Читать книгу La vuelta a la manzana - Márgara Averbach - Страница 6
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ОглавлениеENCUENTRO (1)
Al principio, a Celeste no le pareció importante. En un día que incluía una excursión al arroyo después de la escuela, ¿qué podía significar ese encuentro?
Empezó en una hora aburrida mientras la de Matemática explicaba algo insoportable. Celeste odiaba la matemática. Siempre se preguntaba qué iba a hacer cuando llegara a segundo año y tuviera a la Almandárez, que para peor ahora también daba Física en cuarto y quinto: la señora Almandárez, una mujer chiquita y extraña, que sentía que cualquiera que no se entusiasmara con su materia era una de dos cosas: tonta o ignorante. Celeste le tenía espanto.
En esa hora, ese día en particular, Celeste sintió que no aguantaba más. Y así, sin saberlo, decidió el encuentro. Para no pensar demasiado mal de Celeste, hay que explicar un dato importante: nada angustiaba tanto a Celeste como la rutina. En eso, era como Sara Ferman, la directora de la primaria: enamorada de lo inesperado. Así que esa mañana de mayo, Celeste decidió no volver al aula en la hora siguiente. Música, nada menos. Y seguro que la profe pensaba seguir con eso del ritmo y las corcheas…
No y no. Pasaría la hora en la biblioteca, bah, se haría la rata. Dos chicas del otro primero lo habían hecho sin problemas. Ella estaba necesitando arriesgarse un poco. Y hablando de rutina y de Matemática, Celeste no lo sabía pero tenía razones para no querer a la señora Almandárez. En el tema “rutina”, la señora Almandárez estaba en las antípodas: el ruido de las puertas que se cierran siempre a la misma hora la tranquilizaba, gozaba con la misma comida ordenada exactamente de la misma forma en la heladera, amaba los horarios perfectos de la televisión y la radio, adoraba a los alumnos que la miraban con los ojos llenos de interés y las bocas cerradas, y le preguntaban lo previsto, lo lógico, lo de siempre y, en lo posible, en el mismo momento del año y a la misma hora.
Por suerte, faltaba un tiempo para el encuentro con esa futura enemiga. Por ahora, mientras caminaba hacia la biblioteca, Celeste se preguntó por qué no se hacía la rata con más frecuencia. Hubiera sido lógico en alguien que amaba la rebelión, el desorden, la fiesta. Esa mañana, en el silencio de las mesas oscuras y agrietadas, con un libro cualquiera entre las manos (para disimular), Celeste se confesó algo: la verdad era que no se hacía la rata más seguido porque tenía un poco de miedo. La rebelión le gustaba pero el peligro no: la única salida en la que se negaba a participar era la que hacían las chicas cada tanto al parque de diversiones. El día del parque, ella se enfermaba. No pensaba decírselo a nadie pero sentía que subirse a la montaña rusa o al tren del terror era una especie de tortura. No pensaba hacerlo. Nunca.
La biblioteca estaba desierta.
–Me mandó la profesora porque no me siento muy bien –dijo Celeste sin mirar a la bibliotecaria a los ojos.
La mujer alta, robusta tejía todo el tiempo, con un ritmo feroz, maniático, que asustaba. Ahora la miró un segundo, le hizo un gesto con la cabeza y siguió en lo suyo. Celeste nunca la había oído decir más que: “Mmm”. “Ajá”. “No”. “Está prestado”. Raro que alguien que atendía una biblioteca no estuviera más interesada en leer.
Hacía algo de frío en esa habitación grande, de techo alto. Después de un rato, Celeste se puso a revisar los estantes del fondo mientras bailaba con los pies para darse calor. A esa altura, ya sabía que la rata no le estaba saliendo bien. No quería confesárselo pero la verdad era que se estaba aburriendo tanto como en Música.
Títulos y más títulos: Breve historia de América, La Revolución Francesa, Napoleón y Europa, África en el siglo XIX, Viajes de exploración en la década de 1890, Historia de Molinos, un libro sin lomo, Exploración del espacio exterior, América en el siglo XVII.
Celeste leía las letras de los títulos, saltaba sobre los dos pies, daba pasitos breves hacia la ventana. De pronto, sin razón, porque sí (porque el libro la había llamado, diría ella después), volvió atrás cuatro libros y leyó por segunda vez: Historia de Molinos.
Tal vez hubo una razón más lógica que un llamado no humano para volver atrás: el lomo de ese libro se destacaba como un cordero negro en un rebaño de ovejas blancas. En primer lugar, no era ni de cartón ni de tela sino de cuero. Pero África en el siglo XIX y Exploración del espacio exterior también tenían lomos de cuero. Así que no era solo eso. El cuero de la Historia era bordó, un bordó fastuoso, casi violeta, con dibujos dorados. Arriba, la silueta de un manzano en flor; abajo, uno lleno de frutas. Y en el medio, entre un árbol y otro, el título, en curvas complicadas, redondas: Historia de Molinos. Una hache rodeada de hojas, una ge retorcida sobre sí misma; las demás letras, un poco más chicas, como alumnos de una escuela, vestidos de gala para un acto.
Celeste estiró el brazo y lo sacó.
El libro parecía tibio, impaciente.
Cuando ella lo puso sobre la mesa, una niebla de polvo fino se extendió un instante sobre las tapas y bajó como una sábana que se abre sobre una cama: primero un globo redondo, después una llanura chata.
Pero adentro no había nada nuevo. Otra vez, la misma historia. Lo único raro eran las fotos en color sepia. ¿Sepia? ¡Qué raro! El libro era bastante moderno por la fecha en que terminaba. Celeste miró el último capítulo. 1965, el año anterior al incendio. Así que el sepia, el lomo y las letras eran algo buscado, la manera que habían encontrado para que pareciera antiguo. Ahí estaban, en tonos marrones: la manzana de la plaza, instalada junto a la fuente; la Municipalidad y sus columnas, cuando eran apenas un armazón de hierro; las casas bajas del centro, antes de que aparecieran los cuatro edificios de diez pisos; la escuela anterior, una casa inglesa de varios dormitorios, que alguien había donado a la Secretaría de Educación, mientras construían el edificio cuadrado que conocían Celeste y sus compañeros.
Las imágenes eran tantas que se le mezclaron en la mente. Junto a cada una, había una o dos oraciones a las que Celeste apenas prestó atención. ¿Para qué? Reconocía todas y cada una de las fotos. Las había visto mil veces. Eran parte de su vida. Pero por alguna razón, el libro le interesó porque la hora se le pasó en un segundo. Cuando sonó el timbre, sonrió, cerró Historia de Molinos, lo devolvió al estante sin hacer caso al cartelito que decía “Entregar los libros a la bibliotecaria”, y salió, despacio, hacia la clase de Dibujo, a la que no pensaba faltar.
Y eso fue todo.
Al principio.
A las doce y media, las chicas (no todas, claro: Ana, la Chueca, no y tampoco Ester, siempre encerrada en su casa) salieron por la puerta de la escuela en remolino. La caminata hasta el arroyo era de veinte cuadras más o menos, primero a través del centro, por la peatonal, después, despacio, por calles sombreadas, entre casas muy bajas, blancas, con jardines resecos y, al final, junto al agua, hasta el parque. (Del otro lado del Seco, aunque ellas nunca les prestaban atención, estaban los campos abandonados en los que todavía quedaban algunos tocones quemados de los antiguos manzanos.)
Celeste iba adelante, como siempre, charlando sobre varones y bailes con Viviana. Las dos reían, sacudiendo las bolsas de plástico agobiadas de sándwiches, galletitas, mate, termo, yerberas y latas de gaseosa.
El arroyo hacía una curva al final de la calle San Martín y ahí, un poco más abajo, en la gran plaza, por un sendero rodeado de laureles de adorno, estaban los paraísos. Ese era el lugar de los almuerzos. Alguien estiró una lona y las demás ahogaron el viento que se arremolinaba debajo con bolsas cargadas de comida. Una vez marcado el territorio, abrieron todas juntas el territorio de la charla. Había mucho de qué hablar pero por alguna razón –una razón que Celeste, más adelante, relacionaría con la magia extraña que había surgido del roce entre los Molinos (el del pasado, el del presente, y tal vez hasta un tercero, un pueblo nuevo, transparente, apenas sospechado: el del futuro)–, la conversación se centró despacio alrededor de una palabra: tesoro.
Por supuesto, la magia no es la única forma de explicar esto: Viviana acababa de terminar La isla del tesoro; Emilia estaba loca por las películas de espadachines y reyes y mosqueteros; la Maru, que quería ser actriz o en todo caso, escenógrafa, siempre estaba contando historias frenéticas de piratas y dibujando escenarios adornados con sogas, arena, velas de papel y cofres de madera de pino… Ah: y Celeste había visto un libro raro en la biblioteca.
Mientras las sombras crecían y la lona se cubría de hojas marrones (debajo de los plátanos) y amarillas (debajo de los fresnos y los sauces), descubrieron que los varones, las clases, los deberes habían desaparecido de la conversación. Quedaban solo los tesoros escondidos. En esa conversación extraña, el encuentro (que, en realidad, ya había sucedido) se volvió evidente. Bruscamente, verdadero.
–En Molinos hay un tesoro –dijo Celeste de pronto, casi sin darse cuenta, como si las palabras le salieran solas por la boca.
Porque, de pronto, se había acordado de la oración de letras retorcidas junto a la foto (sepia) de una vieja caja de madera entre dos manos cansadas de callos y trabajo, una foto que ella había dejado pasar entre tantas otras:
“En esta caja esta el tesoro de Molinos”, afirmo el senor Reverte.
¿En qué capítulo del libro estaban la foto, las palabras? Celeste no le había prestado atención pero lo contó con todos los detalles. Y así, de pronto, en la orilla del arroyo, sobre el mapa de la lona rodeada de verde, el dibujo de la caja de madera se llenó de preguntas.