integrada al completo por músicos y músicas de Portland. Se notaba que esa gente había crecido con la música. Me hice amigo de su pianista, nos gustamos un poco una noche, ella me sacaba fácilmente una cabeza. Me invitó a ir. Estuve a punto de hacerlo, incluso me planteé grabar un disco allí, viendo que aquella ciudad no dejaba de cruzarse en mi camino. Pero no lo hice. De hecho, llevo años sin saber nada de Raúl y su banda. La idea de Portland se desvaneció y me aferré a lo que tenía más cerca. Oportunidades, decisiones, la vida.

No conocía a Monica Drake. Cuando me propusieron prologar este libro no sabía qué me iba a encontrar y las únicas referencias que tenía eran realismo sucio norteamericano, alabanzas de Chuck Palahniuk, conjunto de relatos que componen una novela y, por supuesto, Portland. Mi lectura más reciente había sido un novelón de James Baldwin, Sobre mi cabeza, y desde que la terminé sabía que se había convertido en una de mis novelas favoritas. Baldwin como telonero se lo pone difícil a cualquiera. Así que tenía esperanzas en La locura de amar la vida, ya solo el título me resultaba cercano, pero no esperaba encontrar un libro, digamos, inspirador. Siempre me han gustado los libros de relatos, en especial los que se adscriben a ese movimiento realista surgido en Estados Unidos en los años 70. Fante, Wolff, Bukowski y, sobre todo, Raymond Carver. Todo hombres. Por eso agradecí años más tarde la publicación de los cuentos de Lucia Berlin. Por eso agradezco ahora haber llegado a Monica Drake, posterior en cuanto a generación, pero muy cercana en esencia a ese lenguaje.

Esa forma parca, sobria, minimalista y cruda de escribir sobre la vida siempre me ha atrapado. Las aventuras del ser humano, a la vez tan defectuoso y a la vez tan perfecto (son palabras de la propia Monica), vistas desde cerca, sin filtros que las distorsionen. Antihéroes en situaciones cotidianas que se vuelven extraordinarias a través de las palabras. Personas que, como ese soldadito de metal encontrado en un jardín, no se sabe si están atacando o defendiendo. Personas que se sienten solas a pesar de tener amantes, realmente solas empujando carritos de supermercado, que «quieren pertenecer» pero no encuentran vínculos, que huyen del final que saben que el destino (y la familia) les ha marcado, pero acaban regresando a sus orígenes, asumiendo que nada van a poder cambiar. Personas que se dirigen en línea recta y a toda velocidad en busca de sus sueños, saliéndose de la carretera en cada curva, estrellándose sin remedio finalmente. Y mucho, mucho alcohol. La vida se mueve en una dirección. No existe el renacimiento, solo se tiene una oportunidad.

La locura de amar la vida es un puzle. Una vez encajadas las piezas vemos «todos esos errores humanos», problemas e impedimentos que se convierten en la única herencia que reciben los personajes a lo largo de varias décadas. Vemos a estudiantes de Historia del Arte que terminan trabajando como vigilantes en un museo, a madres con problemas mentales, incapaces de gestionar la realidad, a padres desaparecidos, a amigas con teorías esotéricas sobre los parásitos, a exmilitares que han matado operando drones como si jugasen a un videojuego, a grandes promesas del deporte ahogados en borracheras, a vagabundos, a forasteros en la barra del bar, a exmujeres que aplastan pasteles para destruir cualquier ilusión. Todos gravitando a lo largo de la vida de Lu y Vanessa, las hermanas protagonistas en esta historia. Bueno, no sé si se podría decir que son protagonistas, seguro que ellas nunca se habrían considerado protagonistas de nada. Pero sí son el pegamento que hace que podamos levantar el puzle y verlo desde lejos, sin que se rompa en pedazos. Y la ciudad, claro, como un personaje más sufriendo sus propios males: gentrificación, cemento, desigualdad, pobreza, trabajo precario, crimen y violencia. El viejo y el nuevo Portland. Una ciudad que se vuelve especialmente poética dentro de esas Notas del vecindario que se encadenan a lo largo del libro y que no siempre queda claro qué mano las escribe. O más bien, quién necesita describir de esa manera lo que sucede a su alrededor. «Atrapados en el purgatorio de las relaciones», los personajes aparecen y desaparecen a lo largo de las décadas creando su particular Shortcuts.

Creo que estos saltos temporales en los que se mezclan las voces de los diferentes personajes tienen una razón, más allá del mero artificio estético o incluso del ritmo. Da igual el tiempo en el que se encuentren, queda muy claro en este pasaje:

«todos los años desde que nos habíamos conocido y los que quedaban por delante y el futuro y el pasado eran lo mismo, marcados por el alcohol, grandes expectativas y pasos en falso»

Queda también clara la reivindicación al reconocimiento de las escritoras aplastadas durante siglos por el peso de toneladas de literatura masculina. No es casual que entre los planes de Vanessa esté escribir la novela Moby Vagina, reapropiándose del clásico para cuestionarse el género en la literatura, o Infinite Gestation, un «tomo feminista justificadamente gordo» al estilo Foster Wallace. También funcionan esos proyectos como un sueño de futuro, una posibilidad para convertirse en alguien más que una chica con un máster que trabaja en hostelería. Como la mayoría de Portland.

No son todo sombras. Monica Drake es una experta en jugar con el drama desde situaciones inverosímiles, a veces casi oníricas que, a pesar de lo patético o precisamente por ello, muchas veces provocan risa. De alguna manera su escritura crea espacios en los que puede penetrar la luz, donde se renueva el aire y las cargas de los protagonistas no son tan pesadas. No me refiero tan solo al sentido del humor, sino a una escritura vital y poderosa que impregna todos los relatos. Podemos ver los árboles a lo lejos, aunque huela a pis en las esquinas. Nunca definiría este libro como oscuro, y no es casual la Nota del vecindario con la que concluye la historia. En algún lugar, más allá, hay esperanza.

Dice Kiko Amat que la definitiva ambición de un prologuista debería ser crear algo que pueda equipararse en ambición y altitud a la obra prologada. No creo haber llegado tan lejos, desde luego, pero sí hay algo en la escritura de Monica Drake que me acercó a sus relatos desde la primera página de este libro y que, de alguna manera, reconozco en mi forma de contar historias. Portland queda muy lejos de aquí, pero he podido sentirla como si fuese un personaje más, de la misma manera que me sentía en la cancha de los partidos de la NBA que veía de niño en televisión.

Estoy llegando al final de este prólogo y no he hecho mención alguna a la inevitable biografía de la autora. Como decía antes, no conocía a Monica Drake. Leí este libro sin saber nada de ella, hasta el punto de que ni tan siquiera me interesé por su fecha de publicación. Así entré en ese juego de idas y venidas del tiempo, y realmente no fui consciente de que estaba leyendo un libro de este siglo hasta que apareció en un relato un teléfono móvil. Esa es, para mí, una de las grandezas de saber contar historias. Al fin y al cabo, el ser humano ha aprendido más bien poco sobre sus errores a lo largo de los siglos y estos cuentos guardan cierto aura de intemporalidad. Termino el libro y busco en internet algo de información sobre Monica. La biografía que ella misma escribe en su web es una maravilla, así que me ahorro ese trabajo y os invito a leerla. También tiene cuenta de Instagram. Parece ser que vive en una cabaña en algo parecido a un bosque, allí, en Portland. ABRAHAM BOBA

La locura de amar la vida

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