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CAPÍTULO II
Lo melancólico
ОглавлениеSi de algo parece enfermar el hombre moderno es de no poder enfermar. Una verdad sin esperanza se ha apoderado de él. Una anestesia generalizada, un trastorno del sentir a raíz del cual ni siquiera el dolor puede erigirse como último refugio. “No me pasa nada”, afirma. Woody Allen está al tanto de ello cuando escenifica a un hombre que le dice a su médico que está enfermo. Luego de revisarlo, este último le avisa que no tiene nada, a lo que el primero responde que por eso mismo lo está. En fin, que no les pase nada es lo que le pasa.
El desesperanzado, sin proyectos, sin historia, se asemeja así al llamado melancólico, por lo que la melancolía puede devenir un interesante punto de apoyo para pensar al vacío que habita en quienes enferman de realidad por no poder hacerlo de ficción,4 lo que supone un grado más elevado de elaboración. En efecto, son las neurosis de transferencia otro modo de enfermar, quizás más trágico, quizás más cómico, pero sin duda menos tedioso que el vacío de la existencia.
Intentaremos en este capítulo aproximarnos a una noción de melancolía en un sentido ampliado. El recorrido que haremos sobre dicha posición será sencillamente metódico. Quizás sea mejor referirnos a aquella en términos de “lo melancólico”, como si se tratase de un germen que habita lo más próximo de nuestra cotidianidad.
El yo como cementerio
Lacan llama objeto “a” a un objeto cuya condición es el lenguaje. Ahora, que dicho objeto sea efecto del simbólico no significa que este llegue a reabsorberlo. Por eso se lo suele ubicar como resto –faltante o sobrante– de una operatoria. Y si alguien se identifica a un objeto que no se integra en lo simbólico, estamos diciendo, en otros términos, que es incapaz de articularse a un discurso, a un lazo, lo que supone un problema para la práctica analítica, que no es más –ni menos– que una forma del lazo social, aunque dicho lazo posea cierta rareza. En efecto, alguien va a un psicoanalista, habla, le paga y se va.5
Por otro lado, si tomamos el término discurso en el sentido del relato –incluyendo aquí el lugar correspondiente de lo narrativo–, el melancólico es alguien cuyo modo de hablar es absolutamente monótono. Sus enunciados parecen estar reducidos a nombrar la queja6 con la que nombra al objeto al cual se identifica. Es decir, su queja es su nombre, y así se presenta. No obstante, conocemos el carácter ambivalente de dicha identificación. En esa queja, a partir de la cual se presenta como un desdichado, el melancólico está insultando. Por esto Freud, que no era ingenuo, decía que le costaba confiar en alguien que hable tan mal de sí mismo, y lo ejemplifica de un modo muy simpático al afirmar que “la mujer que compadece a su marido por hallarse ligado a un ser tan inútil como ella, reprocha en realidad al marido su inutilidad. Sus lamentos son quejas”.
Entonces, si tenemos a alguien identificado a una queja que nombra el objeto al cual se identifica, sumado al efecto molesto –y angustiante, incluso agresivo– en quienes lo rodean, podemos definir aquí a lo melancólico en relación a una verdad que esquiva lo que esta debe a la mentira, a la metáfora, a las fantasías, a aquello que la ubica entre líneas, o al decir alusivo. Lo melancólico encarna, en este sentido, una perversión de la verdad. ¿No consiste en esto el lugar que los conocidos objetores de conciencia representan para la sociedad que denuncian con su cuerpo? “El mundo es una mierda”, gritan, “y yo soy el mundo”, les falta agregar. El objetor de conciencia ejerce así una práctica de la objeción, por la que es capaz de dejar su vida para mostrar la verdad en su estado más crudo.
Ahora bien, como afirmé anteriormente, pensar a la melancolía en su sentido amplio, supone poder llevar las conclusiones que de esta puedan extraerse a un campo más vasto, sorteando así el obstáculo que nos significaría una reducción de lo melancólico a un sentido puramente nosográfico, y ubicándola como un punto irreductible de las neurosis.7
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Si el yo freudiano se constituye por identificación a objetos perdidos, ¿no es él mismo un cementerio? He aquí el problema de aquellas prácticas de “reforzamiento del yo”, suba de autoestima, etc., porque lo que se fortalece aquí es ese empuje melancolizante, y prometer el restablecimiento del pasado es empujar a eso mismo. Vale recordar aquella frase que Freud lanza al pasar en Más allá del principio de placer según la cual el neurótico está enfermo de deseos caducos, insatisfechos… muertos. Américo Vallejo decía, según una anécdota que me fue relatada, que los pacientes llegaban diciendo que ayer estaban bien, que hoy están mal, y que querían que los pongan como ayer. Vallejos les respondía que, en todo caso, podrían estar como mañana, pero nunca como ayer. Es decir, Vallejos introduce el tercer tiempo, proyectivo, rompiendo así con la común tergiversación cultural del psicoanálisis, según la cual “es una terapia donde se habla del pasado”. Por supuesto que se habla del pasado. El problema reside en equiparar pasado e historia, posición típica de la ortodoxia historiográfica. De Freud se desprende lo contrario, a saber, que la historia supone una superposición de la temporalidad que rompe con la concepción historiográfica que ubica al pasado como objeto de estudio, al lado del presente, y a este al lado del futuro. En Freud, las percepciones presentes despiertan recuerdos, complejos, huellas. Y no solo esto, sino que, en lo que refiere al análisis propiamente dicho, los recuerdos que emergen en una sesión emergen en esa sesión, en determinado momento del análisis, y ante un analista. Es decir, en tanto el recordar se da en un análisis, se recuerda para otro. Es en ese punto donde los recuerdos devienen historia, en tanto esta se realiza por dicha mediación. En otros términos, no hay acciones puras. Por eso hablamos de acto más que de acción. Alimentarse, bañarse, hablar, etc… son acciones, por supuesto. Ahora, en tanto dichas acciones se realizan ante la presencia del Otro dejan de ser acciones puras.
Retomando, lo melancólico es respuesta a una pérdida rechazada como tal. Un rechazo (verworfen) respecto de aquello que brinda a los objetos el brillo del erotismo, es decir, el falo. Sin esto, la realidad se oscurece, se deprime. Ahora bien, el problema de la depresión es que es un término psiquiátrico, y los psiquiatras son médicos, y los médicos clasifican. El psicoanalista discrimina, que es lo contrario a lo que hace la psiquiatría moderna a diferencia de la clásica, que era, en este sentido, mucho más clínica. En consecuencia, cuando alguien se presenta como sufriendo de depresión habrá que detenerse, habrá que tomarse un tiempo, ya que la depresión, en sí misma no nos orienta. Esta podrá ser melancólica –en el sentido de la psicosis melancólica–, podrá ser parte de lo melancólico en el sentido en que estamos trabajándolo, o podrá ser, simplemente, alguien que está de duelo. Porque en la depresión, lo más común es que la operación del duelo esté en juego, no así en la melancolía. Lo que la depresión nos enseña es que el duelo puede suspenderse. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que el duelo puede suspenderse en el tiempo de comprender. Recordemos que Lacan ubica tres tiempos, pero solo uno es nombrado como tal: Instante de ver, tiempo de comprender, y momento de concluir. El deprimido podrá quedar suspendido del segundo, aquel que consiste en el desasimiento de la ligazón que petrifica al enfermo fijándolo a una pérdida que no llega a serlo. Se tratará de desinvestir cada uno de los rasgos que constituyen la vestidura del objeto, el amado, la amada, etc., en tanto ideal. En pocas palabras, se tratará de que, siempre que los tiempos de quien sufre sean respetados, el muerto pueda ser desidealizado. En efecto, puede llevar mucho tiempo que alguien que perdió un ser querido pueda decir que era un idiota. El muerto arrastra a los vivos consigo mismo, por eso Marx decía que había que matarlos de nuevo. El segundo tiempo de la pérdida no es la pérdida del instante de ver, ligada al desconcierto, a la conmoción, al no poder creer, sino la del momento de concluir, que es, en sentido estricto, la pérdida que hace al duelo. Una pérdida en tanto tal no es una pérdida sin ese tiempo que media entre aquella y esta última. Por eso Freud, en Duelo y melancolía, dice, literalmente, que lo único que puede recetársele a un paciente en duelo es tiempo. De esto se deduce que el duelo, en sentido estricto, es el efecto sorpresa a partir del cual alguien deja de llorar, ya que si llora todavía tiene en perspectiva una posible recuperación del objeto, por lo que la expresión “estar de duelo” es, en cierto sentido, paradojal.
Lo insustituible, o “el otro en tanto tal…”
En Duelo y melancolía, la melancolía parece quedar explicada por la negativa del duelo. Y acá ya tenemos un primer punto de interés, muy bien trabajado por Jean Allouch en Erótica del duelo en tiempos de la muerte seca. El titulo ya dice mucho, contiene una tesis fuerte: hay una erótica del duelo. Podemos incluso afirmar que el erotismo es efecto de un duelo. Ahora, ¿cuál es el sentido preciso que damos en este contexto al erotismo? El de que el otro pueda ser otro, es decir, que no se reduzca a una mera proyección narcisista y que, por esta misma razón, su ajenidad, su diferente modo de gozar, pueda soportarse y alojarse en la relación. Por esta razón, muchas relaciones duran hasta que cierta extrañeza termina con lo que nunca llegó a consolidarse como tal. Amistades cuyo primer tiempo, intenso y puramente especular, se deshacen a la primera fisura en el espejo, ahí donde justo habrían de comenzar. Un amigo es aquel capaz de soportar la extranjeridad, lo otro que somos para aquel, y aquel del cual soportamos lo otro que él es para nosotros. Un amigo, en sentido estricto, no es el que dice todo que sí, ni todo que no, sino el que nos permite una relación a esa “inquietante familiaridad”, y que habilita una distancia que junta, o mejor, una separación que enlaza.
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Retomemos; que el objeto esté estructuralmente perdido no significa que dicha pérdida no deba redoblarse. Por ejemplo, en el fútbol no alcanza con que un jugador quiebre la pierna a otro para que sea infracción, sino que es necesario que alguien sancione que ahí hubo falta. Entonces, cuando hablamos de duelo por la pérdida de un ser querido, se trataría de un duelo que reenvía a otro duelo. Lo melancólico se nos presenta aquí como el espacio en que uno puede quedar suspendido al faltar el rito necesario del reconocimiento de una pérdida, y dicha pérdida atañe al sacrificio de una parte de sí, única e insustituible. Es por esto que Freud afirma que:
“La melancolía es también una reacción a la pérdida de un objeto amado, que sabe a quién ha perdido, pero no lo que con él ha perdido. La melancolía entonces, está relacionada a una pérdida de objeto sustraída a la conciencia”.
“Algo de mí se fue con ella…”, dice el tango, y “ya no hay vuelta atrás”.8 El duelo nunca lo es de ningún objeto en particular, sino de la mismísima imposibilidad de sustitución del objeto. Por eso, para Lacan, se trata de un agujero en lo real –operación que define con el término de privación–. Critica a Freud en este punto. No hay sustitución del objeto que se pierde. Eso no existe. Lo que existe es que en la medida en que el objeto se muestre irremediablemente perdido, se muestra como imposible. Y si el duelo puede ser pensado como envés de la forclusión es porque el objeto, en tanto irremediablemente perdido, llama al trabajo simbólico –a la elaboración a la que damos el nombre de “trabajo de duelo”–, a diferencia de la forclusión, donde el rechazo en lo simbólico llama a lo real. Esto afecta a la orientación de la práctica analítica, porque alguien podría pensar que tiene que establecerse el reconocimiento de una pérdida para que haya posibilidad de sustitución, y no la hay. Si el objeto está irremediablemente perdido, ese objeto no es pasible de ser sustituido, es inconmensurable, y lo que queda es ese agujero. En efecto, la introyección, operación simbólica de la que habla Freud, es la introyección de ese agujero. Por eso es simbólica, a diferencia de la proyección, que es imaginaria. Y para Lacan, la incorporación del vacío es el envés del canibalismo. A menor incorporación, más canibalismo.9 En relación a esta proporcionalidad, un amigo (Pablo Román), sostiene que no es lo mismo el vacío de la existencia que la existencia del vacío. El primero será mayor cuanto menos opere la segunda. Será la trayectoria de un análisis la que colabore en dicho pasaje.
Elogio de la apariencia
En El prójimo y lo abyecto Carlos Quiroga recuerda que la primera prohibición es la del canibalismo, la de la injerencia sobre los cuerpos. Decimos que el ser humano existe desde que existe la sepultura. Esta es una marca, no de una sustitución del objeto, sino de un vaciamiento. “La tumba de Moisés está tan vacía para Freud como la de Cristo para Hegel”, afirma Lacan, porque de lo que se trata es del vaciamiento de la tumba. El autor llega a afirmar que Hamlet está más cerca de la melancolía que de la histeria o la obsesión. Ahí donde nosotros vemos la tumba, los semblantes, el príncipe de Dinamarca no ve otra cosa que carne corrompida, gusanos que devoran, etc. El melancólico rechaza todo tipo de semblante, en el sentido de la apariencia.10 Por esta razón, Freud afirmaba que aquel está más cerca de la verdad que otros sujetos. Es una afirmación engañosa, ya que podemos decir que está tan cerca como tan lejos de ella. La verdad que nos interesa –la que lleva a la vida– está más cerca de la poesía y las ficciones que de la ciencia. “¡Es la realidad!”, exclama el melancólico, quien entiende demasiado rápido, sustrayendo a la verdad lo que ésta le debe al tiempo. Ataca así al lazo social, porque para que este exista, hace falta que se soporte el desconocimiento de la lógica en la que se sostiene.
Si propusimos la expresión de “lo melancólico” para extender los límites de lo que la melancolía nos enseña, es por el hecho de que, este fenómeno de desmembramiento de la lógica de los semblantes es imposible de reducirlo a una estructura clínica, y ni siquiera a una posición subjetiva particular. Hay quienes no pueden disfrutar de un asado por ver en la mesa un animal muerto, o en la carne a punto un cuerpo ensangrentado. ¿Debemos concluir que se trata de una melancolía apresuradamente? ¿No es, dicho modo de percibir, de sentir, de hablar, aun en sus formas más variadas y sutiles, un fenómeno mucho más recurrente y cotidiano que la melancolía como tal? Cuando Lacan dice que Marx inventó el síntoma está, entre otras cosas, afirmando que en tanto se desmenuza la lógica que subyace un fenómeno, este fenómeno pierde su eficacia. Lo melancólico, al desmembrar la lógica que subyace al lazo social, no produce más que su ruptura, deshaciéndolo tal como el síntoma se deshace al resolverse.11 Quizás por esto mismo Freud diga sobre su imposibilidad de amar: ¿cómo podemos amar a alguien si no desconocemos la lógica que subyace al lazo amoroso? ¿No es incluso el aburrimiento lo que se desprende de este modo de satisfacción pulsional grotesco, vacío del gusto de las fantasías? La graduación melancólica de alguien podría calcularse por el aburrimiento que es capaz de provocar en sus interlocutores, es decir, por la sangre que les absorbe. Hay quienes lo hacen muy rápidamente. Adentran en detalles innecesarios, carecen del don de la elipsis y la fluidez propia de la narración. Vale mencionar aquí una anécdota de Winnicott, a quien un sacerdote le consulta por cómo diferenciar quien tiene problemas de fe del que tiene problemas psiquiátricos. Winnicott le responde que si sienten que una persona los aburre, necesita ser tratado psiquiátricamente, y si esta logra mantenerlo interesado, podrán ayudarlo.