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ОглавлениеPRÓLOGO
SE DICE, CON RAZÓN, DEL SER HUMANO que es el “nacido de mujer”. Para llegar al mundo, todos necesariamente hemos pasado los nueve primeros meses de vida en el seno materno. Somos seres familiares y no huérfanos en la inmensidad de los espacios siderales.
«La madre es siempre cierta», afirma un principio básico del Derecho Romano. La que gesta y da a luz al hijo es la madre y la naturaleza le dota de un cerebro materno. A la vez, el padre no tiene menor significación en la vida del hijo desde su nacimiento. De hecho, la correcta integración afectivo-cognitiva del hijo requiere la alineación con los cerebros del padre y de la madre, o de quienes hagan sus veces si ellos faltan. La experiencia del cuidado de la criatura es la que desarrolla en el padre su cerebro paterno.
Desde siempre se ha visto unida la secuencia natural de la concepción, gestación, parto, lactancia, en la que la protagonista es la madre, y educación conjuntamente con el padre. A lo largo de los 2 000 000 de años que el hombre puebla la tierra, el núcleo familiar se ha establecido precisamente conforme a esa secuencia, a fin de garantizar a los hijos el entorno favorable y necesario para su desarrollo. En el género humano se dice que el parto siempre es “prematuro”, porque imperiosamente necesita, tras nacer, un “acabado” en la familia.
La intención de este libro es mostrar que los vínculos de apego familiares son amores personales que, a su vez, están sustentados biológicamente por los procesos transmisores de la vida. Para comprender la realidad de esos vínculos tendremos que mirar muchas veces hacia atrás, a las especies antecesoras que constituyen nuestro “camino ontológico”.
El proceso evolutivo de la hominización, que parte del linaje de los grandes simios hasta alcanzar a los primeros hombres, ha seguido un proceso de optimización de las funciones cerebrales. Para analizarlo contamos actualmente con un objeto de estudio único, inimaginable antes de la aparición y desarrollo de la biología molecular. Disponemos del registro fósil de mayor importancia que hubiera podido hallarse. Se trata del genoma de los individuos de las diversas especies. El genoma conserva siempre las huellas de los cambios genéticos, de las especies precedentes de su misma línea evolutiva, y de todos los cambios desde que apareció el primer ser vivo.
Todo lo propio y genuinamente humano presupone disponer de un peculiar cerebro. Los datos comparativos entre el genoma del Homo sapiens y el genoma del Pan trogloditas señalan que las diferencias genéticas entre los miembros de las dos especies no alcanzan al 2 %. Y, sorprendentemente, no solo no hay más genes, sino que incluso se ha perdido alguno. La diferencia esencial se encuentra en el control que ejercen los genes rectores, que regulan la cantidad de proteína que se fabrica en la construcción y maduración del cerebro.
Este hecho es muy significativo. Un chimpancé por “inteligente” que sea no tiene decisiones, opiniones, amores, etcétera, que cambien el cerebro haciéndolo único y propio. Por el contrario, en el hombre todo deja huella de manera que no existen dos cerebros iguales. Cada uno es artífice de la construcción y maduración de su propio cerebro a lo largo de toda su vida. El presupuesto imprescindible es, precisamente, poder regular con la propia biografía los genes que recibe con la herencia genética.
El cerebro otorga al hombre las capacidades, entre otras, de pensar, hablar, proyectar el futuro, y se desarrolla gracias a las relaciones interpersonales y las decisiones propias. El pequeño porcentaje de genes perdidos en el proceso hace posible que el hombre pueda liberarse del encierro en el automatismo de los procesos biológicos y relacionarse personalmente con los demás. Así pues, podemos hablar de pobreza biológica del cuerpo del hombre, de modo que la autonomía respecto al entorno, propia de los animales más evolucionados, significa libertad personal.
Quizá sea por mi condición de bioquímica por lo que, precisamente, no puedo separar en el ser humano el nivel de la biología del nivel del espíritu. Por ello, no busco el límite que nos separa de nuestros ancestros más cercanos. Más bien, me pregunto por el modo en el que la sexualidad, reproducción y paternidad propias de la zoología se transforman en biología humana, que estudia el cuerpo sexuado del hombre, un ser esencialmente familiar.
La ciencia aporta una certeza inmensa acerca de lo que nos hace humanos: lo que nos permite liberarnos del encierro en los automatismos de la vida animal que siempre está presente. El cometido de la biología humana no es definir la libertad humana o determinar su origen. Sin embargo, lo que esta ciencia evidencia es que el principio vital del hombre trasciende al nivel biológico, puesto que el cuerpo humano que se constituye desde tal principio vital difiere cualitativamente de un organismo animal.
Trataremos del modo de cómo los procesos de reproducción animal, indispensables para la supervivencia de los individuos y las especies, se han hecho vinculos de apego, amores familiares, necesarios para una vida plenamente humana.
Hablaremos de esos momentos estelares de la evolución en que empieza a manifestarse lo que nos hace humanos.
Natalia LÓPEZ MORATALLA
Catedrática emérita de Bioquímica y Biología Molecular