Читать книгу La lluvia y los cinco - Márgara Averbach - Страница 7
I. LOS ENVIADOS /
ОглавлениеHabía una sola máquina de lluvia. Solamente una.
Los cuatro continentes que la necesitaban se asustaron y Antártida, que no la necesitaba, se asustó también. Y tenía razones para asustarse. Decía la leyenda que, hacía ciclos y ciclos, había habido en la Tierra una especie parecida a los monos. Y que esa especie se había peleado contra el planeta y contra sí misma, como el mundo parecía a punto de pelearse ahora por la máquina de lluvia. Tal vez habían tenido razones, razones importantes: la comida, por ejemplo. O el espacio. O el agua… El agua, como ahora.
Había teorías, claro. Algunos estaban seguros de que era por alguna de esas cosas… porque, ¿qué es más importante que el agua o la comida o el espacio o el aire, en todo caso? Otros decían que tenía que ser por algo más grande, algo desconocido y maravilloso que se había perdido para siempre en la pelea. Un tercer grupo de estudiosos creía que había sido una enfermedad, una enfermedad terrible, una locura. La cuarta teoría era la más rara de todas. Los que la apoyaban decían que tal vez la pelea había sido solamente porque la especie tenía ganas de pelear. Como un juego que sigue y sigue y termina muy mal.
Fuera lo que fuese, la especie había desaparecido en ese remolino. Y había dejado en condiciones muy feas al resto del mundo. Nadie creía que hubieran sido inteligentes y había una prueba concreta: no quedaba ni uno solo de ellos. Sólo sus huellas, sus ruinas: montañas artificiales, rectas, muy altas, todas amontonadas, montañas que las ardillas de América del Norte usaban para jugar y los mapaches para esconderse; senderos duros, silenciosos, muertos, en general de color violeta, que las plantas iban cubriendo lentamente. Enormes caras de piedra en el centro de América (redondas) y en la Isla de Pascua (alargadas); algunas pirámides inmensas, en América también y en el Norte de África, junto al desierto. Lugares intrincados y llenos de imágenes en Asia. Enormes paredes pintadas en Europa. Y algo más: el mundo de la historia los llamaba de otra forma (algo así como “camino sobre”) pero yo, que quiero defender un poco a la especie loca parecida a los monos, voy a llamarlos “puentes”.
“Los puentes”, pensaba el mundo, “eran maravillosos y estaban por todas partes”. “No pueden haber sido tan tontos”, decían algunos estudiosos cuando miraban los puentes. Un puente que atraviesa un río puede cambiar muchas cosas. Esa manera rápida de unir dos pedazos de tierra separados por agua parece inteligencia pura. ¿Sería por eso que se habían peleado? ¿Por los puentes que ellos mismos habían construido?
Cuando empezó el problema de la máquina de lluvia, los cinco continentes recordaron la leyenda y supieron que, aunque a todos les hacía falta la máquina, no podían permitirse pelear por ella. Antártida, que no necesitaba lluvia, estaba muy preocupada por la posibilidad de que hubiera una pelea: también Antártida conocía la leyenda.
Esta es (lo aclaro ahora antes de que empiece todo) la historia de una reunión. Y la reunión fue por eso: para que no hubiera pelea. Y para no pelearse por el lugar de la reunión, eligieron una isla que quedara lejos de casi todos los continentes. Pascua, la llamamos nosotros, Rapa Nui la llamaban antes: un punto apenas, rodeado por el gran océano Pacífico, en el Sur del mundo. A América le quedaba un poco más cerca, es cierto, y del otro lado, también a Oceanía, y más abajo, a la Antártida. Pero en fin... nada es perfecto. Eurasia y África lo pensaron un instante y aceptaron enseguida.
Creo que tengo que explicar un poco la situación: las más interesadas en la máquina de lluvia eran las plantas. Pero sin plantas no hay mundo así que lo que interesa a las plantas interesa a todos. La especie loca no había entendido eso, decía la leyenda. Sin embargo, las plantas viajan solamente cuando son semillas, así que no hubo más remedio: los continentes eligieron a sus enviados entre los animales.
Los animales son muchos pero no fue tan difícil encontrar a los indicados:
__ algunos no querían ir por la época. Era primavera en el Sur y otoño en el Norte y esas dos estaciones son las más difíciles siempre, las que dan más trabajo. Y los enviados iban a tener que pasar mucho tiempo lejos;
__ algunos no querían ir porque odiaban viajar. Y ese sí que iba a ser un viaje. Varios viajes, seguramente: nadie creía que bastara con una sola reunión para arreglar el problema;
__ algunos no querían ir porque amaban hacer siempre lo mismo todos los días. Los viajes cambian los días, los inventan de nuevo. En un viaje, cada día es diferente;
__ algunos no querían viajar porque no les gustaba la soledad y no sabían si se entenderían con los otros enviados; o porque eran tímidos y no sabían qué iban a encontrar en la isla.
Por eso, los cinco que fueron tenían algunas cosas en común: les gustaba viajar, no eran demasiado amantes del trabajo ni de la rutina, les gustaba estar solos, no tenían miedo de lo nuevo. Algunos, sobre todo los que no querían trabajar, se equivocaron. Ese viaje a Rapa Nui era exactamente un trabajo, un trabajo muy grande. Pero por suerte para la historia, ellos no se dieron cuenta. No al principio.
América: el tucán
El tucán era una vergüenza para el continente.
Lo único que le gustaba era girar en el aire hasta convertirse en un intenso remolino de colores y descansar en largas siestas sobre una hamaca colgada entre dos árboles.
¿Se entiende por qué sus mejores amigas eran las arañas? Necesitaba la tela. Por un lado, la relación que tenía con ellas era un intercambio: él les hacía regalos y ellas tejían hamacas para él. Hamacas suaves para las noches de mucho cansancio, hamacas abrigadas para las pocas tardes frescas de los bosques del centro de Sudamérica. Por otro lado, era una amistad. A veces, el tucán bailaba en el aire para las arañas y las arañas, que siempre tienen tiempo, que saben esperar (esperar es lo más importante de su trabajo como cazadoras de insectos) dejaban todo para mirar la belleza de ese baile.
El tucán era perfecto como enviado: no hacía nada en primavera. Le gustaba estar tirado sin hacer nada. Le gustaba viajar. Pero él ni siquiera hubiera pensado en ofrecerse. Fue el jaguar el que lo miró en la reunión en que se eligió al representante de América en Rapa Nui.
–Yo no veo que hagas nada –susurró entre los dientes afilados–. Podrías aprovechar el tiempo. Podrías servir para algo. ¿No era que te gustaba viajar?
Era sabio el jaguar.
El tucán aceptó enseguida. ¿Por qué no? Algo de miedo le daba ser “el enviado”…, pero si la cuestión era hablar y viajar y ver a otros, estaba más que dispuesto.
América preparó un mapa dibujado por las urracas con piedras y pedazos de espejos y bolitas que buscaban entre las ruinas de la especie desparecida. Un dibujo del continente y de la isla en verdes deslumbrantes, marrones profundos, rojos desgarrados y azules cegadores. El tucán lo estudió durante todo un día desde la rama de un lapacho.
Después, le entregaron un alaredonda para el viaje. América no tenía más de cuatro. El tucán entendió la responsabilidad. Entró despacio, la inspeccionó de arriba abajo, acomodó dos hamacas en lugares estratégicos, subió sus cubos de música, se despidió de las arañas con un último baile y se fue.
Iba a ser un viaje muy fácil: al Sur primero, después al Oeste. Pero el tucán no había viajado nunca en alaredonda (las naves se usaban solamente para transportar la máquina de lluvia y/o para llegar a reuniones importantes). Al principio, estaba emocionado y alerta y todo fue muy bien. No era difícil volar ahí, no mucho más que volar con las alas. El problema vino después. Cuando ya estaba flotando sobre el enorme brillo del Pacífico, empezó a dormirse. El rumor del mundo lo estaba agotando. Entonces se dio cuenta por primera vez: había aceptado un trabajo y era un trabajo duro.
Eurasia: el yak
El yak amaba el ruido del viento sobre la nieve. Amaba las grietas azules que se siembran solas en el hielo al final del invierno. Y las llanuras blancas y duras y el sol, bien bajo en el horizonte. Siempre había sido filósofo. Cuando trabajaba, se quedaba acostado días enteros en el suelo congelado y pensaba.
Tal vez fue por eso que muchos pensaron en él para la reunión. El yak sabía tomarse las cosas con tranquilidad. La tranquilidad lo rodeaba como una manta en invierno. A veces, era contagiosa. Cuando el yak rumiaba, la luz en sus ojos cansados llenaba de brillo el aire a su alrededor. Un representante perfecto…
El continente le preparó una de las típicas troncobalsas que se usaban para viajar dentro del territorio que va desde el mar del Japón hasta las rocas de Gibraltar. El yak sabía que sería un viaje largo: almacenó comida bien verde y libros para las noches. Le gustaba leer.
–Sin libros, no voy a ninguna parte –había dicho cuando aceptó el encargo.
Se preparó bien, claro. No le gustaba improvisar.
Después de mirar el mapa y estudiar un poco las condiciones de la isla de Rapa Nui, se cortó el pelo. Aunque la islita fuera un lugar con mucho viento, estaba seguro de que haría calor y no creía que el calor fuera a gustarle. Después del corte (lo ayudaron los monos), se sintió extraño, liviano y se sentó a pensar despacio ese sentimiento. Estaba contento: ni siquiera había salido y ya se le estaban ocurriendo ideas nuevas. Había hecho bien en aceptar el encargo.
La troncobalsa se alzó en el aire con un movimiento acompasado, lento, musical. El yak sonrió, ajustó la vela, saludó al viento, le pidió que lo acompañara, se acomodó sobre los grandes troncos y viajó. Oía los crujidos de la madera mientras viajaba. Al principio, miró el mundo a su alrededor. Después, rebuscó entre los libros, sacó un tomo pesado y verde, y se puso a leer. Los vuelos en balsa lo aburrían y ahora que había llegado al gran mar, no había mucho que ver allá abajo.
África: la cebra
La cebra se entusiasmó cuando la eligieron. Le daba un poco de miedo ir sola (era muy gregaria) pero la aventura la emocionaba.
El problema no fue ella, sino el elefantor. Los elefantores son chicos y ágiles y África tenía muchos. Dentro del continente inclinado hacia el centro, los viajes por tierra eran difíciles. Había demasiados ríos poderosos, demasiados desiertos. Había selvas imposibles y sabanas infinitas. Excepto los pájaros, muchos en África necesitaban los elefantores.
Para la cebra, el continente (que tenía muchos problemas con la sequía) eligió un elefantor bastante viejo. La reunión era importante pero la urgencia de los problemas internos era demasiado grande.
Los elefantores eran aparatos grises que bajaban a la Tierra sobre cuatro patas cilíndricas y gruesas, copiadas de las de los elefantes. Pero el de la cebra tenía una rodilla mecánica estropeada y ella se dio cuenta enseguida de que los aterrizajes iban a ser un poco complicados. Y estaba bien, muy bien. Ella amaba los elefantores, los conocía bien. Sabía que eran un sueño de suavidad y elegancia. Ella arreglaría el asunto apenas llegara a la isla, si es que tenía tiempo. Hasta entonces, se las arreglaría como pudiera. Más aventura.
Antes de salir hacia Rapa Nui, la cebra tenía que hacer algo. Necesitaba cansarse. Las cebras no son animales tranquilos. No les gusta estar quietas. La idea de estar encerrada en el elefantor hasta la isla era lo único que asustaba a la enviada de África. Por eso, corrió en círculos alrededor de la nave y se revolcó un rato en el pasto quemado por el sol. Cuando le pareció que ya no le quedaba aire, galopó hasta el gran baobab que era su preferido y se quedó un momento ahí, a la sombra, sin cerrar los ojos. Despierta.
La cebra amaba la velocidad. Amaba la alegría del instante diminuto en que ninguno de sus cascos tocaba el suelo, ese instante en el que volaba como una grulla de dos colores antes de que el suelo volviera a tocarle las patas. Sabía que volar el elefantor también era una forma de moverse pero el viaje sobre el Atlántico y después sobre América sin nada alrededor y poco trabajo… la preocupaba. Tal vez por eso, había decidido volar de noche: las cebras viven de día. De noche, le resultaría más fácil quedarse quieta. Tal vez, hasta consiguiera dormir un rato. De pie, como siempre.
Australia: el koala
Como el tucán, el koala era un amante de la música. No la misma música, por supuesto. Lo que le gustaba era la música de tambores. Siempre que podía, se colaba en las fiestas de los canguros y todas las noches, todas, se dormía con una oreja apoyada sobre un tronco palpitante. Los árboles cantan por dentro. El koala los escuchaba.
Por suerte para el continente, el koala era más que un apasionado de la música: sabía mucho de construcción y reparación de arcolores, las máquinas voladoras de Oceanía. Los arcolores eran chatos como las balsas flotantes de África pero tenían una forma en ángulo, inspirada en el búmeran (una de las armas de la especie parecida a los monos: se habían encontrado muchas en Australia). Los arcolores estaban pintados de todos los colores de la Tierra. La pintura era parte de la razón por la cual podían volar, así que había que pintarlos con cuidado, gota por gota, como el sol cuando pinta el arco iris.
El koala se alegraba de que lo hubieran elegido. En un viaje largo como ese podría controlar mejor el funcionamiento de las máquinas que amaba. Acomodó su música sobre la cubierta del arcolor y despegó. Muy pronto, dejó atrás las playas y los arrecifes y estuvo solo en medio del gran mar.
Antártida: la ballena franca
En el tiempo de esta historia, los cinco continentes se llamaban a sí mismos “Tierra” y cada uno pronunciaba ese nombre de una manera distinta. Antártida sabía que, a pesar de que no necesitaba la máquina de lluvia, tenía que estar en la reunión.
La ballena franca era viaje casi eterno. Viaje y canción en el agua. Era lógico que la enviada fuera ella.
Una mañana de primavera, se despidió de todos y nadó hacia el Norte. Se sentía muy rara: en primavera, las ballenas de la Antártida viajan al Sur y las ballenas aman la rutina. Pero a esta ballena en particular, le pareció que iba a gustarle cambiar. El mar está siempre lleno de música en septiembre y eso la consolaba. Nadó a contrapelo por las corrientes que tan bien conocía.
Antártida no tenía transportes artificiales. Todos sus habitantes se movían bien en el agua. El frío los abrigaba. Para las poquísimas urgencias, siempre se podía pedir un arcolor a Oceanía o un alaredonda a América. Oceanía y América le habían ofrecido una nave para el viaje a Rapa Nui.
–No, gracias –dijo la ballena: ella no estaba dispuesta a abandonar las olas.
Salió con tiempo y viajó sin apuro. Y mientras viajaba, dibujaba con música las leyendas de la especie parecida a los monos, esa especie que había amado la lucha y había desaparecido en ella. La canción fabricaba la historia en el agua y el agua se volvía más transparente a su alrededor.
Las ballenas decían que, en los tiempos en que esa especie viajaba por el mar, el canto moría pronto y los que cantaban se perdían unos a otros por los caminos del océano. El mar estaba demasiado lleno de ruidos. La muerte venía con los ruidos en las enormes naves de la especie, que viajaban a toda velocidad, rodeadas de dientes, garras y trampas gigantescas.
“Me alegro de no haber nacido entonces”, se dijo la ballena.
Tenía razón, ¿saben? En los tiempos de la reunión en la Isla de Rapa Nui, el mar sabía hacer silencio y dejar un espacio para que pasaran las canciones de las ballenas. La enviada de la Antártida cantó para las olas y las gaviotas, mientras el agua se iba entibiando a su alrededor y el sol bajaba a tocarla con dedos cada vez más amarillos, cada vez más cálidos.