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ОглавлениеEl pan duro de esa bruja
O. Henry
La señorita Martha Meacham tenía una pequeña panadería en la esquina. Es esa panadería en la que se entra subiendo tres escalones y donde suena una campanita cuando uno abre la puerta.
La señorita Martha tenía cuarenta años, dos dientes postizos, una cuenta en el banco que ascendía a dos mil dólares y un corazón sensible. Muchos se han casado con mujeres que ofrecían menos.
Dos o tres veces a la semana entraba en el negocio un cliente que no tardó en despertar su interés. Era un hombre de mediana edad, con anteojos y una barba oscura cuidadosamente recortada. Hablaba inglés con un fuerte acento alemán. Usaba ropa gastada y zurcida en algunas partes, y abolsada y arrugada en otras. Pero se lo veía limpio y tenía muy buenos modales.
Siempre compraba lo mismo: dos rebanadas de pan duro. El pan fresco costaba cinco centavos la rebanada. En cambio, por la misma cantidad se podían comprar dos trozos de pan duro. Y aquel hombre nunca pedía más que pan duro.
Cierta vez, la señorita Martha advirtió que su cliente tenía los dedos manchados de marrón y rojo. Se convenció de que era un artista y muy pobre. Sin duda, debía vivir en una buhardilla donde pintaría cuadros, comería pan duro y soñaría con las exquisiteces que había en la panadería de la señorita Martha.
A menudo, cuando la señorita Martha se sentaba a comer sus chuletas, panecillos tiernos, té y jamón, suspiraba. Hubiera querido que aquel artista, de tan gentiles modales, compartiera esos sabrosos alimentos, en lugar de comer unas duras cortezas de pan en su desolado altillo. Como ya dijimos, el corazón de la señorita Martha era muy sensible.
Para comprobar su teoría acerca del oficio de su cliente, un día llevó a la panadería un cuadro que había comprado en un remate y lo apoyó en los estantes donde ponía el pan.
El cuadro representaba un paisaje veneciano. En primer plano había un magnífico palacio de mármol (o eso pretendía mostrar la pintura). En el resto, se veían góndolas en las que iban damas que tocaban el agua con sus manos, nubes, cielo y una gran abundancia de claroscuros. Seguramente un artista no dejaría de notar aquellos detalles.
Dos días después, el cliente entró en la panadería.
–Dos rebanadas de pan duro, porr favorr –pidió con su acento alemán.
Y mientras ella se las envolvía, agregó:
–Usted tener un cuadro muy bello, señora.
–¿Sí? –dijo la señorita Martha, feliz con el resultado del ardid [1]–. Admiro mucho el arte y… –como no se atrevió todavía a decir “a los artistas”, completó–: y las pinturas. ¿Le parece bueno este cuadro?
–Palacio no estar bien dibujado. Perspectiva no ser correcta. Buenos días, señora –respondió el cliente, tomó el pan, saludó con una inclinación de cabeza y salió presurosamente.
Sí, debía ser un artista. La señorita Martha llevó nuevamente el cuadro a su cuarto.
¡Qué gentiles y bondadosos brillaban sus ojos detrás de los anteojos! ¡Qué cejas tan anchas tenía! Un hombre capaz de juzgar una perspectiva con una sola mirada… ¡y teniendo que subsistir con un trozo de pan duro! ¡Pero a menudo el genio debe sufrir antes de ser reconocido!
Qué estupendo sería para el arte y la perspectiva que el genio estuviese respaldado por una cuenta de dos mil dólares en el banco, una panadería y un corazón sensible, para… Pero eso es soñar despierta, señorita Martha.
A partir de entonces, cada vez que el cliente llegaba, conversaban un rato mostrador de por medio y él se mostraba deseoso de oír las alegres palabras de la señorita Martha.
Pero continuaba comprando pan duro. Y jamás una torta, nunca una tarta ni uno de esos deliciosos pasteles llamados Sally Lunns.
Ella pensó que él comenzaba a verse más delgado y desanimado. Su corazón ansiaba añadir algo rico a la modesta compra de su cliente. Pero le faltaba el coraje para hacerlo. No se atrevía porque conocía el orgullo de los artistas.
La señorita Martha comenzó a usar su entallado vestido de seda azul debajo del delantal. Y en la trastienda, a preparar una misteriosa mezcla de semillas de salvado y bórax que muchas usaban para el cutis.
Un día el cliente llegó como de costumbre, depositó su moneda de níquel sobre el mostrador y pidió sus dos rebanadas de pan duro. Y mientras la señorita Martha las sacaba del estante, en la calle se oyó un gran estruendo y un camión de bomberos pasó a toda velocidad.
El cliente corrió hasta la puerta para mirar, como cualquiera lo haría. Y la señorita Martha, con una repentina inspiración, aprovechó esa oportunidad.
En el extremo del mostrador, estaba la manteca fresca que el lechero había dejado diez minutos antes. Con el cuchillo, la señorita Martha hizo un profundo corte en cada una de las dos rodajas de pan duro, insertó en ambas una generosa cantidad de manteca y las apretó para que quedaran como antes.
Cuando el cliente regresó, ella estaba envolviendo el pan. Y cuando se fue, después de una inusual y placentera charlita, la señorita Martha sonrió para sí, no sin cierto estremecimiento de su corazón.
¿Acaso habría sido demasiado atrevida? ¿Se ofendería el artista? Seguramente no. Lo que había hecho no quería decir nada en particular. La manteca no simbolizaba la audacia de una soltera.
Ese día pasó un buen rato pensando en aquel asunto. Imaginaba la escena que se produciría cuando él descubriera su pequeño engaño: dejaría su paleta y sus pinceles, y miraría su caballete, en el que se lucía una pintura cuya perspectiva resistiría cualquier crítica. Luego, se prepararía para tomar su almuerzo: solo pan duro y agua. Mordería una rebanada y… ¡Ah!
La señorita Martha se ruborizó. ¿Pensaría él en la mano que había puesto eso en su comida? ¿Se animaría a…?
La campanilla de la puerta sonó violentamente. Alguien entraba haciendo un gran escándalo y alboroto. La señorita Martha apareció desde la trastienda. Allí había dos hombres. Uno era un joven desconocido que fumaba en pipa. El otro, su artista.
Tenía la cara muy roja, el sombrero echado hacia atrás y el cabello revuelto. Apretó los puños y los agitó con furia frente a la señorita Martha. ¡Frente a la señorita Martha!
–¡Dummkopf! [2] –gritó muy fuerte–. Tausendonfer [3] –o algo así, añadió luego.
El joven intentó llevárselo. Pero el artista exclamó furioso:
–¡Yo no irme ninguna parte! ¡Además, decírselo!
Y mientras golpeaba el mostrador como si fuera un tambor, le gritó:
–¡Usted arruinarme! Yo decírselo. Usted ser… ¡una bruja vieja y entrometida!
Sus ojos centelleaban detrás de los anteojos. La señorita Martha se apoyó en el mostrador y se llevó la mano a la cintura, envuelta en seda azul. El joven tomó al otro por el cuello.
–Ya dijiste suficiente. Vamos –ordenó, mientras empujaba al alterado hombre a la vereda.
Luego, el joven regresó y dijo:
–Creo que usted debe saber la causa de este escándalo, señora. Mi amigo Blumberger es dibujante en un estudio de arquitectura. Yo soy su compañero de trabajo. Él llevaba tres meses haciendo un plano para un concurso. Se trata de la construcción del nuevo edificio de la Municipalidad. Quería ganar el premio y trabajó muy duro para ello. Ayer terminó la tarea. Como usted sabe, los dibujantes hacen los bocetos a lápiz y, al final, se borra el lápiz con miga de pan duro. Es mejor que la goma. Blumberger compraba el pan aquí. Y hoy…, señora, usted ya sabe que la manteca no es buena… para borrar. Ahora resulta que el plano de Blumberger no sirve más que para envolver sándwiches de bar de ferrocarril.
La señorita Martha entró en la trastienda. Se quitó el ajustado vestido de seda azul y se puso el viejo de sarga marrón, que solía usar antes. Después, tiró a la basura la mezcla de bórax y semillas de salvado.
O. Henry; “Witche’s Loaves”. En: Sixes and sevens, New York, Doubleday, Page & Company, 1915.
[1]. Un ardid es una trampa, jugarreta o estratagema.
[2]. Dummkopf, en alemán, significa estúpido, tonto, cabeza hueca.
[3]. Tausendonfer sea, probablemente, una deformación de tausendteufel que, en alemán, significa “por mil demonios”.