Читать книгу Esclava, Guerrera, Reina - Морган Райс, Morgan Rice - Страница 7

CAPÍTULO UNO

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Ceres corría por los callejones de Delos, el nerviosismo corría por sus venas, sabía que no podía llegar tarde. El sol apenas había salido y, aún así, el aire húmedo y lleno de polvo ya era sofocante en la antigua ciudad de piedra. La piernas le quemaban, los pulmones le dolían, sin embargo, ella se forzaba a correr más y más rápido todavía, saltando por encima de una de las incontables ratas que trepaban por la alcantarillas y la basura en las calles. Ya podía escuchar el murmullo lejano y su corazón palpitaba por la expectación. En algún lugar por allí delante, ella sabía que el Festival de las Matanzas estaba a punto de empezar.

Dejando que sus manos se arrastraran por los muros de piedra mientras ella giraba por un estrecho callejón, Ceres echaba la vista hacia atrás para asegurarse de que sus hermanos seguían su ritmo. Le aliviaba ver que Nesos estaba allí, siguiendo sus pasos y Sartes tan solo unos pocos metros por detrás. A sus diecinueve años, Nesos era tan solo dos ciclos del sol mayor que ella, mientras que Sartes, su hermano pequeño, cuatro ciclos de sol más joven, estaba en la frontera de la madurez. Los dos, con su pelo más bien largo color arena y sus ojos marrones, eran clavado entre ellos –y a sus padres- pero, en cambio, no se parecían en nada a ella. Sin embargo, aunque Ceres fuera una chica, nunca habían podido llevar su ritmo.

“¡Daos prisa!” exclamó Ceres por encima de su hombro.

Se oyó otro estruendo y, aunque Ceres no había estado nunca en el festival, se lo imaginaba con todo detalle: la ciudad entera, los tres millones de ciudadanos de Delos, amontónandose en el Stade en esta fiesta del solsticio de verano. Sería diferente a cualquier cosa que hubira visto antes y, si sus hermanos y ella no se daban prisa, no quedaría ni un solo asiento.

Mientras cogía velocidad, Ceres se secó una gota de sudor de la frente y la frotó contra su raída túnica color marfil, heredada de su madre. Nunca le habían regalado ropa nueva. Según su madre, quien tenía predilección por sus hermanos pero parecía reservarse un odio especial y una envidia hacia ella, no la merecía.

“¡Esperad!” gritó Sartes, con un filo de enfado en su voz rota.

Ceres sonrió.

“¿Te llevo, entonces?” le contestó gritando.

Ella sabía que odiaba que le tomara el pelo, pero su comentario sarcástico le motivaría a seguir. A Ceres no le importaba que se le pegara como una lapa; pensaba que era adorable cómo él, a sus trece años, haría cualquier cosa para ser considerado uno de ellos. Y aunque ella nunca lo admitiría abiertamente, a una enorme parte de ella le hacía falta que él la necesitara.

Sartes soltó un fuerte gruñido.

“¡Madre te matará cuando descubra que la volviste a desobedecer!” dijo gritando.

Tenía razón. De hecho, lo haría o, por lo menos, le daría unos buenos azotes.

La primera vez que su madre la pegó, a los cinco años, fue el momento exacto en que Ceres perdió la inocencia. Antes de aquello, el mundo había sido divertido, amable y bueno. Después de aquello, nada había vuelto a ser seguro jamás y lo único a lo que se podía aferrar era la esperanza de un futuro en el que pudiera alejarse de ella. Ahora era más mayor, estaba más cerca y incluso aquel sueño se estaba minando en su corazón.

Por suerte, Ceres sabía que sus hermanos nunca se lo chivarían. Eran tan fieles a ella como ella lo era a ellos.

“¡Entonces estaría bien que Madre no lo sepa!” respondió gritando.

“¡Sin embargo, Padre lo descubrirá!” dijo de repente Sartes.

Ella se rió por lo bajo. Padre ya lo sabía. Habían hecho un trato: si se quedaba hasta tarde para acabar de afilar las armas a tiempo para entregarlas a palacio, podría ir a ver las Matanzas. Y así lo hizo.

Ceres llegó al muro del final del carril y, sin detenerse, calzó sus dedos en dos grietas y empezó a trepar. Sus manos y sus pies se movían rápidamente y subió hacia arriba, a unos seis metros, hasta llegar arriba del todo.

Se puso de pie, respirando agitadamente, y el sol la recibió con sus rayos brillantes. Se protegió los ojos del sol con una mano.

Ella estaba sin aliento. Normalmente, en la Vieja Ciudad había unos cuantos ciudadanos desperdigados, un gato o un perro callejeros por aquí y por allí, sin embargo hoy estaba terriblemente animada. Había una multitud. Ceres no podía ni ver los adoquines debajo del mar de gente que empujaban hacia la Plaza de la Fuente.

En la distancia, el mar era de un azul brillante, mientras el altísimo Stade blanco se levantaba como una montaña en medio de las calles tortuosas y las casas de dos y tres pisos que se abarrotaban como en una lata de sardinas. En los alrededores de la plaza los vendedores habían puesto una fila de casetas, todos ansiosos por vender comida, joyas o ropa.

Una ráfaga de viento le sacudió la cara y el olor de los productos acabados de hacer se filtraba por su nariz. Daría cualquier cosa por satisfacer aquella sensación continua. Se envolvió la barriga con los brazos al sentir una punzada de hambre. Aquella mañana el desayuno habían sido unas cuantas cucharadas de una crema de avena pastosa, que de alguna manera solo había conseguido dejarla con más hambre que el que tenía antes de comerla. Dado que hoy era su décimoctavo cumpleaños, ella había esperado un poco de comida más en su cuenco o un abrazo o algo.

Pero nadie había dicho una palabra. Dudaba incluso de que se acordaran.

A plena luz, Ceres miró hacia abajo y divisó un carruaje de oro abriéndose camino entre la multitud como una burbuja entre la miel, lento y suave. Ella arrugó la nariz. Con la emoción no había pensado que la realeza estaría en el evento también. Ella los despreciaba a ellos, a su arrogancia, al hecho de que sus animales estaban mejor alimentados que la mayoría de personas de Delos. Sus hermanos tenían la esperanza de que un día triunfarían sobre el sistema de clases. Pero Ceres no compartía su optimismo: si tenía que existir algún tipo de igualdad en el Imperio, tenía que venir mediante la revolución.

“¿Lo ves?” dijo Nesos jadeando mientras trepaba para llegar a su lado.

El corazón de Ceres se aceleró al pensar en él. Rexo. Ella también se había preguntado si estaría aquí y había examinado la multitud, sin resultado alguno.

Ella negó con la cabeza.

“Allí”, señaló Nesos.

Siguió su dedo hasta la fuente, entrecerrando los ojos.

De repente, lo vio y no pudo reprimir su emoción. Siempre se sentía así cuando lo veía. Allí estaba, sentado en el borde de la fuente, tensando su arco. Incluso a la distancia, podía ver cómo los músculos de sus hombros y su pecho se movían bajo su túnica. Era apenas unos años mayor que ella, su pelo rubio destacaba entre las cabezas negras y marrones y su piel tostada brillaba al sol.

“¡Esperad!” gritó una voz.

Ceres miró muro abajo y vio a Sartes, que luchaba por trepar.

“¡Date prisa o te dejaremos atrás!” dijo Nesos para provocarle.

Evidentemente, ni en sueños dejarían a su hermano pequeño, aunque él debía aprender a seguir el ritmo. En Delos, un momento de flaqueza podía significar la muerte.

Nesos se pasó una mano por el pelo y recuperaba la respiración también mientras escudriñaba la multitud.

“¿Entonces, por quien apuestas tu dinero a que gane?” preguntó.

Ceres lo miró y rió.

“¿Qué dinero?”

Él sonrió.

“Si lo tuvieras”, respondió.

“Brennio”, respondió sin pausa.

Él levantó la ceja sorprendido.

“¿En serio?” preguntó. “¿Por qué?”

“No lo sé”. Se encogió de hombros. “Solo es por intuición”.

Pero sí que lo sabía. Lo sabía muy bien, mejor que sus hermanos, mejor que todos los chicos de la ciudad. Ceres tenía un secreto: no le había contado a nadie que en una ocasión, se había vestido de chico y había entrenado en palacio. Estaba prohibido por real decreto –se podía castigar con la muerte- que las chicas aprendieran los modos de los combatientes, sin embargo, a los chicos plebeyos se les permitía aprender a cambio de la misma cantidad de trabajo en los establos de palacio, un trabajo que ella hacía alegremente.

Había observado a Brennio y se había quedado impresionada por la forma en que luchaba. No era el más grande de los combatientes, sin embargo, calculaba sus movimientos con precisión.

“Imposible”, repondió Nesos. “Será Stefano”.

Ella negó con la cabeza.

“Stefano morirá en los primeros diez minutos”, dijo ella rotundamente.

Stefano era la elección evidente, el más grande de los combatientes y, probablemente, el más fuerte; sin embargo, no era tan calculador como Brennio o algunos de los otros guerreros que ella había observado.

Nesos soltó una risotada.

“Te daré mi espada buena si es así”.

Ella echó un vistazo a la espada que tenía atada a la cintura. Él no tenía ni idea de lo celosa que se había puesto cuando, tres años atrás,  Madre le regaló aquella obra maestra de arma para su cumpleaños. Su espada era una sobrante que su padre había echado en el montón para reciclar. Oh, la de cosas que ella podría hacer si tuviera un arma como la de Nesos.

“Sabes que te tomo la palabra”, dijo Ceres, sonriendo –aunque realmente nunca le quitaría su espada.

“No esperaba menos”, sonrió él con aires de superioridad.

Ella cruzó los brazos sobre su pecho cuando un oscuro pensamiento pasó por su mente.

“Madre no lo permitirá”, dijo.

“Pero Padre sí que lo haría”, dijo él. “Ya sabes que está muy orgulloso de ti”.

El comentario amable de Nesos la cogió desprevenida y, sin saber realmente cómo aceptarlo, bajó la mirada. Quería muchísimo a su padre y sabía que él la quería. Sin embargo, por alguna razón, la cara de su madre aparecía ante ella. Lo que siempre había deseado era que su madre la quisiera y la aceptara tanto como hacía con sus hermanos. Pero por mucho que lo intentara, Ceres sentía que nunca sería suficiente a ojos de ella.

Sartes resoplaba mientras subía el último escalón tras ellos. Ceres todavía le sacaba una cabeza y era tan flaco como un grillo, pero ella estaba convencida de que germinaría como un brote de bambú cualquier día de estos. Esto es lo que le había sucedido a Nesos. Ahora era un tiarrón musculoso, que rondaba los dos metros de altura.

“¿Y tú?” le dijo Ceres a Sartes. “¿Quién crees que ganará?”

“Estoy contigo. Brennio”.

Ella sonrió y le despeinó cariñosamente el pelo. Él siempre decía lo mismo que ella.

Se escuchó otro murmullo, la multitud se hizo más espesa y ella sintió que debían ir más deprisa.

“Vamos”, dijo, “no hay tiempo que perder”.

Sin esperar, Ceres bajó del muro y fue a parar al suelo corriendo. Sin perder de vista la fuente, atravesó corriendo la plaza, deseosa de encontrarse con Rexo.

Él se dio la vuelta y su ojos se abrieron completamente de placer mientras ella se acercaba. Fue corriendo hacia él y sintió que sus brazos le rodeaban la cintura, mientras él apretaba su desaliñada mejilla contra la suya.

“Ciri”, dijo con su voz baja y áspera.

Un escalofrío le recorrió la espalda cuando dio una vuelta entera para encontrarse con los ojos azul de cobalto de Rexo. Con cerca de dos metros de altura, le sacaba casi una cabeza, era rubio, su tosco pelo enmarcaba su rostro en forma de corazón. Olía a jabón y aire libre. Cielos, qué contenta estaba al verlo de nuevo. Aunque se valía por sí misma en casi cualquier situación, su presencia le aportaba tranquilidad.

Ceres se puso de puntillas y le rodeó su grueso cuello con ganas. Nunca lo había visto como algo más que un amigo hasta que le oyó hablar de la revolución y del ejército clandestino del que era miembro. “Lucharemos para liberarnos del yugo de la opresión”, le había dicho años atrás. Él había hablado con tanta pasión de la rebelión que, por un momento, ella había creído realmente que derrocar a la realeza era posible.

“¿Cómo fue la caza?” le preguntó con una sonrisa, pues sabía que había estado fuera unos días.

“Eché de menos tu sonrisa”. Con una caricia, le echó su pelo dorado tirando a rosáceo hacia atrás. “Y tus ojos color esmeralda”.

Ceres también lo había echado de menos, pero no se atrevía a decirlo. Le daba mucho miedo perder la amistad que tenían si alguna vez pasaba algo entre ellos.

“Rexo”, dijo Nesos al llegar, con Sartes detrás de él y le agarró del brazo.

“Nesos”, dijo él con su voz profunda y autoritaria. “No tenemos mucho tiempo si tenemos que entrar”, añadió, haciendo una señal a los demás.

Todos empezaron a correr, mezclándose con el gentío que se dirigía hacia el Stade. Los soldados del Imperio estaban por todas partes, exhortando a la multitud a avanzar, algunas veces con garrotes y látigos. Cuanto más se acercaban al camino que llevaba al Stade, más gruesa era la multitud.

De repente, Ceres escuchó un clamor proveniente de al lado de uno de los pabellones e instintivamente se giró hacia el ruido. Vio que se había abierto un generoso espacio alrededor de un niño, flanqueado por dos soldados del Imperio, y un comerciante. Unos cuantos mirones se marcharon, mientras otros estaban en círculo mirando boquiabiertos.

Ceres corrió hacia delante y vio que uno de los soldados le arrebataba una manzana de la mano al niño de un golpe mientras le agarraba de su pequeño brazo, sacudiéndolo violentamente.

“¡Ladrón!” gruñó el soldado.

“¡Piedad, por favor!” gritó el niño, mientras las lágrimas caían por sus sucias y demacradas mejillas. “¡Yo… tenía mucha hambre!”

Ceres sentía que en su corazón estallaba la compasión, ya que ella había sentido la misma hambre y sabía que los soldados serían, como mínimo, crueles.

“Soltad al chico”, dijo el fornido comerciante con calma haciendo un gesto con la mano, mientras su anillo de oro reflejaba la luz del sol. “Me puedo permitir darle una manzana. Tengo centenares de manzanas”. Soltó una risita, como para quitarle hierro a la situación.

Pero la multitud se reunió alrededor y se quedó en silencio mientras los soldados se dieron la vuelta para enfrentarse al comerciante, con su armadura brillante traqueteando. El corazón de Ceres se encogió por el comerciante, sabía que nunca nadie se arriesgaba a enfrentarse al Imperio.

El soldado se adelantó amenazador hacia el comerciante.

“¿Defiendes a un criminal?”

El comerciante miraba de uno a otro, ahora parecía inseguro. El soldado entonces se dio la vuelta y pegó al niño en la cara con un repugnante chasquido que hizo temblar a Ceres.

El chico cayó al suelo dando un fuerte golpe mientras la multitud soltaba un grito ahogado.

Señalando al comerciante, el soldado dijo, “Para probar tu lealtad al Imperio, sujetarás al chico mientras lo azotamos”.

Los ojos del comerciante se volvieron fríos, le sudaba la frente. Para sorpresa de Ceres, se mantuvo firme.

“No”, respondió.

El segundo soldado dio dos pasos amenazadores hacia el comerciante y su mano se movió hacia la empuñadura de su espada.

“Hazlo o perderás tu cabeza y quemaremos tu puesto”, dijo el soldado.

La cara redonda del comerciante perdió fuerza y Ceres vio que estaba derrotado.

Lentamente se acercó caminando al chico y lo agarró por los brazos, arrodillándose ante él.

“Por favor, perdóname”, dijo, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.

El chico gimoteaba y empezó a gritar mientras intentaba soltarse.

Ceres vio que el chico estaba temblando. Quería seguir avanzando hasta el Stade, para evitar presenciar aquello pero, en cambio, sus pies se quedaron quietos en medio de la plaza, sus ojos pegados a aquella brutalidad.

El primer soldado arrancó la camisa al niño mientras el segundo soldado hacía girar un látigo por encima de su cabeza. La mayoría de mirones alentaban a los soldados, aunque unos cuantos susurraron algo y se marcharon con la cabeza baja.

Nadie defendió al ladrón.

Con una expresión voraz, casi exasperante, el soldado destrozaba la espalda del chico con el látigo, haciéndolo gritar de dolor mientras lo azotaba. La sangre supuraba por las heridas recientes. Una y otra vez, el soldado lo golpeó hasta que la cabeza del chico se cayó hacia atrás y dejó de gritar.

Ceres sintió el fuerte deseo de ir corriendo hacia delante y salvar al chico. Sin embargo, ella sabía que hacerlo significaría su muerte y la muerte de todos aquellos a quienes amaba. Dejó caer sus hombros, se sentía desesperada y derrotada. Por dentro, decidió que un día se vengaría.

Tiró de Sartes hacia ella y le tapó los ojos, con el deseo desesperado de protegerlo, de darle algunos años más de inocencia, aunque en aquella tierra no había inocencia que tener. Se obligó a sí misma a no actuar por impulso. Como hombre, era necesario que viera estas muestras de crueldad, no solo para adaptarse sino también para ser un fuerte aspirante a la rebelión algún día.

Los soldados arrancaron al chico de las manos del comerciante y arrojaron su cuerpo sin vida a la parte posterior de un carro de madera. El comerciante apretó las manos contra la cara y lloró.

En unos instantes, el carro ya estaba en marcha y el espacio abierto que se había formado previamente se volvió a llenar de gente que deambulaba por la plaza como si no hubiera pasado nada.

Ceres sentía una agobiante sensación de náuseas que la llenaba por dentro. Era injusto. En aquel mismo momento, podía identificar a media docena de ladronzuelos que habían perfeccionado tanto su arte que incluso ni los soldados del Imperio podían atraparlos. La vida de aquel pobre chico se había echado a perder por su falta de habilidad. Si los pillaban, los ladrones –fueran jóvenes o mayores- perdían sus extremidades o alguna cosa más, dependiendo del humor que tuvieran los jueces aquel día. Si tenían suerte, se les perdonaría la vida y se les condenaría a trabajar en las minas de oro de por vida. Ceres prefería morir que tener que aguantar ser encarcelada de aquella manera.

Continuaron caminando por la calle, con la moral por los suelos, hombro a hombro con los demás mientras la temperatura aumentaba de forma insoportable.

Un carruaje de oro se detuvo cerca de ellos, obligando a todo el mundo a apartarse de su camino, empujando a la gente hacia las casas que había a los lados. Mientras la empujaban bruscamente, Ceres alzó la vista y vio a tres chicas adolescentes vestidas con coloridos vestidos de seda, broches de oro y joyas preciosas que adornaban sus elaborados recogidos. Una de las adolescentes, riendo, tiró una moneda a la calle y un puñado de plebeyos se encorvaron sobre sus manos y rodillas, peleando por un trozo de metal que alimentaría a una familia durante un mes entero.

Ceres nunca se agachaba para recoger ninguna limosna. Prefería morir de hambre que aceptar donaciones de personas como aquellas.

Observó cómo un hombre joven conseguía coger la moneda y un hombre más mayor lo tiraba al suelo y le colocaba una mano firme contra el cuello. Con la otra mano, el hombre más mayor hizo caer la moneda de la mano del hombre joven.

Las adolescentes reían y los señalaron con el dedo antes de que su carruaje continuara serpenteando entre las masas.

A Ceres se le contraían las entrañas por la indignación.

“En un futuro próximo, la desigualdad desaparecerá para siempre”, dijo Rexo. “Yo me encargaré de ello”.

Cuando lo escuchaba hablar, Ceres sacaba pecho. Un día lucharía lado a lado con él y sus hermanos en la rebelión.

A medida que se acercaban al Stade las calles se ensanchaban y Ceres sintió que podía respirar hondo. Corría el aire. Sentía que se iba a romper por la emoción.

Atravesó una de las docenas de entradas arqueadas y alzó la vista.

Miles y miles de plebeyos pululaban dentro del magnífico Stade. La estructura oval se había derrumbado en la parte superior al norte y la mayoría de tendales rojos estaban rasgados y protegían poco del sol abrasador. Bestias salvajes rugían desde detrás de puertas de hierro y trampillas y ella vio a los combatientes preparados detrás de las puertas.

Ceres miraba boquiabierta, quedándose asombrada ante todo aquello.

Antes de que pudiera darse cuenta, Ceres miró hacia arriba y se dio cuenta de que se había quedado atrás respecto a Rexo y sus hermanos. Fue corriendo hacia delante para alcanzarlos pero, tan pronto como lo hizo, cuatro hombres corpulentos la habían rodeado. Ella sentía el olor a alcohol y pescado podrido y su olor corporal mientras se iban acercando, mirándola con la boca abierta, llena de dientes podridos y con sus horribles sonrisas.

“Tú vienes con nosotros, chica guapa”, dijo uno de ellos mientras todos se acercaban estratégicamente a ella.

El corazón de Ceres se aceleró. Ella miró al frente en busca de los demás, pero ya se habían perdido entre la multitud cada vez más espesa.

Ella se encaró a los hombres, intentando mostrar su cara más valiente.

“Soltadme o…”

Ellos se echaron a reír.

“¿O qué?” dijo uno con burla. “¿Una chiquilla como tú podrá con nosotros cuatro?”

“Podríamos llevarte de aquí dando patadas y gritando y ni un alma diría ni pío”, añadió otro.

Y era cierto. De reojo, Ceres veía que la gente pasaba por allí corriendo, fingiendo que no se daban cuenta de cómo la estaban amenazando aquellos hombres.

De repente, el rostro del líder se volvió serio y con un movimiento rápido, la agarró por los brazos y se la acercó. Sabía que podían llevársela de allí y que nadie la volvería a ver nunca, y aquel pensamiento la aterrorizaba más que cualquier otra cosa.

Intentando ignorar su corazón latiente, Ceres se dio la vuelta, soltándose de su fuerte agarre. Los otros hombres se reían a carcajadas, pero cuando ella golpeó la nariz del líder con la palma de la mano, echando su cabeza hacia atrás, se quedaron en silencio.

El líder se puso sus sucias manos sobre la nariz y gruñó.

Ella no se rindió. Sabiendo que tenía una oportunidad, le dio una patada en el estómago, recordando sus días de pelea y él se colapsó con el impacto.

Sin embargo, los otros tres estuvieron de inmediato encima de ella, agarrándola y tirando de ella con sus fuertes manos.

De repente, cedieron. Ceres echó un vistazo y vio con alivio que Rexo aparecía y daba un puñetazo a uno en la cara, dejándolo fuera de combate.

Entonces apareció Nesos, agarró a otro y le dio un rodillazo en la barriga, mandándolo al suelo y dejándolo tirado en la tierra roja.

El cuarto hombre fue a por Ceres pero, justo cuando estaba a punto de atacar, ella se agachó, dio la vuelta y le dio una patada por detrás y lo mandó volando de cabeza a una columna.

Se quedó de pie, respirando profundamente, asimilando todo aquello.

Rexo le puso una mano en el hombro a Ceres. “¿Estás bien?”

El corazón de Ceres todavía iba como loco, pero lentamente un sentimiento de orgullo substituyó al de miedo. Había hecho bien.

Ella asintió y Rexo le pasó un brazo por los hombros mientras seguían caminando, sus labios carnosos dibujaron una sonrisa.

“¿Qué?” preguntó Ceres.

“Cuando vi lo que estaba sucediendo, me entraron ganas de clavarles la espada a cada uno de ellos. Pero entonces vi cómo te defendías tú sola”. Negó con la cabeza mientras soltaba una risa. “No se lo esperaban”.

Ella notó cómo se le enrojecían las mejillas. Deseaba decir que no había pasado miedo, pero la verdad es que sí que pasó.

“Estaba nerviosa”, confesó.

“¿Ciri, nerviosa? Nunca”. Le besó la cabeza mientras continuaban hacia el Stade.

Encontraron unos cuantos sitios a nivel del suelo y se sentaron, Ceres estaba emocionada de que no fuera demasiado tarde mientras dejaba atrás todos los acontecimientos del día y se permitía dejarse llevar por los gritos de la multitud.

“¿Los ves?”

Ceres siguió el dedo de Rexo y, al alzar la vista, vio aproximadamente a una docena de adolescentes sentados en una caseta dando sorbos de vino en cálices de plata. Ella jamás había visto una ropa tan buena, tanta comida encima de una mesa, tantas joyas brillantes en toda su vida. Ninguno de ellos tenía las mejillas hundidas ni la barriga cóncava.

“¿Qué están haciendo?” preguntó al ver a uno de ellos recogiendo monedas en un cuenco de oro.

“Cada uno de ellos posee a un combatiente”, dijo Rexo, “y hacen sus apuestas sobre quién ganará”.

Ceres se mofó de ellos. Se dio cuenta de que para ellos tan solo era un juego. Evidentemente, a los adolescentes consentidos no les importaban los guerreros o el arte del combate. Solo querían ver si su combatiente ganaba. Sin embargo, para Ceres este acontecimiento iba sobre el honor, la valentía y la habilidad.

Se levantaron las banderas reales, resonaron las trompetas y, al abrirse de golpe las puertas de hierro, una en cada extremo del Stade, combatiente tras combatiente salieron de los agujeros negros, con su cuero y su armadura de hierro atrapando la luz del sol y emitiendo chispas de luz.

La multitud aclamaba cuando los brutos salieron al circo y Ceres se puso de pie como ellos aclamando. Los guerreros terminaron en un círculo mirando hacia fuera con sus hachas, espadas, lanzas, escudos, tridentes, látigos y otras armas alzadas al cielo.

“Ave, Rey Claudio”, exclamaron.

Volvieron a resonar las trompetas y la cuadriga de oro del Rey Claudio y la Reina Athena salió a toda prisa al circo desde una de las entradas. A continuación, les siguió una cuadriga con el Príncipe de la Corona, Avilio, y la Princesa Floriana y, tras ellos, un séquito entero de cuadrigas transportando miembros de la realeza inundó la arena. Cada cuadriga era tirada por dos caballos blancos como la nieve adornados con joyas preciosas y oro.

Cuando Ceres divisó al Príncipe Thanos entre ellos, se quedó paralizada por la cara enfurruñada de este chico de diecinueve años. Cuando, de vez en cuando, entregaba espadas de parte de su padre, lo había visto hablar con los combatientes en el palacio y siempre tenía aquella agria expresión de superioridad. A su físico no le faltaba nada de lo que tenía un guerrero –casi se le podía confundir con uno de ellos- los músculos sobresalían en sus brazos, su cintura era firme y musculosa y sus piernas duras como troncos. Sin embargo, a ella la enfurecía cómo aparentaba no tener respeto o pasión por su posición.

Cuando la realeza acabó su desfile y ocuparon sus lugares en el estrado, volvieron a sonar las trompetas para señalar que las Matanzas estaban a punto de empezar.

La multitud gritó cuando todos menos dos de los combatientes desaparecieron tras las puertas de hierro.

Ceres identificó que uno de ellos era Stefano, pero no pudo distinguir al otro bruto, que tan solo llevaba un casco con visera y un taparrabos sujeto con un cinturón de cuero. Quizás había viajado desde lejos para luchar. Su piel, bien lubricada, era del color de la tierra fértil y su pelo era tan negro como la noche más oscura. A través de las rajas de su casco, Ceres podía ver la mirada de decisión en sus ojos y supo en un instante que Stefano no viviría ni una hora más.

“No te preocupes”, dijo Ceres, mirando por encima a Nesos. “Dejaré que te quedes con tu espada”.

“Todavía no lo han derrotado”, respondió Nesos con una sonrisa de superioridad. “Stefano no sería el favorito de todo el mundo si no fuera superior”.

Cuando Stefano levantó su tridente y su escudo, la multitud se quedó en silencio.

“¡Stefano!” gritó uno de los jóvenes ricos desde la caseta con el puño levantado. “¡Fuerza y valentía!”

Stefano hizo una señal con la cabeza al joven mientras el público rugía con aprobación y, a contiunuación, fue hacia el extranjero con todas sus fuerzas. El extranjero se apartó del camino en un segundo, giró y dirigió su espada hacia Stefano, fallando tan solo por dos centímetros.

Ceres se encogió. Con estos reflejos, Stefano no duraría mucho tiempo.

Mientras intentaba  romper a golpes el escudo de Stefano, el extranjero gritaba mientras Stefano se retraía. Stefano, desesperado, arrojó la punta de su escudo contra la cara de su oponente, que al caer roció el aire con su sangre.

Ceres pensó que aquel era un movimiento muy bueno. Quizás Stefano había mejorado su técnica desde que ella lo había visto entrenando por última vez.

“¡Stefano! ¡Stefano! ¡Stefano!” cantaban los espectadores.

Stefano estaba a los pies del guerrero herido, pero justo cuando estaba a punto de apuñalarlo con el tridente, el extranjero levantó las piernas y le dio una patada a Stefano, haciendo que tropezara hacia atrás y cayera de espaldas. Ambos se pusieron de pie de un salto tan rápidos como dos gatos y se pusieron de nuevo el uno frente al otro.

Clavaron sus miradas y empezaron a andar en círculo, el peligro se palpaba en el aire, pensó Ceres.

El extranjero gruñó y levantó su espada en el aire mientras corría hacia Stefano. Stefano rápidamente giró hacia un lado y le pinchó en el muslo. A cambio, el extranjero blandió su espada y le hizo un corte en el brazo a Stefano.

Ambos guerreros gruñeron por el dolor, pero este parecía impulsar su furia en lugar de frenarlos. El extranjero se quitó rápidamente el casco y lo arrojó al suelo. Su negro mentón barbudo estaba ensangrentado, su ojo derecho estaba hinchado, pero su expresión hizo pensar a Ceres que había terminado el juego con Stefano y que iba a muerte. ¿Con qué rapidez iba a ser capaz de matarlo?

Stefano fue a por su oponente y Ceres soltó un grito ahogado cuando el tridente de Stefano chocó contra la espada de su oponente. Ojo contra ojo, los guerreros forcejeaban el uno con el otro, gruñendo, respirando con dificultad, empujándose, se les marcaban las venas de la frente y los músculos resaltaban bajo su piel sudada.

El extranjero se agachó y abandonó el punto muerto y, sin que Ceres lo esperara, giró como un tornado, blandiendo su espada al aire y decapitó a Stefano.

Después de respirar unas cuantas veces, el extranjero levantó su brazo al aire en señal de triunfo.

Por un instante, la multitud se quedó completamente en silencio. Incluso Ceres. Echó un vistazo al adolescente que era propietario de Stefano. Tenía la boca completamente abierta y las cejas juntas por la furia.

El joven tiró su copa de plata a la arena y se fue de su caseta hecho una furia. Ante la muerte todos somos iguales, pensó Ceres mientras reprimía una sonrisa.

“¡Augusto!” exclamó un hombre de entre la multitud. “¡Augusto! ¡Augusto!”

Uno tras otro, se unieron los espectadores, hasta que todo el estadio cantaba el nombre del ganador. El extranjero inclinó la cabeza ante el Rey Claudio y, a continuación, otros tres guerreros salieron corriendo por las puertas de hierro para substituirlo.

Una lucha siguió a otra a medida que avanzaba el día y Ceres observaba con atención. En realidad no podía decidir si odiaba las Matanzas o le encantaban. Por un lado, le encantaba observar la estrategia, la habilidad y la valentía de los contendientes; sin embargo, por otro, detestaba el hecho de que los guerreros no eran más que un empeño para los adinerados.

Cuando llegó la última lucha de la primera ronda, Brennio y otro guerrero luchaban al lado de donde estaban sentados Ceres, Rexo y sus hermanos. Se acercaban más y más, sus espadas chocaban, saltaban las chispas. Era emocionante.

Ceres observó cómo Sartes se inclinaba en la barandilla, con los ojos fijos en los combatientes.

“¡Échate para atrás!” le gritó.

Pero, de golpe y antes de que pudiera reaccionar, un omnigato salió de repente de una escotilla del otro lado de la arena. La enorme bestia se lamió sus colmillos y sus garras, que clavó en la tierra roja y se dirigió hacia los guerreros. Los combatientes todavía no habían visto al animal y el estadio se aguantó la respiración.

“Brennio está muerto”, dijo Nesos entre dientes.

“¡Sartes!” exclamó de nuevo Ceres. “Te dije que te echaras hacia atrás…”

No pudo acabar sus palabras. Justo entonces, la piedra que había bajo las manos de Sartes se soltó y, antes de que nadie pudiera reaccionar, se precipitó por la barandilla y cayó directo a la arena, dándose un batacazo.

“¡Sartes!” exclamó Ceres horrorizada mientras se ponía rápidamente de pie.

Ceres miró a Sartes, tres metros por abajo, que se incorporó y apoyó la espalda contra la pared. Le temblaba el labio inferior, pero no habían lágrimas. Ni palabras. Sujetándose el brazo, alzó la vista, su rostro se retorcía con la agonía.

Verlo allá abajo era más de lo que Ceres podía soportar. Sin pensarlo, desenfundó la espada de Nesos y saltó a la arena por la barandilla, yendo a parar justo delante de su hermano pequeño.

“¡Ceres!” exclamó Rexo.

Echó un vistazo hacia arriba y vio que los guardas se llevaban a Rexo y a Nesos antes de que pudieran seguirla.

Ceres estaba de pie en la arena, abrumada por una sensación irreal de estar allá abajo con los luchadores en la arena. Quería sacar de allí a Sartes, pero no había tiempo. Por eso, se puso delante de él, decidida a protegerlo mientras el omnigato le rugía. Se encorvó, sus malvados ojos amarillos se fijaron en Ceres y ella pudo sentir el peligro.

Levantó rápidamente la espada de Nesos con las dos manos y la apretó fuerte.

“¡Corre, chica!” exclamó Brennio.

Pero era demasiado tarde. Venía hacia ella, el omnigato estaba tan solo a unos cuantos metrros. Ella se acercó más a Sartes y, justo antes de que el animal atacara, Brennio apareció por un lado y le cortó la oreja a la bestia.

El omnigato se levantó sobre sus patas traseras y rugió, arrancando un trozo de pared detrás de Ceres mientras la sangre lila le manchaba su pelaje.

La multitud gritó.

El segundo combatiente se acercó pero, antes de que pudiera causarle algún daño a la bestia, el omnigato levantó su pata y le cortó el cuello con sus garras. Agarrándose el cuello con las manos, el guerrero se desplomó en el suelo, mientras la sangre se le colaba entre los dedos.

Deseosa de ver sangre, la multitud aclamaba.

Gruñendo, el omnigato golpeó tan fuerte a Ceres que fue volando por los aires, estrellándose contra el suelo. Con el impacto, la espada se le cayó de la mano y fue a parar a unos cuantos metros.

Ceres estaba allí tumbada, sus pulmones no le respondían. Moría por coger aire, la cabeza le daba vueltas, intentó gatear sobre sus manos y rodillas, pero rápidamente volvió a caerse.

Allí tumbada sin aliento con la cara contra la áspera tierra, vio que el omnigato se dirigía hacia Sartes. Al ver a su hermano en un estado tan indefenso, le ardían las entrañas. Se obligó a respirar y distinguió con total claridad lo que tenía que hacer para salvar a su hermano.

La energía la inundó, dándole fuerza al instante y se puso de pie, cogió la espada del suelo y corrió tan rápido hacia la bestia que ella estaba convencida de que estaba volando.

La bestia estaba tan solo a tres metros. Menos de tres. Menos de dos. Uno.

Ceres apretó los dientes y se lanzó sobre la espalda de la bestia, clavándole sus insistentes dedos en su puntiagudo pelaje, desesperada por desviar la atención de su hermano.

El omnigato se puso de pie y sacudió la parte superior de su cuerpo, moviendo su cuerpo de delante hacia atrás. Pero su sujeción fuerte como el hierro y su decisión eran más fuertes que los intentos del animal por tirarla al suelo.

Cuando la criatura volvió a ponerse sobre cuatro patas, Ceres aprovechó la ocasión. Levantó su espada en alto y se la clavó a la bestia en el cuello.

El animal chilló y se levantó sobre sus patas traseras, mientras la multitud gritaba.

Al acercar una pata a Ceres, el animal le clavó las garras en la espalda y Ceres gritó de dolor, las garras parecían puñales atravesándole la carne. El omnigato la agarró y la lanzó contra la pared y fue a parar a varios metros de Sartes.

“¡Ceres!” exclamó Sartes.

Le resonaban los oídos, Ceres luchaba por incorporarse, la parte posterior de su cabeza le punzaba, un líquido caliente corría por su nuca. No había tiempo para valorar la gravedad de la herida. El omnigato se dirigía de nuevo hacia ella.

A medida que la bestia se le echaba encima, Ceres se quedaba sin opciones. Sin ni siquiera pensarlo, instintivamente levantó una mano delante de ella. Pensaba que sería la última cosa que vería.

Justo cuando el omnigato se le abalanzaba, Ceres sintió como si una bola de fuego se le encendiera en el pecho y, de repente, sintió como una bola de fuego salía disparada de su mano.

En el aire, la bestia de repente se quedó flácido.

Impactó contra el suelo y fue resbalando hasta detenerse encima de sus piernas. Medio esperando que el animal volviera a la vida y acabara con ella, Ceres aguantó la respiración y lo observaba allí tumbada.

Pero la criatura no se movía.

Desconcertada, Ceres se miró la mano. Al no ver lo que había sucedido, la multitud probablemente pensó que el animal murió porque ella lo había apuñalado antes. Pero ella sabía la verdad. Alguna fuerza misteriosa había salido de su mano y había matado a la bestia en un instante. ¿De qué fuerza se trataba? Nunca antes le había sucedido una cosa así y no sabía muy bien qué hacer con ello.

¿Quién era ella para poseer aquel poder?

Asustada, dejó caer su mano al suelo.

Levantó sus dudosos ojos y vio que el estadio se había quedado en silencio.

Y no pudo evitar hacerse una pregunta. ¿Lo habían visto ellos también?

Esclava, Guerrera, Reina

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