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Capítulo II

En El roble centenario habían entrado dos damas y una muchacha desaliñada, el día anterior. Pero aquella mañana fría y gris, de su interior, surgieron tres damas hermosas y elegantes.

La baronesa Danford, con sumo placer, justo es señalarlo, se había encargado de acicalar a Jane, a quien había parecido tomar bajo su protección. La vistió con sus propias ropas y complementos y le recogió el cabello con tal gracia que su gran belleza afloró sin discusión. Era una joven muy hermosa, sin duda. Una vez lista, sorprendió a su benefactora, cuando ante el espejo se contempló con una sonrisa de agrado y afirmó ser la princesa de Whitechapel.

—Este traje de tafetán púrpura y encaje negro le sienta mejor que a mí —observó orgullosa de su obra la baronesa, y le encasquetó un sombrero de gasa negra.

Ahora estaba perfecta. Sí.

—Claro, porque yo soy la princesa de Whitechapel —dijo y se estiró ante el espejo con el orgullo y la altivez que la acompañaban desde la infancia.

Ahora que abandonaban la posada para proseguir viaje, ella parecía dueña de la situación y desde luego de su destino. La última en subir al coche fue lady Danford a quien Maggy entretuvo con una advertencia:

—Mi marido ha hablado con su cochero y yo lo haré con usted. No debería ir solo, debería llevar un ayudante y armado, a poder ser. No se aparten de la ruta principal. La tentación es hacerlo por el inmenso rodeo que hay que dar, y los atajos son atractivos, pero están infestados de asaltantes. No se aparten de la ruta principal, aunque se topen con agujeros enormes en mitad de la calzada, suelen ser trampas perpetradas por los malhechores para atraer a sus víctimas, más vale seguir con cuidado, aunque sea preciso bajarse, desenganchar y acompañar a los caballos uno a uno y en fila india, antes que desviarse por uno de esos malditos senderos. —Y abrió mucho los ojos—. Primero es la vida.

—Naturalmente. De hecho, buena parte del viaje nos acompañó un mozo, un poco atolondrado, todo hay que decirlo, que al final se cayó del pescante y se dislocó el omoplato. Así que, otro coche se lo llevó de vuelta a su pueblo y…

—Sigan mi consejo al pie de la letra.

Antes de partir el cochero tranquilizó a la baronesa asegurándole que conocía tales advertencias como todos los de su oficio, y que todos hacían lo que él, cuidarse mucho de utilizar trayectos inseguros. Además, era sabido que tales ataques solo se producían al caer la noche y ellos viajaban de día. Por tanto, no había nada que temer. Tras estas palabras, lady Winifred Danford respiró tranquila y volvió a entusiasmarse ante la perspectiva del viaje.

El sol seguía oculto por un manto de nubes grises de panzas repletas de agua que iba a caer de un momento a otro. También había refrescado.

—¿Tiene frío, querida? —se preocupó la baronesa por Jane.

—No, estoy bien. Gracias —respondió la aludida.

Entonces la baronesa se fijó en la taciturna señorita Burton, parecía ausente, como perdida en una maraña de pensamientos.

—Mackenzie, querida. ¿Está bien? ¿Qué ocurre?

—Estoy bien. No debe preocuparse, lady Danford, es solo que…

—¿Qué? —la animó la baronesa.

La joven echó una furtiva mirada a Jane.

—Está bien —exclamó veloz ella siempre alerta—, si quiere me bajo para que pueda contarle lo que sea.

—Se bajará en Anfield, en casa de su prima como hemos acordado, y punto. Y miss Burton, ignore mis sermones. Mi hermano es un hombre bueno debajo de una capa arisca. Si es noble de título aún lo es más de corazón. Lord Gleastard es muy apreciado por todo el mundo, desde arrendatarios al resto de aristócratas y caballeros. Y un disputado casadero… Tiene suerte de que la haya elegido a usted. Serán absolutamente felices una vez casados. Eso, lo sé bien.

La señorita Burton miró a la baronesa con aire de «de sobra sabe usted que me ha elegido por mi fortuna». Sin embargo, sus labios no se despegaron. Jane, no parecía demasiado interesada, aunque su oído sí estaba bien atento.

De pronto Mackenzie Burton la interpeló:

—¿Cuántos años tiene, Jane?

Esta volvió el rostro hacia ella con expresión sorprendida, pensó un momento antes de responder:

—Dieciocho —dijo al fin—. Creo —añadió en un susurro.

—¿Cree? —continuó la señorita Burton—. Bueno, da lo mismo. Yo sí lo creo. Pues yo también tengo su misma edad, y mientras usted va a vivir libre y dueña de sí misma, yo me veré encadenada a un desconocido y huraño conde irlandés, encerrada en su mansión en una tierra lejana. ¿Sabe? Salgo de un colegio para ir directa a casa de un marido que no conozco y que no he elegido, por disposición de mi tío y tutor, que tras disponerlo se murió. ¿Qué le parece?

Jane bajó los ojos al suelo mientras por su cabeza desfilaban las ideas de «a mí qué me importa» y «cuándo podré librarme de estas pesadas».

—Suele ser lo habitual, querida —replicó la baronesa tratando de calmarla—. Además —añadió—, sir Charles Burton era un hombre justo, bueno, y tío amantísimo. Estoy segura de que tan solo deseaba lo mejor para su única sobrina y descendiente. Fue un buen arreglo. Pronto lo entenderá. No debería inquietarle un futuro tan favorable y prometedor. El sueño de cualquier dama de buena familia es convertirse en esposa lo antes posible.

—¿Cómo? —preguntaron las dos jóvenes a la par, y se miraron.

—¿Acaso existe mejor destino para una mujer? —insistió la baronesa mirándolas sorprendidísima.

—Acaso, ¿qué? —volvieron a exclamar ambas muchachas a la vez.

La baronesa cruzó los brazos bajo el pecho y frunció labios y ceño:

—Señoritas, me temo que no voy a empeñarme en discutir un asunto indiscutible. Las cosas son como son. Punto final. No entiendo a esta juventud.

Lady Danford, ¡lord Gleastard me lleva veinte años! ¡Voy a casarme con un viejo!

Lady Winifred Danford rio con ganas y condescendencia.

—Cómo se nota que no sabe nada de la vida, criatura —sentenció—. Aún no ha cumplido los cuarenta. A esa edad es cuando los hombres son más hombres y más interesantes. Además, lord Gleastard es muy agraciado.

—Pero muy viejo —intervino de pronto, Jane seca—. Y un velo de tristeza empañó sus luminosos y espabilados ojos.

Se acordó de Dylan y oprimió sus músculos y garganta para impedir que brotaran las lágrimas que pugnaban por hacerlo. Ella no lloraba. Llorar era de tontas, débiles e inferiores.

La señorita Burton le dedicó una mirada de simpatía por primera vez, por haberla lo que ella creía, defendido. Y la baronesa adoptó un histriónico aire enojado.

—Ahora resulta que ustedes dos se ponen en mi contra. Me parece muy bonito, señoritas.

Transcurrieron unos momentos en absoluto silencio en el que los pensamientos de cada una eran acompañados tan solo por el sonido del galopar de los caballos y el traqueteo de enganches y carrocería. Fue la baronesa quien lo interrumpió al tomar de nuevo la palabra:

—No puedo creer que llamen viejo a mi hermano. Resulta simplemente estúpido, porque como se puede ver yo no soy ninguna anciana, y soy mayor que él, y no os importa cuánto. Soy mayor que él y ya veis mi figura, y todavía tengo pretendientes. Y los tenía en vida de mi pobre Horace. Me llevaba veinte años también, y a pesar de eso nuestro matrimonio fue muy feliz. ¿Y qué os pensáis? Yo tenía dieciséis años cuando me casé. Más joven que vosotras, y todo fue bien. Todo fue bien, excepto porque no llegamos a tener hijos. Pero jamás me reprochó nada y siempre me adoró. Nos quisimos mucho. En cambio, a vosotras casi se os pasa el arroz, no querréis ser unas venerables solteronas, ¿verdad?

La señorita Burton evitó el contacto visual, no así Jane, que no apartaba aquellos ojos que lo llenaban todo, de la baronesa. Tal vez empatizara de alguna manera con ella, porque le preguntó:

—Entonces, su matrimonio fue por amor… ¿Qué tenía para que se fijara en él? O ¿cómo la conquistó?

—Nada de eso, aprendimos a amarnos con el tiempo… Yo tampoco le conocía cuando me entregaron en su casa. Y también fui a mi boda con un completo desconocido, con muchos miedos. Pese a ello, pronto comprendí, que nunca debí tenerlos.

Jane pareció desilusionada.

—A mí, Dylan me atrapó con un pastel de membrillo y un ramo de flores arrancadas por ahí…

—¿Dylan? —se sorprendió la baronesa.

—¿Quién es Dylan? —se interesó vivamente la señorita Burton.

—Nadie. Está muerto.

Las damas se tragaron su propio murmullo de estupor, y tras unos segundos de indecisión, la baronesa recondujo la conversación:

—Cuando dice «me atrapó con un pastel de membrillo y un ramo de flores…», en realidad quiere decir que ese muchacho se le declaró, ¿verdad? ¿O se trataba de un acto de seducción? Es preciso tener el máximo cuidado con los seductores, porque si no, luego suceden tragedias.

Jane la miró confusa.

—Yo qué sé. Fue para llevarme al catre.

La señorita Burton enrojeció como si se hubiese tragado un campo de amapolas entero, en cuanto a la baronesa, quedó presa de un súbito ataque de algo parecido a una tosferina salvaje. La mujer, sacó del bolso un pequeño frasco labrado con motivos florales, cuyo contenido era un líquido ocre. Bebió sin reparo tras lo cual les ofreció a las jóvenes. Mackenzie Burton rehusó, pero Jane cogió el frasquito y se dispensó, lo que ella definió, como un buen lingotazo. Soltó unas risas de colocada y devolvió el frasco a su anfitriona desafiándola desde lo más profundo de su felina mirada. Y añadió:

—Follábamos como conejos. Qué gusto…

Las damas se miraron perplejas y horrorizadas.

—Así que es una perdida, acerté —murmuró la señorita Burton.

—Criatura —fue capaz de decir al fin la baronesa tras un suspiro—, ¿nadie le enseñó a guardar sus secretos de alcoba?

Jane se encogió de hombros y soltó una pedorreta. La baronesa la contempló desde un principio de decepción, mientras pensaba que tal vez no iba a servirle ni como criada.

—¡Exacto! —exclamó con energía la señorita Burton—. ¡Y es más! ¡Las alcobas ni siquiera deberían existir!

—¿Con qué me sale ahora, miss Burton? ¿Qué clase de proclama absurda es esa? —se enfadó la baronesa.

La aludida, bajó la mirada avergonzada y no dijo nada.

—Pues que no quiere follar la chica, ya ves tú qué misterio.

—¡Señorita Red! En lo sucesivo, absténgase de pronunciarse en tal modo ante mí. Guárdese sus obscenidades para las tabernas. Por Dios, creí que era usted decente.

¿Y por qué no iba a ser ella decente? ¿Quién se había creído aquella bruja que era? Jane se sintió vivamente insultada y en un ataque de furia abrió la portezuela, sacó medio cuerpo y le pidió al cochero que parase. La baronesa, asustada, tiró de ella hacia dentro. El cochero voceó para saber qué debía hacer. Lady Danford consiguió sentar a la joven, pero ella reaccionó con rapidez y la agarró por la pechera.

—Ordene al cochero que pare, yo me bajo, ustedes siguen su camino y santas pascuas… ¡Hágalo o la tiro!

—Pero si no hemos llegado a Anfield —titubeó la dama.

—Y quién quiere ir a Anfield, nadie me espera allí. No tengo ninguna prima. Se empeñó usted solita. Pare el coche, déjeme bajar y olvídeme.

Lady Danford dio la orden al cochero a voz en grito. Al poco, el coche se detuvo y solo entonces Jane soltó a la mujer, dejándola como un guiñapo sobre el asiento.

—Yo soy la princesa de Whitechapel, no necesito su puta caridad ni la de nadie. —Y abandonó el coche con la nariz apuntando más allá del cielo, como una auténtica y arrogante gran dama.

«Continúe».

Dentro del coche, las señoras escucharon su voz dando la orden al cochero, y sintieron las voces del cochero a los caballos, y los cascos de los animales al arrancar, y el chirriar de las ruedas… Mientras, veían a aquella desagradecida princesa cada vez más lejana y difusa en el fondo borroso del camino.

Recorridas escasas millas al trote, la baronesa observó que se desviaban del camino principal y tras bordear una pendiente se internaban en una zona boscosa y umbría. Inquieta, sacó la cabeza por la ventanilla y le gritó al cochero:

—¿Es este el camino habitual?

—¿Cuál sería, si no? —respondió el hombre con fastidio.

La señorita Burton comprobó de soslayo cómo su compañera de viaje volvía a entrar la mitad del cuerpo con gesto contrariado, se arrellanaba en el asiento, tiraba de faldones y mangas para deshacer arrugas inexistentes, se atusaba el peinado y al fin, tras un suspiro, posaba su vista en ella y observaba sin recato ni apuro cómo trataba de leer su viejo breviario, algo en lo que le resultaba imposible concentrarse.

—Los dichos de los santos son buen refugio para las almas piadosas.

Comentó la baronesa por comentar algo. La joven guardó el librito definitivamente, suspiró y se encaró con su futura cuñada:

Lady Danford, vivo abrumada por infinitas dudas. Usted sabe cómo le imploré a mi tío que rompiera este compromiso hasta en su lecho de muerte, cómo le supliqué que me liberara de él. Sin resultado. —Ladeó la cabeza acongojada.

La baronesa asentía débilmente.

—Lo lamento tanto, querida —le dijo.

—Era y es tanta mi desesperación que incluso escribí una carta a lord Gleastard, exponiéndole mis motivos y rogando de su compasión que tuviese a bien ser él quien rompiera, pero…

—Lo sé, pequeña…

La señorita Burton alzó la cabeza con los ojos llenos de lágrimas:

—Jamás respondió. Yo…

—Lord Gleastard puede parecer un poco obtuso en ocasiones…

—… Yo —prosiguió la joven desde donde lo había dejado, solo pendiente de sus propios pensamientos—, había prometido consagrar mi vida al Señor, tomar los votos y dedicar mi vida a la oración y el servicio a mis semejantes. Solo quería ser sierva y esposa de Dios.

La baronesa la contemplaba afligida, no sabía qué podía decirle, ni era capaz de encontrar ninguna palabra adecuada. Suspiró, y la tomó de las manos con el ánimo de reconfortarla. Entonces sintieron un violento traqueteo que las separó y las contusionó contra las paredes del vehículo. Escucharon los relinchos asustados de los caballos y una sacudida como si los hubieran desenganchado, el coche se había detenido y parecía que los caballos se alejaban. No podía ser. La baronesa pensó en sacar de nuevo la cabeza para preguntar al cochero, pero no pudo ya que este colgaba boca abajo sobre la misma ventanilla, lo habían degollado y su sangre goteaba por el cristal como si de lluvia roja se tratase. La dama, con el cuerpo paralizado, se quedó allí mismo, sin mover un músculo, como muerta. Y acaso fuese eso mismo lo que la salvara, porque la portezuela se abrió de un empellón, la golpeó y ella cayó hacia atrás inconsciente. Entró un hombre con la cara destrozada por infinitas cicatrices, la sacudió, le arrancó los pendientes y un medallón y la soltó como si fuese un trapo. Entonces se fijó en la joven temblorosa que rezaba con un hilo de voz y se tiraba del pelo, soltó una carcajada terrible, la agarró por las axilas y la sacó del coche en volandas. Fuera, otros dos hombres se afanaban en revolver los baúles en busca de objetos de valor, lanzaban ropa y pertenencias por detrás de sus hombros sin más, con el único objetivo de llenar sus bolsillos y sacas con joyas y monedas, y ¡vaya si lo hicieron! Al poco, los baúles yacían sobre los márgenes panza abajo, desballestados, y las ropas y otras pertenencias esparcidas por doquier como anuncio del desastre. El jefe de los bandidos mantenía bien sujeta a la muchacha, que apenas si respiraba presa del pánico. La manoseó un poco antes de hablarle:

—Me gusta tu carita de muñeca de porcelana —le dijo y le pasó el ordinario y sucio pulgar por los labios en modo lujurioso.

Mordisqueó sus lóbulos para arrancarle los pendientes entre carcajadas asquerosas.

—Déjala, y vayámonos ya —se impacientaron sus compañeros.

Cuando volvió la cabeza para responderles, la muchacha le dio una patada y trató de deshacerse del abrazo, casi lo logró, pero el asaltante reaccionó y de una bofetada la lanzó al suelo, ella se levantó y trató de huir a la carrera, pero el hombre logró atraparla por la cintura. De nuevo entre los brazos de la bestia, la joven forcejeó. Esto enfureció al forajido que con toda su fuerza bruta le propinó un nuevo golpe. Desequilibrada, cayó hacia atrás y su cabeza se golpeó con estrépito sobre una piedra grande, que no tardó en teñirse de rojo. El hombre no vio el camafeo que pendía de su cuello, solo pensó en huir lo más rápido posible de allí, junto a sus compañeros que no perdieron ni un segundo.

Jane había seguido el mismo camino que el cochero, sin saberlo. Caminaba tras la vaga idea de encontrar refugio en algún granero, pero hacía horas que solo veía campiña hasta que el camino se acababa y no quedaba más remedio que adentrarse en un bosque, pronto caería la noche y si pudiese encontrar aunque fuese una cabaña abandonada o una gruta… Con esta idea siguió adelante hasta alcanzar un claro y de allí una abertura por donde se ensanchaba el camino y la vegetación se abría de nuevo a los prados. Lo distinguió perfectamente, pero también vio algo que la alertó, ropa por el suelo, aquí y allá, alguna prenda enganchada entre ramas y zarzas, un zapato… ¿Qué demonios? Al avanzar, reconoció el coche con estupor. «No», musitó. Entonces se fijó en el cuerpo tendido sobre el suelo, reconoció la ropa de la antipática miss Burton y corrió hacia ella, no le hizo falta más que verla para comprender que estaba muerta. Aun así, acercó la oreja al pecho y a los labios de la joven dama, nada. Pobrecilla. Compadecida, se quitó la capa y la cubrió con ella.

Miró hacia las luces rojizas del horizonte y sintió una pena profunda y conocida, la del abandono y la no pertenencia. No era de nadie, no tenía nada y nada ni nadie la esperaban. Cerró los ojos, se levantó y prosiguió con la inspección del triste escenario. El cochero inerte, derrumbado entre el techo y la portezuela, ni rastro de los caballos… Rodeó el vehículo para mirar dentro desde la otra puerta, nada, ni rastro de la baronesa, desdichada, se la habrían llevado secuestrada. Tal vez podría quedarse a pasar la noche dentro del carro, echaría una cabezadita con un ojo cerrado y el otro abierto. Se disponía a ello cuando una voz conocida la llamó:

—Socorro, socorro —repetía una y otra vez.

Jane salió a su encuentro:

—Cálmese, baronesa.

La mujer se abalanzó sobre ella, la abrazó y se derrumbó en llanto, una brecha con sangre reseca surcaba su frente.

—Doy gracias a Dios por haberte puesto de nuevo en mi camino. Mira que la dueña de la posada lo advirtió, lo advirtió, pero tú me ayudarás. He ido en busca de auxilio, pero no pasa nadie por la carretera. Yo… Tú… Miss Burton…

De nuevo el llanto ahogó sus palabras y la dura y curtida Jane, sin saber demasiado bien qué hacer para ofrecerle consuelo, la abrazó y le pasó la mano por el cabello. De pronto, la baronesa dejó de llorar.

—Gleastard —dijo sin apartar su rostro del refugio en el regazo de Jane—. ¿Cómo se lo explico? ¿Qué le digo?

—¿Qué tiene de malo la verdad? —respondió Jane sin comprender.

La baronesa deshizo el abrazo, pero tomó el rostro de la joven entre sus manos y la miró con la complacencia que solo una madre podría sentir.

—No —deslizó las palabras con la suavidad de la brisa que mece la cebada—. No puede saberlo. Jamás.

Entonces tomó sus manos entre las suyas y las apretó con fuerza:

—Jamás. Prométemelo.

La princesa de Whitechapel

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