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UNO


Caitlin Paine siempre temió el primer día de clases en una escuela nueva. Ocurrían situaciones relevantes, como conocer a los nuevos amigos y maestros o aprender los nuevos caminos. Pero también había situaciones más triviales, como conseguir un casillero y familiarizarse con el aroma y los sonidos de un nuevo lugar. Sin embargo, lo que más le atemorizaba eran las miradas. Cada vez que llegaba a un sitio que no conocía, sentía que la gente la observaba. Lo único que ella deseaba era anonimato, y sin embargo, nunca lo conseguía.

Caitlin no entendía qué la hacía tan llamativa. No era particularmente alta, tan solo medía metro y medio, y además, su cabello y sus ojos cafés, en conjunto con su peso promedio, la hacían sentir bastante ordinaria. Ciertamente no se sentía hermosa como le parecían algunas de las otras chicas. Tenía dieciocho años pero lucía algo mayor, aunque no lo suficiente como para hacerla sobresalir.

Había algo más. Existía otra cosa en ella que siempre provocaba que la gente volteara más de una vez a mirarla. En el fondo, sabía que era diferente, solo que no estaba segura de por qué.

Si acaso existía algo peor que el primer día de clases, eso era empezar un curso escolar a mitad del semestre, cuando todo mundo ya había tenido algo de tiempo para hacer amistades. Hoy, este primer día, a mediados de marzo, iba a ser el más terrible de todos. Caitlin podía presentirlo. No obstante, ni siquiera en sus peores pesadillas imaginó que sería así de malo. Nada de lo que había visto —y vaya que había visto bastante—, la pudo preparar para algo así.

Caitlin estaba parada frente a su nueva escuela, una enorme preparatoria pública de Nueva York. La helada mañana de marzo le hacía preguntarse: “¿Por qué yo?”

Su atuendo era insuficiente para el frío: solo un suéter y leggings. Además, no estaba preparada en lo absoluto para el ruidoso caos que la recibió, había cientos de chicos gritando, vociferando y empujándose. Parecía el patio de una prisión.

Predominaba el ruido. Todos ahí reían escandalosamente, decían montones de groserías y se empujaban con gran rudeza. De no haber detectado algunas sonrisas y risitas burlonas, habría pensado que se trataba de una reyerta masiva.

Los chicos desbordaban energía, y Caitlin por el contrario, exhausta, desvelada y a punto de congelarse, no podía entender de dónde provenía ésta. Cerró los ojos y deseó desaparecer.

Buscó en sus bolsillos y sintió algo: su iPod. “Sí.”

Se colocó los audífonos y lo encendió. Necesitaba ahogar todo el barullo exterior.

Pero no escuchó nada. Miró hacia abajo y se percató de que la batería se había agotado. “Perfecto.”

Revisó su celular con deseos de que algo la distrajera, cualquier cosa. “No hay mensajes nuevos.”

Cuando volvió la vista al frente, vio el mar de rostros nuevos y se sintió sola. Pero no porque fuera la única chica blanca, de hecho, lo prefería así. Algunos de sus amigos más cercanos en las otras escuelas eran negros, latinos, asiáticos e hindúes, en tanto que algunos de sus enemigos más acérrimos habían sido blancos. No, no se trataba de eso. Se sentía sola porque el entorno era urbano. Estaba parada sobre concreto. Cuando entró a la zona recreativa se escuchó un ruidoso timbre y Caitlin tuvo que atravesar unos grandes portones de metal. Ahora estaba encerrada, enjaulada tras las gigantescas puertas coronadas con alambre de púas. Tenía la sensación de estar en la cárcel.

Ver la enorme escuela y los barrotes en todas las ventanas, no mejoró sus ánimos. Por lo general, ella siempre se adaptaba con facilidad a las nuevas escuelas, sin importar el tamaño. Pero en todos los casos, se trató de colegios a las afueras de la ciudad. En todas ellas había césped, árboles y cielo. Aquí, sin embargo, no había otra cosa que no fuera urbana. Se le dificultaba respirar. Estaba aterrada.

Al escuchar un segundo timbrazo, comenzó a arrastrar los pies hacia la entrada junto a los otros cientos de chicos. Una joven gorda la empujó con brusquedad y a Caitlin se le cayó su diario. Lo levantó, y cuando lo hizo, se despeinó. Luego alzó la mirada para ver si la chica se disculpaba, pero no la vio más —se había ido junto con el enjambre—. Escuchó risas pero le fue imposible determinar si ella era el blanco de las mismas.

Apretó su diario, lo único que la hacía sentir real. La había acompañado a todos los lugares. Lo usaba para hacer notas y dibujos en todos los sitios a donde iba; era el mapa de su niñez.

Por fin llegó a la entrada. Ahí tuvo que apretujarse entre los otros para ingresar. Aquello era como subir al metro en hora pico. Creyó que adentro haría un poco de calor, pero las puertas que se quedaron abiertas tras ella dejaron pasar una corriente de aire frío que le llegaba directamente a la espalda, y eso la hizo sentir aún peor.

Al ingresar había dos enormes guardias de seguridad, y a su lado, dos policías de la ciudad de Nueva York. Ambos vestían el uniforme completo y portaban ostentosamente sus armas.

—¡No se detengan! —ordenó uno de ellos.

Caitlin no podía imaginar por qué dos policías armados habrían de cuidar la entrada de una preparatoria. Su temor se acrecentó y empeoró cuando miró hacia arriba y se dio cuenta de que tendría que atravesar un detector de metales del mismo tipo de los que usan para la seguridad en los aeropuertos.

A cada lado del detector había otros cuatro policías armados, y dos guardias de seguridad más.

—¡Vacíen sus bolsillos! —gritó con brusquedad un guardia.

Caitlin notó que los otros chicos sacaban los objetos de sus bolsillos y los depositaban en pequeñas charolas de plástico. Los imitó de inmediato y entregó su iPod, la billetera y las llaves.

Pasó por el detector arrastrando los pies y se activó la alarma.

—¡Tú! —gritó un guardia—. ¡Colócate a un lado!

“Por supuesto.”

Los demás se le quedaron viendo mientras levantaba los brazos y el guardia pasaba el detector manual a lo largo de todo su cuerpo.

—¿Llevas algo de joyería?

Caitlin se tocó las muñecas y el cuello. De repente recordó: su cruz.

—¡Quítatela! —le dijo el guardia groseramente.

Era el collar que le había dado su abuela antes de morir; una pequeña cruz de plata que tenía grabada una frase en latín que nunca tradujo. Su abuela le dijo que a ella se la había entregado su propia abuela. Caitlin no practicaba ninguna religión y en realidad no entendía bien lo que significaba; sin embargo, estaba consciente de que tenía cientos de años y de que era el objeto más valioso que poseía.

Separó la cruz de su blusa y la mantuvo arriba, pero no se la quitó.

—Preferiría no hacerlo —respondió.

El guardia la miró con frialdad inconmensurable.

De repente hubo conmoción. Todo mundo gritó cuando un policía sujetó a un chico alto y delgado, lo aventó contra el muro y lo despojó de una navaja que traía en el bolsillo.

El guardia de seguridad fue a ayudar al policía y Caitlin aprovechó para deslizarse entre la multitud que caminaba por el pasillo.

“Bienvenida a la escuela pública de Nueva York”, pensó Caitlin. “Genial.”

Comenzó a contar los días que faltaban para graduarse.

Aquellos corredores eran los más amplios que había visto. Parecía imposible imaginar que alguna vez podrían llenarse, y sin embargo, estaban repletos de chicos que caminaban hombro contra hombro. Debían ser miles de personas en esos pasillos; el mar de rostros se extendía y parecía no tener fin. Aquí, el ruido era mucho peor; rebotaba en los muros y se condensaba. Caitlin quería cubrirse las orejas, pero ni siquiera tenía espacio para levantar los brazos. De pronto, sintió claustrofobia.

Sonó la campana y la energía se incrementó.

“Ya voy retrasada.”

Revisó una vez más su tarjetón y, finalmente, vio a lo lejos el salón que le correspondía. Trató de atravesar el mar de cuerpos, pero no lograba avanzar. Después de varios intentos, se dio cuenta de que tenía que ser agresiva. Comenzó a golpear a los otros con los codos y a empujarlos cuando ellos la empujaban. Dejándolos atrás uno por uno, Caitlin logró pasar por entre los jóvenes que llenaban el amplio pasillo y abrió la pesada puerta del salón.

Se rodeó con los brazos. De ese modo enfrentó todas las miradas dirigidas a ella, la chica nueva que había llegado tarde. Imaginó que el maestro la regañaría por interrumpir, pero se quedó atónita al descubrir que no sería así en lo absoluto. Aunque el salón estaba diseñado para treinta alumnos, había cincuenta, estaba repleto. Algunos de los chicos ya estaban en sus asientos, otros caminaban por entre los mesabancos gritándose. Era un caos.

A pesar de que la campana había sonado cinco minutos antes, el maestro, despeinado y con el traje arrugado, ni siquiera había comenzado la clase. De hecho, estaba sentado con los pies sobre el escritorio, leyendo el periódico e ignorando a todo mundo.

Caitlin se acercó a él y colocó su nueva credencial de identificación sobre el escritorio. Se mantuvo de pie ahí y esperó a que el maestro la mirara, pero él no lo hizo.

Finalmente, aclaró la garganta.

—Disculpe.

El maestro bajó su periódico con reticencia.

—Soy Caitlin Paine. Soy nueva. Creo que tengo que entregarle esto.

—Yo solo soy un suplente —le contestó y levantó de nuevo el periódico, ignorándola.

Ella permaneció ahí confundida.

—Entonces —preguntó—, ¿usted no registra la asistencia?

—Tu maestro va a regresar el lunes —contestó con brusquedad—. Él se encargará de eso.

Al darse cuenta de que la conversación había terminado, Caitlin recogió su credencial.

Volteó y miró el salón. El caos continuaba. Si acaso había algo bueno en esta situación, era que, por lo menos, nadie la había notado. Parecía no importarles lo que sucedía, ni reparar en su presencia.

Por otra parte, revisar desde ahí el salón repleto era muy angustiante pues no había ningún lugar vacío para sentarse.

Adoptó una actitud de fortaleza y, apretando contra sí su diario, caminó con vacilación por uno de los pasillos. Por momentos se estremecía al avanzar entre los chicos que se gritaban entre sí con cinismo. Cuando llegó al fondo del salón pudo ver el panorama completo.

No había un solo asiento vacío. Se quedó ahí de pie, sintiéndose estúpida. Entonces, se dio cuenta de que los otros chicos comenzaron a notarla. No sabía qué hacer. Por supuesto, no iba a permanecer en ese lugar de pie toda la clase, y al maestro sustituto no parecía importarle. Volteó y volvió a revisar el salón sin éxito.

A unos pasillos de distancia, escuchó risitas y estuvo segura de que se burlaban de ella. No vestía como los demás y tampoco lucía como ellos. Se ruborizó y sintió que estaba llamando demasiado la atención.

Cuando estaba a punto de abandonar el salón, y tal vez, incluso la escuela, escuchó una voz.

—Aquí.

Caitlin volteó.

En la última hilera, junto a la ventana, había un chico alto parado junto a su mesabanco.

—Siéntate —dijo—. Por favor.

Se hizo un silencio momentáneo en el salón mientras los otros esperaban ver cómo reaccionaría ella.

Caminó hacia él. Trató de no mirarlo directamente a los ojos —a sus grandes y brillantes ojos verdes—, pero no pudo evitarlo. Era encantador. Tenía una piel suave y aceitunada que hacía imposible saber si era negro, latino, blanco o algún tipo de combinación. Jamás había visto una piel tan tersa y una mandíbula tan bien definida. Era delgado, de cabello corto y castaño. Había algo en él que estaba tan fuera de lugar… Parecía frágil, como un artista, tal vez.

Era realmente difícil que un chico le impactara tanto. Había visto a sus amigas enloquecer por alguien, pero era algo que ella en realidad no comprendía bien. Hasta ahora.

—¿Y en dónde te vas a sentar tú? —preguntó Caitlin.

Trató de controlar su voz, pero no sonaba convincente. Esperaba que él no advirtiera lo nerviosa que estaba.

Él le brindó una gran sonrisa que reveló la perfección de sus dientes.

—Justo aquí —dijo él, y se movió hacia la base de la ventana que quedaba a unos cuantos pasos.

Lo miró y él le correspondió. Sus miradas se mantuvieron fijas. Ella trató de forzarse a voltear en otra dirección pero no pudo hacerlo.

—Gracias —dijo Caitlin, sintiéndose de inmediato enojada consigo misma.

“¿Gracias? ¿Eso es lo único que se te ocurre? ¡¿Gracias?!”

—¡Muy bien, Barack! —se escuchó una voz gritar—. ¡Cédele tu asiento a esa linda niña blanca!

Se escucharon más risas y de pronto, el salón volvió a llenarse de ruido y todos los ignoraron de nuevo. Caitlin vio que el chico bajaba la mirada avergonzado.

—¿Barack? —preguntó—, ¿así te llamas?

—No —contestó él, ruborizado—. Así me llaman, como a Obama. Dicen que me parezco.

Caitlin lo miró con cuidado y se dio cuenta de que sí, efectivamente se parecía.

—Es porque soy parte negro, parte blanco y parte puertorriqueño.

—Vaya, pues creo que es un cumplido —dijo ella.

—No de la manera en que ellos lo dicen —respondió el chico.

Caitlin lo vio sentarse en la base de la ventana un tanto apocado. Se dio cuenta de que era bastante sensible, incluso vulnerable. No parecía formar parte de este grupo de chicos. Era una locura pero, hasta sintió deseos de protegerlo.

—Soy Caitlin —le dijo, extendiendo la mano y mirándolo directo a los ojos.

Sorprendido, él la vio y volvió a sonreír.

—Jonah —le contestó.

Al estrechar su mano con firmeza, Caitlin sintió su brazo temblar mientras él la envolvía con su suave piel. Tenía la sensación de que se derretía y no pudo evitar sonreír cuando él sujetó su mano un poco más de lo normal.


El resto de la mañana pasó sin advertirlo, y para cuando Caitlin llegó a la cafetería, tenía bastante hambre. Abrió las puertas de vaivén y se abrumó al enfrentar el enorme comedor y el increíble ruido que producían los chicos que con sus gritos parecían ser mil. Era como entrar a un gimnasio. La diferencia radicaba en que cada cinco metros, a lo largo de los pasillos, había un guardia de seguridad que observaba todo cuidadosamente.

Como de costumbre, Caitlin no sabía a dónde dirigirse. Escudriñó el enorme salón y, finalmente, vio una pila de charolas. Tomó una y se formó en lo que creyó era la fila para ordenar la comida.

—¡No te metas, perra!

Caitlin volteó y se topó con una chica gorda y enorme, quince centímetros más alta que ella y de muy mala cara.

—Lo siento, no sabía que…

—¡La fila acaba allá atrás! —gritó otra chica, señalándole con el pulgar.

Caitlin miró hacia atrás y se dio cuenta de que había, por lo menos, cien personas en la fila. La espera sería como de veinte minutos.

Cuando se dirigió a la cola, un chico que estaba formado empujó a otro: éste cayó frente a ella, golpeando el piso con fuerza.

El primer chico saltó sobre el otro y comenzó a pegarle en la cara.

En la cafetería estalló un rugido de emoción, y montones de muchachos los rodearon.

—¡Pelea, pelea!

Caitlin dio varios pasos hacia atrás mientras observaba horrorizada la violenta escena a sus pies.

Finalmente, cuatro guardias de seguridad se acercaron y detuvieron el altercado; separaron a los dos chicos ensangrentados y se los llevaron. Pero los guardias no parecían tener ninguna prisa.

Cuando Caitlin por fin pudo comprar su almuerzo, volvió a revisar el comedor tratando de encontrar a Jonah, pero no lo encontró por ningún lado.

Caminó por los pasillos y vio que, mesa tras mesa, estaba repleta de jóvenes. Casi no había asientos vacíos, y los pocos disponibles, se encontraban junto a grandes grupos de amigos que no mostraban gran calidez.

Finalmente, tomó un asiento que estaba en una mesa hacia el fondo del comedor; estaba vacía excepto por un chico sentado en el extremo. Era un bajito y frágil muchacho chino con aparatos dentales. Vestía mal y tenía la cabeza agachada; estaba enfocado en su almuerzo.

Caitlin se sentía sola. Miró hacia abajo y revisó su celular. En Facebook, había algunos mensajes de sus amigos del último pueblo en donde vivió. Querían saber cómo le iba en la nueva ciudad. Por alguna razón, no sintió ganas de contestarles; los percibía tan lejos…

Apenas si pudo comer, todavía tenía esa sensación de náuseas del primer día de clases. Trató de pensar en algo diferente. Cerró los ojos y recordó el nuevo departamento. Estaba en un asqueroso edificio de la calle 132, y para llegar a él tenía que subir cinco pisos por las escaleras. Sintió más náuseas, por lo que respiró hondo e intentó enfocarse en algo, cualquier cosa buena que existiera en su vida.

Sam, su hermanito. Tenía quince años pero parecía estar a punto de cumplir veinte. Solía olvidar que él era el hermano menor; siempre actuaba como si fuera mayor que ella. Había tenido una vida difícil y se había vuelto bastante hosco debido a tantas mudanzas, al hecho de que su padre los había abandonado y a que su madre los trataba mal a ambos. Caitlin se daba cuenta de que la situación estaba sobrepasando a su hermano y que había comenzado a encerrarse en sí mismo; ella temía que las cosas siguieran empeorando.

Sin embargo, a pesar de todo lo que Sam enfrentaba, adoraba a Caitlin. Y ella a él. Sam era la única constante en su vida, la única persona en quien podía confiar. Además, a Caitlin le parecía que su hermano había conservado solo una debilidad: ella. Era por eso que estaba decidida a hacer lo que fuera necesario para protegerlo.

—¿Caitlin?

Sintió un sobresalto.

Junto a ella, con la charola en una mano y el estuche de violín en la otra, estaba Jonah.

—¿Te molesta si me siento contigo?

—Sí, vaya, quise decir, no —dijo con vacilación.

“Idiota —pensó—. Deja de mostrarte tan nerviosa.”

Jonah le brindó esa fulgurante sonrisa que tenía, y se sentó frente a ella, perfectamente derecho, con una postura impecable. Colocó con cuidado el estuche del violín a su lado. Después puso, con mucha suavidad, su comida sobre la mesa. Había algo respecto a él que Caitlin no podía descifrar. Era distinto a todas las personas que había conocido antes. Era como de otra época; definitivamente parecía fuera de lugar en esa escuela.

—¿Cómo te fue en tu primer día? —le preguntó.

—No fue lo que esperaba.

—Sé a lo que te refieres —dijo Jonah.

—¿Es un violín?

Caitlin señaló el instrumento con un gesto. El estuche estaba cerrado y Jonah mantenía una mano sobre él como si tuviera miedo de que alguien lo robara.

—De hecho, es una viola. Es solo un poco más grande que el violín, pero tiene un sonido completamente distinto. Es más melodioso.

Caitlin jamás había visto una viola, y esperaba que Jonah la pusiera sobre la mesa y se la mostrara. Pero él ni siquiera lo intentó y ella no quería entrometerse. La mano del chico continuaba sobre el estuche, protegiéndolo como si fuera algo muy personal y privado.

—¿Y practicas mucho?

Jonah se encogió de hombros.

—Solo unas cuantas horas al día —dijo en un tono casual.

—¡¿Unas cuantas horas?! ¡Seguramente tocas muy bien!

Él volvió a encoger los hombros.

—Supongo que no lo hago mal. Hay muchos violistas que son mejores que yo. En realidad, espero que tocar la viola sea lo que me saque de aquí.

—Yo siempre quise tocar el piano —agregó Caitlin.

—¿Y por qué no lo haces?

Ella le iba a contestar: “Nunca he tenido un piano.” Pero no dijo nada. En lugar de eso, se encogió de hombros y volvió a mirar su almuerzo.

—No necesitas tener un piano —le dijo Jonah.

Ella lo miró sorprendida pues parecía haber leído sus pensamientos.

—En esta escuela hay un salón de ensayos. A pesar de todo lo negativo, tiene algunas ventajas. Puedes tomar clases gratis, solo tienes que inscribirte.

Caitlin abrió más los ojos.

—¿En serio?

—Afuera del salón de ensayos hay una hoja para matricularse. Pregunta por la señora Lennox y dile que eres amiga mía.

“Amiga.” A Caitlin le gustó cómo sonaba la palabra. Sintió que poco a poco la invadía cierta felicidad. Sonrió por completo y sus miradas se cruzaron por un momento.

Cuando observó sus brillantes ojos verdes, ardió en ella el deseo de hacerle un millón de preguntas: “¿Tienes novia? ¿Por qué eres tan amable? ¿En verdad te agrado?”

Pero en lugar de eso, solo apretó los labios y se quedó callada.

Temerosa de que el tiempo que estaban pasando juntos se acabara pronto, buscó en su mente algo que pudiera preguntarle para extender la conversación. Trató de pensar en algo que le garantizara volver a verlo pero los nervios se apoderaron de ella, y se paralizó.

Finalmente, abrió la boca y, en ese preciso momento, sonó la campana. El ruido y el movimiento estallaron en el comedor. Jonah se puso de pie y sujetó su viola.

—Se me hace tarde —dijo Jonah, preparándose para retirar su charola de la mesa… Miró la de Caitlin.

—¿Quieres que retire la tuya?

Ella volteó hacia abajo; se dio cuenta de que se le había olvidado y negó con la cabeza.

—Está bien —agregó Jonah.

Se quedó ahí de pie, sintiendo de pronto gran timidez, y sin saber qué decir.

—Bien, pues te veo luego.

—Sí, nos vemos —contestó Caitlin desganada, y apenas perceptiblemente.

Su primer día de clases había terminado. Caitlin salió del edificio y se encontró con la soleada tarde de marzo. A pesar de que el viento soplaba con fuerza, ella ya no sintió frío, y aunque que todos los chicos gritaban mientras salían, el ruido no le afectó más. Se sentía viva y libre. El resto de la jornada había pasado como entre sueños, ni siquiera recordaba el nombre de uno solo de sus profesores nuevos.

No podía dejar de pensar en Jonah.

Se preguntaba si no habría actuado como una tonta en la cafetería. Las palabras se le habían atorado en la boca y casi no averiguó nada sobre él. Lo único que se le ocurrió fue cuestionarlo sobre la estúpida viola, cuando pudo haberle preguntado en dónde vivía, de dónde era y a qué universidad quería entrar. En especial, pudo haberle preguntado si tenía novia. Un chico como él seguramente estaba saliendo con alguien.

En ese preciso momento, una chica latina guapa y bien vestida pasó cerca de ella y la empujó. Caitlin la vio de la cabeza a los pies, y se preguntó por un instante si no sería ella quien salía con Jonah.

Dio vuelta en la calle 134 y de pronto olvidó adónde se dirigía. Nunca había caminado a casa de regreso de la escuela; su mente estaba en blanco y no recordaba dónde se encontraba el nuevo departamento. Permaneció de pie en la esquina, desorientada. Una nube ocultó al sol y el viento arreció. Repentinamente, sintió frío de nuevo.

—¡Hey, amiga!

Caitlin volteó y se dio cuenta de que estaba frente a una asquerosa bodega en la esquina. Afuera había cuatro hombres con mala pinta sentados en sillas de plástico. Parecían no tener frío; le sonrieron como si ella fuera la siguiente comida que devorarían.

—¡Ven aquí, nena! —gritó otro de ellos.

De pronto se acordó.

“Calle 132. Eso es.”

Giró con rapidez y comenzó a caminar vigorosamente hacia una calle paralela. Miró hacia atrás varias veces para asegurarse de que aquellos hombres no la estuvieran siguiendo. Por fortuna no fue así.

El viento helado le laceró las mejillas y la hizo sentirse más alerta, justo al mismo tiempo en que comenzó a caer en cuenta de la realidad de su nuevo vecindario. Observó a su alrededor; vio los autos abandonados, los muros grafiteados, los alambres de púas, los barrotes de las ventanas… De pronto se sintió muy sola y con mucho miedo.

Solo faltaban tres cuadras para llegar a su departamento pero a ella le parecía una eternidad. Deseó tener un amigo a su lado, o aún mejor, a Jonah. Se preguntó si sería capaz de realizar esta solitaria caminata todos los días. Se enfadó con su madre una vez más. ¿Cómo era posible que siguiera obligándola a mudarse y a instalarse en lugares horrendos? ¿Cuándo terminaría todo aquello?

Un vidrio roto.

El corazón de Caitlin se aceleró aún más en cuanto vio que a su izquierda, al otro lado de la calle, sucedía algo. Caminó con rapidez y trató de mantener la mirada en el suelo, pero cuando se acercó, escuchó gritos y unas grotescas risotadas. No pudo evitar percatarse de lo que estaba sucediendo.

Cuatro enormes muchachos, como de dieciocho o diecinueve años tal vez, sometían a otro chico. Dos de ellos le sujetaban los brazos, mientras uno más lo golpeaba en el estómago y el último, en la cara. El chico, de unos diecisiete años, delgado e indefenso, cayó al suelo. Dos de los muchachos se acercaron de nuevo y comenzaron a patearle la cara. A pesar de que no quería hacerlo, Caitlin se detuvo y los miró. Estaba horrorizada porque nunca había visto nada igual.

Los otros dos muchachos caminaron alrededor de su víctima. Levantaron las piernas con botas y se las estamparon de nuevo. Caitlin temió que golpearan al chico hasta matarlo.

—¡No! —gritó.

Ellos dejaron caer sus botas y se escuchó un espantoso crujido. Pero no fue el sonido de un hueso roto, era más bien como el crujido que hace la madera. El ruido que produce la madera cuando se rompe. Caitlin se percató de que pisoteaban un pequeño instrumento musical; miró con más cuidado y alcanzó a ver que había trocitos de la viola esparcidos por toda la acera.

Aterrada, se cubrió la boca con la mano.

—¡¿Jonah?!

Sin siquiera pensarlo, Caitlin cruzó la calle y se dirigió al grupo de jóvenes; entonces, algunos notaron su presencia. Se miraron, sonrieron con malicia y se codearon entre sí.

Caitlin caminó directamente hacia la víctima y corroboró que se trataba de Jonah. Tenía el rostro golpeado y ensangrentado, además, estaba inconsciente.

La chica miró los muchachos; su ira era más poderosa que su miedo. Se quedó de pie entre ellos y Jonah.

—¡Déjenlo en paz! —les gritó.

El chico que estaba en medio era musculoso y medía casi dos metros. Como respuesta a Caitlin, se rió.

—¿Y si no, qué? —preguntó con una grave voz.

De pronto Caitlin se sintió abrumada cuando se percató de que acababan de empujarla con fuerza por atrás. Levantó los codos justo cuando golpeó el concreto, pero eso apenas si amortiguó su caída. Por el rabillo del ojo vio que su diario salía volando y que las hojas volaban por todos lados.

Escuchó risas y pasos que se acercaban a ella.

El corazón le palpitaba con fuerza, y una descarga de adrenalina se apoderó de ella. Logró rodar y ponerse trabajosamente de pie antes de que llegaran hasta ella. Comenzó a correr por un callejón, a correr por su vida.


Los chicos la seguían muy de cerca.

En aquel tiempo en el que Caitlin creía que existía un buen futuro para ella en algún lugar, se inscribió —en una de las tantas escuelas a las que había asistido— en carrera de pista y descubrió que era buena para ello. De hecho, era la mejor del equipo. No en carrera larga, sino en la de cien metros. Incluso, podía correr más rápido que la mayoría de los varones.

Ahora, de pronto, toda esa experiencia venía de nuevo a ella. Estaba corriendo para salvar su vida y aquellos chicos no podrían alcanzarla.

Caitlin miró hacia atrás y vio cuán lejos estaban. Los había superado en la carrera y se sintió optimista. Lo único que le restaba hacer era dar vuelta en los lugares correctos.

El callejón en donde estaba terminaba en una T, por lo que podía ir a la izquierda o a la derecha. Si quería mantenerse al frente, no tendría tiempo para cambiar su decisión, y necesitaba decidir con rapidez. Sin embargo, no podía ver lo que había en cada una de las vueltas. A ciegas, giró a la izquierda.

Oró porque fuera la decisión correcta. “Vamos. ¡Por favor!”

Su corazón se detuvo cuando dio la vuelta y se encontró con el callejón sin salida frente a ella. Había sido el movimiento equivocado. Corrió hasta la pared buscando una salida, cualquiera. Al notar que no había ninguna, giró para ver de frente a sus atacantes.

Sin aliento, Caitlin los vio dar vuelta en la esquina y aproximarse a ella. Miró hacia el otro lado y se dio cuenta de que, si hubiera dado vuelta a la derecha, habría podido escapar y llegar a casa. Por supuesto, todo había sido cuestión de suerte.

—Muy bien, perra —dijo uno de ellos—. Ahora vas a sufrir.

Al percatarse de que no tendría por dónde escapar, los muchachos se acercaron lentamente a ella resollando, sonriendo y deleitándose con la violencia que se avecinaba.

Caitlin cerró los ojos y respiró hondo. Deseó que Jonah volviera en sí, que apareciera en la esquina, despierto y lleno de energía, listo para salvarla. Pero cuando abrió los ojos, él no estaba ahí.

A los únicos que pudo ver fue a sus atacantes, acercándose.

Pensó en su madre, en cuánto la odiaba, en todos los lugares en los que la había obligado a vivir. Pensó en su hermano Sam. Se preguntó cómo sería la vida después de este día.

Reparó en toda su vida, en cómo ésta la había tratado, en que nunca nadie la había entendido, en que todo eso se había acumulado. Y de pronto, comprendió algo. De alguna manera, supo que ya había tenido suficiente.

“Yo no merezco esto: ¡Yo no lo merezco!”

Y entonces, repentinamente, lo sintió.

Fue como una oleada, algo que jamás había experimentado. Era una ola de ira que la inundaba, que agitaba su sangre. Se centró en su estómago y, de ahí, se esparció por todos lados. Tenía la impresión de que sus pies estaban enraizados en el piso, como si el concreto y ella fueran uno solo. Una fuerza primitiva la sobrecogía, corría por sus muñecas y subía por sus brazos hasta los hombros.

Caitlin emitió un rugido salvaje que sorprendió y asustó a todos, incluso a ella misma. En el momento en que el primer chico se acercó y le sujetó la muñeca con fuerza, ella vio cómo su mano reaccionó por sí misma: aprovechó para tomar, a su vez, la muñeca de su atacante, y luego la torció hacia atrás en el ángulo correcto. El rostro del chico se contrajo por la conmoción, al mismo tiempo que la muñeca, y luego el brazo, se le quebraban en dos partes. Cayó de rodillas gritando.

Sorprendidos, los otros tres chicos abrieron bien los ojos.

El más grande de ellos arremetió contra Caitlin.

—Tú, maldi…

Antes de que siquiera pudiera acabar la frase, ella saltó al aire y le plantó los dos pies directamente en el pecho. Él salió volando unos cinco metros y se estrelló contra una pila de contenedores de basura metálicos, quedándose inmóvil.

Los otros dos se miraron conmocionados. Estaban demasiado espantados.

Al sentir aquella fuerza sobrehumana que corría por su cuerpo, Caitlin dio un paso al frente y se escuchó a sí misma gruñir cuando sujetó a los dos chicos, los cuales eran del doble de su tamaño, elevándolos bastante del piso con una sola mano.

Una vez que los tuvo colgando en el aire, los balanceó hacia atrás y luego hacia el frente, haciéndolos chocar entre ellos con una fuerza increíble. Ambos se desplomaron en el suelo.

Caitlin se quedó ahí de pie, bufando de cólera.

Ninguno de los cuatro chicos se movía.

Pero ella no se sentía aliviada; por el contrario, quería más chicos con quienes pelear, más cuerpos para arrojar.

También deseaba algo más.

De pronto tuvo una visión cristalina y pudo apreciar con lujo de detalle sus cuellos expuestos, distinguía cada milímetro. Desde donde estaba, podía observar claramente cómo palpitaban esas venas. Quería morderlos y alimentarse de ellos.

Sin entender lo que le estaba sucediendo, echó la cabeza hacia atrás y emitió un alarido sobrenatural que hizo eco en los edificios extendiéndose por toda la cuadra. Era el primitivo aullido de la victoria y de la ira insatisfecha.

Era el aullido de un animal que deseaba más.

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