Читать книгу Transformación - Морган Райс, Morgan Rice - Страница 11

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DOS

Caitlin se encontraba de pie frente a la puerta del nuevo departamento, con los ojos fijos en ella. De pronto, se dio cuenta en dónde estaba. No tenía idea de cómo había llegado ahí. Lo último que recordaba era que había estado en el callejón. De alguna manera había vuelto por sí sola a casa.

A pesar de todo, podía evocar en su cabeza cada segundo de lo sucedido en el callejón. Trató de borrarlo de su mente pero no lo logró. Miró sus brazos y manos en espera de que lucieran diferentes, pero se veían tan normales como siempre. La ira había pasado a través de ella y la había transformado para después abandonarla con rapidez.

Sin embargo, los efectos posteriores continuaban. Para empezar, tenía una gran sensación de vacío y algo más, pero no podía entender qué era. Imágenes cruzaban por su mente, imágenes de los cuellos de los bravucones al descubierto y de los latidos de sus corazones. También, tenía hambre, ansiedad.

En realidad, Caitlin no deseaba volver a casa. No quería lidiar con su madre, particularmente hoy. No quería enfrentar el nuevo lugar, no quería desempacar. Si no hubiera sido porque Sam estaba ahí, habría dado la vuelta y se habría marchado. ¿A dónde iría? No tenía idea. Pero al menos, podría ir caminando.

Respiró hondo, estiró el brazo y puso la mano en la perilla. O la perilla estaba caliente o su mano estaba helada como el hielo.

Caitlin entró al departamento. Había demasiada luz. Pudo oler la comida que estaba en la estufa, o tal vez, en el horno de microondas. Sam siempre llegaba temprano y se preparaba la cena. Su mamá no llegaría a casa sino hasta varias horas después.

—No parece que hayas tenido un buen primer día.

Caitlin volteó, sorprendida de escuchar la voz de su madre. Estaba sentada en el sofá, fumando un cigarrillo. Miró a Caitlin de arriba abajo con desdén.

—¿Qué?, ¿ya arruinaste ese suéter?

Caitlin bajó la mirada y notó las manchas de lodo. Tal vez eran de cuando cayó en el pavimento.

—¿Por qué llegaste tan temprano? —preguntó Caitlin.

—También fue mi primer día, ¿sabes? —le contestó con brusquedad—. No eres la única. No hubo mucho trabajo; el jefe me mandó temprano a casa.

Caitlin no soportaría más el horrendo tono que usaba su madre. No esa noche. Siempre la había tratado con un aire de superioridad, pero había llegado a su límite. Decidió que le pagaría con la misma moneda.

—Genial —le respondió rudamente Caitlin—. ¿Eso significa que nos mudaremos de nuevo?

Su madre se puso a la defensiva de inmediato.

—¡Más te vale que cuides lo que dices! —gritó.

Caitlin sabía que su madre solo había estado esperando un pretexto para gritarle. Imaginó que lo mejor sería dárselo y acabar con el asunto de una buena vez.

—No debes fumar cuando Sam está cerca —respondió Caitlin fríamente. Luego, se metió a su diminuto cuarto, azotando la puerta y echando el seguro.

Su madre comenzó a golpear la puerta de inmediato.

—¡Sal de ahí, niña malcriada! ¿Crees que ésa es la forma de hablarle a tu madre? ¿Quién te da de comer, eh?…

Caitlin estaba tan distraída aquella noche que pudo ahogar la voz de su madre. En lugar de escucharla revivió en su mente todos los sucesos del día: las risas de aquellos chicos, el sonido de sus propios latidos en sus oídos, el sonido de sus gruñidos.

¿Qué había sucedido exactamente?, ¿de dónde había salido toda aquella fuerza?, ¿habría sido tan solo una descarga de adrenalina? Una parte de ella así lo deseaba, pero otra estaba segura de que no se trataba de eso. ¿Qué era ella?

Su madre continuaba golpeando la puerta, pero Caitlin apenas si la escuchaba. Su celular vibraba como loco sobre el escritorio; se encendía anunciando la llegada de mensajes instantáneos, de texto; correos, chats de Facebook… pero Caitlin no se percataba de ello.

Entonces, se acercó a la minúscula ventana y miró hacia abajo, a la esquina de la Avenida Amsterdam. Surgió un nuevo sonido en su mente. Era la voz de Jonah, acompañado de la imagen de su sonrisa. Se trataba de una voz acariciante, grave y profunda. Recordó lo delicado que era, lo frágil que parecía. Luego, lo vio tirado en la acera, ensangrentado junto a los fragmentos de su preciado instrumento. De nuevo, se apoderó de ella una fresca oleada de ira. Ésta se tornó en preocupación. Le inquietaba que estuviera bien, y se preguntaba si habría logrado escapar y llegar a casa. Lo imaginó llamándola. Caitlin. “Caitlin.”

—¿Caitlin?

Una nueva voz la llamaba desde el otro lado de la puerta. Pertenecía a un chico.

Despertó de su ensoñación, confundida.

—Soy Sam, déjame pasar.

Fue a la puerta y apoyó la cabeza en ella.

—Ya se fue mamá —le dijo la voz desde el otro lado—. Bajó a comprar cigarros. Vamos, déjame pasar.

Entonces, abrió la puerta.

Ahí estaba Sam mirándola; la preocupación se reflejaba en su rostro. A pesar de que tenía solo quince años se veía mucho más grande. Había crecido pronto —medía casi un metro ochenta— todavía no había embarnecido. Era larguirucho y desgarbado. Tenía el cabello negro y los ojos de color café, como los de ella. Definitivamente se parecían. Caitlin notó la angustia en su semblante: la amaba más que a nadie.

Lo dejó pasar y rápidamente cerró la puerta detrás de él.

—Lo siento —dijo Caitlin—. Es solo que no puedo lidiar con ella esta noche.

—¿Qué sucedió entre ustedes?

—Lo de siempre. En cuanto entré ya estaba provocándome.

—Creo que tuvo un día difícil —dijo Sam tratando de reconciliarlas como siempre—. Espero que no la vuelvan a despedir.

—¿A quién le importa? Nueva York, Arizona, Texas… ¿A quién le importa qué sigue? Jamás dejaremos de mudarnos.

Sam frunció el ceño y se sentó en la silla del escritorio. Ella se sintió mal de inmediato. A veces se le soltaba la boca y hablaba sin pensar. Deseó poder retractarse.

—¿Cómo te fue en tu primer día? —preguntó Caitlin para cambiar de tema.

Él se encogió de hombros.

—Supongo que bien —dijo, mientras balanceaba la silla con un pie. Luego miró a Caitlin—. ¿Y a ti?

Ella también encogió los hombros. Debió haber dicho algo con su gesto porque Sam no dejó de mirarla.

—¿Qué sucedió?

—Nada —dijo, un poco a la defensiva. Volteó y caminó hacia la ventana. Sentía cómo Sam la observaba.

—Te ves… diferente.

Ella hizo una pausa, preguntándose si él estaría enterado, si su apariencia exterior mostraba algún cambio. Tragó saliva.

—¿A qué te refieres?

Silencio.

—No lo sé —respondió al fin.

Ella continuó mirando por la ventana, observando sin razón a un hombre que estaba afuera de la bodega de la esquina entregando una bolsita de marihuana a un comprador.

—Odio este lugar —dijo Sam.

Caitlin volteó y lo miró de frente.

—Yo también.

—De hecho, estaba pensando en… —Sam bajó la cabeza— en irnos.

—¿A qué te refieres?

Sam se encogió de hombros. Caitlin lo miró; se veía verdaderamente deprimido.

—¿A dónde? —agregó.

—A buscar a papá, tal vez.

—¿Cómo? Ni siquiera tenemos idea de en dónde pueda estar.

—Podría intentarlo, sé que lo encontraría.

—¿Cómo?

—No lo sé, pero podría intentarlo.

—Sam, pero, bien podría estar muerto.

—¡No digas eso! —gritó enrojecido.

—Lo siento —dijo ella.

Sam se tranquilizó.

—Acaso, ¿ya pensaste que, incluso si lo encontráramos, tal vez él no querría vernos? Después de todo, decidió irse y nunca ha tratado de comunicarse —prosiguió Caitlin.

—Tal vez mamá no se lo permite.

—O tal vez no le agradamos.

Sam golpeó el suelo con los dedos de los pies y frunció el ceño profundamente.

—Lo busqué en Facebook.

Caitlin abrió bien los ojos, estupefacta.

—¿Lo encontraste?

—No estoy seguro. Había cuatro personas con el mismo nombre. Dos de ellas no tenían fotografía, y sus perfiles eran privados. Les envié mensaje a las dos.

—¿Y?

Sam negó con la cabeza.

—No he recibido respuesta.

—Papá no estaría en Facebook.

—No puedes saberlo —contestó, poniéndose a la defensiva de nuevo.

Caitlin suspiró. Caminó hacia su cama y se recostó. Miró el techo amarillento con la pintura resquebrajada, y se preguntó cómo habrían llegado hasta ese punto. Habían sido felices en algunos pueblos, incluso su madre había parecido estar contenta entonces. Como cuando salía con aquel tipo. O al menos parecía que era suficientemente feliz para no molestar a Caitlin.

También hubo pueblos en los que ella y Sam habían hecho buenos amigos, pueblos como el anterior. Lugares en donde podrían haberse quedado el tiempo necesario para graduarse por lo menos. Pero de pronto, todo cambiaba con gran rapidez: otra vez a empacar, otra vez a despedirse. ¿Acaso era mucho pedir una infancia normal?

—Podría mudarme de vuelta a Oakville —dijo Sam de repente, interrumpiendo sus pensamientos. Oakville era el pueblo anterior. Era asombroso que Sam siempre supiera exactamente lo que cruzaba por la mente de su hermana—. Podría quedarme con algunos amigos.

Caitlin estaba muy cansada, ya había tenido suficiente por ese día. No pensaba con claridad y se sentía frustrada porque lo que estaba entendiendo era que Sam también la abandonaría, que ella ya no le importaba.

—¡Entonces vete! —le gritó sin querer. Fue como si alguien más lo hubiera dicho. Cuando escuchó la rudeza de su voz, se arrepintió de inmediato.

¿Por qué tenía que decir cosas así? ¿Por qué no podía controlarse?

Si hubiera estado de mejor humor, si se hubiera encontrado más tranquila y no hubiera sido agredida de tantas maneras al mismo tiempo, no le habría hablado así. O, por lo menos, habría sido más amable. Habría dicho algo como: “Sé que lo que estás tratando de decir es que, sin importar cuán terrible llegara a ser la situación, jamás te irías porque no me dejarías lidiar sola con todo esto.” Pero, en lugar de eso, su humor le había hecho sacar lo peor de sí misma. Actuó con egoísmo, y le gritó.

Se sentó y vio el dolor en el rostro de Sam. Quería retractarse y decirle que lo sentía, pero estaba demasiado abrumada. Por alguna razón, no pudo ni siquiera abrir la boca.

Sam se levantó lentamente de la silla, salió del cuarto en silencio y cerró la puerta tras de sí.

“Idiota —pensó Caitlin—. Eres una idiota. ¿Por qué tienes que tratarlo de la misma forma en que te trata mamá?”

Se recostó y miró al techo. Se dio cuenta de que también le había gritado por otra razón: había cortado sus pensamientos justo en el momento en que estaba pensando en lo peor. Un oscuro presentimiento atravesaba por su mente y Sam la había interrumpido antes de que tuviera oportunidad de saber de qué se trataba.

El ex novio de su mamá. Tres pueblos atrás. Fue la única vez que había visto a su madre realmente feliz. Frank. Cincuenta años. Bajito, fornido, calvo. Tan grueso como un tronco. Olía a loción barata. Ella tenía dieciséis años entonces.

Estaba doblando su ropa en el minúsculo cuarto de lavado, cuando apareció Frank en la puerta. Era un tipo raro que no dejaba de observarla. Frank se agachó y levantó unas pantaletas de ella. Caitlin sintió que la vergüenza y la ira le encendían las mejillas. Él las sostuvo en el aire, sonriente.

—Se te cayeron —le dijo, todavía sonriendo. Caitlin se las arrebató.

—¿Qué quieres? —le gritó.

—¿Qué forma es esa de hablarle a tu nuevo padrastro?

Dio un paso hacia ella.

—Tú no eres mi padrastro.

—Pero lo voy a ser… muy pronto.

Trató de continuar doblando la ropa, pero él avanzó más. Estaba demasiado cerca. El corazón de Caitlin comenzó a palpitar con fuerza.

—Creo que llegó el momento de conocernos un poco mejor —le dijo mientras se quitaba el cinturón—. ¿No crees?

Se sintió aterrada. Trató de pasar por el angosto hueco que había junto a él y llegar a la puerta del cuartito, pero cuando lo intentó, él se lo impidió. La sujetó con violencia y la empujó contra la pared.

Y entonces, sucedió.

La rabia la invadió, fue algo que jamás había experimentado. Sintió que su cuerpo se calentaba, que ardía de los pies a la cabeza. Cuando él se le acercó, Caitlin saltó y lo pateó directamente en el pecho con ambas piernas. A pesar de ser de un tercio del tamaño de Frank, lo hizo volar de espaldas hacia la puerta. La madera se desprendió de las bisagras y el hombre siguió volando hasta que aterrizó a tres metros de distancia en la otra habitación. Fue como si un cañón lo hubiera disparado dentro de la casa.

Caitlin se quedó de pie, temblando. Nunca había sido una persona violenta, ni siquiera había golpeado a alguien. Además, no era ni corpulenta ni fuerte. ¿Cómo supo que tenía que patearlo así? ¿De dónde había sacado la fuerza para hacerlo? Jamás había visto a nadie salir volando o quebrar una puerta de esa manera, mucho menos a un hombre adulto. ¿De dónde provenía ese poder? Caminó y se detuvo junto a él.

Estaba noqueado en el suelo, bocarriba. Se preguntó si lo habría matado, pero en ese momento todavía la controlaba la ira, y no le importaba. Se hallaba más preocupada por sí misma; le intrigaba quién o qué era en realidad.

Nunca volvió a ver a Frank. Al día siguiente, él terminó la relación que tenía con su madre y jamás regresó. Su madre sospechaba que algo había sucedido entre ellos, pero nunca habló al respecto. A pesar de ello, culpaba a Caitlin del rompimiento y de arruinar el único tiempo de felicidad en su vida. Desde entonces, no había dejado de culparla.


Caitlin miró el techo descarapelado una vez más y su corazón latió con vigor de nuevo. Se acordó de la furia que había sentido y se preguntó si aquellos dos episodios tendrían alguna conexión. Siempre asumió que lo de Frank había sido un loco incidente aislado, una rara manifestación de fuerza. Pero ahora, se preguntaba si no se trataría de algo más. ¿Acaso había algún tipo de poder en ella? ¿Sería un fenómeno? ¿Quién era?

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