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CAPÍTULO SEIS

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Arrastraron a Sofía hasta fuera, tirando de ella aunque caminaba con su propia fuerza. Estaba demasiado paralizada para hacer otra cosa, demasiado débil para pensar incluso en pelear. Las monjas la iban a entregar a las órdenes de su nuevo propietario. También la podrían haber envuelto como un sombreo nuevo o un bistec.

Cuando Sofía vio la carreta intentó forcejear, pero no sirvió de nada. Era una cosa grande y chabacana, pintada como el carro de algún circo o compañía de actores. Las barras lo anunciaban como lo que era: el carro de retención de un esclavista.

Las monjas la arrastraron hasta él y abrieron la parte de atrás, tirando de unos grandes cerrojos a los que no se podía acceder desde el interior.

Una cosa pecadora como tú merece estar en un lugar así —dijo una de las monjas.

La otra rio.

—¿Piensas que es pecadora ahora? Dale uno o dos años para que la usen todos los hombres que tengan las monedas para pagarla.

Sofía vio brevemente unas siluetas encogidas de miedo cuando las monjas abrieron la puerta de golpe. Unas miradas asustadas se alzaron hacia ella y vio a media docena de chicas apiñadas sobre la dura madera. Entonces la metieron dentro de un empujón, haciendo que cayera entre medio de ellas sin espacio en el que meterse.

La puerta se cerró de golpe con el ruido de metal sobre metal. El ruido de los cerrojos fue peor, proclamando la impotencia de Sofía en un caos de herrumbre y hierro.

Las otras chicas se apartaron de ella en desbandada mientras ella intentaba encontrar un lugar allí. El talento de Sofía le transmitió su miedo. Les preocupaba que todavía fuera violenta, como lo había sido la chica de ojos oscuros del rincón, o que gritara hasta que Meister Karg las golpeara a todas, como lo había hecho la chica que tenía moratones alrededor de la boca.

—No voy a hacer daño a ninguna de vosotras —dijo Sofía—. Me llamo Sofía.

Como respuesta le murmuraron lo que podrían haber sido nombres en la penumbra de la carreta prisión, demasiado flojo como para que Sofía pudiera pillar la mayoría de ellos. Su poder le permitió coger el resto, pero ahora mismo estaba demasiado ensimismada en su propia pena como para preocuparse mucho.

Un día atrás, las cosas habían sido muy diferentes. Había sido feliz. Había estado protegida en el palacio, preparándose para su boda, no encerrada en una jaula. Había estado rodeada de sirvientes y asistentes, no de chicas asustadas. Había tenido vestidos elegantes, no harapos y seguridad en lugar del dolor persistente de un azote.

Había tenido la perspectiva de pasar su vida con Sebastián, no de ser utilizada por una sucesión de hombres.

No había nada que pudiera hacer. Nada que no fuera estar allí sentada, mirando ahora por los agujeros de entre las barras, observando cómo Meister Karg salía del orfanato con una expresión arrogante. Fue andando tranquilamente hasta la carreta y, a continuación, se subió al asiento para llevar el carro quejándose por el esfuerzo. Sofía oyó el chasquido de un látigo y se encogió por instinto después de todo lo que le había sucedido a manos de la Hermana O’Venn, su cuerpo esperaba el dolor incluso cuando el carro cobraba vida con un retumbo.

Iba a paso de tortuga por las calles de Ashton, las ruedas de madera se tambaleaban cuando se topaban con los agujeros que había entre los adoquines. Sofía veía las casas al pasar casi al ritmo de un hombre andando, el carro no tenía prisa por llegar a su destino. En cierto sentido, eso debería haber sido algo bueno, pero entonces parecía solo una manera de prolongar su pena, mofándose de ella y de las demás por su incapacidad de escapar del carro.

Sofía veía pasar a la gente, apartándose del carro del modo que se apartaban de otros carros grandes que podían aplastarlos. Unos pocos le echaban un vistazo, pero no hacían ningún comentario. Por supuesto, no hacían ningún movimiento para detenerlo o para ayudar a las chicas que había dentro. ¿Qué decía de un lugar como Ashton que esto fuera lo normal?

Un panadero rechoncho se detuvo para verlas pasar. Una pareja dio un paso atrás para apartarse del surco de las ruedas. Las madres tiraban de sus hijos hacia ellas, o algunos corrían para mirar dentro desafiados por sus amigos. Los hombres miraban con gesto de estar pensando, como si se preguntaran si podrían permitirse a cualquiera de las chicas que había allí. Sofía se forzó a fulminarlos con la mirada, retándolos a mirarla a los ojos.

Deseaba que Sebastián estuviera allí. Nadie más en esta ciudad la ayudaría, pero sabía que incluso después de todo lo que había sucedido, Sebastián abriría las puertas de par en par y la sacaría. Por lo menos, ella esperaba que lo hiciera. Había visto la vergüenza en su rostro cuando había descubierto quién era Sofía. Tal vez también apartaría la vista y fingiría no verla.

Sofía esperaba que no, pues podía ver algo de lo que les esperaba a ella y a las demás, aguardando en la mente de Meister Karg como un indeseable para ella. Tenía pensado recoger a más chicas de camino al barco que les aguardaba y que las llevaría a su ciudad al otro lado del mar, donde había un prostíbulo que trataba con estas chicas “exóticas”. Siempre necesitaba chicas nuevas, pues allí los hombres pagaban bien por la oportunidad de hacer lo que quisieran con las que llegaban nuevas.

Solo pensar en ello hacía que Sofía sintiera náuseas, aunque tal vez también tuviera algo que ver con el constante meneo del carro. ¿Sabían las monjas para qué la habían vendido? Conocía la respuesta a eso: por supuesto que sí. Habían bromeado sobre ello y sobre el hecho de que nunca sería libre, porque no tendría el modo de saldar la deuda que le habían impuesto.

Esto significaba una vida de esclavitud en todo menos en el nombre, obligada a hacer cualquier cosa que su propietario obeso y perfumado deseara hasta que ella ya no tuviera valor para él. Entonces podría dejarla ir, pero solo porque era más fácil dejarla morir de hambre que mantenerla. Sofía quería creer que se mataría antes de dejar que le sucediera todo esto, pero lo cierto era que probablemente obedecería. ¿No había obedecido durante los años en que las monjas habían abusado de ella?

El carro se detuvo de golpe, pero Sofía no era tan estúpida como para creer que habían llegado a algún destino final. En su lugar, se habían parado fuera de la tienda de un sombrerero, y Meister Karg entró sin mucho más que dando un vistazo a sus cargas.

Sofía fue corriendo hacia delante, intentando encontrar una manera de llegar a los cerrojos que había fuera de las barras. Sacaba el brazo a través de los agujeros de los lados del carro, pero sencillamente no había modo de llegar al cerrojo desde donde estaba ella.

—No debes hacerlo —dijo la chica con la boca amoratada—. Te pegará por ello si te pilla.

—Nos pegará a todas —dijo otra.

Sofía se retiró, pero solo porque veía que eso no iba a llevar a nada bueno. No tenía sentido que le hicieran daño si aquello no cambiaba nada. Era mejor dejar pasar el tiempo y…

¿Y qué? Sofía había visto lo que les aguardaba en los pensamientos de Meister Karg. Probablemente podría haberlo imaginado, eso hacía que se le encogiera el estómago por el miedo. El carro del esclavista no era lo peor que les podía suceder a cualquiera de ellas, y Sofía necesitaba encontrar el modo de salir antes de que empeorara.

Pero ¿cómo? Sofía no tenía una respuesta para eso.

También había otras cosas para las que no tenía respuesta. ¿Cómo la habían encontrado en la ciudad, cuando ella ya había conseguido esconderse de los buscadores? ¿Cómo habían sabido qué buscar? Cuanto más pensaba en ello Sofía, más convencida estaba de que alguien debía haber mandado noticias de su partida a los buscadores.

Alguien la había traicionado y ese pensamiento dolía más que lo que lo habían hecho cualquiera de los azotes.

Meister Karg regresó, arrastrando a una mujer con él. Era unos cuantos años mayor que Sofía y tenía aspecto de haber sido ya esclavizada durante un tiempo.

—Por favor —suplicaba mientras el esclavista tiraba de ella—. ¡No puede hacerlo! ¡Solo unos cuantos meses y hubiera saldado mi deuda!

—Y hasta que la hayas pagado del todo, tu dueño todavía la puede vender —dijo Meister Karg. Casi como un reflejo, golpeó a la mujer. Nadie se movió para detenerlo. La gente apenas miraba.

«O puede hacerlo la mujer de tu dueño cuando esté celosa de ti».

Sofía lo pilló claramente, comprendiendo en ese momento el horror de la situación en una combinación de los pensamientos de Karg y de la mujer. Se llamaba Mellis y había realizado muy bien el oficio para el que la habían comprado. Tan bien que había estado a punto de ser libre, salvo que la mujer del sombrerero había estado segura de que su marido la dejaría por la mujer contratada tan pronto como esta saldara su deuda.

Así que la había vendido a un hombre que le aseguraría que nunca más la volvería a ver en Ashton.

Era un destino terrible, pero para Sofía también era un recordatorio de que ella no era la única allí con una historia dura. Había estado muy centrada en lo que le había sucedido a ella con Sebastián y la corte, pero lo cierto era que probablemente todas tenían alguna historia triste detrás de su presencia en el carro. Nadie estaría allí por elección propia.

Y ahora ninguna de ellas tendría elección con nada que hicieran en sus vidas.

—Dentro —dijo Meister Karg bruscamente, lanzando dentro a la mujer con el resto de ellas. Sofía intentó avanzar en los instantes en que la puerta estaba abierta, pero se cerró de golpe otra vez en su cara antes de que se pudiera acercar—. Nos queda mucho terreno por recorrer.

Sofía pilló el destello de una ruta en los pensamientos de él. Deambularían más por la ciudad, recogiendo sirvientes a los que ya no querían, aprendices que habían conseguido enfurecer a sus maestros. Habría un viaje fuera de la ciudad, hacia las aldeas de la periferia y al norte hasta la ciudad de Hearth, donde aguardaba otro orfanato. Después de esto, había un barco amarrado en la orilla de Firemarsh.

Era una ruta que llevaría por lo menos dos días de viaje y Sofía no dudaba que las condiciones serían horribles. El sol de la mañana ya estaba convirtiendo el carro en un lugar de calor, sudor y desesperación. Para cuando el sol alcanzara su cénit, Sofía dudaba incluso que pudiera pensar.

—¿Ayuda! —gritaba Mellis a la gente de la calle. Evidentemente, ella era más valiente que Sofía—. ¿No veis lo que está pasando? Tú, Benna, tú me conoces. ¡Haz algo!

La gente que había allí continuaba pasando de largo y Sofía veía lo inútil que era. A nadie le importaba o, si lo hacía, nadie pensaba que realmente pudiera hacer algo. No iban a quebrantar la ley por el bien de unas cuantas chicas compradas que no eran diferentes a todas las demás que se habían vendido en la ciudad a lo largo de los años. Probablemente, al menos algunos de ellos tenían a sus propias sirvientas o aprendices compradas. Simplemente gritar para pedir ayuda no funcionaría.

Sin embargo, Sofía tenía una opción que podría funcionar.

—Sé que no queréis meteros —exclamó—, pero si lleváis un mensaje al Príncipe Sebastián y le decís que Sofía está aquí, no tengo ninguna duda de que os recompensará por…

—¿Ya es suficiente! —gritó Meister Karg, golpeando con el mango de su látigo de cochero en las barras. Pero Sofía sabía lo que le aguardaba si se quedaba callada y, sencillamente, no podía aceptarlo. Se le ocurrió que la gente de la calle podrían no ser los adecuados para pedir ayuda.

—¿Y usted? —le gritó Sofía—. Podría llevarme hasta Sebastián. Esta en esto solo para hacer dinero, ¿verdad? Bueno, él podría darle un beneficio por mí fácilmente y usted tendría el reconocimiento de un príncipe del reino. Me quería como prometida hace dos días. Pagaría por mi libertad.

Podía ver los pensamientos de Meister Karg al considerarlo. Esto quiso decir que retrocedió en el instante antes de que el mango del látigo golpeara de nuevo las barras.

—Lo más probable es que te tomara y no pagara ni una moneda doblada por ti —dijo el esclavista—. Eso si te quiere. No, haré dinero contigo de la forma segura. Hay muchos hombres que querrán tener su turno contigo. Quizás pruebe yo cuando paremos.

Lo peor era que Sofía veía que lo decía en serio. Indudablemente estaba pensando en ello cuando el carro se puso de nuevo en marcha con un retumbo, en dirección a la periferia de la ciudad. En la parte posterior del carro, Sofía hacía todo lo que podía para cerrar su mente ante aquella expectativa. Se apiñó con las demás y sintió el alivio de que fuera a ella y no a ellas a quien el hombre gordo escogiera esta noche.

«Catalina» —suplicó por lo que pareció la centésima vez. Por favor, necesito tu ayuda».

Al igual que todas las otras veces, la llamada no fue respondida. Se fue a la deriva en la oscuridad del mundo, y Sofía no tenía modo de saber tan solo si había llegado al objetivo previsto. Estaba sola y eso era aterrador, pues sola Sofía sospechaba que no podía hacer nada para detener todas las cosas que iban a suceder a continuación.

Una Corte para Los Ladrones

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