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Capítulo I

Un coche de dos caballos pasaba al trote por el camino de Telbury, cuando sus ocupantes divisaron al margen una figura maltrecha y tambaleante. Las pasajeras, dos damas, se preocuparon en seguida.

—Detenga el coche —ordenó la mayor con un golpe del bastón en el techo.

—¿Cree que es prudente detenerse, lady Danford? —preguntó temerosa su acompañante, una dama joven.

La baronesa Danford acabó con sus temores mediante un brusco resoplido:

—¿Dónde está su caridad cristiana, señorita Mackenzie Burton? —La miraba ceñuda y furibunda desde sus ojos azules.

La joven dama bajó la mirada avergonzada a la vez que el cochero frenaba a los caballos.

La briosa y enjuta baronesa, saltó al camino con sus faldones de terciopelo azul noche recogidos con una mano y el bastón que no necesitaba, en la otra. Finalmente, lo lanzó al interior del coche maldiciendo. Con rápidos y cortos pasos, se dirigió hacia la figura tambaleante.

—Señorita, ¿se encuentra bien? —la interpeló.

La joven pareció ignorarla, tal vez ni siquiera la escuchaba, tan solo trataba de seguir adelante sin lograrlo. Winifred Danford apretó los labios en señal de determinación y se plantó ante ella para impedirle el paso. ¿Y qué vio ante sí? Una muchacha alta y desgarbada, de finos rasgos demacrados en su lindo y perfilado rostro, con unos enormes ojos atigrados, refulgentes como la pradera en primavera. Sus cabellos rojos como un atardecer incendiado se veían despeinados por mechones indomables, desordenados y sucios. En cuanto a su atuendo de refinadas telas, iba hecho jirones y enlodado. «Pobrecilla», pensaba la dama sin atreverse a preguntar.

—Oiga. —La cogió de la manga y la sacudió con suavidad.

La desconocida la miró tal vez sin verla, antes de desplomarse sobre ella. El cochero acudió en su ayuda de inmediato y desmayada la portó en brazos hasta el coche tras la petición de lady Danford.

—Gracias, seguiremos hasta la primera posada y allí veremos qué podemos hacer por esta desdichada criatura.

Ya en el interior del carruaje, Mackenzie Burton abandonó el asiento donde habían acomodado a la desfallecida desconocida y saltó a sentarse junto a lady Winifred Danford. Esta le lanzó una mirada reprobatoria pero no dijo nada.

—Me pregunto quién será —fue el único comentario de la joven y timorata dama.

—No lleva ni bolso, ni credenciales, ni dinero. Me temo que haya sido víctima de un asalto, pobre dama.

—¿Cómo puede estar tan segura de que es una dama, lady Danford? Yo no veo más que una vagabunda. —Y arrugó la nariz para poner de manifiesto la gran repugnancia que sentía.

Winifred le respondió impaciente:

—Solo tiene que mirar su anular para ver el anillo de zafiros.

La joven respondió con otro mohín desdeñoso:

—No tiene sentido, si hubiese sido víctima de un asalto se lo habrían robado.

«Estúpida», pensó la baronesa. Sin embargo, objetó el argumento de su pupila con tanta amabilidad como le permitía su paciencia en ese momento, que no era mucha:

—Podríamos pensar que no han podido sacarlo o que se ha librado porque los asaltantes han huido, ¿cómo voy a saberlo?

—Pero le hubieran cortado el dedo, ¿por qué no lo piensa?

Winifred la miró a través de sus ojos claros de garza, cual institutriz dispuesta a soltar la reprimenda, y en verdad que su tono sonó igual:

—Jovencita, creo que ha leído demasiadas novelas románticas.

La joven señorita Mackenzie Burton se encogió de hombros, sacó un impoluto pañuelo de encaje de alguna parte de su satinada manga burdeos y dio rienda suelta a una irritante serie ilimitada de estornudos pequeños y medio contenidos y desde luego sin ningún sentido.

Y fue entonces cuando el carácter irlandés de Winifred se manifestó a través de sus astutos ojos y por su boca sin represión ni recato:

Miss Burton, si no es capaz de mostrar la más mínima compasión ante nada, me temo que no podré ayudarla en su matrimonio con mi hermano.

—¿Qué insinúa?

—Querida, no insinúo nada. Lo afirmo. Cuídese de no… Contrariarlo.

—No comprendo…

—Ya lo hará —respondió la baronesa pensando que aquella damisela era tonta de remate e iba a decepcionar terriblemente a su inminente esposo—. Esperemos que no sea en modo violento —farfulló en un murmullo.

—¿Qué? —preguntó la señorita Burton, que no la había entendido.

Sin embargo, la baronesa Danford ni le respondió ni la escuchó porque trataba de despertar a la desconocida con unas sales extraídas de su bolso. La muchacha musitaba alguna cosa ininteligible y agitada, ladeaba la cabeza. Hasta que la insistencia de la baronesa dio sus frutos y la joven abrió aquellos inmensos ojos. Los fijó en los de la baronesa y la sorprendió al agarrarla por la pechera hasta zarandearla, a pesar de sus escasas fuerzas. Lady Winifred Danford se desprendió con gesto firme.

—Tranquila, querida. Solo queremos ayudarla. Pararemos en la próxima posada, comeremos, beberemos y usted se recuperará. ¿Cuántos días hace que no toma una comida en condiciones?

—No lo sé —murmuró Jane.

—Apenas puedo entenderla con ese hilo de voz, pero no se preocupe, cuando se reanime podrá contarnos su desventura.

La señorita Burton estornudó tres veces seguidas con la cabeza vuelta hacia el ventanuco. Un peculiar momento en el que si las miradas matasen hubiese caído fulminada ante la que lady Danford le dedicó, tan solo un breve instante. Enseguida volvió a interesarse por la desventurada muchacha desfallecida sobre el asiento.

—Vamos a ver, tome un poquito de agua, le hará bien. —La baronesa sostuvo su cabeza mientras le ponía una cantimplora en los labios.

Jane bebió con la ansiedad propia del deshidratado, bebió hasta atragantarse y entonces ladeó la cabeza y vació con estertor y violencia todo el contenido de su estómago, que no era más que bilis. La señorita Burton se tapó con el pañuelo su nariz arrugada, y lady Danfort no logró apartarse a tiempo.

—Qué desastre, Dios mío. —Sacudía los brazos en un gesto inútil ante su falda salpicada—. Mi pobre traje de viaje favorito.

—Usté pe’done, no m’encuentro mu bien.

—¿Qué ha dicho? —preguntó la señorita Burton sin mirar y sin retirar el pañuelo de su arrugada nariz.

—Yo tampoco la he entendido —respondió la baronesa y se dirigió a la joven—. ¿Cómo dice, querida?

Jane la miró con ganas de darle un par de recados de sus manos en cada mejilla, pero se sentía demasiado débil para imaginarlo siquiera, solo podía pensar en cómo escapar de aquellas entrometidas, pero en aquel momento parecía una idea muy lejana y sintió pereza hasta de pestañear. Hizo un ademán con la mano para que la olvidaran y volvió la cabeza al otro lado.

—Es el desfallecimiento, seguro —afirmó convencida la baronesa.

—O el habla cockney de los barrios bajos de Londres, lo cual significaría que estoy en lo cierto y usted no, querida lady Danford —le rebatió altiva la joven dama empeñada en seguir mirando por su lado del ventanuco.

En un gesto muy suyo, lady Winifred Danford se arremangó los faldones con los puños en las caderas y frunció ceño y labios. Así mismo miró a la señorita Burton. Se dirigió a la ventana y corrió la cortina con furia, le dedicó otra mirada, y volvió junto a Jane.

Cockney —farfulló escéptica.

Mackenzie Burton ya no se atrevió a abrir más su boquita de piñón. Sin embargo, Jane estaba atenta y se determinó a no descuidarse de nuevo, en lo sucesivo tendría cuidado de no dejarse llevar por el particular acento de su principado. Aunque en el hospicio se lo quitaban a escobazos, el instinto obraba de otra manera y si no quería dejar pistas sobre su procedencia sería mejor no bajar la guardia.

El cochero se desvió hacia la izquierda para tomar un camino secundario. Un sendero angosto por el que era preciso transitar despacio, debido al azote constante del ramaje a ambos lados y lo empinado de la cuesta. Además, pedruscos desprendidos de la ladera, sembraban el piso y resultaba bastante peligroso.

—Por qué se habrá metido por aquí —protestaba la señorita Burton.

—Imagino que no tardaremos en llegar a algún lugar en el que refrescarnos y llenar la panza bien llena. Estoy tan hambrienta que podría comerme cualquier cosa, aunque no sea apetitosa.

La señorita Burton la miró escandalizada:

—¡Lady Danford!

—Pronto seremos cuñadas y espero que podamos apearnos del enojoso tratamiento.

—¡Lady Danford!

—¿Qué, niña? Puede preguntarlo.

—¿El qué?

—Que si todos los irlandeses somos igual de asilvestrados. Pues sí, probablemente en mayor o menor medida. Está en nuestras raíces, así que… Más le valdrá acostumbrarse.

Los ojos de la joven señorita Burton se redondearon como enormes fuentes con pavo, ¿qué más le quedaba por descubrir? Entonces notaron que el coche se detenía, al mirar se vieron ante El roble centenario.

—¡Qué bien, ya era hora! —exclamó feliz la baronesa con un ágil salto al exterior—. Parece un refugio muy agradable.

—Lo es.

Oyó que afirmaba una voz a su espalda. Al acercarse vio al posadero, un hombre de mediana edad, mediana estatura y medio calvo, que se acercaba frotándose las manos, para ayudar.

—Sí, lleven adentro ese baúl y ese otro también —indicó la baronesa.

—Entren, entren y atemperen el cuerpo junto al fuego. Mi mujer les dará las mejores habitaciones.

—Gracias, buen hombre. —Sonrió la baronesa—. Nos quedaremos solo una noche, pero… Vamos a necesitarlas, ya lo creo que sí.

—¿Y la joven? —señaló a Jane—. Parece enferma.

—Nada, un mareo. —La baronesa redobló su sonrisa—. Se le pasa en cuanto meta la cuchara y la cabeza dentro de una buena olla.

—De eso también tenemos en abundancia.

El local resultaba acogedor, limpio y confortable. Y la posadera, una voluminosa, rubia y enorme mujer a quien no se atrevía uno a llevarle la contraria cuando se fijaba en sus extraordinarios bíceps, les atendió con una luminosa sonrisa aún más enorme que ella misma.

—Comeremos primero, si puede ser, mmm…

La baronesa se interrumpió para mirarla de modo sugerente.

—Maggy, para servirla, señora —se presentó con una pequeña reverencia.

—Excelente, Maggy. Yo soy la baronesa Danford. Viajo con… Bueno, viajamos por… Bueno, qué más da. Tenemos hambre y sed. Sírvanos, y no sea tacaña.

La sonrisa de Maggy se ensanchó, dejando al descubierto una hilera de dientes estropeados. Señaló con los brazos, un rincón con una mesa junto al hogar, y las invitó a tomar asiento. Entonces empezó a recitar los suculentos manjares disponibles acompañándose de los dedos:

—Tengo asado de cordero, con verduritas y un poco de puré; pudding de Yorkshire… También tengo salchichas acompañadas de alubias fritas en tomate… Mmmm, pollo, empanada de carne, pastel de riñón, filete Wellington y… Bacon con patatas…

—De acuerdo, tráigalo todo —se decidió la baronesa.

—¿Todo? ¿Para él también? —señaló al cochero que se había sentado en una pequeña mesa junto a la entrada.

—Sí, también. También él es una criatura de Dios con estómago.

El hombre sonrió agradecido ante la simpatía y la cercanía de aquella dama. Maggy sonrió y se reclinó.

—De acuerdo, milady. ¿Para beber, clarete?

—Olvídese del clarete, unas buenas pintas negras y una jarra de agua.

Sentadas junto al calor del hogar, la señorita Burton y la baronesa Danford observaban estupefactas la capacidad devoradora de la desconocida, que no tenía suficientes manos para tantas viandas y tragos de cerveza como cabían, todos a la vez, en sus fauces insaciables. El color había vuelto a sus mejillas y el brillo a sus ojos. De pronto se abanicó la cara con las manos, recostó la espalda contra el respaldo, llevó las manos a la barriga y soltó un sonoro eructo. Mientras la señorita Burton se cubría parte del rostro con su sempiterno pañuelo de encaje, la baronesa se rio a carcajadas.

—¿Per… Dón? —las miró de hito en hito Jane—. Es que…, mae mía, en mi vida había tragao a pierna suelta con… —De nuevo volvió a mirarlas en alternancia. Tragó saliva, mojó sus labios y empezó de nuevo—: Quiero decir, que hacía tiempo que no comía tan bien. Muchas gracias por recogerme, señoras. Estaba en las últimas. Llevaba días sin…

La baronesa le sonrió comprensiva.

—Se dice «tragar como un saco sin fondo», o «dormir a pierna suelta». Aunque, una dama jamás debe pronunciar frases tan vulgares. De una dama se espera que se refiera a su sueño o apetito, en otros términos, tales como: «Estaba exquisito», o «He gozado de un sueño reparador».

Jane la miró como ensimismada.

—Ahhhh —respondió en un tono de incomprensión.

—Ahora que se ha recuperado, tendría que contarnos su historia —y la señorita Burton se dirigió a la baronesa—. ¿No es cierto?

Lady Danford dulcificó el interrogatorio con su sonrisa y un tono comprensivo y amistoso:

—¿Cómo se llama, querida?

—Jane Red.

—Jane Red —repitió la baronesa con los ojos entornados. Trataba de rescatar algún Red conocido desde el fondo de sus archivos memorísticos.

—¿Y de dónde es, Jane Red? —intervino la señorita Burton con la malicia asomada a sus ojos.

—De Whitechapel. —Se encogió de hombros Jane, porque deberían saberlo, ¿cómo no lo sabían? Menudas damas bobas. Todo el mundo sabía cómo eran en el East End.

La señorita Burton, orgullosa ante la evidencia de su victoria se infló como un pavo real, ahuecó sus plumas y se arrellanó en el asiento. Lady Danford la ignoró:

—¿De qué parte de Whitechapel, querida? —le preguntó.

Como si ello fuese a cambiar mucho las cosas, pensaba la joven e inquisitiva Burton hastiada. Jane volvió a encogerse de hombros:

—De aquí y de allá —respondió sin más.

La baronesa empezaba a ser consciente de que aquella muchacha no era como ella había supuesto. Sin embargo, todavía se resistía a creerlo. La contempló con su aire escrutador.

—Está bien, querida. ¿Puede contarnos qué calamidad le ha ocurrido? ¿Un asalto? ¿Un accidente? Si lo desea, naturalmente.

Jane pensó con rapidez:

—Escapé de casa… Demasiadas bocas que alimentar, ya me entiende.

A la baronesa se le puso cara de: «no, no lo entiendo». Sin embargo, de sus labios salió otra cosa:

—Y su coche ha sufrido un accidente durante el trayecto. Pobrecilla, vagando completamente sola por esos mundos de Dios sin nadie para socorrerla, no me extraña en absoluto que la hayamos encontrado famélica como un perro abandonado. Suerte que el buen Señor nos puso en su camino. ¿A dónde se dirigía, criatura?

Los ojos de Jane no podían dar más de sí de lo que se agrandaron. Por su parte, a la señorita Burton lo que no podía agrandársele más, era la boca. Estupefactas, ambas trataron de sacarla de aquella conclusión a la que nadie la había llevado.

—Creo, lady Danford, que nuestra… invitada —empezó la joven dama con sumo tiento—, trata de contarnos otra cosa.

—Yo no trato nada de nada. Yo solo digo que me dirigía a… casa de mi prima. Eso es. Mi prima Dolly. Y me perdí. Exacto. Me perdí y no encontré a nadie a quien acudir hasta que…

—¡Exacto! —la interrumpió lady Danford con energía—. Perderse por estas latitudes es un mal negocio. Por suerte podremos llevarla a casa de su prima, ¿no es cierto? Puede que esté muy preocupada. Exacto, mañana es lo primero que haremos. Llevarla a casa de su prima, y luego proseguiremos nuestro viaje a Liverpool.

—No será necesario, podré apañármelas. Gracias.

La baronesa la contempló desde sus cejas alzadas.

—Tonterías, la acercaremos y no se hable más. Una dama no debe andar sola y menos por estos caminos —afirmó con rotundidad y sin dar derecho a réplica.

La señorita Burton hizo un gesto de incredulidad y miró para otro lado. Jane intentó añadir algo más, pero lady Danford se lo impidió al levantarse y dar por terminada la cena.

—Señoras, es hora de pedir un baño caliente y darle la oportunidad a un reparador y buen descanso. —Y le guiñó un ojo a Jane—. Es decir, dormir a pierna suelta, ¿no es así? Olvidarse de todo y soñar. Eso lo arreglará todo, sí señor.

La princesa de Whitechapel

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