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Prólogo

La vejez y la soledad no tienen que ir juntas, pero, con demasiada frecuencia, como lo demuestra el estudio de Ángela María Jaramillo sobre Colombia, el envejecimiento conduce al aislamiento de los viejos en condiciones muy desfavorables. Se ha comparado incluso ese descuido con la forma en que tratamos a los muebles viejos. Nos enfrentamos, pues, a la triste realidad de que el final de la vida sea para muchas personas una tragedia, cuando debería ser la culminación gozosa de todos sus esfuerzos por construir la sociedad.

Buena parte del abandono que enfrentan los ancianos en ese periodo terminal se debe a los prejuicios que las sociedades han acumulado acerca de sus miembros más experimentados, por la sencilla razón de que muchos de ellos han sufrido problemas de salud o pérdidas en la capacidad de trabajar. Estos deterioros, padecidos por algunos, han hecho surgir el prejuicio errado de que la vejez es, en general, una enfermedad o una incapacidad, cuando, lo que está fuera de duda es que la sociedad que desprecia a sus viejos está enferma y es incapaz de regenerarse.

Jaramillo comprueba que hoy, justamente cuando la esperanza de vida de los colombianos ha superado ya los setenta años, ese prejuicio no tiene una sustentación científica y que, mantenerlo, por ignorancia o inconsciencia, conduce a perder un significativo número de personas que pueden seguir contribuyendo a la construcción de la sociedad mediante sus habilidades y su ingenio. La prueba contundente es que, como sucede en otras partes del mundo, los hogares unipersonales de personas mayores empiezan a tener un peso significativo dentro de los arreglos que la sociedad colombiana realiza sin que sus dirigentes se enteren y, por consiguiente, sin que hagan un mínimo esfuerzo por ayudarles.

Los cambios demográficos siempre han tomado por sorpresa a los gobernantes colombianos. El veloz descenso de la fecundidad de los decenios pasados encontró respuesta gracias a la iniciativa privada de algunos médicos que se dieron cuenta del fenómeno. Y, su consecuencia, el envejecimiento de la población sigue siendo un fenómeno desconocido en la práctica de la política pública, como lo comprueba Jaramillo, pero al cual empiezan a responder en forma adecuada algunos ciudadanos clarividentes, con sus propios medios.

Entre las recomendaciones que la investigadora pone a consideración de sus lectores está la solidaridad, como la base de todas las demás medidas que se pueden imaginar para que la vida no termine de manera desastrosa. La solidaridad es, en efecto, el principio que sostiene las colectividades humanas, como lo descubrió la sociología en sus comienzos. Pero, como suele suceder en la vida real de los mamíferos pensantes, el cerebro límbico prevalece, con demasiada frecuencia, sobre el cerebro reflexivo. Así se entiende que en el diario trajín de los humanos salga, con frecuencia, lastimada la dignidad de las personas, porque la fuerza sustituye a la razón.

La ancianidad, que trae consigo la plenitud del conocimiento y, por tanto, de la experiencia, también trae, por lo general, la disminución de la fuerza física de la persona. Esta es la apariencia engañosa en la que se apoya el prejuicio contra la vejez, pero la disminución de la fuerza no disminuye la dignidad del ser humano. La solidaridad es la única forma de refutar ese prejuicio y de iluminar el cerebro reptil para que los seres humanos de cualquier edad nos tratemos como seres humanos y no como sabandijas.

Bienvenida la invitación de Jaramillo a esta nueva visión de la vida humana desde la perspectiva de aquellos que la conocen por su propia experiencia. Esta actitud puede beneficiar a la gente, cada vez más numerosa, dada la evolución demográfica de los humanos, incluidos los colombianos.

ALEJANDRO ANGULO NOVOA, S. J.

La organización familiar en la vejez

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