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CAPÍTULO NUEVE

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Gwendolyn atravesó las altas puertas arqueadas, que le sujetaban varios empleados, para entrar a la habitación del trono del Rey, con Krohn a su lado, y se quedó impresionada por lo que vio ante ella. Allí, al fondo de la vacía habitación, el Rey estaba sentado en su trono, solo en este vasto lugar, las puertas resonaron al cerrarse tras ella. Se acercó, caminando por los suelos adoquinados, pasando por los rayos de luz que se colaban por las filas de vitrales, iluminando el lugar con imágenes de antiguos caballeros en escenas de batalla. Este lugar ere intimidatorio y sereno a la vez, inspirador y poseído por los fantasmas de antiguos reyes. Podía sentir su presencia en el espeso ambiente y, en muchos aspectos, le recordaba la Corte del Rey. Sintió una repentina tristeza en el pecho, ya que la habitación le hacía echar muchísimo de menos a su padre.

EL Rey MacGil estaba allí sentado, cansado, con la barbilla apoyada en el puño, claramente agobiado con pensamientos y, Gwendolyn sentía, con el peso de tener que gobernar. Le parecía un hombre solitario, atrapado en aquel lugar, como si el peso del reino estuviera sobre sus hombros. Comprendía aquella sensación demasiado bien.

“Ah, Gwendolyn”, dijo, iluminándose al verla.

Ella esperaba que él se quedara en el trono, pero inmediatamente se puso de pie y bajó corriendo los peldaños de marfil, con una cálida sonrisa en su rostro, humilde, sin la ostentación de otros reyes, deseoso de salir a recibirla. Su humildad fue un alivio de bienvenida para Gwendolyn, especialmente después del encuentro inesperado con su hijo, que la había dejado perturbada por lo ominoso que fue. Se preguntaba si contárselo al Rey; por ahora, por lo menos, se mordería la lengua y vería qué pasaba. No quería parecer desagradecida o empezar la reunión con mal pie.

“No he pensado en otra cosa desde nuestra conversación de ayer”, dijo, mientras se acercaba y la abrazaba amablemente. Krohn, a su lado, lloriqueó y dio un empujoncito a la mano del Rey y este bajó la mirada y sonrió. “¿Quién es?” preguntó amablemente.

“Krohn”, contestó ella, aliviada al ver que era de su agrado. “Mi leopardo o, para ser más precisa, el leopardo de mi marido. Aunque supongo que ahora es tan mío como suyo”.

Para su alivio, el Rey se arrodilló, cogió la cabeza de Krohn entre sus manos, le acarició las orejas y lo besó, sin miedo. Krohn le correspondió lamiéndole la cara.

“Un buen animal”, dijo. “Un cambio bienvenido para el linaje de perros que tenemos aquí”.

Gwen lo miró, sorprendida por su amabilidad mientras recordaba las palabras de Mardig.

“¿Entonces se permiten animales como Krohn aquí?” preguntó ella.

El Rey echó su cabeza hacia atrás y rió.

“Por supuesto”, respondió. “Y por qué no. ¿Alguien te dijo lo contrario?”

Gwen dudó si contarle su encontronazo y decidió morderse la lengua; no quería que la vieran como una soplona y necesitaba saber más sobre aquella gente, su familia, antes de sacar ninguna conclusión o precipitarse en medio de un drama familiar. Pensó que, por ahora, era mejor guardar silencio.

“¿Desea verme, mi Rey?” dijo en su lugar.

Inmediatamente, su rostro se volvió serio.

“Así es”, dijo. “Ayer interrumpieron nuestro discurso y aún queda mucho de lo que hablar”.

Él se giró e hizo un gesto con la mano, le hizo una señal para que lo siguiera y caminaban juntos y sus pasos resonaron mientras atravesaban la amplia habitación en silencio. Gwen alzó la vista y, al pasar, vio los estrechos techos, los escudos de armas mostrados a lo largo de las paredes, trofeos, armas, armaduras… Gwen admiraba el orden de este lugar, el orgullo que estos caballeros mostraban en la batalla. Esta sala le recordaba un lugar con el que se podría haber encontrado en el Anillo.

Atravesaron la habitación y, cuando llegaron al final de todo, atravesaron otro conjunto de dobles puertas, de un antiguo roble, de unos treinta centímetros de grosor y lisos por el uso y salieron a un gran balcón, adyacente a la sala del trono, de unos quince metros de ancho y con la misma profundidad, enmarcado por un balaustre de mármol.

Siguió al Rey hasta fuera, hasta el borde y, apoyando sus manos contra el mármol liso, miró hacia fuera. Bajo ella se extendía la inmaculada ciudad de la Cresta, en crecimiento descontrolado, todos sus tejados de pizarra angulares marcaban la silueta de la ciudad, todas sus antiguas casas de formas diferentes, construidas muy cerca las unas de las otras. Era claramente una ciudad hecha de retales que, durante centenares de años, había evolucionado para convertirse en acogedora, íntima, desgastada por el uso. Con sus picos y agujas, parecía una ciudad de cuento, especialmente con el fondo de las aguas azules más allá, brillando bajo el sol y, más allá incluso de esto, los elevados picos de la Cresta, se levantaban alrededor de la misma en un enorme círculo, como una gran barrera al mundo.

Tan arropada, tan protegida del mundo exterior, Gwen no podía imaginar que nada malo pudiera acontecer jamás en este lugar.

El Rey suspiró.

“Cuesta imaginar que este lugar esté muriendo”, dijo y ella se dio cuenta de que habían compartido los mismos pensamientos.

“Cuesta imaginar”, dijo, “que yo esté muriendo”.

Gwen lo miró y vio que en sus ojos azul claro había dolor, estaban llenos de tristeza. Sintió una gran preocupación.

“¿De qué dolencia, mi señor?” preguntó ella. “Seguramente, sea lo que sea, es algo que los curanderos pueden sanar.

Él negó con la cabeza lentamente.

“He visto a todos los curanderos”, respondió él. “A los mejores del reino, por supuesto. No tienen la cura. Es un cáncer que se está extendiendo por todo mi interior”.

Él suspiró y miró al horizonte y Gwen se sintió abrumada de tristeza por él. Se preguntaba a qué se debía que las buenas personas, a menudo, eran asaltadas por la tragedia y las malvadas, de alguna manera, conseguían prosperar.

“No siento lástima por mí”, añadió el Rey. “Acepto mi destino. Lo que me preocupa ahora no soy yo, sino mi legado. Mis hijos. Mi reino. Esto es lo único que me importa ahora. No puedo planear mi futuro pero, al menos, puedo planear el suyo”.

Se giró hacia ella.

“Y es por esto que te he convocado”.

A Gwen se le partía el corazón por él y sabía que haría lo que pudiera para ayudarlo.

“Por mucho que lo desee”, respondió ella, “no veo cómo le puedo ser de ayuda. Tiene un reino entero a su disposición. ¿Qué le puedo ofrecer yo que los otros no puedan?”

Él suspiró.

“Compartimos los mismos objetivos”, dijo él. “Tú deseas ver al Imperio derrotado, como yo. Deseas un futuro para tu familia, tu pueblo, un sitio seguro, lejos de las manos del Imperio, como yo. Por supuesto, aquí tenemos esta paz ahora, al cobijo de la Cresta. Pero esta no es una paz verdadera. La gente libre puede ir a todas partes, nosotros no podemos. Vivimos libres siempre y cuando nos escondamos. Hay una diferencia importante”.

Él suspiró.

“Es evidente que vivimos en un mundo imperfecto y esto puede ser lo mejor que nuestro mundo nos puede ofrecer. Pero yo no lo creo”.

Se quedó en silencio durante un buen rato y Gwen se preguntaba a dónde quería llegar con aquello.

“Vivimos nuestras vidas con miedo, como hizo mi padre antes que yo”, continuó al final, “miedo a que nos descubran, a que el Imperio nos encuentre aquí en la Cresta, a que lleguen aquí y nos traigan la guerra a la puerta de casa. Y los guerreros nunca deben vivir con miedo. Existe una delgada línea entre guardar tu castillo y tener miedo de salir a la vista de él. Un gran guerrero puede fortificar sus puertas y defender su castillo, pero un guerrero aún más grande las puede abrir de par en par y enfrentarse a quien quiera que llame sin miedo”.

Él la miró y pudo ver la determinación de un Rey en sus ojos, podía sentir que irradiaba fuerza y, en aquel instante, entendió por qué era Rey.

“Mejor morir enfrentándose al enemigo sin miedo, que esperarlo en la seguridad que venga hasta nuestras puertas”.

Gwen estaba desconcertada.

“Entonces”, dijo ella, “¿desea atacar al Imperio?”

Él la miró fijamente y ella todavía no podía comprender su expresión, qué estaba pasando por su mente.

“Así es”, respondió él. “Pero es una postura que está mal vista. También estuvo mal vista para los antecesores que hubo antes de mí, y es por eso por lo que no lo hicieron. Ya ves que la seguridad y la abundancia pueden ablandar a un pueblo, hacerlos reacios a dejar lo que tienen. Si yo empezara una guerra, tendría muchos buenos guerreros detrás de mí, pero también muchos ciudadanos reacios. Y quizás, incluso, una revolución”.

Gwen miró hacia el exterior y entrecerró los ojos para mirar a los picos de la Cresta, amenazantes en el lejano horizonte, con la mirada de una Reina, de la estratega profesional en la que se había convertido.

“Parece casi imposible que el Imperio les atacara”, respondió, “incluso aunque consiguiera encontraros. ¿Cómo podría escalar aquellos muros? ¿O atravesar el lago?”

Él se puso las manos en las caderas, miró hacia fuera y examinó el horizonte con ella.

“Está claro que tenemos ventaja”, respondió. “Por cada uno de los nuestros mataríamos a cien de los suyos. Pero el problema es que ellos tienen a millones que perder, nosotros tenemos a miles. Al final, ellos ganarán”.

“¿Sacrificarían a millones por un pequeño rincón del Imperio?” preguntó ella, sabiendo la respuesta antes incluso de hacer la pregunta. Al fin y al cabo, había sido testigo de primera mano de lo que habían dejado para atacar el Anillo.

“Son despiadados por conquistar”, dijo. “Sacrificarían cualquier cosa. Así es cómo funcionan. Nunca abandonarían. Por lo que yo sé”.

“Entonces, ¿cómo puedo ayudar yo, mi señor?” preguntó ella.

Él suspiró y se quedó en silencio durante un buen rato, mirando hacia el horizonte.

“Necesito que me ayudes a salvar la Cresta”, dijo finalmente, mirándola, con una intensa solemnidad en sus ojos.

“Pero, ¿cómo?” preguntó, confundida.

“Nuestras profecías hablan de la llegada de un forastero”, dijo. “Una mujer. De otro reino de más allá de los mares. Hablan de que salva la Cresta, de que guía a nuestro pueblo a través del desierto. Nunca supe qué significaba hasta el día de hoy. Creo que esa mujer eres tú”.

Gwen sintió un escalofrío ante sus palabras; todavía le dolía el corazón por el exilio de su pueblo, por la derrota del Anillo, le dolía por Thor y por Guwayne. No podía soportar la idea de cargar con otro liderazgo.

“La Cresta está muriendo”, continuó él, mientras ella estaba allí en silencio. “Cada día, nuestras orillas, nuestra fuente de agua, se van secando. Cuando se complete la vida de mis hijos, las aguas serán reemplazadas por sequía y nuestra fuente de alimentacion habrá desaparecido. Debo pensar en el futuro, ya que mis antepasados se negaron a hacerlo. Hacer algo ya no es una opción, es una necesidad”.

“Pero, ¿hacer qué?” preguntó ella.

Él suspiró, mirando fijamente al horizonte.

“Existe una manera de salvar la Cresta”, dijo. “Se rumorea que está escrita en los antiguos libros, los que custodian los Buscadores de la Luz”.

Ella lo miró fijamente, perpleja.

“¿Los Buscadores de la Luz?” preguntó.

“Mira, mi reino también está infectado por un cáncer”, explicó. “Por muy perfecto que todo parezca cuando caminas por las calles, todo aquí está lejos de ser perfecto. Una enredadera crece entre mi pueblo y es la enredadera de una creencia. Una religión. Un culto. Los Buscadores de la Luz. Gana adeptos cada día y se ha extendido a cada rincón de mi capital. Ha llegado incluso al corazón de mi propia familia. ¿Te imaginas? ¿La propia familia de un Rey?”

Ella intentaba procesarlo todo, pero no podía seguir su historia.

“Eldof. Él es su líder, un humano, igual que nosotros, que se cree un Dios. Predica su falsa religión a todos sus falsos profetas y ellos harán cualquier cosa que él diga. Muchos de los míos ahora es más probable que obedezcan sus órdenes que las mías”.

Él la miró fijamente, la preocupación estaba marcada en su rostro demasiado arrugado.

“Estoy en una posición peligrosa aquí”, añadió. “Todos lo estamos. Y no solo por lo que hay más allá de la Cresta”.

A Gwen le pasaban muchas preguntas por la mente, pero no quería husmear; al contrario, le dio tiempo para pensarlo todo bien y pedirle lo que quisiera.

“Se rumorea que los antiguos libros existen en lo profundo de su monasterio”, añadió finalmente, después de un largo silencio durante el cual se frotaba la barba, mirando fijamente al suelo como si estuviera perdido en la memoria. “Yo lo he registrado muchas veces, pero sin resultado. Evidentemente, puede que no existan, pero yo creo que sí. Y creo que contienen la respuesta”.

Se giró hacia ella.

“Necesito que entres al monasterio”, dijo. “Te hagas amiga de Eldof. Encuentres los libros. Encuentres el secreto que necesito para salvar a mi pueblo”.

Gwen luchaba por entender, la mente le daba vueltas con toda la información.

“O sea, ¿qué quiere que conozca a Eldof?” preguntó ella. “¿Al líder espiritual?”

“A él no”, respondió el Rey. “Sino a su sacerdote principal. Mi hijo. Kristof”.

Gwen lo miró fijamente, sorprendida.

“¿Su hijo?” preguntó.

El Rey asintió con la cabeza, con los ojos humedecidos.

“Me da vergüenza admitirlo”, respondió. “Mi hijo está perdido para mí. Pero quizás a ti, una forastera, te escuchará. Te lo suplico. Es el deseo de un padre. Y es por el bien de la Cresta.

Por muy abrumada que estuviera, sintiéndose como si la hubieran empujado en medio de un drama político y familiar, Gwen se sentía llena de una sensación de misión.

“Haré lo que sea para ayudarlo”, dijo sinceramente.

Una Justa de Caballeros

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