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Escape a la ficción

Contamos nuestras experiencias para informar algo a otros o, simplemente, para recordar lo vivido. A propósito de alguna situación concreta, contamos una anécdota curiosa o divertida. La Historia, por su parte, cuenta los hechos del pasado para que no se olviden y también para que su conocimiento permita entender el presente. Pero, además, contamos cuentos y nos deleitamos cuando otros nos los cuentan.

Imaginemos una escena remota. Un grupo de hombres primitivos, sentados junto al fuego, comparten sus experiencias del día: el resultado de la pesca, la migración de animales, la pelea contra otro grupo, etc. Pero si prestamos atención a las palabras de alguno de ellos, notaremos que su relato está enriquecido con elementos de su invención. Este narrador no solo busca informar. Además tiene otra intención: tal vez entretener, quizá sorprender o atemorizar y, siempre, capturar la atención de su auditorio. Él está fundando la literatura y es el antepasado de cada uno de los escritores del presente. Y sus oyentes son los antepasados de los lectores actuales. La pregunta es: ¿por qué, después de tanto tiempo, estas prácticas siguen vigentes?

La vida de todo ser humano es limitada. Vive en una época y durante una cantidad limitada de años, en un lugar más o menos 4 Cuentos + Cuentos fijo, se relaciona con un número limitado de personas, desarrolla unas pocas actividades (estudia, tiene un trabajo, una profesión, practica algún deporte). Pero el ser humano siempre busca escapar de los límites. Al respecto dice Mario Vargas Llosa en su libro La verdad de las mentiras: “(…) Los hombres no están contentos con su suerte y casi todos –ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros– quisieran una vida distinta de la que viven. Para aplacar –tramposamente– ese apetito nacieron las ficciones. Ellas se escriben y se leen para que los seres humanos tengan las vidas que no se resignan a no tener. (…)”[1]. Entonces, la literatura nos permite transportarnos a otras épocas y lugares, y vivir experiencias alejadas de las nuestras. Durante el escaso tiempo que nos lleva la lectura de un cuento o de una novela, podemos ser piratas en el Caribe, un estudiante de una escuela para magos, astronautas, simples labradoras o reinas medievales, testigos de una lucha entre guerreros africanos, un corrupto hombre de negocios, una modelo en Nueva York o enfrentarnos con fantasmas en un castillo gótico. Y todo esto, sin levantarnos de un sillón. Sí, la ficción literaria es la que cumple nuestros deseos irrealizables.

Tampoco los escritores han vivido todo lo que cuentan. Al escribir, también ellos escapan de las limitaciones de sus vidas y crean aquellas que posiblemente les hubiera gustado tener. ¿Cómo lo hacen? Salgari, por ejemplo, fue un gran escritor italiano del siglo XIX, autor de innumerables novelas de aventuras. Durante algunos años trabajó como simple marinero. Seguramente esta experiencia le sirvió a la hora de describir un velero, referirse a las costumbres a bordo, construir ciertos personajes como los que integran la tripulación de un barco. Pero indudablemente no vivió ni la mínima parte de las aventuras que narra en sus libros. Jane K. Rowling es una señora inglesa, contemporánea a nosotros, que cuenta las peripecias de Harry Potter. La acción de sus novelas se ubica en la actualidad y en Inglaterra, y mucho de lo que cuenta y describe está tomado de la realidad: el modo de hablar de los personajes, el hecho de cursar la secundaria en un internado, etc. Pero ni los magos (los que realmente hacen magia y no trucos) ni las escuelas para estos magos existen. Lo mismo sucede con todos los escritores, quienes toman algunas de sus experiencias o se inspiran en las de otros y las transforman, las enriquecen con elementos inventados. Así, construyen un mundo nuevo, distinto del real y más interesante. De este modo nacen las ficciones.


El mundo de la ficción

Desde la antigüedad, se cuentan historias que, más que reflejar la realidad tal cual es, crean un mundo independiente que solo toma algunos de sus aspectos. Sucede que en la literatura, la realidad es lo de menos, porque la literatura es, esencialmente, ficción.

La palabra ficción tiene su origen en el término latino fictio que, a su vez, proviene del verbo fingere, cuyo significado es “fingir”, “mentir”, “engañar” y también “transformar”. Entonces, las obras que componen la literatura fingen una realidad, exponen a los ojos de sus receptores una mentira. Pero, ¿en qué se parecen y en qué se diferencian estas mentiras de las que decimos en la vida cotidiana? En ambas se cuentan hechos que no han sucedido. Se diferencian en que el propósito de las literarias no es engañar a los lectores haciéndoles creer que se trata de verdades. En la ficción existe un pacto implícito entre el autor y el lector que establece que lo que se cuenta, ese mundo creado mediante palabras, es una invención que no puede ser juzgada en términos de verdadero o falso. Su mayor o menor cercanía con la realidad no la hace ni mejor ni peor.

Así como cuando jugamos aceptamos las reglas del juego y esto es fundamental para divertirnos, cuando leemos aceptamos las reglas de la ficción: no nos cuestionamos si fuera del libro esa historia es posible. Solo importa que, dentro del mundo creado, estén dadas las condiciones para que lo sea. Por ejemplo: si se cuenta la historia de una persona pobre e inculta que, de la noche a la mañana, se convierte en rica, el cambio en su situación económica debería ser justificado porque recibió una herencia inesperada, ganó la lotería, etc. Ahora, si también de la noche a la mañana se convirtiera en una persona culta, esto solo tendría sentido si se lo atribuyera a la magia, porque no existe otro modo de que suceda inmediatamente. La magia explicaría el cambio. Pero si esta transformación no hubiera sucedido por arte de magia, la historia no tendría coherencia interna.

El escritor es la persona real que crea el mundo de ficción. No forma parte de su obra, pero podemos descubrirlo en ella: el modo de pensar de su época, su personalidad, su conocimiento del mundo, sus sentimientos, sus experiencias, su estilo están presentes en su obra. Tal como afirma Enrique Anderson Imbert en Teoría y técnica del cuento: “(…) Podemos formarnos una vaga idea del escritor que está detrás de lo que escribió porque, como al trasluz, lo vemos en la tarea de seleccionar lo que nos cuenta (…)”[2]. Como ya dijimos, el escritor inventa su historia. Esta historia existe en su imaginación antes de convertirse en un texto y podría ser contada de muchas maneras distintas. Pero en el momento de hacerlo, es decir, en el momento de transformar en palabras lo que existía en la imaginación, elige qué partes contará y cómo. La combinación de estos dos componentes da como resultado el estilo particular de un escritor.


La ficción continúa

Es difícil concebir la vida del ser humano sin la presencia de la ficción. En la literatura, toma la forma del cuento, de la novela y también del teatro. En la actualidad, tal vez el mayor contacto con la ficción se produzca a través de los medios audiovisuales. El cine y la televisión representan historias ficcionales en las que, al guión (una nueva forma literaria) se suman la imagen y el sonido, y se mantienen las reglas de las que hablamos en los párrafos anteriores. La popularidad de las películas y de las series reafirma el placer que los seres humanos siguen encontrando en las historias imaginadas por otros.

El desarrollo tecnológico permitió sumar estos nuevos modos de mostrar la ficción al que nos acompaña desde hace siglos: el libro. Incluso este va cambiando su soporte: hoy al papel se suma la pantalla de los libros electrónicos. Y tanto el lector frente a un libro publicado en papel o electrónicamente, como el espectador de una película se parecen al hombre primitivo que escuchaba un cuento y, por un rato, se sentía parte de él.

Circunscribiéndonos a la literatura, el cuento es quizás, entre todos, el género preferido por los lectores del siglo XX y, probablemente, lo siga siendo durante el siglo XXI. Tal vez podamos encontrar una explicación a esta elección en el hecho de que, en un mundo de urgencias y de tiempos reducidos, en el que la brevedad es un valor, los cuentos tienen la medida exacta del viaje en colectivo, de la espera en el consultorio del médico, de ese ratito anterior a dormirnos por la noche y, por qué no, del recreo.


[1] Vargas Llosa, Mario; La verdad de las mentiras, Buenos Aires, Seix Barral, 1990.,

[2] Anderson Imbert, Enrique; Teoría y técnica del cuento, Buenos Aires, Marymar, 1979.

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