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1. Malón

Su abuela hizo sonar la bocina del Ford Taunus, modelo ochenta, dos veces. Mika se apresuró, cargó la mochila a su espalda y bajó raudamente la escalera. Le llamó la atención la nota que alguien había deslizado por debajo de la puerta de entrada a esas horas de la noche. La levantó y con la ayuda de su lapicera-linterna leyó los desprolijos garabatos:


—¡Envidia! Ya quisieran ser ellos los representantes en la Comisión Disciplinaria.

Abolló el papel. Hacía días que las amenazas anónimas no lo dejaban en paz, desde que sus compañeros le habían delegado dicho rol frente a la comisión que dictaminaba sanciones en casos de mal comportamiento, integrada por maestros y alumnos. Pero las notas, más que infundirle miedo, lo hacían sentir importante. Como una estrella de cine a la que todos acosan. Se apresuró, estaba retrasado y quería dar el ejemplo.

En una de las últimas medianoches de noviembre, un ómnibus de doble altura estacionó frente a la sede del club Aventureros del Oeste, delegación Floresta, aguardando ser abordado por los cuarenta campistas que coronaban el año con tan ansiado viaje.

El tradicional evento, interrumpido una década atrás, había despertado el interés del barrio, incluso algunos vecinos sin nadie a quién despedir se habían acercado. El bullicio se expandía a lo largo de la cuadra, los padres se apresuraban a repetir por vigésima vez las recomendaciones a sus hijos, les mostraban cuál era el frasco de repelente de insectos y cuál la crema para ronchas.

El equipaje que subían al maletero del ómnibus era excesivo y debieron reordenarlo varias veces antes de cerrar la puerta, se contaban cuarenta y cuatro mochilas, faroles, estacas, toldos, picos y palas, mesas plegables, colchonetas, un carrito y diez carpas. Preparar la expedición había llevado seis meses y los responsables soportaban ahora las últimas directivas de los padres, más de uno había realizado el mismo viaje en su adolescencia.

Por fin ocuparon sus lugares. Gaspar Lado, un joven instructor de karate, tomó lista para llevar un control de los “aventureros” (nombre otorgado por el club a los socios menores de edad). Noble y de buen corazón, tenía muy buena aceptación por parte de los chicos. Y también por parte de Miranda Pink, a cargo de los juegos y tiempo libre, a quien le gustaba admirar sus pectorales amplios y gemelos resistentes.

Mika Dahúc llegó agitado, transpirando, con una gota de sudor que luego de recorrer la frente se depositó en la punta de su nariz. Subió tropezando con el último escalón y cayó encima de Roque Lado, quien arqueó los labios hacia abajo.

—¿¡Estas son horas de llegar muchacho!? –Protestó de mal talante– ¿Acaso nadie le aclaró que los voceros deben dar el ejemplo? –agregó observando su uniforme caqui diferente al verde del resto de sus compañeros.

Mika contuvo la maldición trepada a su garganta, apretó con fuerza el equipaje de mano y se dirigió directo al fondo. La semana anterior había cumplido catorce, edad que le hacía merecer el importante rol –según su criterio– de vocero grupal. Se habían separado en grupos de cuatro chicos, tres menores de trece años y uno de catorce designado para transportar las herramientas peligrosas y ser el portavoz oficial.

Roque Lado, padre de Gaspar, era un antiguo instructor de karate en el club Aventureros del Oeste. Por su obsesión con el entrenamiento duro y la disciplina estricta casi militar, se había ganado el apodo de “Mayor.” Le habían solicitado ayuda especial en la organización del campamento pues había formado parte del último contingente una década atrás y contaba con experiencia. Se caracterizaba por su tono de voz alto y las órdenes disparatadas que su hijo intentaba disimular.

El último coordinador era el enfermero Pascal Ferro, a quien siempre se lo veía con su maletín de primeros auxilios. Poco le simpatizaba compartir entre quince y dieciséis horas de viaje sentado junto al viejo gruñón.

Al llegar al único asiento disponible, Mika encontró sobre él un sobre con su nombre, lo abrió rogando mentalmente que fueran instrucciones destinadas a nuevos voceros, pero en su interior ya sospechaba lo obvio. Otra intimidación.


Se sentó sin darle importancia, estaba seguro de saber quién era el autor intelectual del escrito, solo cinco chicos de los aventureros iban a su colegio y sabían de su designación en la Comisión Disciplinaria. Aunque quizás se lo había comentado a alguien más. Unos cuantos más. Pensó que recurrir a un coordinador sería cobarde, teniendo en cuenta la improbable veracidad del contenido. Debería desmenuzar el meollo por su propia cuenta, como una investigación de Sherlock Holmes. A la vuelta del campamento compraría un libro del detective y copiaría sus tácticas.

El objetivo del viaje era sumarse a una campaña de reciclado de papel, que mensualmente convocaba a chicos de todo el país en el Parque Nacional Iguazú, y de este modo acabar con la tala de árboles y proteger la selva misionera. Repartirían panfletos a los turistas de la zona para lograr la concientización sobre el cuidado del medio ambiente y el aprovechamiento de los recursos.

—La selva misionera es muy peligrosa, ¡sí señor! –así comenzó el inesperado discurso de Roque Lado mientras su hijo fingía estar dormido–. ¡Acechan animales salvajes, trampas inesperadas, contratiempos imprevisibles!

Mika mordió su labio inferior dejando los ojos en blanco ante lo que sería, sin duda alguna, una introducción fastidiosa a la supervivencia selvática. Sacó del equipaje de mano la guía Recomendaciones al Aventurero Moderno y luego de aflojar el pañuelo del cuello se echó a leer. En cambio, su compañero de asiento Franco Vargas, apodado “Cascaciruelas” por lo inútil, tomó nota de todos los consejos y estrategias que el Mayor aportaba trazando gráficos aéreos con los dedos.

—Además… –hizo una pausa ligera que intentó infructuosamente captar la atención de los oyentes–, ¡hay duendes escondidos entre los árboles observándolo todo! –se escuchó una tos sonora camuflando una carcajada–. ¡A veces son amistosos, pero cuando se perturba su tranquilidad –el tono de voz iba en aumento– se vuelven agresivos y despiadados!

No voló una mosca, habían sido advertidos de antemano y tenían prohibido burlarse o comentar irónicamente. Los esporádicos divagues del Mayor fueron harto conocidos por los vecinos de Floresta. Nadie supo qué ocasionó esos desvaríos diez años atrás, que lo llevaron a un largo retiro en el Aconcagua junto a viejos entrenadores de disciplinas orientales.

—Organizarán un concurso de supervivencia –comentó el Cascaciruelas siempre predispuesto a los desafíos, aunque muchas veces su torpeza le jugase en contra–, quizás nuestro grupo logre ganar…

—¡Seguro! –Mika levantó los ojos de la guía y reclinó el asiento– ¡ganaremos! Podemos sobrepasar cualquier obstáculo… –pasó un brazo por sobre los hombros de su amigo y bajó la voz– ¿Acaso no fuimos los primeros en llegar a la Basílica de Luján el año pasado?

—Bueno… –tartamudeó el Cascaciruelas con cierto recelo, jamás había confesado a su padre que había participado de una peregrinación para pagar una apuesta–, todos iban en procesión detrás de la imagen de la Virgen…

—¡No minimices! –interrumpió levantando la mano– ¡Todas esas viejitas bien hubiesen querido llegar antes a ocupar las mejores ubicaciones! ¿Que quiénes las obtuvieron?

—¡Nosotros por supuesto! –afirmó contento con la sagacidad de su vocero.

El viaje transcurrió sin muchos sobresaltos mientras el paisaje cambiaba de manera sustancial de una provincia a otra, abandonaron los grandes edificios iluminados para descansar con la tranquilidad de los campos entrerrianos. Durante la mañana correntina vieron muchos kilómetros de tierra roja como el fuego que tiñó los colectivos desde las ruedas hasta el techo. Finalmente improvisaron un almuerzo a bordo mientras traspasaban las lomadas misioneras, donde la temperatura se elevó de modo significativo.

Roque Lado aprovechó el viaje y garabateaba en una pequeña libreta de cuero que ocultaba cada vez que un niño se aproximaba a preguntar algo. De hecho habían acordado acercarse cada cinco minutos para fastidiarlo. Pero las bromas terminaron cuando descubrió un silbato, colgado al cuello y oculto bajo su chaqueta, que hacía sonar con la finalidad de ahuyentarlos.

Un grupo de padres había objetado su participación, era un tipo raro y solitario. Si bien hacía casi un año que había regresado del Aconcagua, era común verlo mascullando palabras ininteligibles o trazando planos con tiza en el medio de la calle. Su médico había sugerido que volver al lugar donde se iniciaron sus desbarajustes contribuiría a poner punto final al episodio.

Nadie previó que los oscuros rincones de sus desvaríos estallarían rápida y sorpresivamente con la fuerza de un malón.

El club de la selva

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