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CAPÍTULO 1

Nuestras historias nos

venden a medias

La negociación más importante de mi vida fue conmigo misma.

Empezó con un poco de entumecimiento en las manos, una molestia para la que no tenía tiempo. Era el año 2010 y pasaba por uno de los periodos más estresantes que había vivido con la compañía que cofundé. No sólo estaba redactando una propuesta para un contrato importante, sino que también debía decidir si quería rescatar la compañía en dificultades o no. Mis manos tendrían que esperar. Pero cuando presentamos la propuesta y el entumecimiento empeoró, supe que debía ver a un médico. En el fondo de mi mente estaba la neuritis óptica —hinchazón del nervio óptico— que había padecido ocho años antes. En ese entonces, el médico la diagnosticó como posible signo de esclerosis múltiple (EM), hipótesis que después descartamos. El entumecimiento de las manos parecía otra señal. La negación y la evasión eran compañeras irresistibles, pero estaba convencida de que era mejor enfrentar el problema en lugar de ignorarlo, así que me hicieron una resonancia magnética y me remitieron a un neurólogo.

El especialista que me dio el diagnóstico fue muy directo. Todo lo que recuerdo es escuchar que tenía EM y que necesitaría inyecciones de esteroides de inmediato para tratar el entumecimiento. Aunque mi aspecto era el de una roca, por dentro era todo lo contrario. Durante la semana siguiente tuve lesiones graves en la piel y perdí el apetito. Mi mejor amigo acababa de visitarme y aprovechó su estancia para ayudarme con los tratamientos iniciales. Me sentí débil y dependiente, dos sentimientos contra los que siempre había luchado arduamente. En retrospectiva, me doy cuenta de lo afligida, lo asustada que estaba de mi realidad. La noción que tenía de quienes padecían EM incluía sillas de ruedas y movilidad e independencia limitadas. No tenía idea de lo que significaba mi diagnóstico, ni de cómo sería mi futuro; además tenía miedo de que algún día dependiera de otras personas para realizar mis necesidades básicas. Ante la falta de conocimiento sobre la EM, en ese momento vulnerable me conté una historia de terror. Encontré información que sólo validaba mis miedos y rechazaba los datos de otro tipo. Limité las posibilidades. Me convertí en mi peor enemiga.

Pero las cosas mejoraron rápido. Busqué la atención médica más especializada y tuve la suerte de conseguir una cita con uno de los mejores neurólogos de Washington D.C. Tan pronto me dio la mano y la bienvenida a su oficina, sentí como si extendiera una manta para envolverme. En su mirada vi compasión y de alguna manera me sentí segura. Después, este doctor pasó conmigo lo que se sintió una eternidad. Me senté a su lado mientras me hacía la resonancia magnética en la pantalla de la computadora. Me dio una explicación tras otra y de inmediato desestimó la terrible información que había encontrado en internet. “Me dedico a crear posibilidades, no a limitarlas.” Me dijo que haría todo lo posible para garantizar mi salud y evitar una recaída, pero también dejó en claro que el tratamiento recomendado sería intenso. “Preferiría ser agresivo, porque quiero que estés tan saludable como el día de hoy.”

Señaló un dato clave que mi narrativa apocalíptica había pasado por alto: “Si sufriste tu primer brote hace ocho años y no has padecido otro desde entonces, aunque no hayas recibido tratamiento, eso nos dice algo. El estilo de vida saludable que tienes, ya sea gracias al ejercicio o a tus buenos hábitos alimentarios, ha ayudado a que te mantengas saludable y a que tu cuerpo sea resistente. Si lo piensas, es sorprendente”.

Y eso fue todo lo que necesitaba. Tuve el momento de revelación más profundo de mi vida. Este doctor me ayudó a ver que necesitaba cambiar la historia y contar una más cercana a la verdad. Todo mi espíritu se renovó. Me sentí como la antigua Mori Taheripour por primera vez en semanas. Me sentí fuerte, decidida, concentrada y saludable de manera inesperada. La diferencia fue tan inmediata y evidente que fue casi como una experiencia extrasensorial.

Tal como explico a mis alumnos, estaba obligada a observar la información que tenía ante mí y comprender cómo sopesarla. Este bendito neurólogo tenía razón. No había tenido síntomas durante ocho años y era asombroso. ¿Por qué descarté tan rápido ese dato?

Desde ese momento, mi historia ha sido muy clara. Sí, vivo con EM, esa parte sigue igual. Pero estoy sana y mi diagnóstico, en última instancia, fue un regalo que me ayudó a priorizar mi salud. En la vida de una empresaria donde el equilibrio entre trabajo y vida personal es a veces imposible, mi salud nunca pasa a segundo plano. Ocho años después, sigo sin síntomas. Quizás esté más sana y en mejor forma de lo que nunca he estado; a menudo olvido que vivo con EM. No hay nada que no pueda hacer físicamente y a veces me sorprenden los límites que me impongo. De hecho, cuando la mayoría de mis amigos, familiares, colegas y estudiantes lean esto se sorprenderán porque no lo sabían. He decidido no divulgarlo porque no quiero que la enfermedad me defina o altere la forma en que me ve la gente.

Mi médico dice que, dado el tiempo transcurrido desde la recaída, espera que continúe con mi buena salud. En muchos sentidos, vivo como la mejor versión de mí misma. Intrépida y decidida, inspirada por la esperanza y las posibilidades en lugar del miedo. La historia que me conté aquel fatídico día de 2010 no ha cambiado.

En mi trabajo, cuando imparto estrategias de negociación, desempeño el mismo papel para mis estudiantes que el del neurólogo que me atendió. A menudo observo a mis alumnos cuando son vulnerables e inseguros. Escucho muchas de sus historias: son la persona más joven en su especialidad y no pueden competir; son la única persona de color o la única mujer; son “sólo” un peluquero o un chef. No han cuestionado estas historias y no esperan que una clase de negociación sea el lugar para hacerlo. Por mucho, la historia más frecuente tiene que ver con que se subestiman. Y como mi neurólogo, pregunto: “¿Por qué lo crees? ¿Por qué no puedes ver lo que yo veo? Consideremos todos los hechos. Dediquémonos a crear posibilidades”.

Era una tarde soleada y hermosa en Baltimore, el ensayo de graduación para los dos primeros grupos del programa “Goldman Sachs 10,000 Small Business” estaba en pleno apogeo. El programa es una inversión de Goldman Sachs para ayudar a los emprendedores a hacer crecer sus empresas y crear puestos de trabajo. Además de las clases que imparto, los estudiantes tienen acceso a recursos económicos y oportunidades para desarrollar una red de contactos inigualable. Sería una seguidora fiel del programa aunque no estuviera involucrada. El día que llegué a Baltimore, los estudiantes estaban de excelente humor, emocionados por compartir la celebración de la graduación con sus familias al día siguiente. Como trabajaban tiempo completo (e incluso tiempo de más) mientras asistían a clases, concluir el programa no había sido fácil. Tenían todos los motivos para estar alegres.

Fuera del ensayo, me encontré con una de mis alumnas, Dana Sicko. Tenía mucha energía, era sonriente y siempre la consideré optimista. Era dueña de una empresa de banquetes y otra de jugos. Igual a las bebidas que comercializaba, su energía desafiaba el tamaño del paquete en el que venía. Esa tarde, sin embargo, se veía diferente. Su aspecto era modesto y tal vez un poco ansiosa, parecía más una niña que la impresionante mujer que yo conocía. Su comportamiento contrastaba con el espíritu festivo del ensayo y con la manera en que estaba acostumbrada a verla, así que fui a ver qué pasaba.

Tuvimos un breve intercambio amistoso, parecía distraída, como si intentara poner una cara feliz para mí. Empecé a hablarle de algo que sabía que nos apasionaba a las dos: desintoxicación con jugos.

—Sabes que me encanta el jugo, ¿cierto? —le pregunté. Desde hace mucho soy una apasionada de la salud y me considero una experta en los jugos frescos.

—Ah. Creo que no sabía. ¿Cuáles son tus favoritos?

Mencioné uno o dos antes de decir:

—Pero uno de mis favoritos es la marca Gundalow.

Ella asintió con educación, como si no hubiera escuchado lo que dije. Después de tal vez un minuto dijo, sorprendida:

—Espera... ésa es mi empresa.

—Lo sé —respondí. Pensé: “¿Está loca esta mujer? ¿De verdad no entiende el increíble producto que tiene?”.

Como descubrí más tarde, a Dana le preocupaba Gundalow. La compañía enfrentaba una serie de desafíos y no estaba segura de poder sortearlos. En lugar de esperar con alegría su graduación del programa, se sentía como una farsante. Cuando la encontré ese día, ella imaginaba lo que se sentiría caminar por el podio y fingir que era un éxito cuando estaba segura de que no lo era.

Esta narrativa, más que las cifras reales de la empresa, era la verdadera amenaza para Gundalow. Dana estaba elaborando un pronóstico para sus inversores y debía decidir dónde anclar sus ventas. Podía enfocarse en el año anterior, poco exitoso, o en el año previo a ése cuando se disparó la popularidad de la marca. También podía considerar los obstáculos logísticos, ahora superados, que habían ralentizado el progreso de la empresa. Cambiar de mentalidad no significaba asumir una personalidad falsa y fingir ser una persona segura cuando no era cierto. Significaba sentirse de verdad confiada y cuestionar algunas de las suposiciones que hacía, analizar toda la información que tenía y no sólo las piezas que no encajaban. El día que charlamos fue un punto bajo para Dana. Sin embargo, antes de que entregara su pronóstico de inversión, Dana recalibró sus ideas y se inspiró en lo que había aprendido en clase. Tomó en cuenta una serie de hechos, no sólo los puntos perjudiciales, y presentó una historia optimista que estaba por completo justificada.

¿Cuál es tu historia?

Podemos ser nuestro peor enemigo durante las negociaciones por el tipo de historias que nos contamos. La mayoría de las veces repercuten de forma contraproducente en el resultado final.

No predico desde un altar de perfección cuando lo digo. Me he contado muchas historias negativas sobre mi valía. Durante años, tuve una relación comercial con un socio mayor y con más experiencia que yo. Fue mi mentor al principio de mi carrera, antes de que hiciéramos negocios juntos, y como resultado fui demasiado deferente. Cuando las cosas iban bien, las diferencias en nuestra toma de decisiones no eran tan evidentes, pero cuando surgían problemas y desafíos financieros, la disparidad en nuestro enfoque era clara. En esos tiempos difíciles, sentí el peso de nuestra deuda y la culpa por los inminentes despidos de nuestros empleados. Siempre estaba preocupada y sentía la carga de nuestras obligaciones de manera muy personal, mientras que sus años de experiencia lo hacían más arrogante. Era difícil tomar decisiones conjuntas sobre cómo cumplir con nuestros compromisos financieros cuando teníamos ideas muy diferentes sobre la responsabilidad.

Adopté su perspectiva en lugar de mantener mi postura por la historia que me contaba: “Todavía tengo mucho que aprender. Me falta seguridad en mí misma. Soy joven e ingenua”. Podría haber creado otra historia: “Sí, tiene más experiencia en algunas áreas. Pero tengo instinto e intelecto, además fui la responsable de conseguir nuestra financiación inicial para fundar el negocio”. Desde luego no hice todo bien (en retrospectiva, por ejemplo, tenía toda la razón al no asumir la carga financiera de nuestros empleados), pero cuando pienso en esa época de mi vida como joven empresaria, lamento no haber confiado lo suficiente en mis habilidades.

Me veo reflejada en los rostros indecisos de estudiantes como Dana y quiero ayudarles a evitar las vacilaciones que me detuvieron en muchos momentos de la vida. Si no puedo ofrecerles un camino mágico, al menos quiero ayudarles a reconocer esas dudas, detectarlas y examinarlas para saber qué hacer al respecto. Porque si ése es el tipo de historias que tienen sobre sí mismos, también están proyectando sus inseguridades. Por eso el refrán que más digo a mis alumnos es: “No puedes subestimarte, otros lo harán muy a menudo por ti”.

En una de mis clases, una mujer llamada Kim reconoció que era insegura y se criticó por no “mantenerse firme” en una negociación. Y aun así, incluso antes de conocer a Kim, percibí su magnetismo. En la preparación que hice para la clase, la foto de Kim me llamó la atención. Tenía una sonrisa imponente en la que vi seguridad y aplomo.

Cuando más tarde discutimos su incertidumbre, le dije: “Quiero contarte cómo te percibí antes de conocernos”. Sólo de escuchar la imagen que proyectaba en esa fotografía, una mujer fuerte y dominante, se puso a llorar. Así quería sentirse. Entendió que el trabajo que tenía que hacer en clase tenía poco que ver con los cálculos y las posturas y más con la autoestima.

Ésta es sólo una de las muchas interacciones constantes que tengo con los estudiantes: comparto una opinión halagadora que toca un nervio tan sensible que se emocionan. En otro encuentro reciente, le pregunté a una alumna por qué su propuesta inicial había sido tan baja.

—Tal vez no entendí el caso —contestó. Hizo una pausa y añadió—: Tal vez no creí que mereciera más.

Sabía que era una empresaria consolidada, así que le pregunté:

—¿No tienes veinte años de experiencia dirigiendo una empresa? ¿Quién puede hacer esto mejor que tú? ¿Por qué crees que no lo mereces?

—Ojalá pudiera decírtelo. Sólo creo que no lo merezco —respondió.

Para que no se asuma que es un asunto exclusivo de las mujeres, debo aclarar que con mucha frecuencia identifico el mismo fenómeno en hombres, incluyendo el estereotipo más varonil de todos: jugadores de la NFL. He trabajado con ellos cuando preparan el retiro de su profesión y contemplan hacia un futuro que, siendo honestos, es muy aterrador e incierto. Cuando se retiran del deporte tienen que convertirse en su propio grupo de animadores, quizá por primera vez en sus vidas, ya que muchos fueron venerados atletas en la preparatoria y la universidad. Se trata de un lugar solitario y temible, donde la soledad facilita que se conviertan en su peor enemigo. Es suficiente que exista un breve momento de duda para que el enemigo interior lo aproveche.

—No tengo ninguna experiencia fuera del futbol. Es lo que hago bien. Es todo lo que sé —aseguran.

Quienes trabajamos con atletas lo vemos de manera diferente. Estar en un equipo es una experiencia de trabajo fenomenal. ¿Acaso los atletas no creen que tienen habilidades útiles en el mundo exterior? ¿Qué hay de la disciplina? ¿Colaboración? ¿Determinación? ¿Resistencia? ¿La capacidad de memorizar estrategias complicadas? ¿Analizar a detalle horas de material audiovisual? ¿Ética de trabajo? Es relevante lo que han hecho con el fin de prepararse para lo “único” que dicen son talentosos, ya sea que quieran trabajar para una empresa o crear una propia. Al final, es información que han suprimido del concepto que tienen de ellos mismos.

Las historias que nos contamos dan forma y definen buena parte de nuestra personalidad, así que también influyen en cómo negociamos con el mundo que nos rodea. Cuando entiendes este concepto empiezas a reconocerlo en todas partes: en las clases que tomas, en tus compañeros de trabajo y en los programas de televisión que ves. Uno de mis programas favoritos que aborda este tema es The Marvelous Mrs. Maisel (La maravillosa señora Maisel), cuya heroína, Midge Maisel, parece tener su historia escrita de antemano. Es un ama de casa de clase media-alta que vive en Nueva York a finales de la década de los años cincuenta y que cumple con el papel solidario que se esperaba de una esposa en esa época (incluido no ponerse crema facial ni tubos hasta que su marido duerma, para no arruinar la imagen de la perfección). Cuando su esposo confiesa que le fue infiel y piensa abandonarla, la historia de Midge aún parece predeterminada: debe mantener las apariencias hasta que él recapacite y después debe aceptarlo de nuevo. Pero quiere más. Reconoce que ella es más. Es divertida e inteligente y quiere ser comediante de stand-up. No permite que la definan los obstáculos de su vida ni las tradiciones de su época. Su historia evolucionó, de “Soy madre y ama de casa devota” a “Soy madre, ama de casa devota y comediante, nada me va a detener” y al final se convierte en “Nada me va a detener”.

Los programas de televisión hacen que todo parezca muy sencillo, como el desarrollo de los personajes compactado en una temporada de ocho horas de duración. Pero sin lugar a dudas, la realidad es lo contario. Elaborar una historia clara de uno mismo es complicado y confuso, y aunque es necesario, también es muy difícil. Requiere autoestima, conciencia propia y sortear el síndrome de impostor. La historia de tu verdadero valor tampoco es un canto “Kumbaya” ni una lección de “ámate a ti mismo” destinada sólo a los retiros de yoga en Sedona. Es un ejercicio muy práctico vinculado a la manera en la que negociamos. Si la falta de seguridad impulsa nuestras negociaciones, decidimos los resultados antes de siquiera comenzar. Cuanto más confíes en tu historia, menos vulnerable eres a los cuestionamientos de terceros. Las historias que nos contamos pueden marcar la diferencia entre un muy buen resultado y uno desfavorable, entre subir al escenario e irse a casa.

El resultado final: si esperas menos,

pides menos y recibes menos

Existe una categoría de negociador que concibo como la gente “buena a secas”. No tienen aspiraciones, metas, no corren riesgos y cuando (de manera inevitable) se les ofrece menos, aceptan. Es difícil detectar a las personas “buenas a secas” porque nunca explican su razonamiento de esa manera. Nunca dirían: “Estoy satisfecho con lo bueno a secas”. En cambio, racionalizan su enfoque argumentando que no tenían información favorable para justificar pedir más o que hicieron lo que les parecía ético. Las racionalizaciones son muchas y variadas, pero en el fondo hay una historia que considera aceptable lo mediocre y lo bueno, deseable.

En Wharton, Sam era uno de esos alumnos. No le gustaba llamar la atención y aunque por lo general conseguía un trato en las negociaciones simuladas, nunca cerró uno muy bueno. En un ejercicio desempeñó el papel de vendedor de un condominio. El gran atractivo de venta era su hermosa vista al mar, difícil de encontrar. Pero el edificio también necesitaba nuevo revestimiento, lo cual significaba que a todos los propietarios de las unidades se les cobraría una tarifa considerable de “evaluación especial”, además tendrían que aguantar meses de molesta construcción.

La oferta final de Sam era de 300,000 dólares. Como en todos los ejercicios, mis estudiantes tenían suficiente información para estimar el valor con seguridad. Sam resolvió que si vendía el condominio por menos, perdería demasiado dinero. El precio que ofreció al comprador fue de 325,000 dólares. Pasó mucho tiempo explicando cómo en ocasiones las evaluaciones especiales afectan a todos los edificios de condominios y aclaró que no representaba un problema a largo plazo. El comprador, Jane, no pagaría más de 290,000 dólares, por lo que Sam salió perdiendo. “¿Para qué te molestaste en hacer este trato? ¿Por qué no esperar a otro comprador potencial?”, pregunté cuando lo repasamos en clase. “Podrías haberte ido.”

Sam parecía estar de verdad molesto después de la clase, así que le pregunté si quería hablar. “Subestimarme es mi problema, ¿cierto?”, cuestionó. Tenía que estar de acuerdo con él. Siempre que Sam vendía algo le iba mal. Su punto de fricción era siempre el mismo: no aceptaba su valor en una negociación, así que el resultado era “pasable”.

Cuando alumnos como Sam preparan todo el material para el caso, su prioridad no es utilizar la información que tienen para fijarse metas más ambiciosas (¡el condominio tiene una vista fantástica!). En cambio, se centran en los defectos en su argumento (¡La evaluación! ¡La construcción!) Y preguntándose qué pensará su contraparte. “Si se consideran los problemas con el condominio, ¿cómo puedo hacer una oferta más alta?” “¿Soy demasiado codicioso?” “¿Cómo puedo saber el valor real del condominio?” Se filtra la falta de seguridad y el resultado es una propuesta temerosa, pero segura, o una oferta inicial.

Cuando analizamos a detalle el ejercicio, como era de esperarse, Sam dijo que no había suficiente información para pedir más. No creyó que pudiera justificarlo. “Está bien. Vamos a probarlo”, dije. Juntos revisamos los datos que le habían dado con antelación, que mostraban condominios en ese mismo vecindario que se vendían por 350,000 o 400,000 dólares. “Sí, pero todos eran más grandes”, respondió. Éste fue un momento significativo de “diagnóstico”. Aquí es donde Sam se quedó atascado y es común entre quienes siempre cuestionan su valor. Se aferran a uno o dos datos que debilitarían su postura en lugar de concentrarse en identificar y justificar una pregunta más importante para la que tienen suficiente información y así respaldarla.

La oferta inicial de Sam surgió del temor al juicio desfavorable que podría incitar en su contraparte, así como del miedo a ser desacreditado. Quienes tienen una opinión más saludable de su valor y fe en sus conjeturas hacen justo lo contrario. Comienzan identificando su valor y la fortaleza de su(s) activo(s) para luego formular el argumento que persuadirá a su contraparte. Consideran los contraargumentos. Pero no los consideran primero. Ese orden de pensamiento es fundamental. No empiezan desde un punto de miedo y debilidad, sino más bien desde un punto favorable de seguridad.

Sam puso atención cuando otros estudiantes se reunieron y supo que los vendedores que obtuvieron 320,000 dólares o más por el condominio tenían argumentos legítimos que respaldaban el valor tan elevado de la propiedad, ya fuera su fantástica vista o sus pisos de madera. “Ah”, dijo, mientras empezaba a comprender a fondo. “Supongo que no consideré esos aspectos.”

Sam se dio cuenta de su error en clase, pero no podía terminar ahí. La venta de condominios era sólo un ejercicio y nada tenía que ver con su vida cotidiana. Pero la lección era pertinente con sus hábitos fuera de clase. Es el caso de la mayoría de los ejercicios que hacemos, por lo que representan oportunidades importantes de aprendizaje. Es destructivo subestimarse y tener una autoestima baja por los estereotipos o percepciones de terceros. La mejor oferta inicial es la que se construye sobre la premisa de un objetivo sólido y basado en datos que se puede respaldar con lógica y una narrativa convincente. Empezar con este estado de ánimo facilita comunicarse con su contraparte y mantenerse firme.

Una historia de dos niñeras y las

dificultades de trabajar gratis

Comenzamos a articular nuestras historias muy pronto en la vida y luego solemos apegarnos a ellas. Veamos esta historia que involucra a dos niñeras:

Jenna le preguntó a su vecina de trece años, Madeline, si podría cuidar a sus dos hijas una tarde. Madeline dijo que sí. Jenna le preguntó a Madeline cuánto cobraba por hora para tener la cantidad correcta de dinero en efectivo.

—No sé —dijo Madeline con torpeza—, págame lo que acostumbres.

—¿Cuánto te pagan los otros padres por tu trabajo? —Jenna presionó.

Madeline se encogió de hombros. Ya estaba sonrojada.

—Lo que les parezca adecuado, supongo— estudió sus zapatos de cerca dando a entender: No quiero hablar de esto. No me hagas hablar de dinero. ¡Sólo termina esta conversación!

Madeline permitía que otras personas definieran su valor. Es probable que pensara: “Sólo tengo trece años, ¿qué sé yo?”. Bueno, sabe lo suficiente como para cuidar a las hijas de Jenna, así que eso quiere decir algo.

A modo de contraste sirve el caso de Dawn, otra niñera de Jenna. Durante una semana cuidó a las hijas de Jenna todas las tardes y especificó sus honorarios al principio de la semana. Explicó que era el precio de mercado para las niñas de trece años y después añadió que había tomado una clase para ser niñera en un hospital cercano. Cuando Jenna le pagó al final de la semana, Dawn dijo:

—Te faltan cinco dólares —la madre de Dawn, que se había presentado para recogerla, estaba mortificada y se disculpó de inmediato por el comportamiento de su hija.

Jenna le dijo a la madre de Dawn que no dijera nada, arregló el problema y le dio una generosa propina a Dawn; le dio gusto ver a una joven asertiva.

No quiero ser demasiado exigente con los jóvenes de trece años porque ya lo tienen bastante difícil. Pero esos preadolescentes se convierten en personas de veintidós años que realizan prácticas profesionales, luego consiguen trabajos básicos y más tarde se convierten en ejecutivos que luchan por ascender la escala corporativa. Entender su valor en la economía es crucial, así como ajustarlo a medida que crecen. Hay que considerar que no estoy hablando de derechos. Un joven de veintidós años sin experiencia laboral no tiene derecho a un trabajo gerencial de la misma manera que Dawn no tendría derecho a un trabajo de niñera que pague veinte dólares por hora. Es necesario tener la capacidad de respaldarlo, pero se debe empezar conociendo el valor propio. Por ejemplo, Dawn tenía información que apoyaba su propuesta; conocía el precio de mercado de estos servicios y sabía lo que estaba aportando. A los trece años comprendió su valor.

A los veinticuatro años una de mis alumnas, Sarah Farzam, fundó su compañía Bilingual Birdies, un programa que enseña idiomas a los niños por medio de canciones. “Al principio los padres dejaban a sus hijos y preguntaban quién era la encargada. Y yo contestaba, ‘Mmhh, yo’”, me explicó.

Sarah confesó que le aterraba cualquier tipo de negociación. “Tenía miedo del no porque no era muy consciente de mi verdadero valor.” Sin duda, las personas con quienes negociaba podían sentirlo. Así que acudió a SCORE, un sitio que ofrece asesoramiento gratuito para pequeñas empresas, y como pareja de trabajo se le asignó a un consumado mentor ejecutivo, un hombre mayor que dirigía una compañía de software.

“Llegaba a nuestras juntas vestida con mi ropa de Forever 21. Y le preguntaba cómo se habla de dinero en una reunión. Él me respondía: ‘¿Qué quieres decir? Sólo abordas el tema’. ‘No puedo.’ Mientras arrojaba con desgana una pelota miniatura al aro de baloncesto de su oficina, me explicó: ‘Nada más dices: mi tarifa por esto es de mil dólares o lo que sea’.”

Sarah pensaba que aquel hombre venía de un planeta diferente al suyo. No tenía miedo. En algún punto del camino había pasado algo. Él desborda seguridad y ella estaba convencida de no poder hacerlo.

No quiero ofender a ese señor de SCORE (bueno, no es del todo cierto), pero fue inconsciente. No entendió el problema de Sarah, fue incapaz de ver que ella no podía olvidar su papel de niña inexperta que pide dinero a los adultos. No pudo ayudarla a mejorar sus estrategias de negociación porque no mostró interés en llegar al origen de su historia para así crear una nueva; es decir, hacerle saber que era una maestra dotada, muy competente, con mucha energía y políglota. Sarah no debía nada más especificar sus honorarios, tenía que creer que valía esa cantidad.

La lucha de Sarah es común. Sólo debe considerarse cuánta gente regala el producto de su trabajo. Muy seguido escucho justificaciones como: “Bah, no quiero su dinero; no me quitó mucho tiempo ayudarlos” o “Me dio gusto hacerlo” o “Su causa era digna, así que estuvo bien ayudarlos”. Todo esto puede ser cierto y no intento convertirte en el Gordon Gekko de Wall Street, quien decía: “La codicia, a falta de una palabra más adecuada, es buena”. ¡Por supuesto, es bueno ser una persona caritativa! Sin embargo, soy firme creyente de que siempre debes recibir alguna remuneración por tu trabajo, sin importar lo poco que sea, o al menos ser claro sobre cómo quieres donar tu trabajo (por ejemplo, establecer un tope de dos proyectos pro bono al año). Tu tiempo es valioso porque eres valioso y ése es un mensaje importante para enviar al mundo y a ti mismo. Tu tiempo no es gratuito, tiene un costo.

Por lo general, contrato a mis antiguos alumnos para que trabajen como ayudantes en clase. Casi sin excepción, cuando pregunto por sus honorarios, contestan: “No necesito que me pagues. Es una gran oportunidad trabajar contigo”.

Siempre respondo: “Si no quieres que te pague, no voy a contratarte porque pasarás tu vida pensando que la gente no valora tu tiempo y esfuerzo. Y quiero que entiendas que valoro tu tiempo y esfuerzo, y que lo diga no es suficiente”. Sin embargo, comprendo su postura. Si tuviera veinte años otra vez y mi profesor me ofreciera un trabajo, no preguntaría de inmediato: “¿Cuánto vas a pagar?”. La explicación de “no necesito que me paguen” tiene mucho sentido. Pero estas afirmaciones se convierten en hábito y cuando se vuelven inconscientes también son peligrosas.

El proceso de restarte valor es muy sutil, comienza como una pequeña bola de nieve que luego cobra cada vez más impulso hasta convertirse en una peligrosa avalancha. Esto es lo que podría pasar: tal vez te preocupe tu capacidad para atraer clientes, así que cuando ofreces una propuesta de tu trabajo decides incluir buena parte de tu valioso conocimiento. Sientes que debes rendir más de la cuenta y hacer que se maravillen, no confías en que eres muy convincente como para que se arriesguen a contratarte. El problema es que estás tan preocupado por desafiarte a ti mismo que terminas regalando todo tu valor. ¿Por qué te pagarían cuando ofreces tanto de forma gratuita?

Cuando no pagan por tus conocimientos, entonces se socava tu valor aún más. Tal vez reduces el precio para el próximo cliente potencial. Tu camino ya está delimitado y es difícil cambiar el curso. Otros verán que no te valoras mucho y se aprovecharán porque la gente siempre aceptará lo que ofrezcas.

Mi filosofía es hacer algún intercambio incluso si no es monetario. Por ejemplo, si le pidiera a un exalumno que me hiciera algún trabajo, esperaría que al menos me solicitara una carta de recomendación para la facultad de derecho, por ejemplo. Tiene que existir algún nivel equitativo de ida y vuelta, de dar y recibir, para no subestimarte de manera inconsciente.

Hay muchas razones de peso para trabajar sin recibir una compensación de naturaleza financiera. Es probable que busques tener un papel importante para una organización. Quizás eres capaz de agregar el nombre de una empresa en tu lista de clientes, lo que aumenta la legitimidad de tu marca. El trabajo en sí mismo puede satisfacerte. Y si terminas sin un cheque de pago, aun así saldrás adelante.

Estas razones no existían para Jeremy. Él vendía bonos municipales y parte de su gran fortaleza como vendedor era su habilidad para relacionarse con los clientes. Se llevó bien con un gran cliente potencial que empezó a llamarlo para pedirle ayuda. Jeremy lo hizo de buena gana y sugirió que hicieran un contrato. El cliente aseguró estar en ello. La situación se prolongó mientras Jeremy trabajaba sin remuneración y el cliente potencial continuaba retrasando el proceso de contratación. Esto es muy común y supongo que el desenlace es evidente: cuando por fin llegaron a la etapa del contrato, el cliente se negó a pagar los honorarios de Jeremy. La relación se desmoronó; Jeremy se sintió utilizado y el cliente se molestó por haber pagado tanto, sobre todo por un trabajo que jamás valoró.

Jeremy hacía lo correcto al invertir tiempo y energía en fomentar la relación. Su error fue permitir que el trabajo no remunerado continuara por tanto tiempo y no especificar el valor que aportaba al cliente. Tuvo que haber educado al consumidor, por así decirlo. El cliente potencial de Jeremy nunca entendió todo lo que había recibido.

La mayor tarea de Jeremy, una vez que las cosas se vinieron abajo, fue aprender una valiosa lección que a largo plazo podría ahorrarle dinero. Tuvo que evitar guardar rencor y asumir que en cualquier posibilidad de negocio tratarían de aprovecharse de él. Ésa sería una cicatriz que perjudicaría su razonamiento, tema que abordaré más adelante en el capítulo 3.

La conclusión es que debes ser cuidadoso al tomar decisiones sobre el tipo de cosas a las que renuncias, el esfuerzo que inviertes y lo que puedes recibir a cambio. No es una postura oportunista, sino más bien estratégica. Debes respetarte y valorarte. Una transacción nunca se trata sólo de una ganancia financiera, sino de la reciprocidad del respeto por el valor del otro. Es crucial ser siempre honesto contigo mismo para estar seguro de que te sientes satisfecho y valorado, ya sea en forma de compensación, en una relación o una oportunidad de aprendizaje. Si crees que no se te valora y aun así continúas aportando, puedes empezar a dudar de tu valor, lo que crea hábitos que fomentan un ciclo negativo. También puedes guardar resentimiento, lo que es igual de perjudicial.

Es muy fácil tener malos hábitos en una economía a la baja, donde consigues un trato con una o dos personas para que al final el nuevo precio se convierta en su expectativa, o peor, en la tuya. No te castigues si has hecho esto, muchos empresarios y propietarios de pequeñas empresas son en especial vulnerables a esta estrategia cuando luchan para superar rachas financieras negativas o intentan atraer clientes. ¡Se llama supervivencia!

No obstante, tienes que asegurarte de que tus clientes no continúen esperando grandes descuentos. Siempre me impresionó cómo lo logró el spa de mi gimnasio en Washington D.C. Durante la época de la recesión económica promocionaron un masaje de ochenta y ocho minutos por el precio de sesenta minutos con el nombre de “el especial del mes”. Esto continuó durante mucho tiempo por la debilitada economía. Cuando empezó la recuperación, la promoción concluyó. Hay que tener en cuenta que el precio del masaje de ochenta minutos nunca cambió, sólo lo redujeron un poco como una oferta “temporal” porque ésa era la promoción. Los clientes no se enojaron cuando la oferta terminó porque el gimnasio comunicó desde el principio que era un especial del mes. La venta cesó y también nuestras expectativas.

El género rige nuestras historias

La falta de seguridad no se limita a un solo género, aunque es cierto que destaca en las historias que escucho. Al principio de mi clase, muchas mujeres anuncian que no son buenas negociadoras o que les da “ansiedad” negociar. O bien guardan silencio, pero cuando comparto el resultado de la primera negociación, se molestan si no es a su favor. Esto ha reforzado su miedo a negociar. Son demasiado severas consigo mismas. Cuando señalo cómo podrían haber conseguido un mejor acuerdo, asienten con la cabeza y responden: “Lo sé. Debería haberlo hecho mejor”.

Por el contrario, cuando dentro del salón de clase le digo a los hombres que podrían haberlo hecho mejor, muchos reaccionan así: “Sí, pero en mi defensa, en este otro aspecto me fue bastante bien”, aunque no hayan obtenido un buen resultado. Hace poco en una clase le dije a uno de esos estudiantes: “Chris, tienes un margen de mejora”. Consiguió un buen acuerdo en nuestra negociación simulada, pero ignoró algunas variables y tampoco hizo demasiadas preguntas a la persona con quien negoció, preguntas que lo habrían llevado a más soluciones potenciales y a un mejor acuerdo.

Chris se puso a la defensiva, así que hablé con él: “No tomes a pecho lo que dije. Todo el mundo puede mejorar e intento ayudarte a lograrlo, de eso se trata”. Me di cuenta de que varios chicos que no habían hecho bien el ejercicio reaccionaron de manera similar a Chris y como rara vez me abstengo de decir algo en mi clase añadí:

—Los hombres de esta clase tienen seguridad y se enfocan en lo que hicieron bien en lugar de preocuparse por sus errores, aunque sus resultados no sean buenos.

—¡Oye! Eso me ofende —contestó un alumno. ¡Aquí vamos de nuevo!

—No, lo digo como un cumplido —luego me dirigí a las mujeres—. Señoritas, si tuviéramos una cuarta parte de la seguridad de estos hombres, piensen cuánto ayudaría a nuestra autoestima. No espero que ellos cambien de comportamiento. Pero sí busco transformaciones en las mujeres. Se comportan como si este resultado las definiera como negociadoras para el resto de sus vidas. Se concentran en sus debilidades en lugar de celebrar sus fortalezas.

La ciencia respalda mis observaciones anecdóticas. En un estudio fascinante, investigadores dividieron en grupos a estudiantes de maestría en administración de empresas para que trabajaran juntos durante un año. Al final de cada trimestre, cada alumno evaluó su rendimiento y recibió una evaluación de sus compañeros. Tanto hombres como mujeres se calificaron a sí mismos más alto que sus pares. Sin embargo, al revisar las valoraciones, las mujeres bajaron las puntuaciones de su autoevaluación en los siguientes trimestres. Los hombres también lo hicieron, pero no tanto. “Descubrimos que, tras la retroalimentación, las mujeres se volvieron más conscientes, mientras que los hombres continuaron racionalizando e inflando su autoestima”, escribió Margarita Mayo, investigadora principal, en Harvard Business Review.1 “Es decir, en nuestra encuesta, las mujeres fueron mucho más sensibles a la retroalimentación que recibieron en comparación con los hombres. Después de seis meses, las mujeres habían sincronizado a la perfección sus puntos de vista sobre el liderazgo con las evaluaciones que recibieron. En cambio, los hombres continuaron exagerando sus cualidades de liderazgo.”

Existen varias maneras de interpretarlo. Por un lado, sugiere que las mujeres son más conscientes de sí mismas, una gran cualidad para un negociador. Por otro lado, como señala Mayo, “cuando la asimilación de la valoración negativa genera dudas sobre las propias aptitudes y disminuye la seguridad, puede desalentar a las mujeres a asumir nuevos desafíos”. Las autoras de The Confidence Code (La clave de la confianza), Katty Kay y Claire Shipman, respaldan este punto: “Los datos son muy sombríos. En comparación con los hombres, no nos sentimos listas para que nos asciendan, predecimos que nos irá peor en las pruebas. En esencia, estamos diciendo a los estadistas que no nos sentimos seguras en nuestro trabajo”,2 aseveran. Si las mujeres no se sienten tan seguras en sus trabajos, ¿qué revela de la seguridad para pedir lo justo durante una negociación?3

Dana Sicko, una de mis alumnas del programa “Goldman Sachs 10,000 Small Business”, se disculpaba constantemente cuando era joven. Empezaba conversaciones o correos electrónicos con: “No quiero molestarte, pero…” o “Siento ser latosa, pero…” o “Lamento si ya has pensado en esto, pero…”. Antes de empezar a hablar minaba su credibilidad. Muchas mujeres hacen esto, yo misma lo he hecho varias veces. Según una investigación de Psychological Science, las mujeres se disculpan con mayor frecuencia que los hombres porque ven más incidentes dignos de hacerlo.4 Es como si siempre temiéramos molestar a la gente.

A medida que la seguridad de Dana se fortalecía, pudo empezar a pedir lo que quería sin tener que disculparse. “Ser honesta con lo que quiero no me hace una mala persona. Puedo decir: ‘No estoy lista para ceder en esta parte del trato, pero podemos acordar esto’. Ahora me disculpo mucho menos.”

Sé lo impresionantes que pueden ser estas historias de género porque he visto los cambios una y otra vez cuando las mujeres cuestionan sus historias o las eliminan por completo. Tal vez la experiencia más memorable que he tenido en temas de género fue cuando impartí clases en la Universidad Americana de El Cairo (UAC) para el programa “Goldman Sachs 10,000 Women”, de alcance global, en el que un grupo de empresarias recibe educación, tutorías, contactos y acceso a recursos, todo desde una perspectiva de negocios. Las mujeres del programa acudieron a la UAC desde toda la región árabe para esta oportunidad única de llevar a sus empresas al siguiente nivel. El programa les proporcionó una necesaria comunidad de personas con ideas afines que podían compartir sus experiencias y desafíos, un lugar donde podían encontrar validación para sus objetivos y visión empresariales.

Al inicio, el imponente entorno académico de la UAC fue sin duda intimidante. Para algunas, era la primera vez que volvían a un aula después de mucho tiempo. Una de las directoras del programa, Hala Helmy, señaló el contexto por el cual esta experiencia era tan significativa: “La historia de las mujeres [en Egipto] es de represión. En la antigüedad, se les minimizaba, su lugar era en casa y el hombre las mantenía”. La posibilidad de que emprendieran actividades empresariales era impensable. “Porque son mujeres, se supone que no deben expresar lo que quieren o merecen.”

Liberarse de esa historia fue un hecho grandioso para estas mujeres. Algunas se vieron obligadas a empezar de cero porque sus maridos las habían abandonado con hijos y sin medios para mantener a la familia. Una alumna había heredado el negocio de su esposo cuando éste falleció. La mujer no contaba con ningún tipo de apoyo, así que tuvo que hacerse cargo del negocio y aprender a dirigirlo para sostener a los suyos.

Pronto mis colegas y yo creamos un sentido de comunidad y confianza, algo que hacemos en todas las clases pero que sobre todo es importante en una cultura tan patriarcal. Hablamos de ignorar las etiquetas impuestas y desoír las expectativas jerárquicas, todo en un espacio seguro para que las alumnas pudieran descubrir quiénes eran como individuos. Para el personal, nuestro trabajo fue una especie de contenedor que proporcionó un lugar vital donde las mujeres rescataron sus historias de vida para luego darlas a conocer. La experiencia fue un ejemplo de la importancia de la negociación en nuestro viaje de autodescubrimiento.

“Pero no soy mentiroso”: la negociación

como historia de moralidad

En un ejercicio que empleo en clase, un alumno debe vender una botella de vino exclusivo a otro compañero. El vendedor sabe que puede ofrecer la botella por un mínimo de cuatrocientos dólares para no tener pérdidas, y llegar a un precio de venta de hasta mil dólares. Una alumna llamada Diane se ofreció a vender la botella por sólo cuatrocientos dólares.

—¿Por qué fijaste tu objetivo en ese precio? Podrías haber pedido ochocientos dólares o más sin ningún problema.

—Pero no soy mentirosa —replicó.

—No. Ni yo —estuve de acuerdo.

—No hay datos que justifiquen los ochocientos dólares —dijo.

En realidad los datos sí respaldaban los ochocientos dólares e incluso mil: el vino había aumentado su valor de forma constante durante un par de años y si se extrapolaba la tasa de crecimiento hasta el día de hoy, en realidad mil dólares era un precio muy razonable. Pero antes de mostrarle la evidencia, presioné.

—¿Dónde están los datos que respaldan el precio de cuatrocientos dólares? ¿En qué basas tu cifra? Porque puedo mostrarle la evidencia de la mía.

Aturdida, Diane rebatió:

—Si pido cuatrocientos dólares, no pierdo dinero y no engaño a nadie.

Ella contaba una historia sobre el valor de la botella (y tal vez de su propio valor) que la vendía por una ganancia ínfima. Temía ser “mala”. Rara vez alguien describe así una negociación. Tengo que confesar que cuando Diane dijo: “Pero no soy mentirosa”, me molesté un poco y mi primer instinto fue adoptar una posición defensiva. Soy la maestra de esta materia y aun así tuve que probarme que no me excedí en esta propuesta, que no era deshonesta. Lo que Diane verbalizó tiene resonancia emocional para muchos, y los motivos son sociales, sutiles y diversos. Moralizar de la forma en que lo hizo Diane puede servir de escudo para ocultar la verdad. Es posible que nos compliquemos las cosas por no pedir lo que valemos; tal vez pensemos que no merecemos lo que pedimos, pero es mucho más fácil decir “no soy mentiroso” que reconocer nuestra falta de seguridad.

He conocido a muchas personas cuya estrategia por defecto es elegir un número mínimo con el que se sientan cómodas y afirmar que no es negociable, argumentando: “No hice el mejor trato, pero evité negociar. Es más humano y no me importa”. Piensa en esta declaración un minuto: regatear, según esta visión del mundo, los hace menos humanos.

Jennifer, una diseñadora gráfica, trabajaba con otras tres mujeres y tenían una relación cercana. Alrededor del primer año no tuvieron que negociar sobre cuestiones importantes; todas tenían sus propios clientes y trabajaban de forma independiente. Después un cliente les pidió que hicieran un proyecto que exigía trabajar en grupo. Aunque se repartieron las tareas, no discutieron cómo distribuirían los honorarios desde el principio (su primer error). La compañera de Jennifer, Laura, hizo la mayor parte del trabajo, pero ella también trabajó bastante, más de lo que nadie había previsto al comienzo porque el proyecto se complicó. Cuando llegó el momento del pago, la socia que manejaba las finanzas explicó que le daría noventa por ciento a Laura y dividiría el restante diez por ciento entre las otras tres socias. A Jennifer le pareció injusto y lo manifestó, me contó que eso desencadenó muchas acusaciones. “Me respondieron que mi postura no representaba nuestros principios comerciales, que todas hacíamos cosas sin remuneración para ayudar a la compañía. Me hicieron sentir como si fuera codiciosa sólo por pedir lo que sentía que merecía, que había algo malo desde un sentido moral reconocer que el pago era injusto”. No se tomó esta experiencia a la ligera. “Cada vez que hablaba de dinero me sentía mal.” Cuando mencionó el tema en otra ocasión, una de sus socias le dijo: “Confío menos en ti cuando empiezas cada conversación hablando de dinero”.

Durante años, Jennifer evitó negociar con sus socias. Les guardaba rencor. Su resentimiento creció cuando sintió que no podía expresar ninguna preocupación o discrepancia financiera. “Me atormentaba esa situación; pasé muchas noches despierta tratando de reconciliar dos cosas: sentía que me trataban de manera injusta y que era codiciosa y egoísta por pensar así.” La situación de Jennifer tenía muchas aristas, pero como primer paso necesitaba confiar en que hablar de dinero, defender su punto de vista, no era malo. No era una mala persona. Y aunque en opinión de sus compañeras sí lo era, necesitaba asimilarlo para poder acercarse a ellas de la manera correcta. Volveré a este tema tan delicado, el cómo de la pregunta, en el capítulo 4.

Jennifer no está sola en su lucha. Otra empresaria acudió a verme para pedir un consejo después de solicitar a su equipo de trabajo una retroalimentación de 360º. Casi todos los hombres respondieron: “Es inteligente” y “es amable”, pero la mayoría de las mujeres escribieron: “Tiene que superar su actitud corporativa. Todo es cuestión de dinero y ésa no es la filosofía de nuestra compañía”. Ninguno de los hombres comentó eso. Se preguntó si acaso las mujeres eran más duras entre sí.

La respuesta es sí, a veces. Las mujeres solemos ser más duras entre nosotras cuando cuestionamos nuestros roles de género preestablecidos. Cuando vemos a otras mujeres actuar de manera ajena a nuestro comportamiento, tendemos a castigarlas incluso si deseamos ser como ellas.

Hay razones por las que se cree que la negociación tiene una carga moral: es porque muchos negociadores se comportan mal. Mi alumna Michelle era litigante para un gran despacho en Nueva York. Sus experiencias reforzaron ciertas ideas sobre el perfil de los negociadores agresivos. “Parte del juego era mostrar lo agresivo que puedes ser. Había mucha intimidación, posturas, demostraciones de fuerza.” El mensaje que recibió al principio de su carrera fue que la negociación “era seria, agresiva y competitiva, sólo había un ganador”. Si eso era una negociación eficaz, no quería formar parte de ella.

En respuesta, el enfoque de Michelle para negociar fue el de tratar de resolver las cosas, de complacer a otras personas y no quedar mal. “En mi enfoque había un factor de cortesía, de vergüenza, me preocupaba no parecer codiciosa, irrazonable o mala.”

Pero cuando Michelle dejó el despacho y se incorporó al negocio joyero de su familia, tuvo que repensar las ideas que tenía sobre cómo negociar. Si equiparaba fijar un precio alto con falta de profesionalismo, entonces no tendría éxito en el negocio. Tuvo que aprender a permitirse pedir y a sentirse segura de que no era una mala persona por desear eso. “Me siento más cómoda expresando mis necesidades. No voy a disculparme por ello. Puedo ser cortés y humana en el intercambio. No tengo que ser grosera. Pero tampoco retroceder.”

Este campo es en verdad complejo, en parte porque puede ser muy sutil. Se necesita conocerse bien para admitir cuando tiñes la negociación con moralidad. Escucha tu monólogo interior y elige los temas. Comencé este libro explicando que negociamos todos los días, así que empieza a tomar nota de esos incidentes. ¿Te sientes como un idiota cuando negocias con alguien? ¿Por qué? ¿Te sientes agresivo (de forma positiva) cuando negocias? ¿Por qué? El juicio que haces o no haces sobre la negociación es muy personal, así como debe ser tu estilo de negociación. Empieza a encontrar tu camino prestando atención.

Es nuestra decisión

En el segundo año de la presidencia de Donald Trump, impartí una clase de licenciatura en Wharton que me sacudió. Llevo quince años enseñando estrategias de negociación y aunque ningún año es igual, este grupo fue muy diferente. Como muchos de mis cursos de licenciatura, la diversidad de género, edad, raza, origen étnico, religión y experiencia de vida era enorme. Pero el grado de seguridad en la negociación era menor de lo que había visto en otros años.

Como siempre, dediqué la primera clase a definir objetivos, en hablar de las historias que nos contamos y en por qué son tan importantes, y luego seguiríamos adelante en la siguiente clase. No fue así. Cada vez que delineábamos y examinábamos un ejercicio y los resultados de los alumnos, preguntaba por qué fijaban sus objetivos tan bajos y volvíamos al punto de partida de la primera clase. Un alumno, por ejemplo, dijo que había fijado su meta, pero cuando empezó a negociar con su compañero le faltó la seguridad para pedir lo que quería. Es decir, en primer lugar, nunca estuvo convencido de su cifra, tal vez porque pensó que su objetivo era demasiado elevado. Tuve variantes de este tipo de conversación durante todo el semestre; estos estudiantes carecían de seguridad porque no podían cambiar su historia. Al reflexionar, pensé que entendía el motivo. La naturaleza displicente de nuestra sociedad y de nuestro mundo en general, donde la discordia es cada vez más abierta y evidente, tal como la falta exacerbada de civilización, afecta la vida diaria de todos. No podemos subestimar que el espíritu general del entorno se filtra en nuestra mente. Los sectores demográficos que sufren mayor marginación y subrepresentación, pueden interiorizar esta discordia de forma más profunda y terminan por convertirla en su historia.

Como resultado de la atmósfera en clase, invertimos la mayor parte del semestre en establecer objetivos en los que pudieran creer y así, en teoría, conseguir. La autoestima se convirtió en un tema recurrente. En la última clase del año, cuando les pedí que recordaran que “Son valiosos… tal como son”, la mitad de la clase (junto con su profesora) estaba al borde del llanto. No puedo decir que el clima político fuera el único responsable de la dificultad para establecer objetivos ambiciosos en la clase, pero sí creo que desempeñó un papel muy importante. Lo he visto a menudo en mis clases en Wharton, donde los adultos jóvenes y de alto rendimiento llevan sobre sus hombros lo que parece ser el peso y la carga del mundo. Sus historias de vida suelen ser similares: sus padres arriesgaron todo para que ellos tuvieran la oportunidad de gozar de una posición privilegiada, por lo que necesitan garantizar el éxito; o bien, como sus compañeros ya tienen la vida planeada, quieren hacer lo mismo. Con todo lo que sucede en el mundo, los temas que tocamos en mi clase adquieren nueva relevancia. No sorprende que las emociones estén a flor de piel.

Para ser claros, no es raro encontrar a gente que se siente inferior por su raza u origen étnico, pero ahora es mucho peor que antes. Las palabras importan y tienen la facilidad de llegar al núcleo de inseguridades que ha estado hirviendo a fuego lento. Tal como Wes Moore, activista y escritor afroamericano, le dijo a Oprah Winfrey: “Reina una narrativa según la cual no pertenecemos a un lugar determinado. El síndrome del impostor... esperas que alguien te toque el hombro y pregunte: ‘¿Qué haces aquí?’”. Wes contó que en cada uno de sus logros, desde que se convirtió en veterano condecorado hasta ganar la beca Rhodes, creía que no debía estar allí. Quizá los creadores de la beca Rhodes nunca pensaron que fuera posible que la recibiera un afroamericano, y ésa es una realidad que él pudo haber asimilado. Pero en vez de eso, Wes pensó que un sinnúmero de personas que jamás conocería se había partido el alma trabajando, arriesgado la vida y mantenido la esperanza por el simple hecho de su existencia. Ésta es la historia que Wes necesitaba contar. “Nunca estamos donde no pertenecemos. Debemos tener la seguridad para convencernos de que pertenecemos, y no sólo como papel tapiz”, concluyó.5

He tenido estudiantes que me han dicho que yo represento la historia que deben contarse a sí mismos porque soy una mujer morena que está al timón de la clase. Es raro escucharlo porque todavía lucho con la duda interior y me pregunto qué diablos estarán viendo. Pero también lo entiendo. Para mujeres como mi alumna Sarah Farzam, de ascendencia iraní, mexicana y judía, que creció jugando con muñecas Barbie que nunca se parecían a ella, que leía libros y veía programas con personajes que nunca se parecían a ella, ver a una mujer iraní en un puesto de poder importa. Algunos de mis alumnos me ven como una mujer morena y otros ven sólo a una mujer, eso es suficiente. Por mi parte, admiro a mujeres como Oprah, Madeleine Albright y Serena Williams. Esto no quiere decir que aspiro a ser ellas, pero verlas convertirse en las “primeras” —verlas y punto— me llena de inspiración. Si ellas pueden abrirse paso, ¿por qué no podemos todas si nos esforzamos lo suficiente? De esa manera es más fácil contarme una historia positiva. Y si pienso en esa historia con suficiente frecuencia, ejercito ese músculo de seguridad en mí misma hasta el punto de que se activa de manera automática. Como entusiasta del ejercicio, me encanta esta analogía porque llega un momento con cada rutina de entrenamiento en el que no tienes que pensar tanto en los músculos que has trabajado. En lugar de eso, comienzas a entrenar y te sigues.

La psicología positiva sugiere que cuanto más positiva sea nuestra narrativa, mejores serán los resultados.6 Sin embargo, la sabiduría en torno a la positividad se remonta mucho más allá. Según una antigua enseñanza cheroqui, un abuelo le dice a su nieto que en su interior dos lobos pelean a muerte: el que encarna todo lo malo dentro de él, como la envidia, el orgullo y el ego, en contra del que encarna todo lo bueno, como la alegría, la generosidad y la compasión. Dentro de cada persona se libra una batalla similar. Cuando el nieto pregunta: “¿Cuál ganará?”, el abuelo responde: “El que alimentes”. Es importante saber en qué elegimos enfocar nuestra energía. El lobo que elijamos alimentar tiene un enorme efecto en nuestra autoestima y capacidad para negociar con el mundo que nos rodea.

Esto es personal

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