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CAPÍTULO SIETE

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Darius estaba apoyado contra las barras de hierro, con las muñecas encadenadas a los tobillos con una larga y pesada cadena, con el cuerpo cubierto de heridas y rasguños y sentía como si pesara media tonelada. Mientras avanzaba, en el carruaje que daba botes en el irregular camino, él miraba hacia fuera y observaba el cielo desierto entre las barras, sintiéndose desolado. Su carruaje atravesaba un paisaje interminable y desértico, no había más que desolación hasta donde la vista alcanzaba. Parecía que el mundo había acabado.

Su carruaje era sombrío, pero por las barras se colaban rayos de sol y él sentía que el agobiante calor del desierto se levantaba en oleadas, haciéndole sudar incluso a la sombra y aumentando su malestar.

Pero a Darius no le importaba. Todo su cuerpo, de la cabeza a los pies, le ardía y le dolía, estaba cubierto de bultos, le costaba mover las extremidades, estaba agotado por los días interminables de lucha en el circo. Era incapaz de dormir, cerraba los ojos e intentaba borrar los recuerdos pero, cada vez que lo hacía, veía a todos sus amigos muriendo a su lado, Desmond, Raj, Luzi y Kaz, todos de formas horribles. Todos muertos para que él pudiera sobrevivir.

Él era el ganador, había conseguido lo imposible y, aún así, esto significaba poco para él ahora. Sabía que la muerte estaba cerca; su recompensa, al fin y al cabo, era que lo transportaban a la capital del Imperio, para convertirse en un espectáculo en un circo más grande, con rivales todavía peores. La recompensa por todo esto, por todos sus actos de valentía, era la muerte.

Darius prefería morir ahora mismo que volver a pasar todo aquello. Pero no podía controlarlo; estaba aquí encadenado, indefenso. ¿Cuánto tiempo más iba a durar esta tortura? ¿Tendría que ser testigo de cómo todo lo que amaba en el mundo moría antes de morir él?

Darius cerró los ojos de nuevo, intentando desesperadamente eliminar los recuerdos y, al hacerlo, recordó algo de su temprana infancia. Estaba jugando delante de la cabaña de su abuelo, en el barro, empuñando una vara. Golpeaba sin cesar a un árbol hasta que su abuelo se lo arrebató.

“No juegues con palos”, le regañó su abuelo, “¿Quieres llamar la atención del Imperio?” ¿Quieres que piensen en ti como en un guerrero?”

Su abuelo rompió el palo con su rodilla y Darius se llenó de furia. Era más que un palo: era su vara todopoderosa, la única arma que tenía. Aquella vara lo significaba todo para él.

Sí, quiero que me conozcan como un guerrero. No quiero que me conozcan como otra cosa en la vida, pensó Darius.

Pero cuando su abuelo dio la vuelta y se fue hecho una furia, él estaba demasiado asustado para decirlo en voz alta.

Darius cogió el palo roto y sostuvo los trozos en sus manos, mientras las lágrimas le caían por las mejillas. Juró que un día lo vengaría todo –su vida, su aldea, su situación, el Imperio, cualquier cosa y todo lo que no podía controlar.

Los aplastaría a todos. Y no lo conocerían por otra cosa que no fuera por ser un guerrero.

*

Darius no sabía cuánto tiempo había pasado cuando despertó, pero inmediatamente se dio cuenta de que el sol brillante de la mañana había cambiado al tenue naranja de la tarde, de cara al atardecer. El aire tambén era mucho más fresco y sus heridas se habían endurecido, haciéndole más difícil el poderse mover, incluso poder cambiar de postura en este incómodo carruaje. Los caballos iban a toda prisa por las duras piedras del desierto, la interminable sensación del metal golpeando su cabeza le hacía sentir como si le estuvieran destrozando el cráneo. Se frotó los ojos, para sacarse la tierra incrustada en sus pestañas y se preguntaba cuánto quedaba para llegar a la capital. Sentía como si ya hubiera viajado hasta los confines de la tierra.

Parpadeó varias veces y miró hacia fuera esperando ver, como siempre, un horizonte vacío, un árido desierto. Pero, esta vez, al mirar hacia fuera, se sobresaltó al ver algo diferente. Se incorporó más por primera vez.

El carruaje empezó a ir más despacio, el estruendo de los caballos se redujo un poco, los caminos se volvieron más lisos y mientras estudiaba el nuevo paisaje, Darius vio algo que nunca olvidaría: allí, alzándose en el desierto como una civilización perdida, había el enorme muro de una ciudad, que parecía levantarse hasta el cielo y extenderse hasta que la vista alcanzaba. Estaba marcado por enormes puertas de oro brillantes, sus muros y parapetos estaban repletos de soldados del Imperio y Darius enseguida supo que habían llegado: la capital.

El sonido del camino cambió a un sonido hueco, de madera, y Darius bajó la vista y vio que el carruaje pasaba por un puente levadizo arqueado. Pasaron por delante de cientos de soldados más en fila a lo largo del puente, todos ellos muy atentos a su paso.

Un gran crujido llenó el aire y, al mirar hacia delante, Darius vio las puertas de oro, increíblemente altas, abrirse de par en par, como si lo fueran a abrazar. Vio un atisbo más allá de ellas, de la más magnífica ciudad que jamás había visto y supo, sin lugar a dudas, que este era un lugar del que no se podía escapar. Como para confirmar sus pensamientos, Darius oyó un estruendo en la distancia, que reconoció de inmediato: era el clamor del circo, de un nuevo circo, de hombres deseosos de sangre y de lo que, seguramente, sería su última parada. No tenía miedo; tan solo le pedía a Dios morir de pie, con la espada en mano, en un último acto de valentía.

Una Justa de Caballeros

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