Читать книгу La locura de amar la vida - Monica Drake - Страница 5
ОглавлениеQueridísimo amado:
Carta en una alcantarilla
Tú, corderito, mi cielo, mi queridísimo amor…
Siento mucho haber llevado tu mejor camisa a un contenedor de ropa. Si sirve de algo, el contenedor está en la esquina entre la Decimotercera avenida y la calle Prescott. Sí, intenté lanzar tus zapatos sobre el cableado en mitad de la noche. Aterrizaron en la calle, venía un coche, y me largué.
La cosa es que, más temprano, aún de día, llevé nuestras botellas y latas a reciclar. El olor de las máquinas de reciclaje no deja indiferente. Es horrible; cerveza rancia, moho y cigarrillos mojados. Pero ya sabes cómo soy, una sentimental. Ese olor me recuerda a los días después de una buena borrachera, con buenos amigos, fiestas en casa... Me da ganas de vomitar, pero también de abrir otra cerveza.
Por sentimentalismo.
Igual que un contenedor de basura en un día caluroso huele a nuestras vacaciones en Acapulco. ¿Te acuerdas? Me encanta ese olor, por nosotros. Por ti.
Pues estaba devolviendo las latas y aparece esta mujer, con un carrito de la compra lleno de botellas. Nos movemos al unísono, llenando las máquinas, yo todo Coca-Cola Zero y SevenUp, ella todo cerveza, cerveza, cerveza. El sol nos daba en la espalda. Tiene el cabello claro, con mechones teñidos de azul, y lleva un peto vaquero cortado. Quizás me quedé mirándola. Ya sabes cómo soy, una persona sociable. Ella me mira y dice:
—Eh, cielo, ¿quieres unas cacerolas y unas sartenes de sobra? Me estoy mudando. Son de buena calidad, estoy intentando librarme de ellas.
—¿Gratis?
Ya sabemos cómo es eso de mudarse, ¿no? Es preferible regalar las cosas en vez de empaquetarlas. Y aquí estoy para ayudar.
—Es aquí mismo, ven conmigo; te voy a dar un juego completo de ollas y sartenes Revere Ware. Y también una plancha para hacer tortitas —me dice.
Seguimos llenando las máquinas, hablando a través del tintineo y repiqueteo de las botellas, y de ese olor a cerveza rancio típico de las fiestas.
—¡Claro! —le respondo. ¡Porque estoy pensando en ti! En lo mucho que te gustan las tortitas caseras.
Entonces, su móvil empieza a sonar y responde:
—Tranquilo, tío, dame cinco minutos. —Y me dice—: Tengo que volver y arreglar un tatuaje.
—¿Eres tatuadora? —le pregunto.
Sus brazos están surcados por peculiares dibujos de zarzas y campos de césped.
—En verdad, no. Solo tatuajes caseros, con tinta y una aguja, en plan Stick & Poke.
El sonido de esas palabras me chifla. ¿Que por qué me gustan las palabras? Me gustan, y punto. Tiene los ojos claros y algo almendrados. Es bonita, pero no perfecta; como una muñequita descascarillada con la ropa equivocada, y está liberando feromonas o algo, porque me siento aturdida y, de repente, me gusta muchísimo.
Entregamos nuestros recibos, intercambiando montañas de botellas por unos cuantos dólares, y la sigo calle abajo. Nos paramos en una finca grande, con un granero convertido en una casa que parece más una fortaleza. Mola. Hay un árbol de hoja perenne gigantesco en medio del terreno. No es más que un árbol solitario, pero basta para recordarme otros árboles de cuando era pequeña, a mi infancia, y eso me hace sentir bien. La puerta del granero-fortaleza está abierta. Hay un tipo sujetándose el brazo como si llevara un cabestrillo, pero no lo lleva, y su brazo está manchado con sangre seca.
Entramos a la casa.
Ella le endereza el brazo, se lo sostiene. La piel del hombre es color caramelo; su cuerpo, fuerte, musculoso, y se ha hecho un estropicio intentando tatuarse algo a sí mismo. ¿Paganos? ¿Veganos? No consigo descifrarlo. Ella le da un manotazo en el brazo y él se deshace de su agarre.
—No puedo ponerme a ello hasta que se te baje la inflamación.
—¿Quién es esa? —le pregunta el tipo.
Se refiere a mí.
—Le doy las cacerolas y las sartenes, ¿no? —le responde. Como si ya hubiesen hablado de ello, y pienso en recordarle lo de la plancha. Por ti, mi bombón, mi dulce panecillo, mi pequeñín. Estoy pensando en ti mientras entro en su cueva fría y oscura.
El tipo presiona el brazo ensangrentado contra la pared. Tiene el pelo largo y cortado a capas, una nariz estrecha y una leve sonrisa. Y puede que esté un poco colocado. Me lo puedo imaginar siendo baterista, tras la batería. A lo mejor él también se ve así.
—¿Me dejas tatuarte? —me pregunta.
Tiene una aguja de coser en la mano, con un hilo empapado en tinta envuelto alrededor. Al quitar el brazo de la pared, deja grabado en la pintura blanca un rastro de la palabra que intentaba escribir con un trazo irregular. Paganos. Sin ninguna duda. Definitivamente, paganos. Es un hombre dispuesto a vivir con sus errores.
—Se me da bien, aunque no soy capaz de tatuarme a mí mismo.
La mujer se agarra el cabello, con mechones azules, alzando la cabeza para mostrar las espinas manchadas de sangre de una rosa delineada con tinta oscura en un lado del cuello, trazada peligrosamente sobre las arterias.
—No, gracias —le respondo.
Se ve que este tipo también está liberando feromonas, porque de repente me empieza a gustar mucho; así, de repente. Me gusta muchísimo… como que quiero mordisquear sus puntas abiertas, aferrarme a su brazo sangriento.
—Empieza con un OxyContin —dice.
Me está tentando. Ahí, en su mesa abarrotada, hay un montón de pastillas.
La mujer elige una y dice:
—Estas son oxicodonas.
—Es lo mismo —le responde él.
—En realidad no. Una es de liberación prolongada, la otra no. Una es de larga duración... —le dice mientras juguetea con la pastilla entre los dedos.
—No seas una friki de las drogas —la interrumpe sonriendo, inclinando su robusta cabeza de buitre y su cuello fino.
¿Será que me quedo mirando de manera insinuante las drogas? No sé, pero el tipo se siente lo bastante inspirado para decirme:
—Tengo Xanax.
Se saca una pastilla azul de un bolsillo lleno de pelusas. La pastilla tiene escrito en mayúsculas «Xanax». Estoy siendo cuidadosa al leerlo primero, ¿verdad? Quizás es ahí donde cometo el error.
Busco un vaso de agua. El tipo tiene una moto, una vieja BSA, desmontada sobre periódicos en la cocina.
—Mola —le digo.
Se encoge de hombros.
—250 cc. De la vieja escuela.
Mientras el Xanax penetra con sigilo en mi sangre, seguimos con el rollo de la moto.
—Tienes más pinta de manejar una de 350, o incluso de 550 —me dice.
Me pasa una botella abierta de whisky americano, Maker’s Mark, y eso me recuerda todavía más a una fiesta que el olor a cerveza rancia. Me hace recordar una noche, en la costa, tú y yo durmiendo en nuestros sacos de dormir unidos, acurrucados el uno junto al otro, en la arena húmeda y fría, rodeados de juncos, juncias y hierbas; esas noches en las que intentábamos averiguar dónde acababa uno y dónde comenzaba el otro. Siento una ola de calor por mis venas. La mujer se arrima a mí, ambas apoyadas en la nevera, muslo con muslo. Soy más alta que ella.
Me deshago en un tímido derroche de necesidad demente.
—Y como el buen vino, estoy hecha para las borracheras —digo para ocultar que me acabo de ruborizar, y doy un trago. Ella también bebe.
Resulta que el tipo tiene otra moto en la parte trasera, una de 350, y me ofrece montarla, y le digo que yo no me monto en una máquina como esa, solo en motos de cross, y él me responde «viene a ser lo mismo», y sus palabras suenan adormiladas y llegan a mí tenuemente, y el tipo es mayor de lo que parecía al principio, ambos lo son, y la quemazón del whisky siempre me pone contenta, y sé que dije que estaría en casa, querido, pero este tipo de cosas suceden.
Lo que siento mientras estoy en esa cocina es cómo los humanos son a la vez tan defectuosos y tan perfectos, y siento que quiero compartir mi cuerpo con otros. ¿Te acuerdas de tu antiguo perro? Así es como me siento; quiero abalanzarme sobre la gente, respirar sus alientos, lamer bocas de extraños.
No conozco a estos dos, pero ¿a quién llegamos a conocer de verdad, más allá de la piel? ¿Cómo se llega más allá?
Para cuando saco la moto, llevábamos tanto tiempo en el apartamento que se me había olvidado que el sol aún estaría brillando, pero ahí está. Quién lo iba a decir. En lo alto, y mis ojos llenándose de su luz.
¡Creo que hasta la moto está liberando feromonas! Me gusta tanto, así de repente. Tengo la mente espesa y las esperanzas por los aires. Coloco las piernas alrededor de la moto, el motor desprende calor y se mueve lo bastante rápido como para decidir por mí. Cuando intento frenar, tomo una mala decisión; giro la muñeca hacia atrás, aprieto el acelerador, golpeo el borde de cemento de un aparcamiento, luego me meto por un sendero que me lleva a la parte trasera de una lavandería y me caigo. Todo a cámara lenta.
Así que cuando te vi y me preguntaste que dónde había estado aquellos días y te dije que fuera, a lo que me refería era a fuera de combate.
No es que quisiera ser poco comunicativa, mi cielo. A veces nuestra mayor fortaleza es también nuestra mayor debilidad, ¿verdad? Una vez aquí, ya no pude irme. Se aseguraron de que estuviera toda la noche despierta. Nos mantuvimos despiertos, nos cuidamos los cuerpos los unos a los otros. Ahora estoy en casa. No tenías que irte. Odio cuando te largas hecho una furia. ¿Fue por… la camisa?
Sí.
Tu camisa era magnífica. Seguro que aún sigue allí. Nadie se daría cuenta de lo magnífica que es esa camisa, impregnada con esa intensa esencia tuya.
¿Tus zapatos? No estoy segura de si aún estarán por ahí.
Pero yo estoy aquí, con pastillas robadas para ti, en el bolsillo, preparada para hacerte tortitas caseras.
¡Esto es amor!
Así es cómo funciona el amor.
Llámame.