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KRISTY GARZA ROBINSON

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Una vez escuché un comentario que caló profundo en mi alma: «Es tan típico de esos trabajadores mexicanos holgazanes sentarse a la sombra en vez de trabajar duro». Escuché estas palabras de unos amigos cristianos mientras almorzaba con ellos a la mesa. Estas eran personas con las cuales me había encariñado desde que me convertí al evangelio, pero ahora se quejaban de unos jornaleros que habían visto ese fin de semana fuera de su casa almorzando a la sombra.

Recordé a mi primo que pasaba la mayor parte de la semana trabajando bajo el calor del sol y que debía calcular sus descansos para evitar desmayarse. Pensé en mi tío, que una vez sufrió un golpe de calor por estar bajo el sol a una temperatura de 105 °F (40 °C). Sobre todo, pensé en mis abuelos paternos y maternos, que eran granjeros y aparceros que cultivaban la tierra desde la mañana hasta el atardecer. Todos estos recuerdos se arremolinaban en mi cabeza. Me disculpé y dejé la mesa con un plato lleno de comida y un estómago revuelto. La experiencia fue dolorosa, aunque no era poco común.

Incluso cuando era adolescente y vivía en el sur de Texas, un sector del estado de mayoría latina, me vi en medio de una comunidad cristiana integrada principalmente por personas blancas. Lo mismo me sucedió durante el colegio, la universidad y después de cumplir los 20 años de edad. Aunque mis hermanos y hermanas blancos conocían que mi apellido era Garza, mi tez clara les hacía olvidar que hacían sus comentarios racistas frente a una mujer mexicana-estadounidense. No sabía cómo lidiar con aquellas situaciones, por lo que me limitaba a abandonar conversaciones incómodas, a evitar ciertos temas y a salir de reuniones donde aquellos que llamaba amigos revelaban sus prejuicios.

Sin embargo, era en esas comunidades donde aprendía más sobre el Dios de amor que envió a Su Hijo para borrar los pecados del mundo. Esa era la frase en español que venía a mi mente cuando la escuchaba en inglés. Era un vestigio de mi niñez, cuando a veces asistía a iglesias de mayoría latina. Sin embargo, no me atrevía a decir esa frase en voz alta. Durante esa etapa inicial de mi vida cristiana, yo solo deseaba encajar con quienes me rodeaban. No sabía cómo lidiar con las palabras hirientes que mis amigos blancos pronunciaban contra mi comunidad, de modo que soportaba sus comentarios y me alejaba lo más posible de lo que ellos consideraban «diferente». Jamás revelaba mis tradiciones familiares, evadía las preguntas sobre cultura y nunca les compartí mis historias.

Recuerdo una ocasión en que una amiga blanca visitó mi hogar por primera vez y vio las fotos de mi celebración de quinceañera enmarcadas en las paredes. Ella se sorprendió y me preguntó si estaba casada. Le respondí que no, las fotos eran de la fiesta de mis «dulces dieciséis». ¡Ah, pero yo sabía que era mucho más que eso! Sin embargo, no deseaba revelarle lo significativa que había sido aquella celebración para mí. No quería confesarle que durante la celebración me había sentido como una niñita, pero a la vez como una mujer joven rumbo a la adultez. Esos momentos eran hermosos y significativos, pero las personas que me rodeaban no los comprenderían ni los considerarían normales; y yo solo deseaba ser «normal». Entonces relegué mis historias culturales al pasado y me esforcé por alcanzar lo que estaba adelante, como afirmó el apóstol Pablo en la Biblia. Yo supuse que Pablo se refería también a mi cultura, pero a nadie en mi comunidad cristiana le pareció importante corregirme.

Es interesante que haya escuchado por primera vez la historia de Ester durante la preparación de mi quinceañera en la iglesia de mi familia, varios meses antes de mi conversión a Cristo. Yo tenía una madrina llamada Ester, ¡pero no tenía idea de que también había una mujer de la Biblia con ese nombre! En ese entonces no podría haber imaginado cómo Dios utilizaría la vida de Ester para orientar mi vida, pero Él sí lo sabía.

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