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CAPÍTULO CINCO

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Kyra estaba en el centro del abarrotado puente sintiendo todos los ojos sobre ella, todos esperando su decisión sobre la suerte del jabalí. Sus mejillas se sonrojaron; no le gustaba ser el centro de atención. Pero amaba a su padre por reconocerla y sintió un gran sentido de orgullo, especialmente por poner esa decisión en sus manos.

Pero al mismo tiempo, también sintió una gran responsabilidad. Sabía que cualquier decisión que tomara decidiría el futuro de su gente. A pesar de su desagrado por los Pandesianos, no quería la responsabilidad de lanzar a su gente hacia una guerra que no podrían ganar. Pero tampoco quería retraerse envalentonando a los Hombres del Señor, deshonrar a su pueblo, hacerlos parecer débiles, especialmente después de que Anvin y los otros ya los habían encarado.

Ella se dio cuenta de la sabiduría de su padre: al poner la decisión en sus manos hizo parecer como que la decisión era de ellos y no de los Hombres del Señor, y tan sólo este acto le daba honra a su gente. También se dio cuenta de que había puesto la decisión en sus manos por una razón: debió darse cuenta de que esta situación requería una tercera voz para que todos mantuvieran su reputación—y la eligió a ella porque era conveniente y porque sabía que no se apresuraría, que sería moderada. Mientras más lo pensaba, más se daba cuenta de por qué la había elegido a ella: No para incitar una guerra—podía haber elegido a Anvin para hacer eso—sino para librarlos de una.

Llegó a una decisión.

“La bestia esta maldita,” dijo despectivamente. “Casi mata a mis hermanos. Viene desde el Bosque de las Espinas y fue muerta en la víspera de Luna de Invierno, día en el que está prohibido cazar. Fue un error el hacer que cruzara nuestras puertas—debió haberse dejado pudrir en las afueras donde pertenece.”

Se volvió burlonamente a los Hombres del Señor.

“Llévenla a su Señor Gobernador,” dijo sonriendo. “Háganos un favor.”

Los Hombres del Señor pasaron su vista de ella hacia la bestia, y sus expresiones cambiaron; ahora parecía como si hubieran mordido algo podrido, como si ya no la quisieran.

Kyra vio que Anvin y los otros la miraban con aprobación, agradecidos—y su padre más que todos. Lo había conseguido—había logrado que su gente mantuviera su reputación librándolos de una guerra—y había lanzado una burla hacia Pandesia al mismo tiempo.

Sus hermanos soltaron al jabalí en el piso e hizo un sonido de golpe al caer en la nieve. Se hicieron hacia atrás humillados, con dolor en sus hombros.

Todos los ojos ahora voltearon hacia los Hombres del Señor que se quedaron de pie sin saber qué hacer. Claramente las palabras de Kyra habían calado profundo; ahora miraban a la bestia como si fuera algo desagradable que había sido arrastrado desde las entrañas de la tierra. Era claro que ya no la querían. Y ahora que era de ellos, parecía que habían perdido todo el interés.

Su comandante, después de un largo y tenso silencio, les hizo una señal a sus hombres para que tomaran la bestia, después se volteó resoplando y se fue visiblemente molesto, como sabiendo que había sido burlado.

La multitud se dispersó, la tensión se fue y hubo un sentimiento de alivio. Muchos de los hombres de su padre se acercaron con aprobación poniendo sus manos en sus hombros.

“Bien hecho,” dijo Anvin mirándola con aprobación. “Serás un buen gobernante algún día.”

Los aldeanos volvieron a sus asuntos, volvió el bullicio y el ajetreo, la tensión se disipó y Kyra se volteó buscando los ojos de su padre. Los encontró mirándola y a tan sólo unos cuantos pies. Delante de sus hombres, siempre era reservado en todo lo relacionado con ella, y esta no fue la excepción—tenía una expresión de indiferencia, pero le dio una pequeña señal con la cabeza que ella sabía era de aprobación.

Kyra volteó y vio a Anvin y Vidar tomando sus lanzas y su corazón se sobresaltó.

“¿Puedo ir con ustedes?” le preguntó a Anvin sabiendo que iban al campo de entrenamiento junto con todos los hombres de su padre.

Anvin miró nervioso hacia su padre sabiendo que no estaría de acuerdo.

“La nieve arrecia,” dijo finalmente Anvin, dudando. “La noche ya cae también.”

“Eso no los detiene a ustedes,” replicó Kyra.

Él le devolvió una sonrisa.

“No, es cierto,” admitió.

Anvin volteó con su padre de nuevo, y ella miró y lo vio negarse con la cabeza antes de darse la vuelta y volver adentro.

Anvin suspiró.

“Están preparando un gran festín,” dijo. “Es mejor que entres.”

Kyra lo podía oler, el aire estaba pesado con finas carnes rostizadas, y vio que sus hermanos volvía adentro junto con docenas de aldeanos todos apurándose para preparar el festival.

Pero Kyra se volteó y miró con nostalgia hacia los campos, hacia el campo de entrenamiento.

“La comida puede esperar,” dijo. “El entrenamiento no. Déjame ir.”

Vidar sonrió y dijo que no con la cabeza.

“¿Segura que eres una chica y no un guerrero?” preguntó Vidar.

“¿No puedo ser ambos?” respondió.

Anvin soltó un gran suspiro y finalmente negó con la cabeza.

“Tu padre me arrancaría el pellejo,” dijo.

Pero finalmente asintió.

“No aceptarás un no por respuesta,” concluyó, “y tienes más corazón que la mitad de mis hombres. Supongo que podemos usar a uno más.”

*

Kyra corrió a través del paisaje nevado siguiendo a Anvin, Vidar y varios de los hombres de su padre con Leo a su lado como siempre. La nieve se volvía gruesa pero no le importaba. Se sintió libre y con gran excitación como siempre se sentía al pasar la Puerta del Peleador, un arco bajo cortado en la cerca de piedra en el campo de entrenamiento. Respiró profundo al ver que el cielo se abría y corrió hacia ese lugar que amaba tanto con sus colinas verdes ahora cubiertas de nieve rodeado por una pared de piedra, con tal vez un cuarto de milla de anchura y profundidad. Sintió como si todo fuera como debería ser al ver a los hombres entrenar; cabalgando en sus caballos, levantando lanzas, apuntando a objetivos distantes y volviéndose mejores. Para ella, esto era de lo que se trataba la vida.

Este campo de entrenamiento estaba reservado para los hombres de su padre; a las mujeres no se les permitía estar aquí ni a los chicos que aún no cumplían los dieciocho años de edad—y a quienes no se les había invitado. Cada día Brandon y Braxton esperaban impacientes ser invitados—pero Kyra sospechaba que nunca pasaría. La Puerta del Peleador era para guerreros honorables y con experiencia, no para fanfarrones como sus hermanos.

Kyra corrió por los campos sintiéndose más feliz y más viva aquí que en cualquier otra parte. La energía era intensa y estaba lleno de docenas de los hombres más finos de su padre, todos portando armaduras un poco diferentes, guerreros de todas las regiones de Escalon, todos los cuales con el paso del tiempo habían sido atraídos a la fortaleza de su padre. Había hombres del sur, desde Thebus y Leptis; desde las Tierras Medias, principalmente de la capital, Andros, pero también de las montañas de Kos; había occidentales desde Ur; hombres del río desde Thusis y sus vecinos de Esephus. Había hombres que vivían cerca del Lago de Ire, y hombres de lugares tan lejanos como las cascadas de Everfall. Todos tenían colores, armaduras y armas diferentes, todos hombres de Escalon pero cada uno representando su propia fortaleza. Era un deslumbrante conjunto de poder.

Su padre, el antiguo campeón del Rey, un hombre que estimulaba respeto, era el único hombre en estos tiempos, en este fracturado reino, en el que los hombres podían confiar. De hecho, cuanto el antiguo Rey había rendido el reino sin luchar, era a su padre a quien el pueblo le pedía que tomara el trono y siguiera la lucha. Con el tiempo, lo mejor de los antiguos guerreros del Rey lo habían buscado, y ahora, con la fuerza volviéndose más grande cada día, Volis estaba consiguiendo una fuerza que casi se igualaba a la de la capital. Kyra se dio cuenta que quizá fue esto por lo que los Hombres del Rey sintieron la necesidad de humillarlos.

En cualquier otro lugar de Escalon, el Señor Gobernador de Pandesia no permitía que los caballeros se reunieran con tanta libertad por temor a una sublevación. Pero aquí, en Volis, era diferente. Aquí, no tenían elección: tenían que permitirlo porque necesitaban a los mejores hombres disponibles para cuidar de Las Flamas.

Kyra se volteó y miró más allá de las paredes, más allá de las blancas colinas y, en el horizonte a la distancia, incluso a través de la nevada apenas alcanzaba a ver el tenue resplandor de Las Flamas. El muro de fuego que protegía la frontera oriental de Escalon, Las Flamas, un muro de fuego de cincuenta pies de profundidad y varios cientos de altura, ardía tan brillante como siempre, iluminando la noche, con su contorno visible en el horizonte y volviéndose más pronunciado con el caer de la noche. Alargándose casi cincuenta millas de ancho, Las Flamas era lo único que se interponía entre Escalon y la nación de troles salvajes al este.

Aun así, suficientes troles rompían a través cada año para sembrar el caos, y si no fuera por Los Guardianes, los valientes hombres de su padre que cuidaban de Las Flamas, Escalon sería una nación esclava de los troles. Los troles, que temían al agua, sólo podían atacar a Escalon por tierra, y Las Flamas era lo único que los mantenía a raya. Los Guardianes hacían guardia por turnos, patrullaban en rotación, y Pandesia los necesitaba. Otros también estaban estacionados en Las Flamas—reclutas, esclavos y criminales—pero los hombres de su padre, Los Guardianes, eran los únicos verdaderos soldados entre el montón y los únicos que sabían mantener Las Flamas.

En compensación, Pandesia le permitía a Volis y a sus hombres algo de libertad, como campos de entrenamiento y armas reales; un poco de libertad para que se sintieran como guerreros libres, incluso si era una ilusión. No eran hombres libres, y ellos lo sabían. Existían en un balance extraño entre libertad y esclavitud que a nadie le agradaba.

Pero al menos aquí, en la Puerta del Peleador, estos hombres eran libres como alguna vez lo habían sido, guerreros que podían competir y entrenar mejorando sus habilidades. Representaban lo mejor de Escalon, mejores guerreros que los que Pandesia podía ofrecer, todos ellos veteranos de Las Flamas—y todos sirviendo aquí a sólo un día de distancia. Kyra no deseaba nada más que unirse a sus filas, probarse a sí misma, estacionarse en Las Flamas, pelear con troles reales mientras pasaban y ayudar a proteger su reino de la invasión.

Pero sabía que esto nunca sería permitido. Era muy joven para ser elegida y además una chica. No había otras mujeres en las filas, e incluso si las hubiera, su padre no lo permitiría. Sus hombres también habían empezado a cuidarla como una niña desde que empezó a visitarlos hace años, les divertía su presencia como si fuera un espectador. Pero después que los hombres se iban siempre se quedaba atrás, sola, entrenando día y noche en los campos vacíos con sus armas y blancos. Se sorprendían aún más al llegar el siguiente día y encontrar marcas de flechas en sus blancos—y más sorprendidos aun de ver que estaban en el centro. Pero con el tiempo se acostumbraron a ello.

Kyra empezó a ganarse su respeto, especialmente en las raras ocasiones en las que le habían permitido unirse. Ahora, dos años después, todos sabían que podía darle a blancos que la mayoría de ellos no—y la tolerancia que tenían hacia ella se convirtió en algo más: respeto. Claro, no había participado en batallas como estos otros hombres, ni había matado a un hombre o sido guardia en Las Flamas, ni había peleado con un trol. No podía blandir una espada o hacha o alabarda, o luchar como estos hombres podían. Ni siquiera se acercaba a su fuerza física, lo que la decepcionaba mucho.

Aun así Kyra había aprendido que tenía talento natural con dos armas, las cuales la hacían a pesar de su tamaño y sexo un formidable oponente: su arco y su bastón. El primero lo había tomado de manera natural, mientras que se había topado con el segundo de manera accidental hace algunas lunas cuando no pudo levantar una espada ancha. En aquel entonces los hombres se rieron de su incapacidad de levantar una espada y, como insulto, uno de ellos le dio un bastón burlonamente.

“¡Trata mejor de levantar este palo!” le gritó y los otros rieron. Kyra nunca olvidó su vergüenza en ese momento.

Al principio, los hombres de su padre vieron su bastón como una broma; después de todo, lo utilizaban como arma de entrenamiento, estos hombres valientes que cargaban espadas y hachas y alabardas, que podían cortar un árbol con un simple golpe. Miraban a su palo de madera como un juego, y esto le había dado menos respeto del que ya tenía.

Pero había transformado una broma en una inesperada arma de venganza, un arma a la que temer, un arma contra la que muchos de los hombres de su padre no se podían defender. Kyra se había sorprendido con su peso ligero, y se sorprendió aún más al descubrir su talento natural con este—tan rápido que podía conectar golpes mientras los soldados aún estaban levantando sus espadas. Más de uno de los hombres con los que había entrenado se había quedado negro y morado por este; un golpe a la vez, había encontrado respeto de nuevo.

Kyra, por muchas noches de entrenamiento sola y enseñándose a sí misma, había conseguido movimientos que impresionaban a los hombres, movimientos que ninguno de ellos podían entender. El interés por su bastón había crecido, y ella les enseñaba. En la mente de Kyra, su arco y bastón se complementaban el uno al otro siendo igual de necesarios: su arco para combate a larga distancia y el bastón para pelear de cerca.

Kyra también descubrió que tenía un don que le faltaba a los hombres: era ágil. Era como un pez pequeño en un mar de tiburones lentos, y aunque estos hombres de edad tenían gran poder, Kyra podía bailar alrededor de ellos, podía saltar en el aire, incluso podía saltar por encima de ellos y caer en la tierra con rotación perfecta; o de pie. Y cuando su agilidad se combinaba con su técnica de bastón, se formaba una combinación letal.

“¿Qué hace ella aquí?” dijo una voz ronca.

Kyra, de pie en un costado del campo de entrenamiento al lado de Anvin y Vidar, escuchó caballos acercándose y se volteó para ver a Maltren cabalgando y flanqueado por algunos de sus amigos soldados, aún respirando con dificultad mientras sostenía su espada. Él la miró hacia abajo con desdén y ella sintió como se apretaba su estómago. De todos los hombres de su padre, Maltren era el único que no la quería. Por alguna razón la odiaba desde la primera vez que la vio.

Maltren se sentó en su caballo y hervía; con su nariz chata y feo rostro, era un hombre al que le encantaba odiar, y había encontrado un nuevo blanco en Kyra. Siempre se había opuesto a su presencia aquí, probablemente porque era una chica.

“Deberías estar en la fortaleza de tu padre, chica,” dijo, “preparando el festín junto con las otras chicas jóvenes e ignorantes.”

Leo, junto a Kyra, le gruñó a Maltren, y Kyra lo calmó acariciando su cabeza.

“¿Y por qué se le permite a este lobo estar en nuestros campos?” añadió Maltren.

Anvin y Vidar le dieron a Maltren una mirada fría y dura poniéndose del lado de Kyra y Kyra mantuvo su lugar sonriendo sabiendo que tenía su protección y que él no podía obligarla a irse.

“Tal vez deberías regresar al campo de entrenamiento,” dijo ella con voz burlona, “y dejar de preocuparte tanto de lo que haga una niña joven e ignorante.”

Maltren se enrojeció incapaz de responder. Se dio la vuelta listo para irse pero no sin antes dar un último insulto.

“Hoy es día de lanzas,” dijo. “Mejor no te entrometas en el camino de hombres verdaderos lanzando armas verdaderas.”

Se volteó y cabalgó con los otros y mientras lo miraba irse, su felicidad de estar aquí se vio afectada por su presencia.

Anvin le dio una mirada consoladora y le puso una mano en el hombro.

“La primera lección de un guerrero,” dijo, “es aprender a vivir con los que te odian. Te guste o no, vas a terminar peleando lado a lado con ellos, dependiendo en ellos por tu vida. Muchas veces tus peores enemigos no vendrán de afuera sino desde adentro.”

“Y aquellos que no pueden pelear, hablan demasiado,” dijo una voz.

Kyra miró a Arthfael acercándose, sonriendo, apresurándose a ponerse de su lado como siempre. Igual que Anvin y Vidar, Arthfael, un alto y feroz guerrero de cabeza calva y una larga y rígida barba negra, tenía una debilidad por ella. Era uno de los mejores con la espada y pocos lo igualaban y siempre buscaba defenderla. Su presencia le dio tranquilidad.

“Sólo es habladuría,” añadió Arthfael. “Si Maltren fuera un mejor guerrero, se preocuparía más de él mismo que de otros.”

Anvin, Vidar y Arthfael se subieron a sus caballos y se unieron a los otros, y Kyra se quedó viéndolos y pensando. ¿Por qué había odio en algunas personas? Se preguntaba. No sabía si algún día lo entendería.

Mientras cabalgaban en los campos en anchos circuitos, Kyra se sorprendía al estudiar a los grandes caballos de guerra, deseosa del día en que pudiera tener uno. Vio a los hombres darle la vuelta a los campos junto al muro de piedra, sus caballos derrapando en la nieve. Los hombres tomaron espadas entregadas por los escuderos, y mientras completaban la vuelta las lanzaban a blancos distantes: escudos colgando de ramas. Al impactar se escuchaba un distintivo sonido metálico.

Ella se dio cuenta de que era más difícil de lo que parecía el lanzar mientras se montaba y más de uno falló, especialmente al apuntar a los blancos más pequeños. De aquellos que impactaban, muy pocos lo hacían en el centro—excepto por Anvin, Vidar, Arthfael y otros más. Se dio cuenta que Maltren falló varias veces, maldiciendo en voz baja y lanzándole miradas como si ella tuviera la culpa.

Kyra, tratando de mantenerse caliente, sacó su bastón y empezó a darle vueltas en sus manos, sobre su cabeza, dándole muchas vueltas, doblándolo y girándolo como si estuviera vivo. Lanzaba estocadas a enemigos imaginarios, bloqueaba golpes imaginarios, cambiaba de mano, lo pasaba sobre su cuello, por su cintura, casi como si fuera un tercer brazo, su madera bien gastada por años de moldearlo.

Mientras los hombres circulaban en los campos, Kyra corrió hacia su pequeño campo, una pequeña sección del campo de entrenamiento descuidada por los hombres pero que a ella le gustaba. Pequeñas piezas de armadura colgaban de cuerdas en un conjunto de árboles dispersadas a diferentes alturas, y Kyra corría y pretendía que cada blanco era un oponente golpeando cada uno con su bastón. El aire se llenó con su sonido metálico mientras corría por el bosque, golpeando, esquivando y agachándose mientras le regresaban los golpes. En su mente ella atacaba y defendía de manera gloriosa, conquistando a un ejército de enemigos imaginarios.

“¿Ya mataste a alguien?” dijo una voz burlona.

Kyra se volteó y vio a Maltren en su caballo, riéndose burlonamente de ella antes de irse. Ella se enfureció deseando que alguien lo pusiera en su lugar.

Kyra tomó un descanso al ver a los hombres terminar con las lanzas y desmontar formando un círculo en el centro del claro. Sus escuderos se acercaron con rapidez y les pasaron espadas de entrenamiento de madera hechas de grueso roble, pesando casi como el acero. Kyra se quedó en la periferia emocionada al observar a los hombres enfrentarse uno al otro, deseando más que nada el unírseles.

Antes de empezar, Anvin se paró en medio y los miró a todos.

“En este día festivo, entrenamos por un botín especial,” anunció. “¡El vencedor obtendrá la porción selecta del festín!”

A esto le siguió un grito de emoción mientras los hombres se abalanzaban entre sí con el golpeteo de sus espadas de madera llenando el aire, empujándose mutuamente de ida y vuelta.

El entrenamiento era marcado por el sonido de un cuerno que sonaba cada vez que un peleador era impactado y enviándolo hacia la banca. El cuerno sonaba con frecuencia y pronto las líneas se volvieron delgadas, con la mayoría de los hombres a los lados observando.

Kyra se mantuvo al margen con ellos deseando participar, aunque no se le permitía. Aunque hoy era su cumpleaños, ya tenía quince años y se sentía lista. Sintió que era tiempo de abogar por su causa.

“¡Déjame participar!” le pedía a Anvin que estaba de pie cerca observando.

Anvin se negó con la cabeza sin quitar los ojos de la acción.

“¡Hoy cumplo los quince años!” insistió. ¡Permíteme pelear!”

Él le dio una mirada escéptica.

“Este es un campo de entrenamiento para hombres,” replicó Maltren de pie en el costado después de perder un punto. “No para niñas pequeñas. Puedes sentarte y observar junto con los escuderos y traernos agua si así te lo pedimos.”

Kyra se enrojeció.

“¿Te da tanto miedo ser derrotado por una niña?” respondió ella sintiendo una oleada de ira en su interior. Después de todo, era la hija de su padre, y nadie podía hablarle de esa manera.

Algunos de los hombres se rieron, y esta vez Maltren se enrojeció.

“Es un buen punto,” dijo Vidar. “Tal vez deberíamos dejarla entrenar. ¿Qué podemos perder?”

“¿Entrenar con qué?” replicó Maltren.

“¡Mi bastón!” gritó Kyra. “Contra sus espadas de madera.”

Maltren rio.

“Eso hay que verlo,” dijo.

Todos los ojos se posaron en Anvin mientras pensaba qué hacer.

“Si te lastimas, tu padre me mataría,” dijo.

“No me haré daño,” respondió.

Estuvo pensando por bastante tiempo hasta que finalmente suspiró.

“Creo que no hay problema entonces,” dijo. “Por lo menos esto te tendrá en silencio. Mientras estos hombres no tengan objeción,” añadió volteando hacia los soldados.

“¡Hagámoslo!” dijeron al unísono una docena de los hombres de su padre con entusiasmo animándola. Kyra los adoró por ello, más de lo que pudo decir. Se dio cuenta de la admiración que sentían por ella, el mismo cariño que expresaban por su padre. Ella no tenía muchos amigos, y estos hombres eran el mundo para ella.

Maltren se mofó.

“Dejen que la niña haga el ridículo entonces,” dijo. “Puede que aprenda una lección de una vez por todas.”

El cuerno sonó, y mientras otro hombre salía del círculo Kyra se apresuró a entrar.

Kyra sintió como todos los ojos la observaban sin esperarse esto. Se encontró de frente al oponente, un hombre alto y robusto de unos treinta años, un poderoso guerrero al que había conocido desde los días de su padre en la corte. Al haberlo observado, sabía que era un buen peleador—pero también que era confiado, que se abalanzaba en el inicio de las peleas y era descuidado.

Se volteó hacia Anvin frunciendo el ceño.

“¿Qué insulto es este?” preguntó. “No voy a pelear con una niña.”

“Te insultas a ti mismo temiendo el pelear conmigo,” respondió Kyra indignada. “Tengo dos brazos y dos piernas igual que tú. ¡Si no vas a pelear conmigo, entonces acepta la derrota!”

Él parpadeó sorprendido y frunció el ceño de nuevo.

“Muy bien,” dijo. “No vayas corriendo con tu padre después de que pierdas.”

Se abalanzo a toda velocidad como ella sabía que lo haría, levantó la espada de madera en lo alto y la bajó con fuerza apuntando al hombro. Era un movimiento que ella había anticipado, uno que le había visto realizar muchas veces, uno que él mismo anunció con el movimiento de sus brazos. Su espada de madera era potente, pero también era pesada y torpe comparada con su bastón.

Kyra lo observó de cerca esperando hasta el último momento, entonces se hizo a un lado dejando que el golpe cayera con fuerza a su lado. En el mismo movimiento, giró el bastón y lo impactó en el lado de uno de sus hombros.

Gimió mientras se tambaleaba hacia un lado. Se quedó allí, aturdido, molesto por tener que aceptar la derrota.

“¿Alguien más?” preguntó Kyra con una gran sonrisa y volteando a ver al círculo de hombres.

La mayoría de ellos sonreían claramente orgullosos de ella, orgullosos de verla crecer y llegar a este punto. Excepto claro por Maltren quien fruncía el ceño. Parecía como que estaba a punto de desafiarla cuando de repente apareció otro soldado, encarándose con expresión seria. Este hombre era más pequeño y más ancho, con una descuidada barba roja y ojos feroces. Se dio cuenta por la manera en que sostenía su espada de que este era más cuidadoso que su anterior oponente. Ella lo tomó como un cumplido: finalmente empezaban a tomarla en serio.

Atacó y Kyra no entendió por qué, pero por una razón fue muy fácil para ella el saber qué hacer. Era como si su instinto se encendiera y tomara su lugar. Se sintió mucho más ligera y ágil que estos hombres con sus pesadas armaduras y gruesas espadas de madera. Todos estaban peleando con poder y esperaban que sus enemigos los desafiaran y los bloquearan. Sin embargo, Kyra no tenía problema en esquivarlos y se rehusaba a pelear en sus términos. Ellos peleaban con potencia, pero ella con velocidad.

El bastón de Kyra se movía en su mano como si fuera una extensión de ella; lo giraba tan rápido que sus oponentes no tenían tiempo de reaccionar, estaban a mitad de su movimiento cuando ella ya estaba detrás de ellos. Su nuevo oponente tiró una estocada al pecho—pero ella simplemente se movió a un lado y giró su bastón hacia arriba golpeando su muñeca y haciendo que soltara la espada. Entonces atacó con el otro extremo y lo impactó en la cabeza.

El cuerno sonó dándole el punto a ella y él la miró sorprendido tomándose la cabeza con su espada en el suelo. Kyra, examinando su acto, dándose cuenta de que seguía en pie, estaba un poco sorprendida.

Kyra se había convertido en la persona a derrotar, y ahora los hombres, sin volver a dudar, formaban una fila para probar sus habilidades contra ella.

La tormenta de nieve rugía mientras las antorchas alumbraban el crepúsculo y Kyra entrenaba con un hombre tras otro. Ya no sonreían: sus expresiones ahora eran serias, de asombro, y después de molestia al ver que nadie podía tocarla—y todos terminaban derrotados por ella. Contra uno de los hombres saltó sobre él mientras él golpeaba y cayó detrás de él golpeándolo en el hombro; con otro dio vueltas en el piso, cambió de mano el bastón y dio el golpe decisivo, sin que nadie lo esperara, con su mano izquierda. Sus movimientos siempre eran diferentes, parte gimnasta y parte espadachín, así que no podían anticiparla. Los hombres salían del círculo avergonzados, todos sorprendidos por su derrota.

Pronto sólo quedaban algunos hombres. Kyra se paró en medio del círculo respirando agitada buscando a su siguiente oponente. Anvin, Vidar y Arthfael la miraban desde el lado, sonriendo con admiración en sus rostros. Si su padre no estaba allí para verla y estar orgulloso, al menos estos hombres lo hacían.

Kyra derrotó a otro oponente con un golpe detrás de la rodilla y haciendo que sonara el cuerno y, finalmente, sin nadie más presente, Maltren caminó dentro del círculo.

“Juego de niños,” dijo caminando hacia ella. “Puedes girar tu vara de madera. En batalla, no te servirá de nada. Contra una espada de verdad, tu bastón se partiría en dos.”

“¿Eso pasaría?” preguntó ella con valentía y sin miedo, sintiendo la sangre de su padre fluyendo dentro de ella y sabiendo que tenía que enfrentarse a él de una vez por todas, especialmente con todos los hombres viéndola.

“¿Entonces por qué no lo intentamos?” dijo.

Maltren la miró sorprendido, claramente no esperando esa respuesta. Entonces entrecerró los ojos.

“¿Por qué?” respondió él. “¿Para que puedas correr hacia tu padre?”

“No necesito la protección de mi padre, ni la de nadie,” respondió. “Esto es entre tú y yo, sin importar lo que pase.”

Maltren volteó a ver a Anvin claramente incómodo, como si se hubiera metido en un pozo del que no podía salir.

Anvin lo miró también claramente preocupado.

“Aquí entrenamos con espadas de madera,” dijo él. “No permitiré que nadie se lastime durante mi guardia—mucho menos la hija de nuestro comandante.”

Pero Maltren se puso serio de repente.

“La chica quiere armas reales,” dijo con voz firme, “entonces démoselas. Tal vez aprenda una lección de vida.”

El Despertar de los Dragones

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