Читать книгу El club de la selva - Nerea Liebre - Страница 8
Оглавление2. Ojos imperceptibles
Una vez en la zona de desembarco, donde ya los esperaba un camión cisterna previsto para baño y comida, bajaron los bártulos y cada grupo fue reuniéndose alrededor de su vocero. No era fácil organizar tantos adolescentes extasiados, era la primera vez que la mayoría se alejaba de sus padres por un par de días e incluso que participaban de un campamento. Por lo tanto todo resultaba experimental, el armado de las carpas, el concurso de supervivencia, hasta el mismo contacto con los animales.
—¿Qué es ese ruido? –preguntó Mika afinando el oído mientras su mano derecha le pedía permiso a su mano izquierda para desanudar las sogas del alero.
—¡Es el rugido de la Garganta del Diablo! –Roque asomó su cabeza por la abertura de una tienda que serviría de cocina comunitaria–, ¡yo sabía que no le agradaría nuestra llegada!
Se miraron unos a otros esperando que los dislates del Mayor no fuesen un obstáculo en los días de campamento. La Garganta del Diablo es el nombre de una imponente cascada, principal centro de atracción de la provincia de Misiones. No estaban muy cerca pero el sonido podía escucharse a cierta distancia.
Ya era media tarde, el sol comenzaba a descender hacia el oeste y aunque el calor misionero pegoteaba la ropa con la transpiración, Mika se colocó la chaqueta de piel y un sombrero marrón.
—¡Maldita sea, Dahúc! –protestó Claudio Núñez–. Si te disfrazás de Indiana Jones juro por los delirios del Mayor Lado que me convierto en desertor.
Claudio Núñez también integraba el grupo de Mika, no por elección –ya que el único voluntario había sido el Cascaciruelas–, sino por descarte. Era un muchacho corpulento de trece años, un tanto bravucón. Había recibido con desgano su membresía, y consecuentemente había intentado por todos los medios disuadir a Gaspar para cambiarse de grupo, pero sin éxito.
—La chaqueta aísla el calor y el sombrero me protege los ojos de los rayos del sol –contestó demostrando que la luz solo alcanzaba su mentón retraído.
La última integrante del grupo se llamaba Haitiana Lafinur. Un bicho raro entre los aventureros, su experiencia más cerca con la tierra fue cuando levantó la alfombra de su habitación en un lujoso apartamento de Palermo Viejo. Hija única, madre jueza nacional, padre diplomático de alta estirpe. Fue su abuelo, viejo vecino de Floresta y niñero tiempo completo, quien la había anotado en el club.
Tenía una cabellera enrulada tan tupida como un manojo de tirabuzones, y casi siempre estaba callada. Mika sospechaba que no era tonta, sino suspicaz, siempre se le ocurrían ideas ingeniosas cuando se requería de su colaboración. Se acercó al grupo formando un círculo con los demás compañeros y colocó una mantilla bordada evitando ensuciarse.
—Antes de que caiga la noche se realizarán las siguientes tareas –leyó Gaspar ubicado en el centro, quien tenía todo diagramado en un papel–: el grupo de Celeste cavará zanjas alrededor de las carpas antes de que la lluvia nos tome desprevenidos –la muchedumbre miró el cielo y detectó unas nubes negras–. El grupo de Marina hará los pozos para instalar los inodoros portátiles –los chicos en torno a Marina Méndez pusieron cara de asco–. El grupo de Fabricio pelará las papas de la cena de esta noche…
Así siguió enumerando las tareas hasta llegar al último grupo.
—Mika y sus aventureros recogerán leña en la selva y encenderán un fogón –el coordinador se acercó un poco–, no tienen que alejarse demasiado, si necesitan ayuda pueden pedirle a mi padre...
—¡No! –se adelantó Mika de un salto–, llevaremos el carrito y recogeremos los mejores troncos secos que encontremos en el suelo. ¡Nada de leña mojada, ni de destruir la naturaleza!
El coordinador asintió satisfecho mientras los compañeros cruzaban miradas desoladas.
Antes de partir vieron estacionar a pocos metros un jeep verde de ruedas grandes, con un tráiler enganchado detrás. Al volante venía Margarita Murano, la directora de Papel Verde, asociación civil que auspiciaba la campaña de reciclado. Era una mujer delgada, con manos esqueléticas y mejillas hundidas, llevaba varios colgantes de piedras de colores alrededor del cuello y muñecas que la decoraban como a un árbol navideño. Gaspar y Miranda ayudaron a bajar del coche una docena de cajas con panfletos, prendedores, remeras y gorros en sintonía con la causa.
—¡Ahí llega nuestra materia prima! –comentó Mika sonriendo a sus compañeros quienes volvieron a desaprobar el entusiasmo–, pero mejor apresurémonos si queremos ser los más eficientes.
Los cuatro muchachos, Mika, Claudio, Haitiana y el Cascaciruelas, se internaron en la selva misionera en busca de leña. Fue fácil hallarla, había muchos troncos caídos. El vocero grupal consultaba seguido su brújula para mantener el curso y evitar perderse, hacía rato que habían dejado de escuchar el bullicio del campamento.
Haitiana recogía ramitas pequeñas y finas con un guante de cuero que había llevado previendo tareas rudas. Claudio cargó unos cuantos troncos pesados, no por el entusiasmo de la tarea, sino porque el Cascaciruelas debía esforzarse más tirando del carrito.
Mika sopesaba cada leño, debían encender un fuego perfecto. Esas acciones marcaban la diferencia en la vida de un explorador. Y él se reconocía como uno muy bueno. Un aventurero incansable en busca de nuevos desafíos, un expedicionario, un especialista. Sus compañeros disentían con esa definición y lo tildaban de fenómeno. La mayoría evitaba conversaciones o rehusaba de su compañía. Salvo el Cascaciruelas, claro está.
El Cascaciruelas era su socio, su Robin, su Watson, su Mike Wazowski. De aspecto lánguido y debilucho. Con escasas iniciativas propias pero entusiasmo inquebrantable. Le gustaba comer semillas de girasol, tenía la habilidad de metérselas en la boca, pelarlas con los dientes y escupir las cáscaras sin ensuciarse las manos. El complemento perfecto.
Se dificultaba caminar entre la maleza de la selva, las ramas de los arbustos se entremezclaban, cegando unos caminos y abriendo otros. Las bifurcaciones salían despedidas como diagonales. Los tres muchachos siguieron al vocero, brújula en mano, hasta una explanada de piedras.
—¿Qué es esto? –se preguntó Haitiana en voz alta mirando unas columnas que apenas sobrepasaban el metro de altura.
—Solo escombros… –murmuró Claudio pateando una piedra que se perdió entre la breña.
Estaban rodeados de pequeñas paredes rocosas, llenas de moho. Algunas montañas dispersas se escondían tras los yuyos. El ambiente era más húmedo y denso en el llano ya que los últimos rayos solares apenas atravesaban las copas de los árboles. Escucharon un silbido que todos fingieron no oír y que dio pie a Mika para envalentonarse.
—¡Atentos, podemos estar frente a un gran descubrimiento! –indicó entusiasmado–. Todas estas piedras parecen formar parte de una ruina… aunque no figura información al respecto en mi guía –ojeó su manual Recomendaciones al Aventurero Moderno.
Salvo al Cascaciruelas, que tomó fotos con su celular, a nadie le interesó el hallazgo. En ese instante un ruido zigzagueante llegó hasta ellos, enseguida el vocero dio el alerta.
—¡Atención! ¡Quizás sea una serpiente! –sacó una gomera de su bolsa de cuero– ¡Atrás, yo los protegeré!
—¡Salí del paso, Dahúc!
Claudio le dio un empujón y se acercó hacia el origen del sonido con un machete que llevaba en su mochila. Mika lo miró con los ojos grandes, su rango de aventurero aún no lo habilitaba para el uso de instrumentos peligrosos.
El ruido provenía de unas cortaderas altas, ubicadas a un costado de una concentración de piedras en forma de escalinata que parecían apiladas a propósito.
—¡Mierda! –gritó Claudio al apartar las cortaderas y darse un buen rasgón en el antebrazo que sangró de inmediato.
Al entreabrir la enramada, Haitiana pegó un grito sórdido y el resto se sobresaltó. Quedaron frente a una figura enorme e intimidante, tenía la cabeza tallada en madera y en lugar de brazos, dos alas de águilas extendidas.
—¿De dónde salió esto? ¿es un… espantapájaros? –tartamudeó dubitativo el Cascaciruelas–, si por aquí no hay sembrados...
—Probablemente cumplía alguna función cuando estas ruinas aún no eran tales –dedujo Mika como experto en la materia–, por su estado calamitoso lleva aquí varias décadas, se ve fuerte…
Ninguno había estado antes frente a algo semejante, porque no eran gente de campo y además porque la utilidad de esos muñecos había prácticamente desaparecido.
—Carguémoslo al carro –propuso Claudio disimulando que, al igual que sus compañeros, había perdido el aliento por unos segundos–, seguro encenderá un buen fuego.
—¡Nada de eso, no hemos traído palas para sacarlo de ahí! –protestó Mika solo porque la idea no se le había ocurrido a él–. Nos servirá mucho más mañana, durante el ejercicio de supervivencia, haremos una fogata a su alrededor si es necesario y sin despegarlo de la tierra.
El resto asintió, ya estaba oscureciendo y todavía tenían un buen trayecto de vuelta. Mika dejó que el grupo se abriera paso por entre la vegetación y volvió la mirada atrás. Otra vez escuchó un silbido. Un poco más tembloroso. La imagen de la figura le dio escalofrío, decidió huir de ese lugar, parecía maldito.
Jamás sospecharon que los estaban espiando.