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CAPÍTULO SIETE

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Erec marchaba junto con el Duque, Brandt y docenas de personas del séquito del Duque, a través de las callejuelas de Savaria, crecía la multitud a medida que caminaban hacia la casa de la sirvienta. Erec había insistido en conocerla sin demora, y el Duque quería llevarlo personalmente. Y a donde el duque iba, iban todos. Erec miró a su alrededor al enorme y creciente séquito y se sintió avergonzado, al darse cuenta de que llegaría a la morada de esa chica con docenas de personas.

Desde que la había visto por primera vez, Erec no había podido pensar en otra cosa.

¿Quién era esa chica?, se preguntaba. Parecía tan noble, ¿pero trabajaba como funcionario en la corte del duque? ¿Por qué ella huyó de él tan apresuradamente? ¿Por qué, en todos sus años, con todas las mujeres reales que había conocido, era la única que había conquistado su corazón?

Estar cerca de la realeza toda su vida, siendo hijo de un rey, Erec pudo detectar la realeza en un instante – y sintió desde el momento en que le vio, que era de una posición mucho más alta que la que estaba ocupando. Estaba ardiendo de curiosidad por saber quién era, de dónde era, qué estaba haciendo ahí. Necesitaba otra oportunidad para poner sus ojos en ella, para ver si él lo había estado imaginando o si todavía sentía lo mismo que antes.

"Mis siervos dicen que vive en las afueras de la ciudad", explicó el Duque, hablando mientras caminaban. Cuando entraron, la gente por todos lados de las calles abría sus persianas y miraban hacia abajo, sorprendidos por la presencia del duque y su séquito, en las calles.

"Al parecer, ella fue criada por un tabernero. Nadie sabe su origen, de dónde vino. Lo único que sabían era que llegó un día a nuestra ciudad y se convirtió en una esclava de ese tabernero. Su pasado, al parecer, es un misterio".

Todos dieron vuelta en otra calle; el adoquín debajo de ellos se torcía más cada vez; las pequeñas viviendas estaban más cerca una de la otra y más destartaladas, conforme iban pasando. El duque aclaró su garganta.

"La llevé como criada a mi corte en ocasiones especiales. Ella es callada, reservada. No se sabe mucho sobre ella. Erec", dijo el Duque, volteando finalmente hacia él, poniendo una mano en su muñeca, "¿estás seguro de esto? Esta mujer, quienquiera que sea, es una plebeya. Podrías elegir a cualquier mujer del reino".

Erec lo miró con igual intensidad.

"Debo ver a esta chica otra vez. No me importa quién sea".

El duque meneó su cabeza en desaprobación, y todos continuaron caminando, dando vuelta calle tras calle, pasando por callejuelas serpenteantes y estrechas. Al ir pasando, el barrio de Savaria llegaba a ser incluso más sórdido; las calles estaban llenas de borrachos, repletas de suciedad, gallinas y perros salvajes. Pasaron taberna tras taberna; los gritos de los clientes se escuchaban en las calles. Varios borrachos tropezaron ante ellos, y mientras la noche comenzaba a caer, las calles comenzaron a ser iluminadas por antorchas.

“¡Abran paso al Duque!”, gritó su asistente principal, corriendo hacia adelante y empujando a los borrachos fuera del camino. Calles arriba y abajo, los tipos desagradables se separaban y observaban, asombrados, mientras pasaba el Duque, y Erec junto a él.

Finalmente, llegaron a un pequeño y humilde hostal, construido de estuco, con un techo de tejas, de dos aguas. Parecía como si hubiera unos cincuenta clientes en su taberna inferior, con unas habitaciones arriba para los huéspedes. La puerta estaba torcida, una ventana estaba rota y su lámpara de entrada colgaba torcida, con su antorcha parpadeante, la vela demasiado baja. Se escuchaban afuera de las ventanas los gritos de los borrachos, mientras se detenían ante la puerta.

¿Cómo podía trabajar una chica tan bonita en un lugar como éste? Erec se preguntaba, horrorizado, cuando escuchó los gritos y abucheos dentro. Se le rompió el corazón al pensar en ello, mientras imaginaba la indignidad que ella debía estar sufriendo en ese lugar. No es justo, pensó. Estaba decidido a rescatarla de él.

"¿Por qué vienes al peor lugar posible para elegir a una novia?", preguntó el Duque, dirigiéndose a Erec.

Brandt también volteó a verlo.

"Es tu última oportunidad, amigo mío", dijo Brandt. “Hay un castillo lleno de mujeres reales esperando a que regreses ahí”.

Pero Erec meneó la cabeza, decidido.

"Abran la puerta", ordenó.

Uno de los hombres del duque se abalanzó y la abrió. El olor a cerveza rancia salió en ondas, haciéndolo retroceder,

Adentro, los borrachos estaban encorvados el bar, sentados en mesas de madera, gritando demasiado fuerte, riendo, abucheando y empujándose unos a otros. Eran tipos ordinarios, como pudo ver Erec, con vientres demasiado grandes, las mejillas sin afeitar, con la ropa sucia. Ninguno era guerrero.

Erec se acercó varios pasos, buscándola en ese lugar. No podía imaginar que una mujer como ella pudiera trabajar en un sitio así. Se preguntó si tal vez había ido al lugar equivocado.

"Disculpe, señor, estoy buscando a una mujer", dijo Erec al hombre de pie junto a él: alto y robusto, con una gran barriga, sin afeitar.

"¿En verdad?", gritó el hombre, burlándose. "Bueno, ¡viniste al lugar equivocado! Esto no es un burdel. Aunque hay uno al otro lado de la calle—y dicen que las mujeres son lindas y regordetas!".

El hombre empezó a reír, muy fuerte, en la cara de Erec, y varios de sus compañeros hicieron lo mismo.

"No busco un burdel", respondió Erec, sin reír, "sino a una sola mujer, que trabaja aquí”.

"Debe referirse entonces a la sirvienta del tabernero", gritó alguien, otro hombre robusto y borracho. "Probablemente está atrás, fregando los pisos. Lástima – ¡ojalá estuviera aquí, en mi regazo!".

Todos los hombres gritaban y reían, abrumados por sus propios chistes y Erec enrojeció de solo imaginarlo. Se sintió avergonzado por ella. Tener que servir a todos esos tipos—era demasiado indignante para verlo.

“¿Y tú quién eres?”, dijo otra voz.

Un hombre se acercó, más robusto que los demás, con barba y ojos oscuros, con el ceño fruncido, la mandíbula ancha, acompañado de varios hombres sórdidos. Tenía más músculo que grasa, y se acercó a Erec amenazadoramente, visiblemente territorial.

"¿Estás intentando robar a mi sirvienta?", preguntó. "¡Entonces vete!".

Él se acercó y sujetó a Erec.

Pero Erec, endurecido por años de entrenamiento, siendo el caballero más grande del reino, tenía mejores reflejos de lo que este hombre imaginaba. En el momento en que puso sus manos sobre Erec, entró en acción, agarrando su muñeca e inmovilizándola, girando al hombre con la velocidad del rayo, sujetándolo por la parte trasera de su camisa y empujándolo en la habitación.

El hombre robusto salió volando como bala de cañón y sacó a otros tantos con él, estrellándose todos en el piso del pequeño lugar, como bolos de boliche.

Todos guardaron silencio, y se detuvieron para observar.

"¡LUCHEN! ¡LUCHEN!", corearon los hombres.

El tabernero, aturdido, tropezó y arremetió contra Erec con un grito.

Esta vez Erec no esperó. Dio un paso adelante para recibir a su atacante, levantó un brazo y bajó su codo hacia la cara del hombre, rompiendo su nariz.

El tabernero tropezó hacia atrás, y luego se derrumbó, aterrizando en el piso, de espaldas.

Erec dio un paso adelante, lo levantó, y a pesar de su tamaño, lo alzó por encima de su cabeza.

Dio varios pasos hacia adelante y lanzó al hombre, y salió volando por el aire, derribando la mitad del salón con él.

Todos los hombres en la sala quedaron congelados, parando sus cánticos, guardando silencio, dándose cuenta de que alguien especial estaba entre ellos. El cantinero, sin embargo, de repente llegó corriendo, con una botella de vidrio sobre su cabeza, apuntando hacia Erec.

Erec lo vio venir y ya tenía su mano sobre su espada—pero antes de que Erec pudiera sacarla, su amigo Brandt dio un paso adelante, al lado de él, sacó un puñal de su cinturón y sostuvo la punta en la garganta del cantinero.

El cantinero corrió hacia él y se detuvo de repente, la hoja estaba a punto de perforarle la piel.  Se quedó allí, con los ojos bien abiertos de miedo, sudando, paralizado, con la botella en el aire.  En el salón hubo tanto silencio que se podría haber oído cómo caía un alfiler.

"Tírala", ordenó Brandt.

El cantinero obedeció, y la botella se rompió en el piso.

Erec sacó su espada con un retumbo de metal y se acercó al tabernero, quien yacía gimiendo en el piso y la apuntó en su garganta.

"Sólo diré esto una vez", anunció Erec.  "Saca de esta habitación a toda esta gentuza. Ahora. Exijo una audiencia con la señorita. "A solas".

“¡El Duque!”, gritó alguien.

Todos voltearon a ver y finalmente reconocieron al duque ahí parado, en la entrada, flanqueado por sus hombres. Todos ellos se apresuraron a quitarse sus gorras y bajar sus cabezas.

"Si el salón no está despejado para cuando termine de hablar", anunció el Duque, "cada uno de ustedes será encarcelado de inmediato".

La sala entró en un frenesí, mientras todos los hombres se las arreglaban para salir, alejándose rápidamente del duque, hacia la fuerte principal, dejando sus botellas de cerveza sin terminar donde estaban.

"Y vete tú también", dijo Brandt al cantinero, bajando su daga, sujetándolo del cabello y empujándolo hacia la puerta.

La sala, que había sido tan escandalosa momentos antes, ahora estaba vacía, en silencio, salvo por Erec, Brandt, el duque y una docena de sus hombres más cercanos. Cerraron la puerta detrás de ellos con un rotundo golpe.

Erec volteó a ver al tabernero, sentado en el suelo, todavía aturdido, limpiando la sangre de su nariz. Erec lo agarró por la camisa, lo izó con ambas manos y lo sentó en uno de los bancos vacíos.

"Has arruinado mi negocio de esta noche", se quejó el tabernero. "Pagarás por esto".

El duque se adelantó y le dio una bofetada.

“Puedo hacer que te maten por intentar poner una mano sobre este hombre", lo regañó el duque. "¿No sabes quién es?“.  Es Erec, el mejor caballero del rey, el campeón de Los Plateados. Si quiere, puede matarte ahora".

El tabernero miró Erec, y por primera vez, un miedo verdadero cruzó por su rostro. Casi temblaba en su asiento.

"No lo sabía.  Usted no dijo quién era".

"¿Dónde está ella?". Erec exigió, impaciente.

“Ella está atrás, fregando la cocina. ¿Qué es lo que quiere con ella? ¿Le robó algo? Ella es sólo otra chica obligada a trabajar de sirvienta".

Erec sacó su daga y la sostuvo en la garganta del hombre.

"Si vuelves a llamarla 'sirvienta' otra vez", le advirtió Erec, puedes estar seguro de que te cortaré el cuello.  ¿Entiendes?", preguntó con firmeza mientras sostenía la cuchilla contra la piel del hombre.

Los ojos del hombre se inundaron de lágrimas, mientras asentía lentamente.

"Tráela aquí y rápido", ordenó Erec y lo levantó de un tirón y lo empujó, enviándolo volando por toda la habitación, hacia la puerta de atrás.

En cuanto se fue el tabernero, hubo un ruido de cacerolas detrás de la puerta, gritos apagados y luego, momentos después, la puerta se abrió y salieron varias mujeres, vestidas con harapos, delantales y gorros, cubiertos de la grasa de la cocina.

Había tres mujeres mayores, como de sesenta años, y Erec se preguntó por un momento si el tabernero sabía de quién le había estaba hablando.

Y luego, ella salió—y el corazón de Erec se detuvo.

Apenas podía respirar.  Era ella.

Llevaba un delantal, cubierto de manchas de grasa y mantuvo la cabeza baja, avergonzada para mirar hacia arriba. Su cabello estaba atado, cubierto con un paño, sus mejillas estaban cubiertas de mugre—y aun así, Erec estaba enamorado de ella. Su piel era tan joven, tan perfecta. Tenía los pómulos altos, cincelados y mandíbula, una pequeña nariz cubierta de pecas y labios carnosos. Tenía una frente amplia, majestuosa y su hermoso cabello rubio caía por debajo del gorro.

Ella lo miró, solo por un momento, y sus grandes y maravillosos ojos verdes almendrados, cambiaban a un azul cristalino con la luz y después, otra vez, lo mantuvo en su lugar sin moverse. Se sorprendió al darse cuenta de que él estaba aún más fascinado por ella, de lo que había estado cuando la acababa de conocer.

Detrás de ella, salió el tabernero, con el ceño fruncido, limpiando aún la sangre de su nariz.

La chica caminó hacia adelante, de manera vacilante, rodeada de todas esas mujeres mayores, hacia Erec e hizo una reverencia al acercarse. Erec se puso de pie ante ella, así como varios del séquito del duque.

"Mi señor", dijo ella, con su voz suave, dulce, haciendo feliz a Erec. "Por favor, dígame lo que he hecho para ofenderlo.

No sé lo que sea, pero lamento lo que haya hecho para justificar la presencia de la corte del Duque".

Erec sonrió. Sus palabras, su lenguaje, el sonido de su voz – todo lo hizo sentir como nuevo. No quería que ella dejara de hablar.

Erec estiró la mano y tocó su barbilla, levantándola hasta que sus ojos se encontraron con los de él. Su corazón se aceleró al mirarla a los ojos.  Parecía perderse en un mar de color azul.

"Mi señora, no ha hecho nada para ofenderme. No creo que jamás sea capaz de ofenderme. He venido aquí no por ira, sino por amor. Desde que la vi, no he podido pensar en nada más".

La chica parecía nerviosa y de inmediato bajó la mirada al suelo, parpadeando varias veces. Torció sus manos, se veía nerviosa, abrumada. Obviamente, ella no estaba acostumbrada a esto.

“Por favor, mi señora, dígame. ¿Cuál es su nombre?".

"Alistair", respondió, humildemente.

"Alistair", repitió Erec, abrumado. Era el nombre más bonito que había escuchado.

“Pero no sé de qué le sirve saberlo”, añadió ella, suavemente, mirando todavía al suelo. “Usted es un Lord. Yo solo soy una sirvienta”.

“Ella es mi sirvienta, para ser exactos”, dijo el tabernero, acercándose, molesto.  “Ella está obligada a trabajar para mí. Firmó un contrato, hace años. Ella prometió siete años. A cambio, le daría comida y cuarto. Lleva tres años. Así que como verá, esto es una pérdida de tiempo. Ella es mía. Soy su dueño. No se la va a llevar. Ella es mía. ¿Entiende?“.

Erec sintió un odio por el tabernero, más allá de lo que jamás había sentido por un hombre. Estaba entre sacar su espada y apuñalarlo en el corazón y acabar con él. Pero por mucho que el hombre pudiera merecerlo, Erec no quería romper la ley del rey. Después de todo, sus acciones se reflejaban en el rey.

“La ley del rey es la ley del rey”, dijo Erec al hombre, con firmeza. “No es mi intención romperla.  Habiendo dicho eso, mañana empiezan los torneos. Y tengo derecho, como cualquier hombre, a elegir a mi esposa. Y que se sepa aquí y ahora que elijo a Alistair”.

Un jadeo se extendió por el salón, mientras todos se veían unos a otros, sorprendidos.

“Eso”, añadió Erec, “si ella está de acuerdo”.

Erec miró a Alistair, con el corazón acelerado, mientras ella seguía con el rostro hacia el suelo. Él se dio cuenta de que ella se sonrojaba.

“¿Está de acuerdo, mi señora?”, preguntó él.

La sala quedó en silencio.

“Mi señor”, dijo ella suavemente, “usted no sabe quién soy, de dónde soy ni por qué estoy aquí. Y temo que no puedo decirle esas cosas”.

Erec la miró, perplejo.

“¿Por qué no puede decírmelo?”

“Nunca se lo he dicho a nadie, desde que llegué”. Hice una promesa“.

“¿Pero por qué?”, dijo él presionando, con mucha curiosidad.

Pero Alistair solo mantuvo su cara hacia abajo, en silencio.

“Es cierto”, dijo una de las sirvientas. “Ella nunca nos ha dicho quién es. Ni por qué está aquí. Se niega a decirlo. Lo hemos intentado durante años”.

Erec se sentía muy desconcertado por ella—pero eso solo le añadía misterio.

“Si no puedo saber quién es usted, entonces no lo sabré”, dijo Erec. “Respeto su voto. Pero eso no cambiará mi afecto por usted. Mi señora, no importa quién sea usted, si gano esos torneos, entonces la elegiré como mi premio. Usted, de todas las mujeres de todo este reino. Le pregunto otra vez, ¿da su consentimiento?”.

Alistair mantuvo sus ojos fijos en el suelo, y mientras Erec miraba, vio que rodaban lágrimas de sus mejillas.

De repente, ella se dio la vuelta y salió corriendo del salón, cerrando la puerta detrás de ella.

Erec se quedó ahí parado, con los otros, en un silencio asombroso.  Casi no sabía cómo interpretar su respuesta.

“¿Lo ve? Está perdiendo su tiempo y el mío”, dijo el tabernero. “Ella dijo que no. Váyase, entonces”.

Erec frunció el ceño.

“Ella no dijo que no”, interrumpió Brandt. “Ella no contestó”.

“Ella tiene derecho a tomarse su tiempo”, dijo Erec, en defensa de ella. “Después de todo, tiene mucho que pensar.

Ella tampoco me conoce”.

Erec se quedó ahí parado, pensando qué hacer.

“Me quedaré aquí esta noche”, anunció Erec finalmente. “Me dará una habitación aquí, al fondo del pasillo junto al de ella. Por la mañana, antes de que empiecen los torneos, volveré a preguntarle a ella. Si ella lo aprueba, y si gano, ella será mi esposa. Si es así, compraré el contrato que tiene con usted, y se irá de aquí, conmigo”.

Claramente, el tabernero no quería a Erec bajo su techo, pero no se atrevía a decir nada, así que se dio la vuelta y salió del salón, furioso, azotando la puerta tras de él.

“¿Estás seguro de que quisieras quedarte aquí?”, preguntó el duque. ”Regresa al castillo con nosotros”.

Erec negó, con seriedad.

“Nunca había estado más seguro de algo en mi vida”.

El Destino De Los Dragones

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