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LA ADUANA
INTRODUCCIÓN Á LA LETRA ESCARLATA

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NO deja de ser singular que, á pesar de mi poca afición á hablar de mi persona y de mis asuntos, ni aun á mis amigos íntimos cuando estoy en mi hogar, al amor de la lumbre, se haya sin embargo apoderado de mí, en dos ocasiones distintas, una verdadera comezón autobiográfica al dirigirme al público. Fué la primera hará cosa de tres ó cuatro años cuando, sin motivo justo que lo excusara, ni razón de ninguna especie que pudieran imaginar el benévolo lector ó el autor intruso, obsequié á aquel con una descripción de mi género de vida en la profunda quietud de la "Antigua Mansión."[2] Y ahora, porque entonces, sin méritos que lo justificaran, tuve uno ó dos oyentes, echo de nuevo mano al público por el ojal de la levita, por decirlo así, y quieras que no quieras, me pongo á charlar de mis vicisitudes durante los tres años que pasé en una Aduana. Parece, no obstante, que cuando un autor da sus páginas á la publicidad, se dirige, no á la multitud que arrojará á un lado el libro, ó jamás lo tomará en las manos, sino á los muy contados que lo comprenderán mejor que la mayoría de sus condiscípulos de colegio ó sus contemporáneos. Y no faltan autores que en este punto vayan aún más lejos, y se complazcan en ciertos detalles confidenciales que pueden interesar sólo, y exclusivamente, á un corazón único y á una inteligencia en perfecta simpatía con la suya, como si el libro impreso se lanzara al vasto mundo con la certeza de que ha de tropezar con el sér que forma el complemento de la naturaleza del escritor, completando el círculo de su existencia al ponerlos así en mutua comunicación. Sin embargo, no me parece decoroso hablar de sí mismo sin reserva alguna, aun cuando se haga impersonalmente. Pero como es sabido que si el orador no se pone en completa é íntima relación con su auditorio, los pensamientos carecerán de vida y color, y la frase quedará desmayada y fría, es de perdonarse que nos imaginemos que un amigo, sin necesidad de que sea muy íntimo, aunque sí benévolo y atento, está prestando oídos á nuestra plática; y entonces, desapareciendo nuestra reserva natural, merced á esta especie de intuición, podremos charlar de las cosas que nos rodean, y aun de nosotros mismos, pero siempre dejando que el recóndito Yo no se haga demasiado visible. Hasta ese extremo, y dentro de estos límites, se me alcanza que un autor puede ser autobiográfico, sin violar ciertas leyes y respetando ciertas prerrogativas del lector y aun las consideraciones debidas á su persona.

Ya se echará de ver que este bosquejo de la Aduana no carece de oportunidad, por lo menos de esa oportunidad apreciada siempre en la literatura, puesto que explica la manera como llegaron á mis manos muchas de las páginas que van á continuación, á la vez que presenta una prueba de la autenticidad de la historia que en ellas se refiere. En realidad, la única razón que he tenido para ponerme en comunicación directa con el público, viene á ser el deseo de presentarme como autor de la más larga de mis narraciones; y al paso que realizaba mi objeto principal, me pareció que podría permitírseme, por medio de unas cuantas pinceladas, dar una vaga idea de un género de vida hasta ahora no descrito, bosquejando los retratos de algunas de las personas que se mueven en ese círculo, entre las cuales la casualidad ha hecho que se contara el autor.

Había en mi ciudad natal de Salem, hará cosa de medio siglo, un muelle muy lleno de animación, y que hoy sucumbe bajo el peso de almacenes de madera casi podrida. Apenas se ven otras señales de vida comercial que uno que otro bergantín ó barca, atracado al costado del melancólico muelle, descargando cueros, ó alguna goleta de Nueva Escocia en que se está embreando un cargamento de leña que ha de servir para hacer fuego en las chimeneas. Donde comienza este dilapidado muelle, á veces cubierto por la marea, se alza un espacioso edificio de ladrillos, desde cuyas ventanas se puede disfrutar de la vista de la escena poco animada que presentan las cercanías, y de la abundante hierba que crece por todas partes, y han dejado tras sí los muchos años y el escaso movimiento comercial. En el punto más alto del techo del espacioso edificio de que se ha hecho mención, y precisamente durante tres horas y media de cada día, á contar del mediodía, flota al aire ó se mantiene tranquila, según que la brisa sople ó esté encalmada, la bandera de la república, pero con las trece estrellas en posición vertical y no horizontal, lo que indica que aquí existe un puesto civil, y no militar, del gobierno del Tío Samuel.[3] Adorna la fachada un pórtico formado de media docena de pilares de madera que sostienen un balcón, debajo del cual desciende hacia la calle una escalera con anchas gradas de granito. Encima de la entrada se cierne un enorme ejemplar del águila americana, con las alas abiertas, un escudo en el pecho y, si la memoria no me es infiel, un haz de rayos y dardos en cada garra. Con la falta acostumbrada de carácter peculiar á esta malaventurada ave, parece, á juzgar por la fiereza que despliegan su pico y ojos y la general ferocidad de su actitud, que está dispuesta á castigar al inofensivo vecindario, previniendo especialmente á todos los ciudadanos que estimen en algo su seguridad personal, que no perjudiquen la propiedad que proteje con sus alas. Sin embargo, á pesar de lo colérico de su aspecto, muchas personas están tratando, ahora mismo, de guarecerse bajo las alas del águila federal, imaginando que su pecho posee toda la blandura y comodidad de una almohada de edredón. Pero su ternura no es grande, en verdad, aun en sus horas más apacibles, y tarde ó temprano,—más bien lo último que lo primero,—puede arrojar del nido á sus polluelos, con un arañazo de las garras, un picotazo, ó una escocedora herida causada por sus dardos.

El suelo alrededor del edificio que acabo de describir—que una vez por todas llamaré la Aduana del Puerto—tiene las grietas llenas de hierbas tan altas y en tal abundancia, que bien á las claras demuestra que en los últimos tiempos no se ha visto muy favorecido con la numerosa presencia de hombres de negocios. Sin embargo, en ciertos meses del año suele haber alguno que otro mediodía en que presenta un aspecto más animado. Ocasiones semejantes pueden traer á la memoria de los ciudadanos ya entrados en años, el tiempo aquel antes de la última guerra con Inglaterra[4] en que Salem era un puerto de importancia, y no desdeñado como lo es ahora por sus propios comerciantes y navieros, que permiten que sus muelles se destruyan, mientras sus transacciones mercantiles van á engrosar, innecesaria é imperceptiblemente, la poderosa corriente del comercio de Nueva York ó Boston. En uno de esos días, cuando han llegado casi á la vez tres ó cuatro buques, por lo común de África ó de la América del Sur, ó cuando están á punto de salir con ese destino, se oye el frecuente ruido de las pisadas de los que suben ó bajan á toda prisa los escalones de granito de la Aduana. Aquí, aun antes de que su esposa le haya saludado, podemos estrechar la mano del capitán del buque recién llegado al puerto, con los papeles del barco en deslustrada caja de hojalata que lleva bajo el brazo. Aquí también se nos presenta el dueño de la embarcación, de buen humor ó mal talante, afable ó áspero, á medida que sus esperanzas acerca de los resultados del viaje se habían realizado ó quedado fallidas; esto es, si las mercancías traídas podían convertirse fácilmente en dinero, ó si eran de aquellas que á ningún precio podrían venderse. Aquí igualmente se veía el germen del mercader de arrugado ceño, barba gris y rostro devorado de inquietud, en el joven dependiente, lleno de viveza, que va adquiriendo el gusto del comercio, como el lobezno el de la sangre, y que ya se aventura á remitir sus mercancías en los buques de su principal, cuando sería mejor que estuviera jugando con barquichuelos en el estanque del molino. Otra de las personas que se presenta en escena es el marinero enganchado para el extranjero, que viene en busca de un pasaporte; ó el que acaba de llegar de un largo viaje, todo pálido y débil, que busca un pase para el hospital. Ni debemos tampoco olvidar á los capitanes de las goletas que traen madera de las posesiones inglesas de la América del Norte; marinos de rudo aspecto, sin la viveza del yankee, pero que contribuyen con una suma no despreciable á mantener el decadente comercio de Salem.

La reunión de estas individualidades en un grupo, lo que acontecía á veces, juntamente con la de otras personas de distinta clase, infundía á la Aduana cierta vida durante algunas horas convirtiéndola en teatro de escenas bastante animadas. Sin embargo, lo que con más frecuencia se veía á la entrada del edificio, si era en verano, ó en las habitaciones interiores, si era en invierno, ó reinaba mal tiempo, era una hilera de venerables figuras sentadas en sillones del tiempo antiguo cuyas patas posteriores estaban reclinadas contra la pared. Con frecuencia también se hallaban durmiendo; pero de vez en cuando se les veía departir unos con otros en una voz que participaba del habla y del ronquido, y con aquella carencia de energía peculiar á los internos de un asilo de pobres y á todos los que dependen de la caridad pública para su subsistencia, ó de un trabajo en que reina el monopolio, ó de cualquiera otra ocupación que no sea un trabajo personal é independiente. Todos estos ancianos caballeros,—sentados como San Mateo cuando cobraba las alcabalas, pero que de seguro no serán llamados como aquel á desempeñar una misión apostólica,—eran empleados de Aduana.

Al entrar por la puerta principal del edificio se vé á mano izquierda un cuarto ú oficina de unos quince pies cuadrados de superficie, aunque de mucha altura, con dos ventanas en forma de arco, desde donde se domina el antedicho dilapidado muelle, y una tercera que da á una estrecha callejuela, desde donde se vé también una parte de la calle de Derby. De las tres ventanas se divisan igualmente tiendas de especieros, de fabricantes de garruchas, vendedores de bebidas malas, y de velas para embarcaciones. Delante de las puertas de dichas tiendas generalmente se ven grupos de viejos marineros y de otros frecuentadores de los muelles, personajes comunes á todos los puertos de mar, charlando, riendo y fumando. El cuarto de que hablo está cubierto de muchas telarañas y embadurnado con una mano de pintura vetustísima; su pavimento es de arena parduzca, de una clase que ya en ninguna parte se usa; y del desaseo general de la habitación bien puede inferirse que es un santuario en que la mujer, con sus instrumentos mágicos, la escoba y el estropajo, muy rara vez entra. En cuanto á mueblaje y utensilios, hay una estufa con un tubo ó cañón voluminoso; un viejo pupitre de pino con un taburete de tres pies; dos ó tres sillas con asientos de madera, excesivamente decrépitas y no muy seguras; y—para no olvidar la Biblioteca—unos treinta ó cuarenta volúmenes de las Sesiones del Congreso de los Estados Unidos y un ponderoso Digesto de las Leyes de Aduana, todo esparcido en algunos entrepaños. Hay, además, un tubo de hoja de lata que asciende hasta el cielo de la habitación, atravesándolo, y establece una comunicación vocal con otras partes del edificio. Y en el cuarto descrito, habrá de esto unos seis meses, paseándose de rincón á rincón, ó arrellanado en el taburete, de codos sobre el pupitre, recorriendo con la vista las columnas del periódico de la mañana, podrías haber reconocido, honrado lector, al mismo individuo que ya te invitó en otro libro[5] á su reducido estudio, donde los rayos del sol brillaban tan alegremente al través de las ramas de sauce, al costado occidental de la Antigua Mansión. Pero si se te ocurriera ahora ir allí á visitarle, en vano preguntarías por el Inspector de marras. La necesidad de reformas y cambios motivada por la política, barrió con su empleo, y un sucesor más meritorio se ha hecho cargo de su dignidad, y también de sus emolumentos.

Esta antigua ciudad de Salem,—mi ciudad natal,—y no obstante haber vivido mucho tiempo lejos de ella, tanto en mi infancia como más entrado en años, es, ó fué objeto de un cariño de parte mía de cuya intensidad jamás pude darme cuenta en las temporadas que en ella residí. Porque, en honor de la verdad, si se considera el aspecto físico de Salem, con su suelo llano y monótono, con sus casas casi todas de madera, con muy pocos ó casi ningún edificio que aspire á la belleza arquitectónica,—con una irregularidad que no es ni pintoresca, ni rara, sino simplemente común,—con su larga y soñolienta calle que se prolonga en toda la longitud de la península donde está edificada,—y que estos son los rasgos característicos de mi ciudad natal, tanto valdría experimentar un cariño sentimental hacia un tablero de ajedrez en desorden. Y sin embargo, aunque más feliz indudablemente en cualquiera otra parte, allá en lo íntimo de mi sér existe un sentimiento respecto de la vieja ciudad de Salem, al que, por carecer de otra expresión mejor, me contentaré con llamarlo apego, y que acaso tiene su origen en las antiguas y profundas raíces que puede decirse ha echado mi familia en su suelo. En efecto, hace ya cerca de dos siglos y cuarto que el primer emigrante británico de mi apellido hizo su aparición en el agreste establecimiento rodeado de selvas, que posteriormente se convirtió en una ciudad. Y aquí han nacido y han muerto sus descendientes, y han mezclado su parte terrenal con el suelo, hasta que una porción no pequeña del mismo debe de tener estrecho parentesco con esta envoltura mortal en que, durante un corto espacio de tiempo, me paseo por sus calles. De consiguiente, el apego y cariño de que hablo, viene á ser simplemente una simpatía sensual del polvo hacia el polvo.

Pero sea de ello lo que fuere, ese sentimiento mío tiene su lado moral. La imagen de aquel primer antepasado, al que la tradición de la familia llegó á dotar de cierta grandeza vaga y tenebrosa, se apoderó por completo de mi imaginación infantil, y aún puedo decir que no me ha abandonado enteramente, y que mantiene vivo en mí una especie de sentimiento doméstico y de amor á lo pasado, en que por cierto no entra por nada el aspecto presente de la población. Se me figura que tengo mucho más derecho á residir aquí, á causa de este progenitor barbudo, serio, vestido de negra capa y sombrero puntiagudo, que vino ha tanto tiempo con su Biblia y su espada, y holló esta tierra con su porte majestuoso, é hizo tanto papel como hombre de guerra y hombre de paz,—tengo mucho más derecho, repito, merced á él, que el que podría reclamar por mí mismo, de quien nadie apenas oye el nombre ni vé el rostro. Ese antepasado mío era soldado, legislador, juez: su voz se obedecía en la iglesia; tenía todas las cualidades características de los puritanos, tanto las buenas como las malas. Era también un inflexible enemigo, de que dan buen testimonio los cuákeros en sus historias, en las que, al hablar de él, recuerdan un incidente de su dura severidad para con una mujer de su secta, suceso que es de temerse durará más tiempo en la memoria de los hombres que cualquiera otra de sus buenas acciones, con ser estas no pocas. Su hijo heredó igualmente el espíritu de persecución, y se hizo tan conspícuo en el martirio de las brujas,[6] que bien puede decirse que la sangre de éstas ha dejado una mancha en su nombre. Ignoro si estos antepasados míos pensaron al fin en arrepentirse y pedir al cielo que les perdonara sus crueldades; ó si aún gimen padeciendo las graves consecuencias de sus culpas, en otro estado. De todos modos, el que estas líneas escribe, en su calidad de representante de esos hombres, se avergüenza, en su nombre, de sus hechos, y ruega que cualquiera maldición en que pudieran haber incurrido,—de que ha oído hablar, y de que parece dar testimonio la triste y poco próspera condición de la familia durante muchas generaciones,—desaparezca de ahora en adelante y para siempre.

No hay, sin embargo, duda de que cualquiera de esos sombríos y severos puritanos habría creído que era ya suficiente expiación de sus pecados, ver que el antiguo tronco del árbol de la familia, después de transcurridos tantos y tantos años que lo han cubierto de venerable musgo, haya venido á producir, como fruto que adorna su cima, un ocioso de mi categoría. Ninguno de los objetos que más caros me han sido, lo considerarían laudable; cualquiera que fuese el buen éxito obtenido por mí,—si es que en la vida, excepto en el círculo de mis afectos domésticos, me ha sonreído alguna vez el buen éxito,—habría sido juzgado por ellos como cosa sin valor alguno, si no lo creían realmente deshonroso. "¿Qué es él?"—pregunta con una especie de murmullo una de las dos graves sombras de mis antepasados á la otra. "¡Un escritor de libros de historietas! ¿Qué clase de ocupación es esta? ¿Qué manera será esta de glorificar á Dios, y de ser durante su vida útil á la humanidad? ¡Qué! Ese vástago degenerado podría con el mismo derecho ser un rascador de violín." ¡Tales son los elogios que me prodigan mis abuelos al través del océano de los años! Y á pesar de su desdén, es innegable que en mí hay muchos de los rasgos característicos de su naturaleza.

Plantado, por decirlo así, con hondas raíces el árbol de mi familia por esos dos hombres serios y enérgicos en la infancia de la ciudad de Salem, ha subsistido ahí desde entonces; siempre digno de respeto; nunca, que yo sepa, deshonrado por ninguna acción indigna de alguno de sus miembros; pero, rara vez, ó nunca, habiendo tampoco realizado, después de las dos primeras generaciones, hecho alguno notable ó que por lo menos mereciere la atención del público. Gradualmente la familia se ha ido haciendo cada vez menos visible, á manera de las casas antiguas que van desapareciendo poco á poco merced á la lenta elevación del terreno, en que parece como que se van hundiendo. Durante más de cien años, padres é hijos buscaron su ocupación en el mar: en cada generación había un capitán de buque encanecido en el oficio, que abandonaba el alcázar del barco y se retiraba al antiguo hogar de la familia, mientras un muchacho de catorce años ocupaba el puesto hereditario junto al mástil, afrontando la ola salobre y la tormenta que ya habían azotado á su padre y á su abuelo. Andando el tiempo, el muchacho pasaba del castillo de proa á la cámara del buque: allí corrían entre tempestades y calmas los años de su juventud y de su edad viril, y regresaba de sus peregrinaciones por el mundo á envejecer, morir, y mezclar su polvo mortal con el de la tierra que le vió nacer. Esta prolongada asociación de la familia con un mismo lugar, á la vez su cuna y su sepultura, crea cierta especie de parentesco entre el hombre y la localidad, que nada tiene que ver con la belleza del paisaje ni con las condiciones morales que le rodean. Puede decirse que no es amor sino instinto. El nuevo habitante,—procedente de un país extranjero, ya fuere él, ó su padre, ó su abuelo,—no posee títulos á ser llamado Salemita; no tiene idea de esa tenacidad, parecida á la de la ostra, con que un antiguo morador se apega al sitio donde una generación tras otra generación se ha ido incrustando. Poco importa que el lugar le parezca triste; que esté aburrido de las viejas casas de madera, del fango y del polvo, del viento helado del Este y de la atmósfera social aun más helada,—todo esto, y cualesquiera otras faltas que vea ó imagine ver, nada tienen que hacer con el asunto. El encanto sobrevive, y tan poderoso como si el terruño natal fuera un paraíso terrestre. Eso es lo que ha pasado conmigo. Yo casi creía que el destino me forzaba á hacer de Salem mi hogar, para que los rasgos de las fisonomías y el temple del carácter que por tanto tiempo han sido familiares aquí,—pues cuando un representante de la raza descendía á su fosa, otro continuaba, por decirlo así, la acostumbrada facción de centinela en la calle principal,—aún se pudieran ver y reconocer en mi persona en la antigua población. Sin embargo, este sentimiento mismo viene á ser una prueba de que esa asociación ha adquirido un carácter enfermizo, y que por lo tanto debe, al fin, cesar por completo. La naturaleza humana, lo mismo que un árbol, no florecerá ni dará frutos si se planta y se vuelve á plantar durante una larga serie de generaciones en el mismo terreno ya cansado. Mis hijos han nacido en otros lugares, y hasta donde dependiere de mí, irán á echar raíces en terrenos distintos.

Al salir de la Antigua Mansión, fué principalmente este extraño, apático y triste apego á mi ciudad natal, lo que me trajo á desempeñar un empleo oficial en el gran edificio de ladrillos que he descrito, y servía de Aduana, cuando hubiera podido ir, quizá con mejor fortuna, á otro punto cualquiera. Pero estaba escrito. No una vez, ni dos, sino muchas, había salido de Salem, al parecer para siempre, y de nuevo había regresado á la vieja población, como si Salem fuera para mí el centro del universo.

Pues bien, una mañana, muy bella por cierto, subí los escalones de granito de que he hablado, llevando en el bolsillo mi nombramiento de Inspector de Aduana, firmado por el Presidente de los Estados Unidos, y fuí presentado al cuerpo de caballeros que tenían que ayudarme á sobrellevar la grave responsabilidad que sobre mis hombros arrojaba mi empleo.

Dudo mucho, ó mejor dicho, creo firmemente, que ningún funcionario público de los Estados Unidos, civil ó militar, haya tenido bajo sus órdenes un cuerpo de veteranos tan patriarcales como el que me cupo en suerte. Cuando los ví por vez primera, quedó resuelta para mí la cuestión de saber dónde se hallaba el vecino más antiguo de la ciudad. Durante más de veinte años, antes de la época de que hablo, la posición independiente del Administrador había conservado la Aduana de Salem al abrigo del torbellino de las vicisitudes políticas que hacen generalmente tan precario todo destino del Gobierno. Un militar,—uno de los soldados más distinguidos de la Nueva Inglaterra,—se mantenía firmemente sobre el pedestal de sus heroicos servicios; y, considerándose seguro en su puesto, merced á la sabia liberalidad de los Gobiernos sucesivos bajo los cuales había mantenido su empleo, había sido también el áncora de salvación de sus subordinados en más de una hora de peligro. El general Miller no era, por naturaleza, amigo de variaciones: era un hombre de benévola disposición en quien la costumbre ejercía no poco influjo, apegándose fuertemente á las personas cuyo rostro le era familiar, y con dificultad se decidía á hacer un cambio, aun cuando éste trajera aparejada una mejora incuestionable. Así es que al tomar posesión de mi destino, hallé no pocos empleados ancianos. Eran, en su mayor parte, antiguos capitanes de buque, que después de haber rodado por todos los mares y haber resistido firmemente los huracanes de la vida, habían al fin echado el ancla en este tranquilo rincón del mundo, en donde con muy poco que los perturbara, excepto los terrores periódicos de una elección presidencial, que podría dejarlos cesantes, tenían asegurada la subsistencia y hasta casi una prolongación de la vida; porque si bien tan expuestos como los otros mortales á los achaques de los años y sus enfermedades, tenían evidentemente algún talismán, amuleto ó algo por el estilo, que parecía demorar la catástrofe inevitable. Se me dijo que dos ó tres de los empleados que padecían de gota y reumatismo, ó quizá estaban clavados en sus lechos, ni por casualidad se dejaban ver en la Aduana durante una gran parte del año; pero una vez pasado el invierno, se arrastraban perezosamente al calor de los rayos de Mayo ó Junio, desempeñando lo que ellos llamaban su deber, y tomando de nuevo cama cuando mejor les parecía. Tengo que confesar que abrevié la existencia oficial de más de uno de estos venerables servidores de la República. Á petición mía, se les permitió que descansaran de sus arduas labores; y poco después,—como si el único objeto de su vida hubiera sido su celo por el servicio del país,—pasaron á un mundo mejor. No deja sin embargo de servirme de piadoso consuelo la idea de que, gracias á mi intervención, se les concedió tiempo suficiente para que se arrepintieran de las malas y corruptas costumbres en que, como cosa corriente, se supone que tarde ó temprano cae todo empleado de Aduana, pues sabido es que de dicha institución no arranca senda alguna que nos lleve derechamente al Paraíso.

La mayor parte de mis subordinados pertenecía á un partido político distinto del mío. Y no fué poca fortuna para aquella venerable fraternidad, que el nuevo Inspector no fuera lo que se llama un politicastro, ni hubiera recibido su empleo en recompensa de servicios prestados en el terreno de la política. De lo contrario, al cabo de un mes de haber subido el ángel exterminador las escaleras de la Aduana, ni un solo hombre del antiguo personal de funcionarios hubiera quedado en pie. Y en remate de cuentas, no habría hecho ni más ni menos que conformarse á la costumbre establecida en casos semejantes por la política. Bien visible era que aquellos viejos lobos marinos temían que yo hiciera algo parecido; y no poca pena, mezclada con cierta risa, produjeron en mí los terrores á que dió origen mi llegada, al notar cómo aquellos rostros curtidos por medio siglo de exposición á las tempestades del mar, palidecían al ver á un individuo tan inofensivo como yo; ó al percibir, cuando alguno me hablaba, el temblor de una vez que, en años ya remotos, acostumbraba resonar en la bocina del buque tan ronca y vigorosa que habría causado espanto al mismísimo Bóreas. Muy bien sabían aquellos excelentes ancianos que, según las prácticas usuales, y, respecto de algunos de ellos en razón de su falta de aptitud para los negocios, deberían haber cedido sus puestos á hombres más jóvenes, de distinto credo político, y más adecuados para el servicio de nuestro Gobierno. Yo también lo sabía, pero no pude resolverme á proceder de acuerdo con ese conocimiento. Por lo tanto, con grande y merecido descrédito mío, y considerable detrimento de mi conciencia oficial, continuaron, durante mi época de mando arrastrándose, como quien dice, por los muelles, y subiendo y bajando las escaleras de la Aduana. Una parte del tiempo, no poca en honor de la verdad, la pasaban dormidos en sus rincones acostumbrados, con las sillas reclinadas contra la pared, despertando sin embargo una ó dos veces al mediodía para aburrirse mutuamente refiriéndose, por la milésima vez, sus viejas historias marítimas y sus chistes ó enmohecidas jocosidades que ya todos se sabían de memoria.

Me parece que no tardaron en descubrir que el nuevo jefe era hombre de buena pasta, de quien no había mucho que temer. De consiguiente, con corazones contentos y con la íntima convicción de creerse empleados de utilidad y provecho,—á lo menos en beneficio propio, si no en el de nuestra amada patria,—estos santos varones continuaron desempeñando, nominalmente, en realidad de verdad, sus varios empleos. ¡Con qué sagacidad, auxiliados por sus grandes espejuelos, dirigían una mirada al interior de las bodegas de los buques! ¡Qué gresca armaban á veces con motivo de nimiedades, mientras otras, con maravillosa estupidez, dejaban pasar por alto cosas verdaderamente dignas de toda atención! Cuando algo por el estilo acontecía, por ejemplo, cuando un carromato cargado de valiosas mercancías había sido trasbordado subrepticiamente á tierra, en pleno mediodía, bajo sus mismas narices, sin que se lo olieran, era de ver entonces la energía y actividad que desplegaban, cerrando á doble llave todas las escotillas y aperturas del buque delincuente, redoblando la vigilancia, de tal modo, que en vez de recibir una reprimenda por su anterior negligencia, parecía que eran más bien acreedores á todo elogio por su celo y sus medidas precautorias, después que el mal estaba hecho y no tenía remedio.

Á no ser que las personas con quienes tenga yo algún trato, sean en extremo displicentes y desagradables, es mi costumbre, tonta si se quiere, cobrarles afecto; pues las cualidades mejores de mis compañeros, caso que las tengan, son las que comunmente noto, y constituyen el rasgo saliente que me hace apreciar al hombre. Como la mayor parte de aquellos viejos empleados del resguardo tenían buenas cualidades, y como mi posición respecto de ellos era casi paternal y protectora, y favorable por lo tanto al desarrollo de sentimientos amistosos, pronto se granjearon todos mi cariño. En el verano, al mediodía, cuando los fuertes calores que casi hacían derretir al resto del género humano apenas si vivificaban sus soñolientos organismos, era sumamente grato oirlos charlar recostados todos en hilera, como de costumbre, contra la pared, trayendo á la memoria los chistes ya helados de pasadas generaciones que se referían, medio balbuciendo, entre sonoras carcajadas. He notado que, exteriormente por lo menos, la alegría de los ancianos tiene muchos puntos de contacto con la de los niños, en cuanto que ni la inteligencia ni un profundo sentimiento humorístico entran por algo en el asunto. Tanto en el niño como en el anciano viene á ser á manera de un rayo de sol que juguetea sobre la superficie, impartiendo un aspecto luminoso y risueño, lo mismo á la rama verde del árbol, que al tronco decaído y seco. Sin embargo, en uno es un verdadero rayo de sol; en el otro, se asemeja más bien al brillo fosforescente de la madera carcomida.

Sería realmente injusto que el lector llegase á creer que todos mis excelentes viejos amigos estaban chocheando. En primer lugar, no todos eran ancianos: había, entre mis compañeros subordinados, hombres en toda la lozanía y fuerza de la edad: hábiles, inteligentes, enérgicos, y en todo y por todo superiores á la ocupación rutinaria á que los había condenado su mala estrella. Además, las canas de más de uno cubrían un cerebro dotado de inteligencia conservada en muy buenas condiciones. Pero respecto á la mayoría de mi cuerpo de veteranos, no cometo injusticia alguna si la califico, en lo general, de conjunto de seres fastidiosos que de su larga y variada experiencia de la vida no habían sacado nada que valiera la pena de conservarse. Se diría que, habiendo esparcido á todos los vientos los granos de oro de la sabiduría práctica que tuvieron tantas oportunidades de atesorar, habían conservado, con el mayor esmero, tan sólo la inútil é inservible cáscara. Hablaban con mayor interés y abundancia de corazón de lo que habían almorzado aquel día, ó de la comida del anterior, ó de la que harían el siguiente, que del naufragio de hace cuarenta ó cincuenta años, y de todas las maravillas del mundo que habían visto con sus ojos juveniles.

El abuelo de la Aduana, el patriarca, no sólo de este reducido grupo de empleados, sino estoy por decir que de todo el personal respetable de todas las Aduanas de los Estados Unidos, era cierto funcionario inamovible. Podría apellidársele, con toda exactitud, el hijo legítimo del sistema aduanero, nacido y criado en el regazo de esta noble institución, como que su padre, coronel de la guerra de la Independencia, y en otro tiempo Administrador de Aduana, había creado para él un destino en una época que pocos de los hombres que hoy viven pueden recordar. Cuando conocí á este empleado, tendría á cuestas sus ochenta años, poco más ó menos: con las mejillas sonrosadas; cuerpo sólido y trabado; levita azul de brillantes botones; paso vigoroso y rápido, y aspecto sano y robusto, parecía, si no joven, por lo menos una nueva creación de la Madre Naturaleza en forma de hombre, con quien ni la edad ni los achaques propios de ella, nada tenían qué hacer. Su voz y su risa, que resonaban constantemente en todos los ámbitos de la Aduana, no adolecían de ese sacudimiento trémulo á manera de cacareo de gallina tan común en la vejez: parecíase al canto de un gallo ó al sonido de un clarín. Considerándole simplemente desde el punto de vista zoológico,—y tal vez no había otro modo de considerarlo,—era un objeto realmente interesante, al observar cuan saludable y sana era su constitución, y la aptitud que en su avanzada edad tenía para gozar de todos ó de casi todos los placeres á que siempre había aspirado. La certidumbre de tener la existencia asegurada en la Aduana, viéndose exento de cuidados, y casi sin temores de ser dado de baja, junto con el salario que recibía puntualmente, habían sin duda contribuído á que los años pasaran por él sin dejar ninguna huella. Sin embargo, había causas mucho más poderosas, que consistían en la rara perfección de su naturaleza física, la moderada proporción de su inteligencia, y el papel tan reducido que desempeñaban en él las cualidades morales y espirituales, que para decir la verdad, á duras penas bastaban para impedir que el anciano caballero imitase en la manera de andar al rey Nabucodonosor durante los años de su transformación. La fuerza de su pensamiento era nula; la facultad de experimentar afectos, ninguna; y en cuanto á sensibilidad, cero. En una palabra, en él no había sino unos cuantos instintos que, auxiliados por el buen humor que era el resultado inevitable de su bienestar físico, hacían las veces de corazón. Se había casado tres veces, y otras tantas había enviudado: era el padre de veinte niños, la mayor parte de los cuales había pagado, á diversas edades, el tributo común á la madre tierra. Esto es bastante para hacernos suponer que la naturaleza más feliz, el hombre más contento con su suerte, tenía que dar cabida á un dolor suficiente para engendrar cierto sentimiento de melancolía. ¡Nada de esto con nuestro anciano empleado! En un breve suspiro se exhalaba toda la tristeza de estos recuerdos; y al momento siguiente estaba tan dispuesto y alegre como un niño; mucho más que el escribiente más joven de la Aduana que, á pesar de no contar sino diez y nueve años de edad, era con todo un hombre más grave y reposado que el octogenario oficial del resguardo.

Yo estudiaba y observaba á este personaje patriarcal con una curiosidad mayor que la que hasta entonces me hubiera inspirado ningún sér humano; pues era, en realidad, un raro fenómeno: tan perfecto y completo, desde un punto de vista, como superficial, ilusorio, impalpable, y absolutamente insignificante desde cualquiera otro. Llegué á creer á puño cerrado que ese individuo no tenía ni alma, ni corazón, ni intelecto, ni nada, como ya he dicho, excepto instintos; y sin embargo, de tal manera estaba compaginado lo poco que en realidad había en él, que no producía una impresión penosa de deficiencia; antes al contrario, por lo que á mí hace, me daba por muy satisfecho con lo que en él había hallado. Difícil sería concebir su existencia espiritual futura, en vista de lo completamente terrenal y material que parecía; pero es lo cierto que su existencia en este mundo nuestro, suponiendo que terminara con su último aliento, no le había sido concedida bajo duras condiciones: su responsabilidad moral no era mayor que la de los seres irracionales, aunque poseyendo mayores facultades que ellos para gozar de la vida, y viéndose exento igualmente de los achaques y tristezas de la vejez.

En un particular les era vasta, inmensamente superior: en la facultad de recordar las buenas comidas de que había disfrutado y que constituían no pequeña parte de su felicidad terrenal. Era un gastrónomo consumado. Oirle hablar de un asado, bastaba ya para despertar nuestro apetito; y como nunca poseyó otras dotes superiores, ni pervirtió ni sacrificó ningún don espiritual anteponiéndolo á la satisfacción de su paladar y de su estómago, me causaba siempre gran placer oirle discurrir acerca del pescado, de la volatería, de los mariscos, y de la diversidad de carnes, espaciándose en lo referente al mejor modo de condimentarlos y servirlos en la mesa. Sus reminiscencias de una buena comida, por antigua que fuera su fecha, eran tan vivas que parecía que estaba realmente aspirando el olor de un lechoncito asado ó de un pavo trufado. Su paladar conservaba todavía el sabor de manjares que había comido hacía sesenta ó setenta años, como si se tratara de las chuletas de carnero del almuerzo de aquel día. Recordaba con verdadero deleite, con fruición sin igual, un pedazo de lomo asado, ó un pollo especial, ó un pavo digno de particular elogio, ó un pescado notable, ú otro manjar cualquiera que adornó su mesa allá en los días de su primera juventud; mientras los grandes acontecimientos de que había sido teatro el mundo durante los largos años de su existencia, habían pasado por él como pasa la brisa, sin dejar la menor huella. Hasta donde me ha sido dable juzgar, el acontecimiento más trágico de su vida, fué cierto percance con un pato que dejó de existir hace treinta ó cuarenta años, pato cuyo aspecto auguraba momentos deliciosos; pero que una vez en la mesa, resultó tan inveteradamente duro, que el trinchante no hizo mella alguna en él, y hubo necesidad de apelar á una hacha y á un serrucho de mano para dividirlo.

Pero es tiempo ya de terminar este retrato, aunque tendría el mayor placer en dilatarme en él indefinidamente, pues de todos los hombres que he conocido, este individuo me parece el más apropósito para vista de Aduana. La mayoría de las personas, debido á causas que no tengo tiempo ni espacio para explicar, experimentan una especie de detrimento moral en consecuencia del género peculiar de vida de dicha profesión. El anciano funcionario era incapaz de experimentarlo; y si pudiera continuar desempeñando su empleo hasta el fin de los siglos, seguiría siendo tan bueno como era entonces, y se sentaría á la mesa para comer con tan excelente apetito como de costumbre.

Hay aún otra figura sin la cual mi galería de retratos de empleados de la Aduana quedaría incompleta; pero que me contentaré simplemente con bosquejar, porque mis oportunidades para estudiarla no han sido muchas. Me refiero á nuestro Administrador, al bizarro y antiguo general Miller quien, después de sus brillantes servicios militares y de haber gobernado por algún tiempo uno de los incultos territorios del Oeste, había venido, hacía veinte años, á pasar en Salem el resto de su honorable y agitada vida. El valiente soldado contaba ya unos setenta años de edad, y estaba abrumado de achaques que ni aun su marcial espíritu, ni los recuerdos de sus altos hechos podían mitigar. Solo con el auxilio de un sirviente, y asiéndose del pasamanos de hierro, podía subir lenta y dolorosamente las escaleras de la Aduana; y luego, arrastrándose con harto trabajo, llegar á su asiento de costumbre junto á la chimenea. Allí permanecía observando con sereno semblante á los que entraban y salían, en medio del rumor causado por la discusión de los negocios, la charla de la oficina, el crujir de los papeles, etc., todo lo cual parecía no influir en manera alguna en sus sentidos, ni mucho menos penetrar, perturbándola, en la esfera de sus contemplaciones. Su rostro, cuando el General se hallaba en semejante estado de quietud, era benévolo y afable. Si alguno se le acercaba en demanda de algo, iluminaba sus facciones una expresión de cortesía y de interés, que bien á las claras demostraba que aun ardía interiormente el fuego sagrado, y que sólo la corteza exterior se oponía al libre paso de su luz intelectual. Cuanto más de cerca se le trataba, tanto más sana se revelaba su inteligencia. Cuando no se veía como forzado á hablar ó á prestar atención á lo que se le decía, pues ambas operaciones le costaban evidentemente un esfuerzo, su rostro volvía á revestirse de la tranquila placidez de costumbre. Debo agregar que su aspecto no dejaba en el ánimo del que le contemplaba ninguna impresión penosa, pues nada acusaba en él la decadencia intelectual propia de la vejez. Su armazón corpórea, de suyo fuerte y maciza, no se estaba todavía desmoronando.

Bajo condiciones tan poco favorables, era difícil estudiar su verdadero carácter y definirlo, como lo sería, por ejemplo, reconstruir, por medio de la imaginación, una antigua fortaleza como la de Ticonderoga, teniendo á la vista sólo sus ruinas. Aquí y acullá tal vez se encuentre un paño de muralla casi completo; pero en lo general se vé únicamente una masa informe, oprimida por su mismo peso, y á la que largos años de paz y de abandono han cubierto de hierbas y abrojos.

Sin embargo, contemplando al viejo guerrero con afecto,—pues á pesar de nuestro poco trato mutuo, los sentimientos que hacia él abrigaba, como acontecía con cuantos le conocieron, no podían menos de ser afectuosos,—pude discernir los rasgos principales de su carácter. Descollaban en él las nobles y heroicas cualidades que ponían de manifiesto que el nombre distinguido de que disfrutaba, no lo había alcanzado por un mero capricho de la fortuna, sino con toda justicia. Su actividad no fué hija de un espíritu inquieto, sino que necesitó siempre algún motivo poderoso que le imprimiera el impulso; pero una vez puesta en movimiento, y habiendo obstáculos que vencer, y un resultado valioso que alcanzar, no fué hombre que cediera ni fracasara. El fuego que le animó un tiempo, y que aún no estaba extinguido sino entibiado, no era de esas llamaradas que toman cuerpo rápidamente, brillan y se apagan al punto, sino una llama intensa y rojiza, como la de un hierro candente. Solidez, firmeza, y peso: tal es lo que expresaba el reposado continente del General en la época á que me refiero, aun en medio de la decadencia que prematuramente se iba enseñoreando de su naturaleza; si bien puedo imaginarme que, en circunstancias excepcionales, cuando se hallase agitado por un sentimiento vivo que despertara su energía, que sólo estaba adormecida, era capaz de despojarse de sus achaques, como un enfermo de la ropa que le cubre, y arrojando á un lado el báculo de la vejez, empuñar de nuevo el sable de batalla, y ser el guerrero de otros tiempos. Y aun entonces su aspecto habría revelado calma.

Semejante exhibición de sus facultades físicas es solo para concebirse con la fantasía, y no fuera de desearse que se realizara. Lo que ví en él—fueron los rasgos de una tenaz y decidida perseverancia, que en su juventud pudiera haber sido obstinación; una integridad que, como la mayor parte de sus otras cualidades, era maciza, sólida, tan poco dúctil y tan inmanejable como una tonelada de mineral de hierro; y una benevolencia que, á pesar del impetuoso ardor con que al frente de sus soldados mandó las cargas á la bayoneta en Chippewa ó el Fuerte Erie, era tan genuina y verdadera como la que pueda mover á cualquier filántropo de nuestro siglo. Más de un enemigo, en el campo de batalla, perdió la vida al filo de su acero; y ciertamente que muchos y muchos quedaron allí tendidos, como en el prado la hierba segada por la guadaña, á impulsos de aquellas cargas á que su espíritu comunicó su triunfante energía. Pero de todos modos, nunca hubo en su corazón crueldad bastante para poder ni aun despojar á una mariposa del polvo brillante de sus alas. No conozco á otro hombre en cuya innata bondad tanto pudiera yo confiar.

Muchas de las cualidades características del General,—especialmente las que habrían contribuído en sumo grado á que el bosquejo que voy trazando se pareciese al original,—debían de haberse desvanecido ó debilitado antes de que yo le hubiera visto por primera vez. Sabido es que los atributos más delicados son también los que más pronto desaparecen; ni tiene la naturaleza por costumbre adornar las ruinas humanas con las flores de una nueva hermosura cuyas raíces yacen en las grietas y hendeduras de los escombros de donde sacan su sustento, como las que brotan en las arruinadas murallas de la fortaleza de Ticonderoga; y sin embargo, en lo que toca á gracia y belleza, había en él algo digno de atención. De vez en cuando iluminaba su rostro, de agradable manera, un rayo de buen humor socarrón; mientras que también podía notarse un rasgo de elegancia y gusto delicado natural, que no siempre se vé en las almas viriles pasada la primera juventud, en el placer que causaban al General la vista y fragancia de las flores. Es de suponerse que un viejo guerrero estima, antes que todo, el sangriento laurel para sus sienes; pero aquí se daba el ejemplo de un soldado que participaba de las preferencias de una joven muchacha hacia las bellas producciones de Flora.

Allí, junto á la chimenea, acostumbraba sentarse el anciano y valiente General; mientras el Inspector, que si podía evitarlo, raras veces tomaba sobre sí la difícil tarea de entablar con él una conversación, se complacía en quedarse á cierta distancia observando aquel apacible rostro, casi en un estado de semi-somnolencia. Parecía como si estuviera en otro mundo distinto del nuestro, aunque le veíamos á unas cuantas varas de nosotros; remoto, aunque pasábamos junto á su sillón; inaccesible, aunque podríamos alargar las manos y estrechar las suyas. Era muy posible que allá, en las profundidades de sus pensamientos, viviera una vida más real que no en medio de la atmósfera que le rodeaba en la poco adecuada oficina de un Administrador de Aduana. Las evoluciones de las maniobras militares; el tumulto y fragor de la batalla; los bélicos sonidos de antigua y heroica música oída hacía treinta años,—tales eran quizá las escenas y armonías que llenaban su espíritu y se desplegaban en su imaginación. Entre tanto, los comerciantes y los capitanes de buques, los dependientes de almacén y los rudos marineros entraban y salían: en torno suyo continuaba el mezquino ruido que producía la vida comercial y la vida de la Aduana: pero ni con los hombres, ni con los asuntos que les preocupaban, parecía que tuviera la más remota relación. Allí, en la Aduana, estaba tan fuera de su lugar, como una antigua espada, ya enmohecida, después de haber fulgurado en cien combates, pero conservando aun algún brillo en la hoja, lo estaría en medio de las plumas, tinteros, pisapapeles y reglas de caoba del bufete de uno de los empleados subalternos.

Había especialmente una circunstancia que me ayudó mucho en la tarea de reanimar y reconstruir la figura del vigoroso soldado que peleó en las fronteras del Canadá, cerca del Niágara, del hombre de energía sencilla y verdadera. Era el recuerdo de aquellas memorables palabras suyas—"¡Lo probaré, señor!"—pronunciadas en los momentos mismos de llevar á cabo una empresa tan heroica cuanto desesperada, y que respiraban el indomable espíritu de la Nueva Inglaterra. Si en nuestro país se premiase el valor con títulos de nobleza, esa frase,—que parece tan fácil de emitir, pero que solamente él, ante el peligro y la gloria que le esperaban, ha llegado á pronunciar,—esa frase, repito, sería el mote mejor, y el más apropiado, para el escudo de armas del General.

La letra escarlata

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