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CAPÍTULO CUATRO

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Merk pasaba despacio por la vereda del bosque, abriéndose camino pasando por Bosque Blanco mientras reflexionaba en su vida. Sus cuarenta años habían sido muy duros; nunca antes se había dado tiempo para pasear por el bosque, para admirar su belleza. Miró hacia abajo hacia las hojas blancas que se quebraban bajo sus pies, rematadas por el sonido de su bastón que golpeaba el suave suelo del bosque; volteó hacia arriba, admirando la belleza de los árboles de Aesop con sus brillantes hojas blancas y deslumbrantes ramas rojas resplandeciendo en el sol matutino. Cayeron algunas hojas sobre él dando la apariencia de nieve y, por primera vez en su vida, sintió verdadera paz.

Siendo de altura y complexión promedio, cabello negro oscuro, un rostro nunca afeitado, mandíbula amplia, pómulos alargados y grandes ojos negros rodeados de círculos negros, Merk siempre se miraba como si no hubiera dormido en días. Y así se sentía. Excepto hoy. Hoy por fin se sentía descansado. Aquí, en Ur, en la punta noroeste de Escalon, no caía nieve. Las brisas templadas del océano a un día de distancia hacia el oeste garantizaban un clima cálido y permitían que florecieran hojas de todos colores. También le permitían a Merk peregrinar llevando sólo un manto, sin temer a vientos helados como lo hacían en muchas partes de Escalon. Todavía estaba acostumbrándose a la idea de llevar un manto en lugar de armadura, de portar un bastón en lugar de una espada, de romper hojas con su bastón en vez de atravesar enemigos con una daga. Todo era nuevo para él. Estaba tratando de ver lo que se sentía convertirse en esta nueva persona que tanto añoraba. Se sentía tranquilo, pero raro. Era como si pretendiera ser alguien que no era.

Pues Merk no era ningún viajante o monje, y tampoco un hombre pacífico. Dentro de él, aún era un guerrero. Y no cualquier guerrero; era un hombre que peleaba bajo sus propias reglas y que nunca había perdido una pelea. Era un hombre que no temía llevar sus peleas de la línea de batalla a los callejones traseros de las tabernas que tanto frecuentaba. Era lo que muchas personas llamarían un mercenario. Un asesino. Una espada a sueldo. Tenía muchos calificativos, algunos menos halagadores, pero a Merk no le importaban las etiquetas o lo que pensaran otras personas. Todo lo que le importaba es que era uno de los mejores.

Merk, como siguiendo esta tendencia, había tenido muchos nombres, cambiándolos a su capricho. No le gustaba el nombre que le había dado su padre—de hecho, tampoco le agradaba su padre—y él no iba a ir por la vida con el nombre que otra persona escogió para él. Merk era uno de los nombres más frecuentes, y por ahora le gustaba. No le importaba cómo otras personas lo llamaban. Sólo le importaban dos cosas en la vida: encontrar el lugar exacto para la punta de su daga, y que sus empleadores le pagaran con oro recién acuñado—y en grandes cantidades.

Merk descubrió a temprana edad que tenía un don natural, que era superior a los demás en lo que hacía. Sus hermanos, al igual que su padre y todos sus afamados ancestros, eran orgullosos y nobles caballeros que portaban las mejores armaduras, llevaban el mejor acero, cabalgaban en sus caballos, agitaban sus banderas con su pelo florido y ganaban competencias mientras las mujeres arrojaban flores a sus pies. No podían enorgullecerse más de sí mismos.

Pero a Merk le desagradaba ser el centro de atención. Todos esos caballeros parecían ser torpes para matar, altamente ineficientes, y Merk no los respetaba. Tampoco necesitaba el reconocimiento, las insignias, las banderas o los escudos de armas que los caballeros tanto ansían. Eso era para las personas a las que les faltaba lo más importante: la habilidad para quitarle la vida a un hombre de forma rápida, silenciosa y eficiente. Para él, no había nada más de qué hablar.

Cuando era más joven y sus amigos muy pequeños para defenderse por sí solos siempre venían a él, pues ya era conocido como alguien excepcional con la espada y siempre recibía sus pagos por defenderlos. Sus abusivos nunca volvían a molestarlos ya que Merk se aseguraba de que así fuera. La voz se corrió rápido acerca de su destreza, y mientras Merk aceptaba más y más pagos, sus habilidades para matar progresaban.

Merk pudo haber sido un caballero, un famoso guerrero como sus hermanos. Pero en lugar de eso decidió trabajar en las sombras. El ganar era lo que le interesaba, la eficiencia letal, y rápidamente se había dado cuenta de que los caballeros, debido a sus bellas armas y toscas armaduras, no podían matar ni la mitad de rápido o efectivo que él, un hombre solo con camisa de cuero y daga afilada.

Mientras caminaba golpeando las hojas con su bastón, recordó una noche en la taberna con sus hermanos cuando desenvainaron espadas con caballeros rivales. Sus hermanos estaban rodeados y superados en número, y mientras los lujosos caballeros se detenían en ceremonia, Merk no dudó. Se lanzó a través del callejón con su daga y cortó todas sus gargantas antes de que los hombres pudieran sacar sus espadas.

Sus hermanos debieron haberle agradecido por salvarlos—pero en vez de eso se distanciaron de él. Le temían y le asignaban mala reputación. Ese fue el agradecimiento que recibió, y la traición lo dolió a Merk más de lo que pudo confesar. Esto profundizó su distanciamiento con ellos, con toda nobleza y con toda caballería. Todo era hipocresía y egoísmo a sus ojos; podían pasearse con su brillante armadura y mirarlo como algo insignificante, pero si no hubiera sido por él y su daga todos aún yacerían muertos en ese callejón.

Merk camino y camino, suspirando, tratando de olvidar el pasado. Mientras reflexionaba, se dio cuenta de que en realidad no entendía la fuente de su talento. Tal vez era porque era rápido y ágil; tal vez era que tenía manos y muñecas veloces; tal vez es porque tenía un talento especial para encontrar los puntos vitales de los hombres; tal vez porque nunca dudaba en dar ese paso extra, en dar esa estocada final en la que otros hombres se detenían; tal vez era que nunca tenía que atacar dos veces; o tal vez era porque sabía improvisar, matar con cualquier arma a su alcance—una púa, un martillo, un viejo leño. Él era más listo que los demás, más adaptable y rápido en los pies—una combinación mortal.

Mientras crecía, todos esos orgullosos caballeros se habían distanciado de él y hasta se habían burlado de él a sus espaldas (pues nadie se atrevía a hacerlo en su cara). Pero ahora que habían pasado los años, ahora que se veían débiles y su fama se había extendido, él era el que era solicitado por reyes mientras los otros estaban olvidados. Porque lo que sus hermanos nunca habían entendido es que la caballerosidad no hacía a los reyes reyes. Era la violencia desagradable y brutal, el miedo, la eliminación de tus enemigos uno a uno, la horrible matanza que nadie más quería hacer lo que los hacía reyes. Y era a él a quien todos acudían cuando querían que el verdadero trabajo de rey se realizara.

Con cada golpe de su bastón, Merk recordaba a una de sus víctimas. Había matado a los peores enemigos del Rey—sin usar veneno—, para eso trajeron a los pequeños asesinos, los boticarios, las seductoras. A los peores por lo regular querían que los mataran mandando un mensaje, y para esto lo necesitaban a él. Algo horrible, algo público: una daga en el ojo; un cuerpo destrozado en la plaza, colgando de una ventana para que todos lo vieran al siguiente día, para que todos pensaran quién se había atrevido a oponerse al Rey.

Cuando el viejo Rey Tarnis entregó el reino abriéndole las puertas a Pandesia, Merk se sintió decepcionado, sin propósito por primera vez en su vida. Sin un Rey a quien servir se sentía a la deriva. Algo que había estado creciendo dentro de él había salido a la superficie, y por una razón que no pudo entender comenzó a pensar sobre la vida. Toda su vida había estado obsesionado con la muerte, con matar, con quitar vidas. Se había vuelto muy fácil. Pero ahora, algo dentro de él estaba cambiando; era como si apenas pudiera sentir el suelo estable bajo sus pies. Siempre había sabido de primera mano lo frágil que era la vida, lo fácil que era quitarla, pero ahora se preguntaba cómo preservarla. La vida era muy frágil, ¿no era el preservarla un desafío más grande que quitarla?

Y a pesar de sí mismo, empezó a preguntarse: ¿qué era eso que le estaba quitando a otros?

Merk no sabía qué había empezado toda esta reflexión, pero esto lo puso muy incómodo. Algo había surgido dentro de él, un gran mareo, y ahora le desagradaba el matar—ahora su desagrado por hacerlo era tan grande como solía agradarle con anterioridad. Deseaba poder descubrir qué era lo que estaba desencadenando todo esto—tal vez el haber matado a una persona en particular—pero no podía. Simplemente había aparecido sin causa. Y eso era lo que más le perturbaba.

A diferencia de otros mercenarios, Merk sólo tomaba causas en las que creía. Fue hasta después en su vida, cuando se volvió muy bueno en lo que hacía, cuando los pagos se volvieron muy grandes, con personas muy importantes solicitándolo, que empezó a saltarse algunas líneas aceptando pagos por matar a personas que no tenían tanta culpa; o tal vez ninguna. Y esto era lo que lo estaba molestando.

Merk desarrolló una pasión igual de fuerte por deshacer todo lo que había hecho, por probarles a los demás que podía cambiar. Quería borrar su pasado, borrar todo lo que había hecho, hacer penitencia. Había hecho un voto solemne consigo mismo de nunca volver a matar; de nunca levantar un dedo contra otra persona; de pasar el resto de sus días buscando el perdón de Dios; de dedicarse a ayudar a otros; de convertirse en mejor persona. Y era esto lo que lo había llevado hasta esta vereda del bosque por la que pasaba con cada golpe de us bastón.

Merk vio la vereda del bosque elevarse y luego sumergirse, brillando con la hojas blancas, y volteó de nuevo al horizonte hacia la Torre de Ur. Aún no había señal de ella. Sabía que eventualmente esta vereda lo llevaría ahí, con esta peregrinación que había estado llamándolo desde hace meses. Desde que era un niño había estado cautivado con cuentos hacerca de los Observadores, una orden secreta de monjes/caballeros mitad hombre y mitad algo más cuyo trabajo era residir en las dos torres—la Torre de Ur en el noroeste y la Torre de Kos en el sudeste—y cuidar de la reliquia más valiosa del Reino: la Espada de Fuego. La leyenda decía que era la Espada de Fuego lo que le daba vida a Las Flamas. Nadie sabía con certeza en cual de las torres estaba, ya que era un secreto muy cuidado que sólo conocían los más antiguos Observadores. Si algún día era movida o robada, Las Flamas se perderían para siempre—y Escalon quedaría vulnerable a un ataque.

Se decía que velar por las torres era un gran llamado, un trabajo sagrado y honorable—si eras aceptado por los Observadores. Merk siempre soñaba con los Observadores cuando era niño, yendo a la cama de noche preguntándose cómo sería el unirse a sus filas. Quería perderse a sí mismo en la soledad, en el servicio, en reflexión, y sabía que no había mejor manera que convertirse en Observador. Merk se sentía listo. Había cambiado su cota de malla por cuero, su espada por un bastón y, por primera vez en su vida, había pasado toda una luna sin matar o cazar un alma. Empezaba a sentirse bien.

Mientras Merk pasaba una pequeña colina, levantó la vista esperanzado al igual que lo había hecho por días esperando que por fin se revelara la Torre de Ur en el horizonte. Pero aún no encontraba nada—nada más que bosque hasta donde se podía observar. Pero aun así sabía que se estaba acercando—después de tantos días de caminar, la torre no podía estar muy lejos.

Merk continuó bajando por la vereda con el bosque volviéndose cada vez más denso hasta que, en el fondo, se topó con un gran árbol caído que bloqueaba el camino. Se detuvo y lo observó admirando su tamaño, debatiendo cómo poder pasarlo.

“Yo diría que ya has ido lo suficientemente lejos,” dijo una voz siniestra.

Merk de inmediato reconoció las intenciones oscuras de la voz, algo en lo que ya era experto, y ni siquiera necesitó voltear para saber lo que se avecinaba. Escuchó hojas crujiendo todo alrededor, y del bosque salieron rostros que encajaban con la voz: degolladores, cada uno más desesperado que el anterior. Eran los rostros de hombres que mataban sin razón. Los rostros de ladrones comunes y asesinos que cazaban a los débiles con violencia sin sentido. A los ojos de Merk, eran lo más bajo que existía.

Merk vio que estaba rodeado y sabía que había caminado en una trampa. Observó a su alrededor rápidamente sin que se dieran cuenta, con su viejos instintos activándose, y contó a ocho de ellos. Todos llevaban dagas y estaban vestidos en garras, con rostros, manos y uñas sucias, sin afeitar, todos con una mirada desesperada que decía que no habían comido en muchos días. Y que estaban aburridos.

Merk se tensó mientras el jefe de los bandidos se acercaba, pero no porque le temiera; Merk podía matarlo—matarlos a todos—en un parpadeo si lo deseaba. Lo que lo puso tenso fue la posibilidad de verse obligado a la violencia. Estaba determinado a mantener su voto sin importar el costo.

“¿Y qué tenemos aquí?” preguntó uno de ellos, acercándose y rodeando a Merk.

“Parece un monje,” dijo otro con voz burlona. “Pero sus botas son diferentes.”

“Tal vez es un monje que se cree soldado,” se rio otro.

Todos se echaron a reír y uno de ellos, un zoquete de hombre en sus cuarentas al que le faltaba un diente, se acercó con su mal aliento y tocó a Merk en el hombro. El viejo Merk habría matado a cualquier hombre que se hubiera acercado la mitad de eso.

Pero el nuevo Merk estaba determinado a ser un mejor hombre, a levantarse por encima de la violencia incluso si esta parecía buscarlo. Cerró los ojos y respiró profundo, obligándose a mantener la calma.

No sucumbas a la violencia, se decía una y otra vez.

“¿Qué está haciendo este monje?” preguntó uno de ellos. “¿Ora?”

Todos volvieron a reír.

“¡Tu dios no te va a salvar ahora chico!” exclamó otro.

Merk abrió los ojos y le regresó la mirada al cretino.

“No deseo hacerte daño,” dijo con calma.

Las risas se volvieron más fuertes que antes, y Merk se dio cuenta que mantenerse calmado y no reaccionar con violencia era lo más difícil que jamás había hecho.

“¡Tenemos suerte entonces!” respondió otro.

Todos volvieron a reír y después guardaron silencio mientras el líder se acercaba cara a cara a Merk.

“Pero tal vez,” dijo con voz seria, tan cerca que Merk podía oler su mal aliento, “nosotros queremos dañarte a ti.”

Un hombre se acercó detrás de Merk, lo tomó por el cuello con su brazo y empezó a apretar. Merk jadeó cuando sintió que lo ahogaban con un apretón lo suficientemente fuerte para causarle dolor pero no para cortar todo el aire. Su reflejo inmediato fue voltearse y matar al hombre. Sería muy sencillo; conocía el punto de presión perfecto en el antebrazo para hacer que lo soltara. Pero se obligó a no hacerlo.

Déjalos pasar, se dijo a sí mismo. El camino a la humillación debe empezar en algún lado.

Merk se encaró al líder.

“Tomen lo que quieran,” dijo Merk jadeando. “Tómenlo y sigan su camino.”

“¿Y qué hay si lo tomamos y nos quedamos aquí?” respondió el líder.

“Nadie te está preguntando lo que podemos o no podemos tomar chico,” dijo otro.

Uno de ellos se adelantó y saqueó la cintura de Merk, pasando sus manos ambiciosas por las pocas cosas que le quedaban en el mundo. Merk se obligó a mantener la calma mientras las manos pasaban por todo lo que tenía. Por último sacaron su gastada daga de plata, su arma favorita, y aun así Merk, a pesar de lo doloroso que era, no reaccionó.

Deja que pase, se dijo.

“¿Qué es esto?” preguntó uno. “¿Una daga?”

Observó a Merk.

“¿Qué hace un elegante monje como tú cargando una daga?” preguntó otro.

“¿Qué estás haciendo chico, tallando árboles?” dijo otro.

Todos se rieron y Mark apretó los dientes, preguntándose qué tanto más podría resistir.

El hombre que tomó la daga se detuvo, observó a la muñeca de Merk y le subió la manga. Merk se preparó, dándose cuenta de que lo habían encontrado.

“¿Qué es esto?” preguntó el ladrón tomando y levantando su muñeca, examinándola.

“Se parece a un zorro,” dijo uno.

“¿Por qué tiene un monje un tatuaje de zorro?” preguntó otro.

Uno más se acercó, un hombre alto y delgado con cabello rojo y tomó su muñeca examinándola de cerca. La soltó y miró a Merk con ojos precavidos.

“No es un zorro, idiota,” les dijo a sus hombres. “Es un lobo. Es la marca de un hombre del Rey—un mercenario.”

Merk sintió su rostro enrojecerse al darse cuenta de que miraban su tatuaje. No quería ser descubierto.

Los ladrones se quedaron todos en silencio, observándolo, y por primera vez, Merk sintió duda en sus rostros.

“Es de la orden de los asesinos,” dijo uno volteando la vista hacia él. “¿Cómo obtuviste esa marca, chico?”

“Probablemente se la puso él mismo,” respondió otro. “Hace que el camino sea seguro.”

El líder le hizo una señal a su hombre quien dejó de tomar a Merk del cuello, y Merk respiró profundo sintiéndose aliviado. Pero entonces el líder se acercó y puso un cuchillo en el cuello de Merk y Merk se preguntó si moriría hoy en ese mismo lugar. Se preguntaba si este era un castigo por toda la matanza que había hecho. Se preguntó si estaba listo para morir.

“Respóndele,” gruñó el líder. “¿Te lo pusiste tú mismo, chico? Dicen que tienes que matar a cien hombres para obtener esa marca.”

Merk respiró, y en el silencio que ahora se presentó debatía qué decir. Finalmente suspiró.

“A mil,” dijo.

El líder parpadeó confundido.

“¿Qué?” preguntó.

“A mil hombres,” explicó Merk. “Es lo que necesitas para este tatuaje. Y me lo dio el mismísimo Rey Tarnis.”

Todos lo miraban asombrados y un gran silencio cayó sobre el bosque, tan silencioso que Merk podía escuchar a los insectos rondar. Se preguntó qué pasaría ahora.

Uno de ellos empezó a reírse histéricamente—y todos los demás lo siguieron. Se rieron sin parar mientras Merk estaba parado ahí, claramente pensando que era lo más gracioso que habían oído.

“Esa es buena, chico,” dijo uno. “Eres tan bueno mintiendo como siendo monje.”

El líder acercó la daga más a su cuello, lo suficiente para empezar a sacar sangre.

“Dije que me respondas,” repitió el líder. “La verdad. ¿Quieres morir ahora, chico?”

Merk se quedó parado sintiendo el dolor y pensó en la pregunta—en realidad pensó en ella. ¿En verdad quería morir? Era una buena pregunta, mucho más profunda que lo que suponía el ladrón. Mientras pensaba en ello, realmente pensando en ello, se dio cuenta que una parte de él sí quería morir. Estaba cansado de la vida, cansado hasta los huesos.

Pero mientras profundizaba en ello, Merk llegó a la conclusión de que no estaba listo para morir. Todavía no. No hoy. No cuando estaba a punto de empezar de nuevo. No cuando apenas empezaba a disfrutar la vida. Quería una oportunidad de cambiar. Quería la oportunidad de servir en la Torre, de convertirse en un Observador.

“La verdad es que no,” respondió Merk.

Finalmente miró a su captor a los ojos, con una determinación creciendo dentro de él.

“Y debido a eso,” continuó, “Te voy a dar una oportunidad de soltarme antes de que los mate a todos.”

Todos lo miraban en silencio hasta que el líder frunció el ceño y rompió en acción.

Merk sintió la hoja empezando a cortar su garganta y algo dentro de él tomó el control. Era su parte profesional, la que había entrenado toda su vida, la parte de él que ya no podía soportar. Significaba romper su voto; pero esto ya no le importaba.

El viejo Merk apareció tan pronto que era como si en realidad nunca se hubiera ido—y tan sólo en un parpadeó volvió al modo de asesino.

Merk se concentró y vio todos los movimientos de sus enemigos, cada contracción, cada punto de presión, cada vulnerabilidad. El deseo de matarlos lo envolvió como un viejo amigo, y Merk le permitió que tomara el control.

En un movimiento como de rayo, Merk tomó la muñeca del líder, hundió su dedo en un punto de presión, la doblo hasta que llegó a romperse, tomó la daga mientras caía y, en un sólo movimiento, cortó la garganta del hombre de oreja a oreja.

El líder ahora lo miró con una mirada de asombro antes de desplomarse al suelo, muerto.

Merk se volteó y miró a los otros, todos en silencio y con las bocas abiertas impactados.

Ahora era el turno de Merk para reír mientras los observaba, disfrutando de lo que estaba a punto de ocurrir.

“A veces, chicos,” dijo, “simplemente eligen molestar al hombre incorrecto.”

El Despertar de los Dragones

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