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CAPÍTULO I
La muerte que lleva a la vida
Оглавление“La muerte es la vida perdidosa, mal jugada. La vida es la muerte dominada”.
(Louis Vincent Thomas)
Acostumbramos a pensar la muerte como aquello que pone término a la vida. No obstante, quien cree que morirá, ignora que ya lo está haciendo. La muerte no es tanto el final como aquello que se sienta en nuestra mesa cotidianamente. El recién nacido, en efecto, ya es un muerto en potencia.
De nuestro modo de concebir la muerte dependerá nuestra actitud hacia ella, y de esta, nuestra actitud ante la vida. El rechazo de las cosas de la muerte, reducida a su cara más oscura, empuja al hombre a una existencia absurda, melancólica, tediosa y cobarde respecto de sus actos.1 Desconoce este último el hecho de que la muerte no es solo lo que se lleva la vida, sino también, lo que lleva hacia ella. Es al hecho de que vivimos de ser mortales a lo que debemos la existencia, y las consecuencias de su rechazo harán de la vida un tiempo a sacarse de encima –como quien dice “matar el tiempo”–, una sucesión de hechos que, pasando por delante de los ojos, jamás devendrán una experiencia. En pocas palabras, se puede vivir sin existir, y sobre esto haremos girar las reflexiones del presente escrito.
***
No hay sociedad que no haya elaborado sus propios ritos para enfrentar lo que la muerte tiene de inquietante. Debemos domar aquello que Freud definió –junto al sexo– como irrepresentable, hacerlo entrar en el dominio de lo social. Louis Vincent Thomas ha dado cuenta de este “hacer entrar” en su riguroso y desgarrador estudio titulado Antropología de la muerte, en el cual observa que:
“El negro africano reduce al mínimo la magnitud de la muerte al hacer de ella un imaginario que interrumpe provisoriamente la existencia del ser singular. El negro la transforma en un hecho que solo incide sobre la apariencia individual, pero que de hecho protege la especie social (creencia en la omnipresencia de los antepasados, mantenimiento del filum clánico gracias a la reencarnación), lo que le permite no solo aceptar la muerte y asumirla, y más aun, ordenarla (…) integrándola al sistema cultural (conceptos, valores, ritos y creencias) sino también situarla en todas partes (lo que es la mejor manera de dominarla), imitarla ritualmente en la iniciación, trascenderla gracias a un juego apropiado y complejo de símbolos. En suma, el negro no ignora la muerte. Por el contrario, la afirma desmesuradamente”.
La asunción de la muerte es filiación, introducción en la trama generacional, reconocimiento de una deuda simbólica sin la cual la vida se reduce a un puro vacío. De nuestra actitud ante ella dependerá vivir –o no– en el absurdo, en un vacío fuera de tiempo, cuyo ostracismo melancólico no se confunde con la nostalgia ni la dignidad de la tristeza.2
Pero hay un abismo de distancia entre nuestra actitud ante la muerte y la del negro de África. Los ritos que antes permitían amortiguar la presencia inquietante de ese resto mortal llamado cadáver se han vuelto difusos. El cadáver mismo cobró otra significación, en tanto el aparato simbólico con el que dominábamos a la muerte ha perdido eficacia. Apenas quedan algunos restos del “más allá”. El capitalismo, como religión, al paraíso lo promete en tierra. La muerte se sitúa, ahora, en el “más acá”. Si en la Edad Media la descomposición del cadáver era supuesta en el después de la muerte, el siglo XX –sobre todo en su segunda mitad– y su culto al cuerpo, la sitúa previa a aquella. Recordemos aquí que, en El malestar en la cultura, el deterioro corporal es ubicado por Freud como una de las tres fuentes de sufrimiento del hombre:
“(…) cuerpo que, condenado a la decadencia y a la aniquilación, ni siquiera puede prescindir de los signos de alarma que representan el dolor y la angustia”.3
El envejecimiento del cuerpo se vuelve ahora un destino nauseabundo, el viejo –podrido o verde, si es que todavía queda algo de vida en él– ya no es tanto portador del saber y la experiencia como de un cuerpo en vías de putrefacción. Así, el tabú de los muertos nos presenta su cara más grotesca.
En consonancia con lo dicho por Vincent Thomas, en sus Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte, Freud afirma que
“(…) nos pretendíamos dispuestos a sostener que la muerte era el desenlace natural de toda vida, que cada uno de nosotros era deudor de una muerte a la Naturaleza y debía hallarse preparado a pagar tal deuda, y que la muerte era cosa natural, indiscutible e inevitable. Pero, en realidad, solíamos conducirnos como si fuera de otro modo. Mostramos una patente inclinación a prescindir de la muerte, a eliminarla de la vida”.
Y continúa:
“(…) esta actitud nuestra ante la muerte ejerce, empero, una poderosa influencia sobre nuestra vida. La vida se empobrece, pierde interés, cuando la puesta máxima en el juego de la vida, esto es, la vida misma, no debe ser arriesgada. Se hace entonces tan sosa y vacía como un flirt americano”.
Trataremos, en las próximas páginas de este libro, de delimitar los efectos que la conciencia de nuestra finitud –aquello que, según Bataille, diferencia al hombre del animal, posibilitando en el primero la experiencia erótica– tiene sobre nuestros actos y el lazo con el otro, al que solo apresuradamente llamamos “social”.
Afirmar que el mundo se ha melancolizado no es exagerado. Tampoco preciso. Será nuestro trabajo dar a lo melancólico un lugar que trascienda el campo de lo nosográfico y lo psicopatológico. Esto no nos impedirá extraer de la melancolía, en su sentido clásico, un conocimiento que nos sirva de apoyo para pensar aquellas neurosis vacías, infantiles, asintomáticas, casi sin signo de vida –o mejor, de existencia– alguno. En tiempos actuales, donde lo cotidiano lleva consigo el espesor de lo tedioso, emergen modos de hablar estéticamente monótonos, incoloros, cuyo silencio no es tanto el de la música como el de la mudez. Pero no se trata solo de cuestiones estéticas, a menos que articulemos a esta una ética de la cual es inseparable.