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Introducción

Hace poco, en una clase en la Universidad de Wharton, donde imparto la materia de Estrategias de Negociación, pedí a los alumnos trabajar en equipos de dos y, como de costumbre, les di un ejercicio de negociación en el que cada uno tenía que desempeñar un papel. El objetivo era llegar a un acuerdo en treinta minutos. Uno de los participantes interpreta a un contratista cuyo trabajo es remodelar el baño de un cliente. El otro representa al cliente insatisfecho con el contratista debido a que faltó a varias citas. Cuando el contratista por fin aparece se equivoca de azulejo. Resulta que el cliente prefiere éste; sin embargo, quiere 50 por ciento de descuento, mientras que el contratista espera que se le pague el monto total.

Me sorprendió que un equipo, Brett y Angela, volvió a clase después de diez minutos sin llegar a un trato. No es raro que los estudiantes terminen en un punto muerto, pero por lo general aprovechan los treinta minutos completos.

A esta altura del semestre, los estudiantes habían labrado su reputación. Brett, que tenía el papel de contratista, era un negociador muy competitivo que quería ganar a toda costa. Después de la graduación, lo esperaba un trabajo en la banca, irradiaba seguridad. Angela, que tenía el papel de clienta, era menos agresiva y mucho más participativa en clase. Siempre fue amigable aunque bastante tranquila. Era la primera vez en clase que no llegaba a un acuerdo, así que me sorprendió un poco.

Resultó que no les pareció posible encontrar una solución sin que el otro perdiera. Creían que no había zona de negociación positiva, un término que se utiliza para describir la oportunidad de identificar intereses en común, lo que permite a los negociadores encontrar un terreno neutro y arreglarse. Desde el inicio, Brett y Angela llegaron a la conclusión de que no había zona de negociación positiva y decidieron no perder más tiempo. Acordaron recurrir a la acción legal, que es la última opción en este caso particular.

Brett y Angela se asombraron cuando sus compañeros de clase cerraban detalles cerca del tiempo límite con desenlaces positivos. Quedó claro que este ejercicio ofrecía muchos resultados favorables que tenían sentido tanto para el contratista como para el cliente. ¿Qué ocurrió? ¿Qué les faltó?

Brett estaba molesto porque el resultado reafirmó su reputación de persona difícil. Angela estaba enojada porque se había dejado llevar por el miedo y la ansiedad. Ella planeaba entrar en el sector de bienes raíces comerciales dominado por hombres y consideraba práctico este ejercicio para no retroceder ante alguien como Brett. Al inicio del ejercicio, cuando se le asignó a Brett como pareja, se dijo a sí misma: “Las buenas personas quedan relegadas al último lugar y los negociadores agresivos ganan”.

Entonces, ¿cuál es el resultado cuando un negociador muy competitivo e inflexible se enfrenta a otro que “responde” como uno igual de competitivo e inflexible? Un punto muerto. Una pérdida para ambas partes.

Éste no es siempre el caso entre dos negociadores competitivos de verdad. Claro, a veces termina en un punto muerto, pero eso sucede en cualquier tipo de negociación. El problema es que cuando sólo finges ser competitivo no llegas al mejor acuerdo. Debes mostrar tu mejor versión para conseguir el trato más deseable. El hecho de que Angela simulara ser alguien que no era, firme como un clavo, en lugar de usar su fuerza auténtica cambió la dinámica de la conversación.

Me encuentro con esta trampa todo el tiempo. Las personas como Angela, más complaciente en su estilo de negociación, tratan de cambiar con frecuencia. Intentan adoptar una personalidad más agresiva porque creen que los negociadores competitivos a menudo son los “ganadores” y los amables siempre pierden. Piensan que deben ser superagresivos, como Kevin O’Leary en Shark Tank (Negociando con tiburones) o el representante deportivo Drew Rosenhaus. Consideran que su falta de agresividad es el factor decisivo de sus resultados negativos al negociar. Es una postura razonable, fruto del profundo condicionamiento social que nos dice que si te encuentras a una persona abusiva en el patio escolar debes actuar más rudo de lo que eres. Pero cuando lo haces, estás tan ocupado tratando de mantener tu nueva personalidad que te sientes incómodo haciendo lo que la negociación exige. El exceso de simulación no fomenta la claridad de pensamiento ni te permite estar presente. Hay maneras de lidiar con los negociadores intimidantes y la más poderosa de ellas es comprender tu ventaja. Negociar bien no implica fingir ser como ellos.

La verdad es que cualquiera puede ser buen negociador sin importar su estilo ni personalidad. Si culpas a tu estilo de negociación porque no logras los resultados deseados y adoptas una personalidad diferente, es muy probable que sea contraproducente. Cuando las tensiones se elevan solemos recurrir a lo que nos resulta más cómodo y reconocible; regresas a tu esencia, no te alejas. Tal vez fanfarroneas un poco, como Angela, pero el papel no es creíble porque en última instancia eres quien eres. Desde una perspectiva exterior has mostrado lo que parece una doble personalidad. Es el momento perfecto para que la contraparte ataque.

He enseñado estrategias de negociación a casi cinco mil alumnos desde hace quince años. Imparto clases a estudiantes universitarios y de posgrado en Wharton; también a empresarios en el programa “Goldman Sachs 10,000 Small Business”, que es similar a un programa ejecutivo de maestría en administración de empresas diseñado para propietarios de pequeñas empresas. He impartido cursos en Nueva Orleans, Detroit, Nueva York y Providence, por nombrar sólo algunas de las ciudades que visito con frecuencia. He enseñado a mujeres que viven en El Cairo, a ejecutivos bancarios, inversores chinos de bienes raíces, enfermeras, jugadores de la NFL y representantes deportivos. Y la mayoría parece confundida cuando hablo de la importancia de conocerse bien a fondo y llevar a esa persona a la mesa de negociaciones, lo cual enfaticé cuando compartí los detalles sobre la negociación de Brett y Angela en clase. ¿Qué tiene que ver el autoconocimiento con la negociación?, es la pregunta que a menudo surge en voz alta. Pensé que era una clase sobre estrategias de negociación, no terapia.

Les aseguro que lo es, así como también puedo asegurar que éste es un libro sobre estrategias de negociación. No obstante, puede parecer un poco diferente de lo que podría esperarse. Hay cuatro principios en particular que planteo en las clases y a los que volveré una y otra vez a lo largo de estas páginas:

1. La negociación ante todo es

una conexión humana

En sentido estricto, una negociación es “una discusión cuyo objetivo es llegar a un acuerdo”. Esta definición conlleva toda una gama de talentos “menores”: ¿cómo te comunicas en la discusión? ¿Qué haces para llegar a un acuerdo? Claro, algunas negociaciones implican muchos cálculos complicados, y aunque seas el genio matemático más importante del mundo puedes estropear una negociación si no sintonizas con tus fortalezas y debilidades, si no tienes la capacidad de comprender a fondo el punto de vista de tu homólogo o si no puedes congeniar durante el proceso de comunicación. El coeficiente intelectual, CI, cuenta poco sin la ie o la inteligencia emocional.

2. La negociación requiere que

conozcas lo que vales

Paso mucho tiempo en clase hablando sobre el papel de la autoestima en las negociaciones y no exagero su importancia. Alguien en clase preguntó una vez: “¿Qué es lo opuesto de alguien que carece de seguridad?”. Otro estudiante gritó: “Narcisista”, lo cual me pareció muy revelador. ¿Acaso la respuesta no podía ser sólo “Alguien que tiene seguridad”? ¿No debería ser la autoestima una norma en lugar de un insulto?

Cuando no creemos en nuestro valor, no nos damos cuenta de nuestro poder. Si no apreciamos nuestro poder, no podemos entender nuestra ventaja y no podemos negociar con todo nuestro potencial. Sallie Krawcheck, exdirectora de Citi y Smith Barney, ofrece uno de mis ejemplos favoritos al respecto. Al ser (a menudo) la única mujer en los niveles más altos de Wall Street, podría haber restado importancia a lo que la diferenciaba de sus colegas o considerarlo un perjuicio. En cambio, escribió un libro, Own It: The Power of Women at Work, en el que narra cómo aprovechó esa diferencia. Krawcheck tenía una perspectiva distinta a la de los demás porque es mujer. Su género le dio ventaja.

La autoestima es clave en los profundos alcances de la negociación, pero también es sólo el comienzo. La negociación es la lente a través de la cual las personas reconocen que necesitan mejorar y ser oyentes más atentos. Es la lente a través de la cual reconocen que su enorme ego ha dañado, no ayudado, su resultado final. Es la lente a través de la cual lidian con las cicatrices de su pasado, ayudándoles a ver por qué se apresuran a hacer suposiciones que se interponen en su camino. Es la forma en la que exploran su ética y sus valores. La negociación es el camino que la gente transita para fortalecer su capacidad de empatía, una gran ventaja en cualquier conversación difícil. A medida que mis alumnos ven sus vidas a través de esta lente se comprenden mejor como individuos. Sus relaciones mejoran y tienen mayor éxito en su vida profesional e incluso personal. Algunos cónyuges de mis estudiantes se me han acercado para decirme que la clase salvó su matrimonio.

No es inusual que alguien, o varias personas, se emocionen en mi clase de negociación hasta el punto de llegar al llanto. No por mi culpa, debo aclarar. No soy una profesora intimidante que disfruta de denigrar a la gente. Pero tampoco soy la personificación de un gran y cálido abrazo. Me tomo muy en serio mis clases y presiono a mis alumnos para que entreguen lo mejor de sí mismos. Sin excepción, la intensidad de la experiencia sorprende. Pero es sólo una de las muchas ideas falsas que se tienen sobre la negociación: que de alguna manera está desprovista de sentimiento, que es impersonal. He aprendido que es lo opuesto. He impartido clases a personas de todas las edades, géneros y niveles de experiencia, y he llegado a la conclusión de que la negociación es un tema cargado de connotaciones y diferencias sin importar la demografía. La negociación llega al núcleo de nuestro sentido de identidad, lo que pensamos que somos y lo que nos preocupa. Por eso también tiene mucho potencial para enseñarnos.

3. La negociación es algo que hacemos siempre

Negociamos cuando somos niños haciendo berrinche para obtener lo que queremos y negociamos cuando contemplamos la intervención médica hacia el final de nuestros días. Negociamos con nuestros hijos, padres, suegros, empleados, vecinos, jefes, médicos y con todas las personas que conocemos a lo largo de la vida. Negociamos con nosotros mismos siempre. Lo ideal sería que con el paso del tiempo mejoráramos en nuestras estrategias de negociación y nos sintiéramos más cómodos implementándolas. Lo ideal sería que comprendiéramos el papel central de la negociación en casi todo lo que hacemos y también entender que es muy personal.

Cuando las partes contradictorias que conforman tu personalidad debaten, eso es negociar. Cuando tu hijo no quiere ir a la cama a la hora de dormir, eso es negociar. Cuando quieres que tu perro entre a casa pero él quiere quedarse afuera, eso es negociar. Cuando no sabes si aceptar un nuevo trabajo y haces una lista de pros y contras, incluso antes de que se hable del sueldo, eso es negociar. La negociación es la plataforma ideal para que encontremos nuestra voz. La negociación es la toma de decisiones, la comunicación y el pensamiento crítico. Es la vida, y cuanto más cómodos nos sentimos al participar en la conversación, más confiamos en nuestras habilidades, más nos valoramos y más satisfechos estamos.

4. Cualquiera puede ser un buen negociador

A menudo me encuentro con un coro de estudiantes, hombres y mujeres, que dicen: “Soy malísimo para negociar.” “Soy un cobarde.” “Me dan miedo las conversaciones difíciles.” “No me gusta negociar porque me desagrada el conflicto.” Hay un estereotipo muy arraigado del buen negociador como alguien parecido a Brett: confiado, agresivo, con poco tacto. Por eso Angela, empática y tranquila, pensó que ésas serían las cualidades a las que se enfrentaría. Si no logro nada más en este libro, al menos espero erradicar ese concepto erróneo de una vez por todas. La verdad es que las personas muy empáticas pueden ser buenos negociadores. De hecho, son de los mejores que he conocido. Los introvertidos pueden ser buenos negociadores, lo sé muy bien porque yo misma soy introvertida. Las personas que detestan los conflictos de cualquier tipo pueden ser buenos negociadores y, a decir verdad, incluso llegan a enamorarse del proceso de negociación cuando se dan cuenta de que gran parte tiene que ver con la resolución de problemas. La otra cara de la moneda es que no todos los que se creen buenos negociadores lo son en realidad. Los Bretts del mundo también tienen puntos débiles que pueden obstaculizar su capacidad para conseguir un buen trato; tal vez su exceso de seguridad les impide prepararse de manera correcta o su reputación les cierra puertas. La clave está en entenderse a uno mismo, las fortalezas que de verdad se poseen y después ponerlas en práctica.

Como a todo al que he dado clases, mi relación con la negociación ha sido un trabajo de toda la vida.

Me mudé a Estados Unidos cuando era niña, en 1978, durante la Revolución iraní. Mis padres mantuvieron un hogar tradicional y esperaban que yo fuera obediente en casa. Cuando surgían desacuerdos entre mis padres, mi hermano, mi hermana o yo, no se resolvían con un enfoque de colaboración para resolver el problema, sino a través de intercambios apasionados. Era inusual que alguien adoptara otro punto de vista y si las conversaciones tenían una carga política o se referían a decisiones de vida, resultaban agotadoras. No discutíamos mucho para resolver desacuerdos. Creo que sólo queríamos expresar nuestras opiniones, aunque el resultado condujera a otra disputa sin resolver. No era muy divertido ni eficiente, pero así nos comunicábamos y de esa manera aprendí a escoger mis batallas.

Mis experiencias más memorables con la negociación fuera de mi limitada esfera familiar se remontan a cuando trabajé en una organización de educación, prevención y divulgación sobre el VIH en Oakland, California. El problema del sida/VIH estaba fuera de control; las mujeres, los hombres, jóvenes latinos y afroamericanos vulnerables que tenían sexo con hombres se vieron afectados de manera desproporcionada.

Tratamos de llegar a las poblaciones marginadas, incluyendo a las sexoservidoras y sus parejas sexuales, los usuarios de drogas intravenosas, las personas transgénero y la juventud en situación de alto riesgo. La eficacia de nuestro trabajo se atribuyó al hecho de que conocimos a la gente en su territorio; el proyecto comunitario y educativo se adecuaba a su cultura y carecía de prejuicios. Entendimos a la población con la que trabajamos. Ya sea que necesitaran comida caliente, agujas limpias, condones, incentivos financieros o ayuda para obtener atención médica y acceso a la vivienda, nosotros los proporcionamos. No fuimos agresivos ni críticos, fuimos respetuosos y compasivos.

Tuve algunas de mis experiencias de negociación más gratificantes y a la vez más desafiantes trabajando en esa organización. Hablar con sexoservidoras y drogadictos sobre la importancia de usar preservativos y agujas limpias no era el escenario de negociación promedio. Convencer a los jóvenes en situación de riesgo de hacerse la prueba del VIH y de que el sexo seguro era la diferencia entre la vida y la muerte provocó que algunas conversaciones fueran muy interesantes. Los clientes habían llegado a ese lugar y momento específicos desde vidas muy diferentes a la mía, pero recuerdo cuánto deseaba comprenderlos y entender sus elecciones, no desde una posición de desaprobación sino de forma que pudiera ganarme su confianza y dignificarlos al mostrar mi compromiso con su bienestar. Apenas tenía veintiún años e intentaba convencer a estas personas para que se hicieran un análisis que no querían hacerse y ayudarlas a confrontar un problema alarmante que no querían afrontar. En resumen, fue un curso intensivo de negociación.

Nunca olvidaré el día que hablé con un chico, no mucho mayor de dieciocho años, que no usaba condones. Mientras le explicaba el riesgo de infección por VIH, me di cuenta de que no estaba convencido. “Entonces, si contraigo el VIH, ¿cuánto tiempo puedo vivir con él?”, preguntó. Lo miré con curiosidad y me preguntó de nuevo. “Si soy VIH positivo, ¿cuánto tiempo tengo hasta que me mate?”

Recuerdo haberle respondido, como lo haría a cualquiera que me preguntara lo mismo, que cada quien reacciona diferente y que, en general, transcurren entre cinco y diez años sin tratamiento médico para que la infección por VIH se convierta en sida. En otras palabras, respondí a su pregunta de manera detallada. Pero la respuesta que obtuve a esta información me tomó desprevenida.

Sólo se encogió de hombros y dijo con indiferencia: “Vaya, es mucho tiempo. Mañana puedo salir de mi casa y recibir un disparo”.

Comprendí entonces que no podría persuadir a este chico de nada hasta que yo entendiera su vida de verdad. Hasta que aprendiera lo suficiente para ponerme en sus zapatos. No podía suponer nada, ni siquiera lo más básico sobre el riesgo. Fue una lección que nunca olvidé.

Los años transcurridos entre mi trabajo comunitario en torno al VIH y la enseñanza de estrategias de negociación en Wharton no se parecen mucho a los de mis colegas profesores. Aunque obtuve una maestría en administración de empresas, mi experiencia laboral no radica en la intermediación de acuerdos diplomáticos internacionales, sino en dirigir mi propia empresa, donde aprendí muchas habilidades enfocadas en el rubro empresarial, así como en consultorías para empresas en torno a cuestiones de diversidad e inclusión (D&I). Si el vínculo entre el trabajo de D&I y la negociación parece peculiar, en realidad tiene mucho sentido: las personas son distintas y hay que explotar esas diferencias; para descubrir y beneficiarse de éstas tienes que ser persuasivo y negociar con eficacia mientras llevas a tu verdadero yo al terreno de la negociación.

Cuando empecé a impartir estrategias de negociación, supe que el tema daba para más. Mis clases eran como una especie de placa de Petri. Son empíricas, asignaba simulacros de negociaciones a los alumnos, como el ejemplo que dio inicio a este capítulo, para que pusieran en práctica las teorías que acababa de enseñarles. Cuando terminaban, proyectaba todos los resultados en una pantalla para que la clase entera pudiera verlos. Como alumno podías ver de inmediato cómo te había ido en comparación con otras personas a las que se les había asignado el mismo papel. Pero a medida que avanzábamos y examinábamos los resultados, veían que un desenlace favorable no significaba una victoria completa. Este ejercicio no estaba diseñado para avergonzar a nadie, sino para entender todo el proceso. La metodología hace que la gente se sienta expuesta y esa vulnerabilidad, si se brinda de manera eficaz, da pie a una franqueza inusual y a menudo inesperada.

Mientras revisábamos los detalles del ejercicio, noté que mis estudiantes batallaban con obstáculos similares y que había más material de lo que las cifras mostraban. Me esforcé y analicé los resultados para ir más a fondo. Las peticiones de algunos eran casi insignificantes, por lo que identifiqué la correlación entre lo que pedían y cómo se sentían con ellos mismos. Otros como hizo Angela “probaban” diferentes personalidades, creían que tenían que ser agresivos para tener éxito en una negociación, lo que rara vez funciona. Con los años, me di cuenta de cuán distraídos estaban muchos de mis alumnos y de que les faltaba información clave que podía ser perjudicial para su caso porque no podían concentrarse en su homólogo. También sabía que, al entrar a clase, muchos veían la negociación como un campo de batalla con ganadores y perdedores, no como una conversación que pudiera desembocar en una ganancia mutua.

A medida que me enfocaba más en las conductas de mis alumnos, modifiqué la manera en que impartía la clase. Seguía hablando de conceptos convencionales como la importancia de usar datos para establecer un objetivo, pero le di mayor peso a la historia que la gente veía al revisar esos datos y por qué. La energía en mi clase cambió. La gente empezó a conocerse mejor, a ser vulnerable con los demás y a solucionar algunos hábitos nocivos que los habían estado frenando. Mientras que algunos profesores de negociación calificaban a los estudiantes según los resultados de las simulaciones, pensé que existía una mejor manera de hacerlo, más enfocada en el proceso.

Cuando los estudiantes dicen de mi clase: “Vaya, no fue para nada lo que esperaba”, lo entiendo. Tampoco yo. Y la verdad es que todavía no sé qué esperar, por eso me siento algo incómoda cuando alguien me describe como “experta”. No creo que sea posible ser un experto en negociar porque cada día comprendo mejor y con más matices el concepto. Todos lo hacemos.

En este libro no encontrarás mucha teoría ni consejos normativos. Muchos libros ya lo hacen y muy bien. Lo que encontrarás, en parte porque es lo que piden mis estudiantes, son escenarios hipotéticos; la aplicación práctica de las intrigas tan humanas que existen en la superficie de las negociaciones que entablamos a lo largo de nuestras vidas.

La primera parte de este libro profundiza en los problemas que dificultan nuestro papel de negociadores e incluye los patrones que identifico con mayor frecuencia. El capítulo 1 se centra en las historias que nos contamos sobre nuestro valor y cómo éstas influyen en las decisiones que tomamos, ya sea dedicar un día completo a hacer lo que nos plazca o pedir un aumento. En el 2 detallo lo que sucede cuando la necesidad de caer bien interfiere con la capacidad de velar por nuestros intereses. El capítulo 3 abarca el efecto de las experiencias dolorosas en la forma en que negociamos con nosotros mismos y el mundo que nos rodea, mientras que el capítulo 4 hace hincapié el continuo enfoque que la gente da a lo que quiere pedir, pero no a cómo debería pedirlo.

La segunda parte del libro lleva la conversación más allá de los obstáculos que nos detienen y la encamina al sí, e incluso más lejos. El objetivo de los buenos negociadores es obtener más de lo que planearon al inicio y conseguirlo para las partes involucradas.

Considero que los capítulos 5, 6 y 7 son una tríada porque engloban las habilidades integradas de apertura, empatía y presencia. Debemos iniciar cada negociación con curiosidad e intercambiar la información abiertamente. Se puede aprender más sobre la perspectiva de la contraparte cuando demostramos capacidad e interés auténtico en que la conversación sea más que una simple transacción. Sin importar que su punto de vista diste mucho del tuyo, muestras empatía para comprender por qué piensan de esa manera. La presencia es crucial en el proceso, ya que es imprescindible poner mucha atención en todo momento y leer las señales que surgen a lo largo de la negociación. La presencia permite a tu homólogo creer que te interesa lo que tiene que decir.

La tolerancia, empatía y presencia nos permiten resolver los problemas que abordo en el capítulo 8: hacer concesiones y asumir que la ganancia es suficiente como para que a todos les toque una parte.

En el capítulo 9, los principios de los capítulos 1 al 8 culminan con la idea de que cuando encuentras tu poder tienes una ventaja, lo que es más valioso que sólo la cantidad de dinero o recursos que alguien más pueda aportar.

En el capítulo final, el 10, retomo todo lo que he abarcado y lo pongo en práctica en el campo minado de nuestra democracia. Porque en una nación, en realidad en un mundo, de conflictos constantes, es más importante que nunca explorar las formas de llegar a la mesa de negociación.

A lo largo del libro leerás historias de mis alumnos y el modo en que han batallado, igual que yo, para negociar con las expectativas de sus padres, pero también leerás sobre las estrellas de futbol que luchan de manera similar para comunicar su valor. Leerás historias de padres de mediana edad que intentan resolver el cuidado de sus hijos, así como anécdotas de veinteañeros que tratan de resolver sus vidas. Leerás sobre celebridades de la negociación como Nelson Mandela y también de pequeñas empresarias como Sarah Farzam, de quien nunca has oído hablar. Y a través de estas historias entenderás con mayor claridad que todos luchamos con las mismas cosas; quedará claro que nuestras luchas con la negociación comienzan con nosotros.

Esto es personal

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