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/ EL PROBLEMA

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El problema era que había una sola máquina de lluvia. Una sola en todo el ancho mundo. Y muchos lugares que la necesitaban. De eso trata la historia que quiero contarles.

Esta es una historia del futuro remoto. El tiempo, eso yo lo sé, no es tan recto como creemos porque ahí está el sueño… ¿No podemos ver el futuro? Yo no lo creo. Esta historia es el futuro que vino a contarme algo en mis sueños.

Hace cuatro noches que la sueño y sé que quiero contarla, que necesito contarla. Porque ustedes y yo, todos, somos parte de ella. Somos la especie loca parecida a los monos que se asoma cada tanto en los rincones de la historia.

Así empieza:

Había una sola máquina de lluvia. Y ese era el problema.

África la necesitaba. En el Norte, estaba el gran desierto, abierto como un abanico; a veces, amarillo y arremolinado; a veces, inmóvil, transparente. Nadie quería destruir el desierto. El desierto tenía que seguir ahí y no necesitaba lluvia. Todos lo sabían: los camellos con sus grandes ojos llenos de lágrimas; las serpientes doradas que duermen sobre las piedras, al sol; los insectos de los oasis, protegidos detrás de las hojas de las palmeras; la arena, inquieta en sus dunas verticales, como montañas. Nadie quería destruir el desierto pero África es mucho más que desierto. Más hacia el Sur, en las enormes sabanas, las jirafas y los leones y los guepardos y las mimosas necesitaban agua. Las selvas y los pantanos esperaban la lluvia con la boca verde y húmeda y abierta., y la lluvia no siempre llegaba.

América necesitaba agua. El Amazonas alzaba sus ondas turbias sobre las tortugas y las pirañas y las grandes boas silenciosas, y pedía tormentas. Los ciervos de las pampas del Sur querían tormenta para sus esteros encendidos, y los osos y los mapaches del Norte se detenían junto a los ríos y buscaban en el cielo tormenta para la fruta y los salmones. En el centro, en las islas del mar color turquesa, los loros y los guacamayos esperaban que ella fabricara las grandes hojas que siembran sombra fresca en el verano.

Y la máquina de lluvia era una sola.

Australia, la árida, con el corazón dolorido de sed, quebraba las piedras para recibir las gotas que buscan las raíces ciegas de sus eucaliptos y los saltos mágicos de los canguros. Los cocodrilos se escondían en el agua de los pantanos y los arroyos, pero los pantanos y los arroyos estaban cada vez más playos. Las islas, dispersas como un rebaño alrededor, cantaban con el mar pero deseaban el agua dulce que baja desde las nubes.

Eurasia necesitaba la máquina para alimentar a los lobos y las perdices y los manzanos y los olivos y los charcos que brillan entre las nieves blancas de las montañas y los acantilados junto a las playas azules. En el Sur y el Este, sus ríos lerdos buscaban lluvia y también los tigres que nadan de noche y los elefantes que se mueven todos juntos cerca del Océano Índico.

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Solamente Antártida, solitaria como un bostezo blanco, sonreía en paz bajo su lluvia congelada. Antártida no necesitaba la máquina de lluvia. Tal vez por eso (se me ocurre ahora que voy a contar la historia), tal vez por eso fue la enviada de la Antártida la que consiguió solucionar parte del problema.


Pero no nos adelantemos. Antes, hay que decir que yo hablo de África, América, Eurasia, Australia y sus hermanas menores, y Antártida, claro. Pero esos no eran los nombres de esas tierras en tiempos de esta historia. En tiempos de esta historia, todo se llamaba de la misma forma. Todo era Tierra. Cada uno de los continentes era distinto y cada uno se llamaba a sí mismo con una palabra que significaba “Tierra”, y esa palabra era completamente distinta de la que se usaba en los otros lugares del mundo. Pero la historia no me contó esos nombres, así que la cuento con los nombres que yo conozco. Que todos conocemos.

Cuento esta historia porque hace falta contarla. Es una historia necesaria. Hay que contarla mucho, sobre todo ahora, en estos años raros en los que no parece que los seres humanos nos demos mucha cuenta de lo que respira bajo nuestros pies. Esa Tierra que es y será siempre solamente una.

Como los nuestros, los de esta historia no eran buenos tiempos. La sed había bajado con sus dos alas secas hasta todos los seres del mundo, menos los que vivían en la Antártida. Y entonces, la discusión se volvió árida y se dobló sobre sí misma.

Había una sola máquina de lluvia.

Ese era el problema.

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La lluvia y los cinco

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