Читать книгу Esclava, Guerrera, Reina - Морган Райс, Morgan Rice - Страница 8
CAPÍTULO DOS
ОглавлениеDurante un segundo que pareció durar para alargarse más y más, Ceres sintió que todos los ojos estaban puestos en ella mientras estaba allí sentada, insensible por el dolor y por la incredulidad. Más que las repercusiones que pudieran venir, ella temía el poder supernatural que merodeaba dentro de ella, que había matado al omnigato. Más que de toda la gente que le rodeaba, tenía miedo de ella misma, un yo que ya no conocía.
De repente, la multitud que se había quedado atónita en silencio, rugió. Le llevó un instante darse cuenta de que la estaban aclamando a ella.
“Entre los gritos se oyó una voz.
“¡Ceres!” exclamó Sartes, a su lado. “¿Estás herida?”
Se giró hacia su hermano, que también estaba todavía tumbado en el suelo del Stade y abrió la boca. Pero no le salió ni una sola palabra. Le costaba respirar y estaba mareada. ¿Había visto realmente lo que pasó? No sabía los demás pero a aquella distancia, sería un milagro que no lo hubiera hecho.
Ceres escuchó unas pisadas y, de repente, dos fuertes manos tiraron de ella hasta ponerla de pie.
“¡Vete ahora!” gruñó Brennio, empujándola hacia la puerta abierta que había a su izquierda.
Las heridas punzantes de la espalda le dolían, pero se obligó a sí misma a volver a la realidad y agarró a Sartes y tiró de él hasta ponerlo de pie. Juntos, se dirigieron a toda velocidad hacia la salida, intentando escapar de los vítores de la multitud.
Pronto llegaron al oscuro túnel sofocante y, al hacerlo, Ceres vio a docenas de combatientes allí dentro, esperando su turno para unos cuantos momentos de gloria en la arena. Algunos estaban sentados en bancos en profunda meditación, otros tensaban sus músculos, apretando sus brazos mientras caminaban de un lado a otro y otros estaban preparando sus armas para un inminente baño de sangre. Todos ellos, que acababan de presenciar la lucha, alzaron la vista y la miraron con ojos curiosos.
Ceres corría por los pasillos subterráneos llenos de antorchas que daban un cálido brillo a los ladrillos grises, pasando por todo tipo de armas apoyadas contra las paredes. Intentaba ignorar el dolor en su espalda, pero era difícil hacerlo cuando en cada paso el material áspero de su vestido le rozaba sus heridas abiertas. Las garras del omnigato le habían parecido puñales que se le clavaban, pero ahora que cada corte punzaba casi le parecía peor.
“Tu espalda está sangrando”, dijo Sartes, con un temblor en la voz.
“Estaré bien. Tenemos que encontrar a Nesos y a Rexo. ¿Cómo está tu brazo?”
“Me duele”.
Cuando llegaron a la salida, la puerta se abrió de golpe y aparecieron dos soldados del Imperio allí.
“¡Sartes!”
Antes de que pudiera reaccionar, un soldado agarró a su hermano y otro la cogió a ella. No sirvió de nada resistirse. El otro soldado se la colocó encima del hombro como si fuera un saco de grano y se la llevó. Al temer que la habían arrestado, le golpeó en la espalda, en vano.
Una vez estuvieron fuera del Stade, la arrojó al suelo y Sartes fue a parar a su lado.
Unos cuantos mirones formaron un semicírculo a su alrededor boquiabiertos, como si estuvieran hambrientos por que su sangre se derramara.
“Vuelve a entrar al Stade”, gruñó el soldado, “y te colgaremos”.
Ante su sorpresa, los soldados se giraron sin decir nada más y desaparecieron entre la multitud.
“¡Ceres!” exclamó una voz profunda por encima del bullicio de la multitud.
Ceres sintió alivio al alzar la vista y ver a Nesos y a Rexo dirigiéndose hacia ellos. Cuando Rexo la rodeó con sus brazos, ella suspiró. Él se echó hacia tras, con la mirada llena de preocupación.
“Estoy bien”, dijo.
Mientras el gentío iba saliendo del Stade, Ceres y los demás se mezclaron con ellos y corrieron de vuelta a las calles, sin ganas de encontrarse con nadie más. Mientras caminaban hacia la Plaza de la Fuente, Ceres revivía en su mente todo lo que había sucedido, que todavía daba vueltas. Notaba las miradas de reojo de sus hermanos y se preguntaba qué estarían pensando. ¿Habían presenciado sus poderes? Probablemente no. El omnigato estaba demasiado cerca. Sin embargo, a la vez también la miraban con una nueva sensación de respeto. Ella deseaba más que nada contarles lo que había pasado. Pero sabía que no podía. Ni ella misma estaba segura.
Había muchas cosas que no se habían dicho, pero ahora, en medio de esta espesa multitud, no era el momento de decirlo. Primero necesitaban ir a casa, a salvo.
Las calles estaban mucho menos abarrotadas cuanto más se alejaban del Stade. Mientras caminaba a su lado, Rexo le cogió una mano y entrelazó los dedos con ella.
“Estoy orgulloso de ti”, dijo. “Salvaste la vida a tu hermano. No estoy seguro de cuántas hermanas lo harían”.
Sonrió con los ojos llenos de compasión.
“Estas heridas parecen profundas”, comentó al mirarla de nuevo.
“Estoy bien”, murmuró ella.
Era mentira. No estaba nada segura de estar bien o incluso de si podría llegar a casa. Se sentía bastante mareada por la pérdida de sangre y no ayudaba que su estómago retumbara o que el sol le atormentara la espalda, haciendo que sudara balas.
Finalmente, llegaron a la Plaza de la Fuente. Tan pronto como pasaron por delante de las casetas, un vendedor les siguió para ofrecerles una cesta grande de comida a mitad de precio.
Sartes hizo una sonrisa de oreja a oreja –lo que ella pensó que era bastante extraño- y entonces mostró una moneda de cobre con el brazo que tenía sano.
“Creo que te debo algo de comida”, dijo él.
Ceres se quedó sin aliento ante la sorpresa. “¿De dónde lo sacaste?”
“Aquella chica rica del carruaje de oro tiró dos monedas, no una, pero todos estaban tan concentrados en la lucha entre los hombres que no se dieron cuenta”, respondió Sartes con la sonrisa todavía intacta.
Ceres se enfureció y se dispuso a confiscarle la moneda a Sartes y a lanzarla. Era dinero manchado de sangre, al fin y al cabo. No necesitaban nada de los ricos.
Cuando alargó el brazo para cogerla, de repente, una mujer mayor apareció y se interpuso en su camino.
“¡Tú, Ceres!” dijo señalando a Ceres, con la voz tan fuerte que Ceres sintió como si vibrara dentro de ella.
La complexión de la mujer era suave, aparentemente transparente, y sus labios perfectamente arqueados estaban teñidos de verde. Su largo y grueso pelo negro estaba adornado con musgo y bellotas y sus ojos marrones hacían juego con su largo vestido marrón. Era hermosa a la vista, pensó Ceres, tanto que ella se quedó fascinada por un instante.
Ceres parpadeó, atónita, segura de que jamás había visto a esta mujer antes.
“¿Cómo sabe mi nombre?”
Sus ojos se fijaron en los de la mujer mientras esta dio unos cuantos pasos hacia ella y Ceres se dio cuenta de que la mujer hacía un fuerte olor a mirra.
“Vena de las estrellas”, dijo con una voz inquietante.
Cuando la mujer levantó el brazo con un gesto elegante, Ceres vio que tenía una triqueta marcada en la parte interior de su muñeca. Una bruja. Basado en el olor de los dioses, quizás una vidente.
La mujer cogió el pelo rosáceo de Ceres en sus manos y lo olió.
“Tú no eres extraña a la espada”, dijo. “No eres extraña al trono. Tu destino es ciertamente muy grande. El cambio será poderoso”.
La mujer de repente se dio la vuelta y se fue corriendo, desapareciendo tras la caseta y Ceres se quedó allí, paralizada. Sentía que las palabras de la mujer penetraban en su alma. Sentía que habían sido más que un comentario; eran una profecía. Poderoso. Cambio. Trono. Destino. Estas eran palabras que nunca antes había asociado con ella misma.
¿Podrían ser ciertas? ¿O solo eran las palabras de una loca?
Ceres echó un vistazo y vio que Ceres sujetaba una cesta de fruta y que tenía la boca más que llena de pan. La tendió hacia ella. Vio la comida horneada, las frutas y las verduras y casi fue suficiente para hacerla decidir. Normalmente, lo habría devorado.
Sin embargo ahora, por alguna razón, había perdido el apetito.
Había un futuro ante ella.
Un destino.
*
Su camino de vuelta a casa les había llevado una hora más de lo normal y habían estado en silencio todo el camino, cada uno de ellos perdido en sus propios pensamientos. Ceres solo se preguntaba qué pensaban de ella las personas que más quería en el mundo. Apenas ella sabía qué pensar de sí mima.
Alzó la vista y vio su humilde hogar y se sorprendió de haber conseguido llegar, dado cómo le dolían la cabeza y la espalda.
Los demás se habían separado de ella hacía un rato para hacer un recado para su padre y Ceres cruzó sola el destartalado umbral, preparada, solo esperando no encontrarse a su madre.
Al entrar notó un baño de calor. Se dirigió hacia el pequeño botellín de alcohol de limpiar que su madre había guardado bajo su cama y le sacó el corcho, con cuidado de no usar mucho para que no se notara. Preparada para el escozor, se levantó la camisa y se lo echó por la espalda.
Ceres gritó de dolor, apretó el puño y se apoyó contra la pared, sintiendo mil picotazos por las garras del omnigato. Sentía como si la herida nunca se fuera a curar.
La puerta se abrió de golpe y Ceres se encogió. Se alivió al ver que tan solo era Sartes.
“Padre necesita verte, Ceres”, dijo.
Ceres vio que sus ojos estaban ligeramente rojos.
“¿Cómo está tu brazo?”, preguntó ella, imaginando que lloraba por el dolor de su brazo herido.
“No está roto. Tan solo es una torcedura”, Se acercó más y su cara se puso seria. “Gracias por salvarme hoy”.
Ella le ofreció una sonrisa. “¿Cómo iba a estar yo en otro lugar?” dijo.
Él sonrió.
“Ve a ver a Padre ahora”, dijo. “Yo quemaré tu vestido y el trapo”.
No sabía cómo iba a poder explicarle a su madre cómo el vestido había desaparecido de repente, pero estaba claro que aquel vestido heredado debía quemarse. Si su madre lo encontaraba en su estado actual –ensangrentado y lleno de agujeros- no se podría expresar con palabras lo duro que sería el castigo.
Ceres salió y caminó por el camino de hierba pisoteado que llevaba al cobertizo de detrás de la casa. Solo quedaba un árbol en su humilde terreno –los otros los habían cortado para tener leña y quemarla en la chimenea para calentar la casa durante las frías noches de invierno- y sus ramas caían sobre la casa como una energía protectora. Cada vez que Ceres lo veía, le recordaba a su abuela, que había muerto dos años atrás. Su abuela había plantado el árbol cuando ella era una niña. De alguna manera, era su templo. Y el de su padre también. Cuando la vida se hacía difícil de soportar, se tumbaban bajo las estrellas y abrían sus corazones a Nana como si todavía estuviera viva.
Ceres entró en el cobertizo y saludó a su padre con una sonrisa. Ante su sorpresa, vio que la mayoría de sus herramientas habían desaparecido de su mesa de trabajo y que no había espadas esperando a que las forjaran al lado de la chimenea. No recordaba haber visto el suelo tan limpio o las paredes y el techo con tan pocas herramientas.
Los ojos azules de su padre se iluminaron al verla, como siempre hacían cuando él la veía.
“Ceres”, dijo, levantándose.
Durante este pasado año, su pelo oscuro se había vuelto más gris, igual que su corta barba y las bolsas bajo sus amorosos ojos habían doblado su tamaño. En el pasado, había tenido una gran estatura y era casi tan musculoso como Nesos; sin embargo, recientemente, Ceres notaba que había perdido peso y que su postura anteriormente perfecta se estaba hundiendo.
Fue en busca de ella a la puerta y le colocó su mano en la parte baja de la espalda.
“Vamos a dar una vuelta”.
Tenía cierta tensión en el pecho. Cuando él quería hablar y caminar, significaba que estaba a punto de compartir algo trascendental.
Uno al lado de otro, se dirigieron a la parte posterior del cobertizo hacia el pequeño campo. Unas nubes oscuras amenazaban a poca distancia, enviando ráfagas de viento, de un viento temperamental. Ella esperaba que generaran la lluvia necesaria para recuperarse de aquella sequía que parecía no tener fin, pero como antes, probablemente solo contenían promesas vacías de llovizna.
La tierra crujía bajo sus pies mientras caminaban, el suelo estaba seco, las plantas amarillas, marrones y muertas. El trozo de tierra de detrás de su subdivisión era del Rey Claudio, sin embargo, no se había sembrado en años.
Llegaron arriba del todo de una colina y se detuvieron, observando el campo. Su padre permanecía en silencio, con las manos agarradas detrás de su espalda mientras miraba hacia el cielo. No era habitual en él y su temor se hizo más profundo.
Entonces habló, parecía escoger sus palabras con cuidado.
“A veces no tenemos el lujo de escoger nuestros caminos”, dijo él. “Debemos sacrificar todo lo que queremos por nuestros seres queridos. Incluso a nosotros mismos, si es necesario”.
Suspiró y, durante el largo silencio, interrumpido tan solo por el viento, el corazón de Ceres latía con fuerza, preguntándose dónde iba a llegar con todo aquello.
“Lo que daría por mantener vuestra infancia para siempre” añadió, mirando hacia el cielo con el rostro retorcido por el dolor antes de volverse a relajar.
“¿Qué sucede?” preguntó Ceres, colocándole una mano encima del brazo.
“Debo irme por un tiempo”, dijo él.
Ella sintió como si le faltara la respiración.
“¿Irte?”
Se giró y la miró a los ojos.
“Como ya sabes, el invierno y la primavera han sido especialmente duros este año. Los últimos dos años de sequía han sido difíciles. No hemos hecho suficiente dinero para afrontar el próximo invierno y, si no me voy, nuestra familia morirá de hambre. He recibido el encargo de otro rey para ser su herrero principal. Será un dinero bueno”.
“¿Me llevarás contigo, verdad?”, dijo Ceres, con un tono frenético en la voz.
Él negó con la cabeza muy serio.
“Debes quedarte aquí y ayudar a tu madre y a tus hermanos”.
El pensamiento la llenó de una ola de terror.
“No puedes dejarme aquí con Madre”, dijo ella. “No lo harías”.
“He hablado con ella y te cuidará. Será amable”.
Ceres dio un golpe fuerte con el pie en el suelo, levantando el polvo.
“¡No!”
Las lágrimas brotaron de sus ojos y cayeron por sus mejillas.
Él dio un pequeño paso hacia ella.
“Escúchame con mucha atención, Ceres. En palacio todavía necesitan que se les entreguen espadas de vez en cuando. Les he hablado bien de ti y, si haces las espadas como yo te he enseñado, podrías ganar algún dinero para ti”.
Ganar su propio dinero posiblemente le permitiría tener más libertad. Había descubierto que sus pequeñas y delicadas manos habían resultado ser muy diestras para grabar complejos diseños e inscripciones en las hojas y las empuñaduras. Las manos de su padre eran anchas, sus dedos eran gruesos y regordetes y pocos tenían el talento que ella poseía.
Aún así, ella negó con la cabeza.
“Yo no quiero ser herrera”.
“Lo llevas en la sangre, Ceres. Y tienes un don para ello”.
Ella negó con la cabeza, inflexible.
“Yo quiero empuñar las armas”, dijo, “no hacerlas”.
Tan pronto como las palabras salieron de su boca, se arrepintió de haberlas dicho.
Su padre frunció el ceño.
“¿Quieres ser un guerrero? ¿Un combatiente?”
Ella negó con la cabeza.
“Algún día puede que se les permita luchar a las mujeres”, dijo ella. “Tú sabes que yo he practicado”.
Arrugó las cejas por la preocupación.
“No”, ordenó con firmeza. “Este no es tu camino”.
El corazón se le encogió. Se sentía como si sus esperanzas y sus sueños de convertirse en guerrera se estuvieran desvaneciendo con sus palabras. Sabía que él no pretendía ser cruel –él nunca era cruel. Simplemente era la realidad. Y para que todos se mantuviera con vida, ella también sacrificaría su parte.
Ella miró a lo lejos cómo el impacto de un rayo iluminaba el cielo. Tres segundos más tarde, los truenos retumbaban en el cielo.
¿No se había dado cuenta de lo terrible que era su situación? Ella siempre había pensado que se recuperarían juntos como familia, pero esto lo cambiaba todo. Ahora ella no tendría a Padre para agarrarse a él y no habría una persona que actuara como escudo entre ella y Madre.
Una lágrima tras otra cayeron en la desolada tierra mientras ella permanecía inamovible allí donde estaba. ¿Debía abandonar sus sueños y seguir el consejo de su padre?
Él se sacó algo de detrás de la espalda y sus ojos se abrieron como platos al ver que tenía una espada en la mano. Él se acercó más y ella pudo ver los detalles del arma.
Era impresionante. La empuñadura era de oro puro, tenía una serpiente grabada. Su hoja era de doble filo y parecía ser del mejor acero. Aunque la obra era desconocida para Ceres, inmediatamente pudo decir que era de la mejor calidad. En la misma hoja había una inscripción.
Cuando el corazón y la espada se encuentren, se dará la victoria
Estaba boquiabierta y la miraba asombrada.
“¿La forjaste tú?” preguntó, sin separar la vista de la espada.
Él asintió.
“Según la manera de hacer de la gente del norte”, respondió. “He trabajado en ella durante tres años. De hecho, solo esta hoja podría alimentar a nuestra familia durante todo un año”.
Ella lo miró.
“Entonces, ¿por qué no la vendemos?”
Él nego con la cabeza firmemente.
“No se hizo con este propósito”.
Él se acercó más y, para su sorpresa, se la puso delante de ella.
“Se hizo para ti”.
Ceres levantó la mano hacia su boca y soltó un soplido.
“¿Para mí?” preguntó, atónita.
Él hizo una amplia sonrisa.
“¿Realmente pensaste que olvidaría tu decimoctavo cumpleaños?” respondió.
Sintió que las lágrimas le inundaban los ojos. Nunca había estado más emocionada.
Pero después pensó en lo que él había dicho antes, acerca de que no quería que luchara y ella se sintió confundida.
“Y aún así”, respondió ella, “dijiste que no podía entrenar”.
“No quiero que mueras”, explicó él. “Pero veo dónde está tu corazón. Y esto no lo puedo controlar”.
Le colocó la mano debajo de la barbilla y le levantó la cabeza hasta que sus miradas se cruzaron.
“Estoy orgulloso de ti por ello”.
Le entregó la espada y cuando ella sintió el frío metal en su mano, se volvió uno con ella. El peso era perfecto para ella y parecía que la empuñadura había sido moldeada para su mano.
Toda la esperanza que había muerto antes ahora volvía a despertar en su pecho.
“No se lo cuentes a tu madre”, le advirtió. “Escóndela donde ella no pueda encontrarla o la venderá”.
Ceres asintió.
“¿Cuánto tiempo estarás fuera?”
“Intentaré volver para visitaros antes de la primera nevada”.
“¡Pero aún quedan meses!” dijo, echándose hacia atrás.
“Es lo que debo hacer…”
“No. Vende la espada. ¡Quédate!”
Él le puso una mano en la mejilla.
“Vender la espada nos ayudaría esta temporada. Y quizás la siguiente. ¿Pero después qué?” Él negó con la cabeza. “No. Necesitamos una solución a largo plazo”.
¿A largo plazo? De repente, entendió que su nuevo trabajo no iba a ser solo por unos meses. Podría llevarle años.
Su desánimo aumentó.
Él se adelantó, como si lo percibiera, y la abrazó.
Ella sintió cómo empezaba a llorar en sus brazos.
“Te echaré de menos, Ceres”, dijo por encima de su hombro. “Eres diferente a todos los demás. Cada día miraré a los cielos y sabré que tú estás bajo las mismas estrellas. ¿Harás lo mismo?”
Al principio quiso gritarle y decirle: ¿Cómo te atreves a dejarme aquí sola?
Pero en su corazón sentía que no podía quedarse y no quería hacérselo más difícil de lo que ya era.
Una lágrima le cayó por la cara. Ella resopló y asintió con la cabeza.
“Cada noche estaré bajo nuestro árbol”, dijo ella.
La besó en la frente y la rodeó con sus tiernos brazos. Las heridas de su espalda parecían cuchillos, pero ella apretó los dientes y se quedó en silencio.
“Te quiero, Ceres”.
Ella quería responder y, sin embargo, no pudo decir nada, las palabras se le habían quedado atascadas en la garganta.
Él trajo a su caballo del establo y Ceres le ayudó a cargarlo de comida, herramientas y provisiones. Él la abrazó por última vez y ella pensó que el pecho le iba a estallar por la tristeza. Pero todavía no podía pronunciar una sola palabra.
Él montó en el caballo y asintió con la cabeza antes de hacerle una señal al animal para que se pusiera en marcha.
Ceres le decía adiós con la mano mientras el se iba cabalgando y observó con firme decisión hasta que desapareció detrás de una colina lejana. El único amor verdadero que había conocido provenía de aquel hombre. Y ahora se había ido.
La lluvia empezó a caer del cielo y le pinchaba en la cara.
“¡Padre!” gritó lo más fuerte que pudo. “¡Padre, te quiero!”
Cayó de rodillas y hundió su cara en sus manos, llorando.
Sabía que la vida no volvería a ser la misma.