Читать книгу La organización familiar en la vejez - Ángela María Jaramillo DeMendoza - Страница 12
ОглавлениеLos arreglos residenciales en la vejez
La inquietud por la naturaleza y el funcionamiento de los hogares de las personas de 60 y más años no es algo nuevo. Los países con envejecimientos avanzados, como Francia, Alemania, España o Italia, lo han estudiado con el fin de crear las condiciones más adecuadas para una sociedad con equidad intergeneracional,1 en la que el aumento de la esperanza de vida no signifique dificultad y sufrimiento, tanto para los que lo viven como para quienes los rodean. Sin embargo, en países como Colombia, en el que se combina un envejecimiento acelerado con una población joven en expansión y unas condiciones económicas desiguales, resulta novedoso y necesario preguntarse por la forma en la que nos estamos organizando frente a los cambios en las relaciones familiares y domésticas en la vejez, ya que de ellas dependen buena parte de las condiciones de bienestar individual y colectivo.
A continuación, se presentan los antecedentes del estudio del envejecimiento y la vejez, las consecuencias del envejecimiento demográfico, las distintas perspectivas teóricas que han explicado los arreglos domésticos y las tendencias contemporáneas, con el fin de contextualizar y problematizar la organización residencial en la vejez.
Antecedentes del estudio del envejecimiento y la vejez
El estudio de los arreglos residenciales en la vejez hace parte de un campo de investigación más amplio que surgió de la evolución del fenómeno del envejecimiento y la vejez y de la observación de sus consecuencias en las sociedades. Dos tendencias de pensamiento han orientado las aproximaciones empíricas y teóricas al estudio de la vejez y el envejecimiento poblacional: por una parte, la geriatría y la gerontología; por otra, la perspectiva generacional, en el encuentro de la demografía y las ciencias sociales. Varios autores (Birren, 1961; Lehr, 1980; Ballesteros, 2000, citado en Carbajo, 2008) ha identificado tres momentos históricos en el estudio del envejecimiento y la vejez: el primero, relacionado con las aproximaciones precientíficas; el segundo, con los inicios de la investigación sistemática, y el tercero, con su consolidación y expansión.
Como lo señalan John Grimley Evans (1997) y Jacques Légaré (2004), en las sociedades humanas siempre han existido las personas viejas. Tanto en el antiguo Egipto como en la Grecia clásica, las personas estaban familiarizadas con las discapacidades de las últimas etapas de la vida, y ya se buscaban aspectos comunes en la vejez. Aristóteles elaboró una teoría del envejecimiento fundamentada en la pérdida de calor del cuerpo; sin embargo, solo hasta el siglo XVII, con Francis Bacon, se propuso un programa científico orientado al estudio epidemiológico de la longevidad de las personas de diferentes lugares y condiciones. Durante los siglos XVIII y XIX se destacaron los escritos de los médicos Cheyne y Day, en Gran Bretaña; Rush, en Estados Unidos, y las conferencias de Charcot sobre la medicina de la vejez (Grimley, 1997). También se desarrollaron los primeros estudios demográficos que definieron el comienzo de la vejez en los 60 años y que aumentaron la edad propuesta por algunos autores del Renacimiento, como Montaigne, para quien la vejez iniciaba a los 40 (Albou, 2001). Hasta finales del siglo XIX, la vejez no era una situación común en las poblaciones humanas, debido a las altas tasas de mortalidad. Según Légaré (2004),
cuando la esperanza de vida al nacimiento era de 25 años, el 15 % de la cohorte inicial sobrevivía hasta los 60 años, con la posibilidad de vivir otros 10 años en promedio. Con los impresionantes progresos contra la muerte prematura y con las actuales esperanzas de vida que están cerca de los 80 años en buena parte del planeta, es alrededor del 90 % de la cohorte inicial que llega a las grandes edades y que vive una vejez cada vez más larga. Asistimos a una democratización de la vejez. (Traducción de la autora)
El progresivo aumento de la cantidad de años vividos por los seres humanos a lo largo de los siglos fue producto de la mejora en las condiciones de vida, especialmente las médicas y sanitarias del siglo XIX, que posibilitaron el descenso de la mortalidad infantil.
En 1903, Michel Elie Metchnikoff propuso la gerontología como ciencia para el estudio del envejecimiento humano. En 1909, Ignatz Nascher escribió un artículo en el que proponía el término geriatría para identificar el lugar específico de la vejez dentro del campo médico. Para el autor, la senilidad era un periodo distinto de la vida, como la infancia, por lo que su atención médica debía considerarse un asunto independiente. En 1915, Nascher fundó el New York Geriatrics Society (Prieto, 2002). En 1928, Alfred Sauvy propuso la noción de envejecimiento de la población, entendida como el porcentaje de personas de 60 y más años en el total de la población (Albou, 2001):
[...] las teorías del envejecimiento aparecen para responder a las implicaciones (llamados problemas) sociales, de salud y económicas, de los cambios demográficos (del fenómeno del envejecimiento). Por ello, desde sus inicios fue una gerontología funcionalista, caracterizada por el dominio de una dimensión empírica y aplicada, en la cual los métodos han sido la guía y han marcado el camino del desarrollo; con un enfoque basado en problemas o sitios de intervención (instituciones y estructuras sociales), que se ha nutrido de un pragmatismo empírico y a-teórico, es decir, con una marcada ausencia de reflexión sobre sus propias presunciones. Además, aunque nació entre los intersticios de las ciencias biológicas, médicas, psicológicas y sociales, sus marcos de referencia explicativos provienen especialmente de la biología y la psicología. (Curcio, 2010, p. 153)
Hasta 1960, la ancianidad se explicó desde una perspectiva biomédica, con teorías positivistas como la actividad, la desvinculación, la modernización y la subcultura de la vejez. En la década de los setenta surgieron nuevas explicaciones desde las teorías de la continuidad, la competencia social, el intercambio y el curso de vida,2 que critican los modelos conceptuales clásicos como elaboraciones que se consideran “neutrales” sin carga moral y ética. En estas teorías se reconoce la importancia de los aportes sociales y económicos que hacen los ancianos a la sociedad, así como su funcionalidad para el sistema social. Por último, después de los años ochenta, las teorías son de carácter multidisciplinario y su principal interés son los asuntos sociales e ideológicos que se encuentran asociados a la construcción de teorías sobre el envejecimiento y la vejez (Yuni y Ariel, 2008).
De acuerdo con los nuevos enfoques, los cambios en la estructura de la edad de la población tienen implicaciones significativas para la sociedad, en general, y, a la vez, caracterizan la complejidad social contemporánea (Bazo, 1996). El aumento de la esperanza de vida llevó a que crecieran nuevas generaciones en la estructura de las sociedades. Esto se reflejó en cambios de los arreglos residenciales, así como en los valores y en las expectativas respecto al papel del Estado en la vida de los individuos y de las familias. Sin embargo, el dominio de la orientación empírica e interventiva se refleja aún en la escasa producción de modelos teóricos por parte de las ciencias sociales, que responde en parte a una comprensión del envejecimiento como problema individual, delimitado cronológicamente, esencialmente biológico y deficitario (Curcio, 2010).
La división del curso de vida por edades implica un determinismo de la edad y una relativa homogeneidad dentro de cada categoría etaria. Esto limita la comprensión de la evolución y cambio de las fronteras entre las edades a través del tiempo, si se consideran las transformaciones que se expresan en el estado de salud en una edad determinada o a las condiciones institucionales, como la edad de pensión, y que dependen de las formas en las que se organiza cada sociedad (Caradec, 1998):
En este sentido, la construcción de categorías fundadas en la edad requiere un análisis crítico que lo vincule con la generación a la que pertenecen los sujetos. Por ejemplo: ¿En qué medida el comportamiento de las personas que hoy tienen entre 60 y 70 años depende de su edad? ¿Y en qué medida se explica por el hecho de que esta generación tiene una historia particular, que le es propia? Si el efecto historia singular es dominante, quienes tengan entre 60 y 70 años dentro de diez años no se les parecerán en absoluto. (Véron, 2007, p. 91; traduccción de la autora)
La segunda tendencia del pensamiento en envejecimiento y vejez es la perspectiva generacional, que resulta de las contribuciones al campo gerontológico de la demografía crítica y la teoría social contemporánea. Se propone un enfoque analítico de la vejez y el envejecimiento como un proceso social dispuesto por las condiciones históricas que influyen en los individuos de diversas maneras, según el año de su nacimiento, exponiéndolos a múltiples acontecimientos que les ofrecen determinados medios para desarrollar sus vidas, con una forma propia y única de comprender, interpretar y construir la realidad (Courgeau, 1989).
Según Mannheim (1970), el problema de las generaciones se plantea en dos sentidos: positivista e histórico-romántico. El primero se interesa por cuantificar la duración de la generación, a partir de la duración de la vida humana entre el nacimiento y la muerte; se considera aquí que es posible establecer intervalos precisos. El autor utiliza la idea de Hume y Comte acerca del cambio de datos. Para el primero, la continuidad política dependía de un dato biológico, es decir, de la sucesión de las generaciones; mientras que el segundo autor consideraba que la duración del cambio se podía cuantificar a partir de los años de vida promedio de los hombres, que era de 30 años. El propósito de este enfoque era encontrar una ley general del ritmo de la historia, basada en una ley biológica. La idea era comprender las orientaciones espirituales y sociales a partir de las condiciones biológicas del sujeto, entendiendo la edad y sus etapas como aspectos que aceleran o detienen el cambio (por ejemplo, la vejez como un estado conservador, en contraste con la juventud y su “aspecto tempestuoso”).
El interés respecto a las generaciones se centraba en el cálculo del tiempo medio que hay entre una generación anterior y su remplazo por la nueva en la vida pública. Las duraciones propuestas se encontraban entre 15 y 30 años, considerando que esos son los años de formación para que un individuo alcance a ser creativo y piense de forma distinta a sus antecesores. Asimismo, se consideraba que al llegar a los 60 años el individuo se retiraba de la vida pública. Por su parte, el planteamiento histórico-romántico critica al positivismo que entiende las generaciones como un asunto lineal del progreso y el factor más relevante de su avance. Se propone la generación como un tiempo interior, de naturaleza cualitativa. También se considera que los individuos que crecen como contemporáneos tienen influencias parecidas en relación con la cultura y la situación político-social que los condiciona y moldea. Lo cronológico se complementa con la existencia de influencias similares, pues, además de tener referentes cuantitativos, la generación es vivencia interior. En ese sentido, algo importante en el estudio de lo generacional es la “no contemporaneidad de los contemporáneos”, lo cual explica que aun cuando varias generaciones compartan el tiempo cronológico, no corresponde a un mismo tiempo vivencial, que es propio de cada experiencia (Mannheim, 1970).
Se supone que con las nuevas generaciones llegan nuevos comportamientos que se originan en condiciones distintas de las anteriores generaciones y permiten adquirir nuevas orientaciones simbólicas que surgen de los avances sociales acumulados. Las personas que van naciendo tienen nuevos accesos a los ambientes culturales acumulados. Los nuevos accesos se caracterizan por los modos de aprendizaje que van variando en el tiempo según las condiciones económicas, tecnológicas y afectivas de cada momento; es el proceso de apropiación, interiorización y desarrollo con lo que se tiene a disposición. La posibilidad de que cada nuevo integrante de la especie humana pueda llegar en condiciones distintas a las de sus antepasados favorece la construcción de nuevos mundos simbólicos posibles que puedan orientar comportamientos diferentes a las anteriores generaciones que modifiquen la forma de ver e interpretar el mundo. Un ejemplo son las generaciones de mujeres que nacieron en Colombia después de la segunda mitad del siglo XX. El acceso a educación, trabajo, participación política y planificación familiar posibilitaron la emancipación de su función reproductiva y doméstica, lo que resignificó su destino en la familia y la sociedad. Estas generaciones construyeron orientaciones simbólicas diferentes a las de sus madres y abuelas, para quienes la maternidad y la actividad doméstica constituían los propósitos centrales de la existencia femenina (Wenger, 1998). Para Mannheim,
la irrupción de nuevos hombres hace, ciertamente, que se pierdan bienes constantemente acumulados; pero crea inconscientemente la novedosa elección que se hace necesaria, la revisión en el dominio de lo que está disponible; nos enseña a olvidar lo que ya no es útil, a pretender lo que todavía no se ha conquistado. (1993, p. 213)
De acuerdo con el autor, los individuos que nacen son nuevos portadores de cultura; mientras que los que mueren representan la salida de los anteriores portadores del mundo simbólico. El olvido de lo que se va con las anteriores generaciones –como el recuerdo que conserva la acumulación cultural– es necesario para la reproducción y la continuidad social. Lo que se conserva se asocia con la relevancia y disponibilidad que tienen en el presente. Lo tradicional se acomoda a las nuevas situaciones mediante modelos conscientes e inconscientes según las posibilidades que brinda el presente. El conocimiento se va obteniendo a partir de la vivencia, de la experiencia. Gracias al constante rejuvenecimiento de la sociedad, es posible desarrollar nuevas herramientas, nuevos significados y sentidos de vida que se configuran en la formación de nuevos individuos, expuestos a condiciones diferenciales que muestran nuevos potenciales para el cambio social y nuevas orientaciones del comportamiento (Mannheim, 1970). Por esto, asuntos como los arreglos residenciales se transforman con el paso del tiempo, ya que, según las condiciones históricas en las que se forman los sujetos, organizan su vida familiar y residencial. Un ejemplo es la posibilidad que tienen los ancianos contemporáneos de vivir de forma independiente, distinto a sus padres y abuelos, quienes por lo general lo hicieron en grupos familiares compuestos por distintos parientes.
Con la lógica de las cohortes, la situación y la posición social experimentada en la vejez se comprenden como parte del curso de vida que se va definiendo por los acontecimientos, las decisiones y las conductas de los individuos en etapas anteriores de su trayectoria. Ello permite un acercamiento al análisis de la importancia de los cambios que se producen en la vejez dentro del contexto de la existencia evolutiva de los individuos, sus familias y sociedades, incluidos en el análisis distintas variables como la situación laboral anterior, las pautas de matrimonio y fecundidad, el nivel educativo, la ocupación, los ingresos, entre otros (Véron, 2007, citado en Jaramillo, 2012).
Las cohortes de personas mayores se suceden, pero no se parecen; cambian según sus características socioeconómicas (Légaré, Marcil-Gratton y Carrière, 1991). En ese sentido, resulta interesante establecer las diferencias económicas, sociales y culturales entre las distintas cohortes a medida que pasa el tiempo y se despliega la sociedad. Esto puede aportar evidencia para mostrar la estrecha relación existente entre estructura socioeconómica y envejecimiento, ya que “por un lado, los cambios en las estructuras sociales alteran el proceso de envejecimiento individual y, por otro, cambios en el proceso de envejecimiento individual producen cambios estructurales” (Programa de Población y Desarrollo Local Sustentable, 2007, citado en Jaramillo, 2012, p. 90). Un ejemplo es el proceso de centralización e institucionalización de la protección social, que favorece las posibilidades de independencia económica en la vejez. Asimismo, las oportunidades de continuidad laboral como una alternativa de actividad en la vejez pueden contribuir en la producción económica y avance social del país.
Consecuencias del envejecimiento demográfico
La demografía del envejecimiento es un campo nuevo que favorece la comprensión del envejecimiento y la vejez como un fenómeno dinámico y abierto que depende de la evolución social de cada grupo humano. Es una perspectiva diferente a las disciplinas de la gerontología y la geriatría que incluye el análisis de las condiciones demográficas y sus contextos. Uno de sus principales intereses es establecer las consecuencias económicas, sociales y culturales del envejecimiento demográfico (Légaré, 2004; World Health Organization y National Institute on Aging, 2011).
El análisis de la solidaridad es una de las principales implicaciones económicas, y se refiere a las personas dependientes que se encuentran a cargo de los que no lo son. En las sociedades más tradicionales, la solidaridad familiar es la encargada de asumir los costos de la dependencia; mientras que en las sociedades modernas esta función la ocupa el Estado, con el fin de asegurar a los jóvenes una formación adecuada para la vida profesional, y a las personas mayores un tiempo de descanso, luego de las labores de la vida activa (Légaré, 2004). Esto se conoce como solidaridad intergeneracional. Cada generación se convierte en un apoyo para la siguiente, pero ¿qué pasa cuando hay menos hijos? ¿Los valores o sentidos de obligación cambian? ¿Quién apoya? (Véron, 2007).
En las consecuencias sociales se destacan los modos de vida. En los países industriales de Occidente, la forma más común de vida es la pareja, que varía por los efectos de las separaciones y la viudez. Al no vivir con pareja, la corresidencia con otros es reflejo de una cierta dependencia física, afectiva o económica. Sin embargo, en regiones como América Latina y el Caribe, las personas mayores, con pareja o sin esta, viven por lo general en familias extensas, pero con el proceso de urbanización y la generalización de espacios habitacionales cada vez más pequeños se problematiza este tipo de arreglo (Légaré, 2004).
Respecto a las implicaciones culturales, se destaca la etnia y la religión como dos de las características que distinguen las sociedades. En regiones como América Latina y el Caribe, se debe afrontar un envejecimiento particular que combina la expansión simultánea de las poblaciones jóvenes y viejas, diferente a los países industrializados. Asimismo, el sexo, el estado civil y el nivel educativo hacen que la función social de las personas mayores varíe de una cultura a otra. Un ejemplo es la emancipación femenina, que en las sociedades industriales se refleja en autonomía e independencia, distinto a las sociedades en las que la función social de mujer todavía se encuentra centrada en las actividades domésticas (Légaré, 2004).
Los efectos mencionados muestran que el envejecimiento y la vejez son asuntos de interés para las ciencias sociales, pues replantean las nociones de tiempo y edad como categorías universales, abstractas y objetivas, que determinan el sujeto cronológica y fisiológicamente. Se reconoce una “temporalidad” que introduce una concepción cualitativa de los tiempos sociales ligados a las actividades humanas que permite estudiar los tiempos concretos y heterogéneos de los modos de vida, así como las transformaciones en las formas de organización social (Membrado, 2010). El estudio de los arreglos residenciales de las personas mayores permite conocer la influencia del envejecimiento en la dinámica y desarrollo de la sociedad, así como las formas en las que las personas responden a las tensiones que implica este cambio social.
Los arreglos residenciales de las personas mayores
Al hablar de las familias de los ancianos, es importante distinguir entre hogar y familia. Aunque pueden ser equivalentes, la diferencia se halla en su particularidad: mientras que la familia se refiere a una unidad biológica natural,3 el hogar es unidad económica y residencial (Marc, 2004; Ruiz y Rodríguez, 2011); pero su interpretación no se puede reducir a estos rasgos, ya que el significado y sentido varía según las condiciones sociales e históricas. Su carácter diverso hace que la comprensión de la familia y el hogar no tenga valor, sino una vez definidos en un contexto preciso.
La familia se puede analizar en cuanto a su estructura, funciones y dimensiones relacionales y transaccionales (intrafamiliar y con el exterior). Entre tanto, la noción de hogar la concibieron los estadísticos y los demógrafos en las sociedades occidentales en búsqueda de una unidad estadística de observación operacional que permitiera contar los individuos sin omisión, ni doble registro, en los censos y encuestas. Su objetivo no ha sido, ni es, el estudio de la familia. Sin embargo, esta noción es la que ha orientado el estudio de las formas de la familia (Pilon, 2004).
La pertinencia del hogar ha sido muy discutida (Netting et al., 1984; Amira, 1987; Lacombe y Lamy, 1989; McDonald, 1992; Burch, 1993; Sala Diakanda, 1988, citado en Pilon, 2004). Es posible cohabitar con alguien sin ser pariente, especialmente en las ciudades; pero también se puede ser pariente y vivir separado. Un ejemplo son las ciudades africanas, donde es relativamente común la no corresidencia entre esposos y niños dependientes, en parte debido a la poligamia. Por otra parte, la unidad residencial no coincide necesariamente con las unidades de producción y de consumo; pueden ser distintas, con una formación conducida por los distintos valores de cada sociedad. Es posible que varias formas de producción y consumo coexistan en el interior de una sociedad (Pilon, 2004).
El hogar no es un hecho que se da al azar. Es una de las formas de agrupamiento de los individuos que, independiente de sus lazos familiares, se reúnen en un mismo lugar para vivir cotidianamente durante algún tiempo. Es el reflejo de una realidad social y una vivencia personal. Por lo general, los lazos familiares conducen y condicionan los arreglos residenciales. En ese sentido, el hogar es una situación que puede coincidir con la familiar y económica. Allí se encuentra su utilidad para el estudio de la familia, como una variable indirecta (Marc, 2004; Pilon, 2004; Ruiz y Rodríguez, 2011).
Como lo menciona Pilon (2004), las teorías acerca de la evolución de la familia han sido objeto científico desde la segunda mitad del siglo XIX (con Comte, 1851; Engels, 1884; Le Play, 1887; Durkheim, 1888), sobre todo a partir de 1920, bajo la influencia de los sociólogos americanos de la escuela del interaccionismo de Chicago. Después de la Segunda Guerra Mundial se vio la emergencia de una teoría general del cambio social: la teoría de la modernización, a la que se articula la teoría de la transición demográfica y aquella de la nuclearización de la familia. Talcott Parsons mostró la convergencia de los sistemas familiares hacia el modelo nuclear. Según su teoría, el proceso de modernización a través de la industrialización y la urbanización contiene el paso de la familia extensa, tradicional, a la familia nuclear, moderna. Esta evolución expresa, a la vez, un cambio de estructura y funcionalidad de la familia, así como de los roles masculinos y femeninos internamente. La familia nuclear–desconectada del resto de los parientes– se presenta como el modelo familiar más adaptado a las condiciones económicas de la sociedad americana contemporánea (Pilon, 2004).
De acuerdo con Ruggles (1987), tanto los funcionalistas estructurales como los teóricos de la modernización afirmaron que el desarrollo económico explicaba el cambio de la familia extensa a la nuclear. Para los primeros, la familia extensa era el centro de la actividad productiva en el mundo preindustrial. En ese momento, todos los miembros de la familia, incluidos los mayores, tenían un rol económico en la familia. Tal organización la destruyó el paso a la industria. La familia nuclear sobrevivió al cambio, porque era funcional a estas nuevas condiciones. En tal sentido, las personas mayores perdieron su rol productivo y fueron desvinculadas por la familia y la sociedad. Para los segundos (los teóricos de la modernización), la influencia económica es menos directa, ya que hace parte de un conjunto de condiciones como el crecimiento económico, las migraciones, la individualización o la desvalorización de las costumbres, que redujeron el valor de los lazos extensos. Estos cambios hicieron que se revaluara la utilidad de las personas mayores, lo que facilitó la desintegración de la familia extensa. Ambos enfoques consideran que la familia extendida se asocia con la utilidad de los parientes, con sus costos y con beneficios. Su expansión, y posterior transformación hacia la nuclearización, se explica exclusivamente como una adaptación de las familias y la sociedad a las condiciones económicas. Este tipo de enfoque ha ocupado un lugar central en la comprensión de la formación de la familia.
La idea de la relación entre los desarrollos económicos y las formas de organización residencial comenzó a mediados del siglo XIX, con Le Play,4 cuando observó que con el crecimiento de la manufactura se crearon las posibilidades para que las familias compuestas por la pareja y sus hijos solteros vivieran separados de las generaciones más viejas (Nisbet, 2009).
En oposición, se encuentran perspectivas relativistas e históricas que desde 1970 cuestionan la teoría de la nuclearización, mostrando que la familia extensa fue un modelo dominante, pero no exclusivo de la familia antigua, y que la familia nuclear no es la forma definitiva y universal de la familia moderna. El desarrollo de los trabajos de demografía histórica desde 1950 contribuyó a mejorar el conocimiento de la dinámica y evolución de las familias en los países europeos. Ello permitió revelar imágenes distorsionadas sobre el pasado y cuestionar el mito de la familia extensa como soporte de una fecundidad elevada, así como cuestionar la teoría de la nuclearización (Pilon, 2004).
La investigación de Ruggles (1987) sobre el crecimiento de la familia extensa en el siglo XIX, en Inglaterra y América, demuestra que la explicación económica es insuficiente y poco acertada para comprender los cambios en las formas de organización residencial. El autor critica el enfoque económico, porque homogeneiza la familia extendida de los siglos XIX y XX, utilizando el supuesto de que si los insumos crecen, las familias también, sin considerar que no son las mismas familias, en términos económicos, las que tienen la composición extensa en los siglos XIX y XX. Su estudio demuestra la influencia de la cultura y la demografía en la formación y generalización de la familia extensa del siglo XIX. Al contrario que en el siglo XX, la familia extendida no era una respuesta adaptativa a la pobreza;5 era la expresión de un lujo de los que gozaban las familias de clase media y alta, entendidas como aquellas que tenían sirvientes, y su ocupación se ubicaba en la burguesía. Para ese momento, hacerse cargo de alguien no era una estrategia para sobrevivir económicamente, sino la obligación de una carga adicional. En este sentido, la generalización de la familia extensa no es una adaptación funcional a las nuevas condiciones sociales, sino una de las consecuencias indirectas de los cambios en las condiciones sociales.
Según Ruggles (1987), la comprensión de los cambios en las formas de organización residencial se asocia con el análisis de la combinación entre las condiciones culturales, demográficas y económicas en las que se produce el cambio. La frecuencia y temporalidad de los nacimientos, muertes y matrimonios constituyen el contexto biológico en el que las decisiones residenciales se toman; sin embargo, lo que permite que la familia extendida surja y se estabilice son los cambios de las actitudes en la vida familiar, es decir, el cambio en la orientación simbólica de la familia. Para el autor, fue la combinación entre los desarrollos económicos de la industrialización, la variación en los patrones de la mortalidad, el matrimonio y la valorización de nuevos comportamientos lo que facilitó que las personas se organizaran en grupos extensos compuestos por la pareja y los hijos. Los cambios en la actitud frente a la familia son el reflejo de importantes transformaciones en los valores, entendidos como orientadores simbólicos del comportamiento. Si bien hay cambios estructurales en los modos de producción, las condiciones demográficas y las relaciones emocionales y de obligación condicionan las preferencias residenciales y su cambio.
Desde los años sesenta, el análisis económico de la familia intentó ofrecer explicaciones distintas a la adaptación de la familia al mercado. Empezó a considerar la familia una unidad compacta que actúa de forma coordinada y calcula los efectos de sus decisiones a lo largo del curso de vida. Así, puede definir estrategias para conseguir recursos escasos y mejorar sus condiciones materiales, con el fin de alcanzar altos niveles de satisfacción. Sin embargo, como lo señala Ruggles (1987), las limitaciones de esta propuesta son cuatro supuestos: primero, la familia como una unidad compacta que tiene información suficiente y adecuada para tomar sus decisiones; segundo, la satisfacción máxima como un absoluto en el curso de vida; tercero, el comportamiento humano como exclusivamente racional, y cuarto, una competición se da en condiciones perfectas. Luego, aparecen otras propuestas como la teoría del intercambio, que intenta superar la mirada homogénea y compacta de la familia, a partir del estudio de sus dinámicas internas. Esta perspectiva asume que las relaciones de parentesco surgen y se mantienen cuando todos los integrantes del grupo tienen beneficios. Se supone que los individuos tienen objetivos particulares, y que para alcanzarlos requieren apoyo.
La relación de parentesco se concibe como la primera forma de apoyo con la que los sujetos pueden enfrentar situaciones adversas como enfermedad, desempleo, pobreza, vejez, entre otros. En ese sentido, las necesidades materiales se convierten en la razón de mantener la relación de parentesco. Esto la instrumentaliza y limita la posibilidad de comprender que el estatus de los integrantes de la familia no depende siempre de su utilidad. Hay unos motivos no materiales que influyen en las decisiones que toman las familias y que no se reducen al resultado de un cálculo racional que busca la mejor ganancia. Emociones como “el altruismo, los celos, el amor, la ansiedad, el miedo, el orgullo, la responsabilidad, la culpa y todas las obligaciones sociales y morales” influyen en la forma de ver y sentir la vida y, en consecuencia, en la forma en que se decida enfrentarla. La combinación entre las condiciones materiales y no materiales de la decisión varían según el tiempo y el lugar. De tal forma que “comportamientos que para una época fueron plausibles y adecuados para otra ya no son lo mismo” (Ruggles, 1987; traducción de la autora).
La decisión residencial ha sido un asunto de interés para la sociología y la economía, especialmente en cuanto a la función de los costos y los beneficios no materiales. Los economistas plantearon las primeras inquietudes acerca del estudio de las orientaciones simbólicas de la decisión. Por su parte, los sociólogos destacan la importancia de las condiciones estructurales y materiales del hogar, como el acceso al empleo, y la relevancia de estudiar la familia desde el grupo y la sociedad. Entre tanto, las nuevas perspectivas económicas conciben la familia como una unidad de decisión y se enfocan en el comportamiento racional del individuo. En estas tensiones analíticas se debe reconocer que las decisiones se toman en el plano individual, pero las influencias que preceden la decisión son sociales, pues dependen de la sociedad y la familia que ha tenido cada sujeto a lo largo de su vida, así como de su función en el grupo familiar, su género, su ocupación, su edad, entre otros. La comprensión de las distintas formas de organización residencial que deciden las familias requiere estudiar cada individuo del grupo, su influencia en las decisiones del hogar y sus interrelaciones con los otros integrantes y con la sociedad (Ruggles, 1987).
Posteriores pistas teóricas aparecieron en los países industriales occidentales, como el crecimiento de las personas que viven solas, en pareja exclusivamente, en familias monoparentales y recompuestas. El rol del parentesco y de la solidaridad familiar fue redescubierto y reafirmado. Se observó que las familias nucleares no eran tan independientes del resto de los parientes. El cuestionamiento de la independencia de la familia nuclear favorece el surgimiento de una tensión teórica entre la emergencia de un modelo de familia posmoderno y la diversificación de las formas de organización familiar (Pilon, 2004).
El aumento de los hogares unipersonales en el mundo occidental industrial está ligado al alto nivel de independencia económica que tienen los adultos sin pareja, especialmente las mujeres, si se encuentran con buena salud. A diferencia del pasado, vivir solo es hoy en día una posibilidad que resulta de una decisión razonada, que no implica necesariamente un aislamiento de la persona en edad; por ello hay que ser prudente con los análisis del aislamiento en la vejez, pues no es equivalente vivir solo y estar aislado (Légaré, 2004).
Gierveld, Dykstra y Schenk (2012) señalan la importancia de analizar la soledad de los adultos en relación con sus condiciones habitacionales y apoyo intergeneracional. En sus estudios revelan que en Europa es cada vez más común que las familias respeten la independencia de sus padres y su vida en solitario. Sin embargo, se reconoce que uno de los factores de protección y bienestar para los mayores es la corresidencia con niños o adultos, pero en particular con su pareja. Respecto al apoyo intergeneracional, se identificó que la dirección de los apoyos va de padres a hijos, más que de hijos a padres, y esto continúa hasta en las últimas etapas de la vida.
Junto con los hogares de pareja exclusivamente y unipersonales, la institucionalización es otra de las formas residenciales más comunes en los países industrializados. La pérdida de autonomía es un proceso evolutivo para las personas, a medida que aumenta la edad. Una buena parte de los viejos tiene algún tipo de discapacidad, y las necesidades de apoyo se sienten en las actividades de la vida cotidiana. De ahí que la institucionalización se haya convertido en la última solución para los dirigentes de las comunidades envejecidas, debido a los elevados costos. Por este motivo, se busca que los apoyos formales sean remplazados por los familiares (informales); no obstante, la vida familiar puede cambiar según la vida conyugal y doméstica, y es posible que las futuras generaciones tengan más separaciones y migraciones en la familia, por lo que cada vez se van a necesitar más apoyos formales (Légaré, 2004).
Para regiones como América Latina, complejidad y diversificación son las principales características de las situaciones familiares y sus evoluciones, que no siguen un sentido progresivo, como el observado en los países industriales de Occidente. Mientras que en Europa el envejecimiento fue un proceso que duró entre 150 y 200 años, en los países de América Latina y el Caribe este cambio se hizo en 50 años (Chackiel, 2000). Es una transformación acelerada que se produce en condiciones que combinan valores tradicionales con procesos de modernización (Pilon, 2004). En numerosos países, la disminución de la fecundidad y la reducción del tamaño de los hogares no se acompañan de un proceso de nuclearización. Son nuevos arreglos residenciales, recomposiciones familiares, asociadas a una redefinición de relaciones sociales y de roles familiares, entre sexos y generaciones. En un estudio hecho para la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) sobre el panorama social de la región latinoamericana se señaló que “Las estructuras familiares son heterogéneas y varían según el país, el medio de residencia urbana o rural, y según el nivel de pobreza” (Viveros Madariaga, 2001). La composición familiar en los países en desarrollo se encuentra mediada por una baja cobertura institucional y una alta desigualdad social. Ello genera unas lógicas de solidaridad familiar y del sistema de derechos y obligaciones particulares, los cuales responden a distintas situaciones como enfermedad, separación, muerte y transferencias familiares. Es una forma de distribuir las cargas económicas y afectivas, así como de la educación de los hijos (Pilon, 2004).
Dos de las principales características observadas en los países en desarrollo son las jefaturas femeninas y la circulación de los niños por los hogares de los parientes. Por ejemplo, “en África, en las regiones desarrolladas[,] y en Asia, cerca de la mitad de las mujeres jefes de hogar son viudas. En América Latina y el Caribe, solamente el 28 % son viudas, y 36 % solteras”. En todas las regiones hay más mujeres casadas o solteras que divorciadas. “La proporción de las mujeres jefes de hogar que son divorciadas es baja en Asia, 6 % contra 13 % en América Latina y el Caribe, 14 % en África y 16 % en las regiones desarrolladas”. Mientras que la circulación de niños hace parte de la dinámica de los hogares extensos de los países del sur, en los que cohabitan varios núcleos familiares o hay presencia de otras personas, parientes y no (Silk, 1987; Lalleman, 1993, citado en Pilon, 2004, p. 332).
Tendencias residenciales, la moda de vivir solo
Uno de los indicadores de la reducción y diversificación de las formas tradicionales de organización residencial en la vejez es el crecimiento de los hogares unipersonales. Su surgimiento, expansión y estabilización requiere unas condiciones demográficas, económicas, institucionales y culturales particulares que hagan posible su generalización. Aunque América Latina y el Caribe no tienen los mismos niveles de residencias unipersonales que en los países industrializados, en las últimas décadas se ha observado su aumento (CEPAL, 2012). Ello indica que es adecuado su estudio y comprensión no solo para entender la diversificación de los hogares en la región, sino para prever su influencia en las formas de organización residencial futura. Las personas mayores son un grupo de interés social y político, ya que dependiendo de las condiciones de su independencia, pueden tener mayores riesgos de asistencia en caso de enfermedad o limitaciones, así como de aislamiento social, especialmente en los países en los que los sistemas de seguridad social tengan distribuciones desiguales respecto a las poblaciones mayores, en particular a las mujeres (Álvarez, 2002). En tal sentido, el estudio de la residencia unipersonal es una forma indirecta de conocer los riesgos potenciales de la soledad, entendida como aislamiento social. La complejidad de la organización independiente radica en que no se produce de una sola forma. Es posible que sea tanto el resultado de una decisión voluntaria, en la que se cuenta con las condiciones económicas, sociales y emocionales suficientes para disfrutar de la experiencia, como de una circunstancia impuesta, no elegida ni deseada, que resulta de la precariedad económica y social que hace de la experiencia una situación dolorosa y abrumadora. Más adelante se desarrolla la diferencia entre vivir solo (residencia unipersonal) y sentirse solo.
El aumento de los hogares pequeños, especialmente de los unipersonales, no es algo exclusivo de la etapa de la vejez, también se observa en la adultez (Hirigoyen, 2013). Actualmente, vivir solo se reconoce como una tendencia mundial que responde a los descensos de la fecundidad, los cambios en las configuraciones familiares, los procesos de individuación, los cambios culturales y la centralización de los sistemas de protección social y salud:
A nivel mundial, el número de personas que viven solas pasó de 153 millones en 1996 a 277 millones en 2011. Para ese momento, en Estados Unidos había más de 31 millones de hogares unipersonales, 4 millones más que en el 2000; en Japón el 31,5 % del total de los hogares estaba compuesto por una persona; en Suecia era el 47 % de la población; y en Francia 1 de cada 7 personas (BBC, 2012b).
América Latina y el Caribe pasó de 7 % en 1990 a 11,4 % en el 2010 (Ullmann Heidi, 2014, p. 14). “En el 2005, Colombia se encontraba entre los niveles más altos con 11,1 %” (Sardi, 2007).
Pero ¿qué pasa cuando esta forma de vida va acompañada de precarias condiciones sociales y económicas? Cuando no es una opción, sino una obligación; cuando no se tienen las condiciones de salud e independencia suficientes, cuando hay sentimientos de aislamiento y dolor, cuando las valoraciones sociales de la soledad son negativas, cuando las redes sociales son pequeñas o no están disponibles y cuando no se ha tenido acceso a la educación y el trabajo. Estas son algunas de las inquietudes que caracterizan el contexto en el que están creciendo los hogares unipersonales colombianos, pues al contrario de la experiencia en los países industriales, puede aumentar los efectos negativos del envejecimiento con el deterioro de la vida de las personas mayores, sus familias y comunidades, así como el incremento del aislamiento social de la población vieja.
Vivir solo en la vejez es una experiencia social que puede significar desde una situación dolorosa y frustrante que deteriora la calidad de vida individual y colectiva hasta una oportunidad de realización individual en la que se fortalecen los lazos sociales. La variación de sus significados y sentidos depende de las condiciones sociales en las que se desenvuelva la experiencia de vivir solo, que en sí misma no es ni afortunada ni desafortunada.
Hasta el momento, vivir solo en la vejez se ha visto más como algo negativo que positivo. Recientes estudios muestran que quienes viven o se sienten solos están propensos a sufrir graves efectos en su salud, especialmente los relacionados con depresión y riesgos cardiacos que pueden llevar a una muerte más temprana (BBC, 2012a; Cacioppo, Capitanio y Cacioppo, 2014; Hill, 2015). Sin embargo, experiencias humanas como las islas de Okinawa, en Japón, e Icaria, en Grecia, revelan que es posible vivir solo en la vejez con adecuadas condiciones físicas y mentales (Poulain, Herm y Pes, 2013). ¿De qué depende? Parece que más problemático que vivir solo o acompañado son los sentimientos de aislamiento y las condiciones cognitivas que acompañan este estilo de vida, así como los cambios en las redes de solidaridad, el significado de la vejez y la institucionalización de esta forma de residencia.
Distintos estudios han identificado la relación entre los factores sociodemográficos y los patrones de residencia en solitario. Por ejemplo, en los países industrializados, los altos niveles educativos y de ingresos se relacionan con la independencia residencial, así como la viudez y una mayor esperanza de vida activa y saludable (Zueras y Gamundi, 2013). Parte de las características demográficas que influyen en el modo de organización residencial son: la ubicación de la residencia, la tenencia de la vivienda, el acceso a servicios públicos, el sexo, la generación, el estado civil, la ocupación, la educación, el haber tenido hijos, entre otros (De Jong Gierveld, 1998; Zueras y Gamundi, 2013).
A continuación, se presentan los factores demográficos mencionados y su relación con la residencia independiente. A través de esta descripción es posible identificar los dos enfoques que han permitido comprender el problema de vivir solo. Por una parte, la psicología, que fue la primera en estudiar el fenómeno como un asunto relacionado con disfunciones en la personalidad de los sujetos; por otra, la sociología, que intentó aportar elementos para comprenderla como un proceso social del largo plazo, que se posibilitó gracias a las transformaciones generales de las sociedades modernas, como la urbanización, los cambios tecnológicos, el crecimiento del estatus de la mujer y el aumento de la longevidad (Klinenberg, 2012). En este sentido, la relación entre los factores sociodemográficos y los patrones residenciales no es exclusiva a la residencia unipersonal; hace parte del proceso general de diversificación de los modos de residencia. Se puede aplicar al análisis de otros tipos de residencia, ya que las personas que viven en ellos también tienen características sociodemográficas que se asocian con contextos más amplios de transformación social. Este análisis se hace con el caso unipersonal y al envejecimiento, debido a su importancia como tendencia social y condición de desarrollo del siglo XXI.
Urbanización
El crecimiento económico y el proceso de centralización de la seguridad social que se desarrollaron durante la transición de las sociedades rurales del siglo XIX a las industriales de comienzos del XX, como parte del proceso de construcción de los Estados modernos de bienestar, fundaron las condiciones de posibilidad para que las personas pudieran vivir solas. La valoración de lo individual se convirtió en una tendencia social. El individualismo, como resultado de la división moderna del trabajo, le permitió al sujeto alcanzar independencia y libertad respecto a la forma de organización rural, en la que no había una diferenciación entre lo doméstico y lo productivo.
La formación urbana y su masificación favorecieron el ejercicio de libertades individuales, la valoración de la autonomía y la coexistencia de distintos valores sociales que estimulaban el cuestionamiento de las formas de vida aprendidas. Las distintas actividades culturales que ofrecen las ciudades –como cines, cafés y teatros– brindan las condiciones para que los sujetos diversifiquen el uso de su tiempo y encuentren nuevas formas de ver la vida. En este sentido, lo urbano representó para el individuo la posibilidad de expresar y cultivar aspectos de sí mismo que en sus lugares de origen no era posible. Las formas de socialización urbana facilitaron la posibilidad de encontrar personas que compartieran valoraciones y orientaciones distintas a las tradicionales, creando subculturas con nuevos referentes simbólicos que proponían otras formas de organización como la de vivir solo (Klinenberg, 2012; Mijuskovic, 2012).
El vivir solo es parte de una nueva organización territorial que involucra un conjunto de relaciones de dominio, pertenencia y apropiación entre el sujeto y su entorno (Montañez y Delgado, 1999). Es una particular convivencia con los otros que implica desarrollos políticos, sociales y habitacionales que le permitan al sujeto tener los recursos suficientes para su producción y reproducción. Ejemplos de esto pueden ser, por una parte, la ordenación moderna de las ciudades por edificios, la cual responde a unas demandas habitacionales que resultan de la densificación urbana y del desarrollo de nuevas perspectivas arquitectónicas que intentan responder a los cambios en las relaciones humanas, la disminución en los tamaños de familia y la individualización (Jaramillo, 2013). Por otra, la transformación en la participación en actividades o movilizaciones comunitarias, que ya no responden exclusivamente a los intereses de la familia o de las personas conocidas, sino a la expresión de distintas subjetividades en contextos despersonalizados.
Cambios tecnológicos
Browman (1955), Riesman (1961) y Slater (1976) fueron los teóricos más representativos en el análisis social de la soledad. En sus interpretaciones, la soledad es un comportamiento que responde a los cambios sociales y a las distintas direcciones que van tomando las personas según sus sentimientos y aspiraciones. Para la segunda mitad del siglo XX, el vivir solo se fue convirtiendo en un comportamiento más común en la población americana. Los análisis de los autores asimilan la personalidad americana a las fuerzas sociales que la condicionan y la modelan. La causa de la soledad se encuentra por fuera del individuo. Según los autores, las principales condiciones del cambio social fueron las transformaciones tecnológicas. Estas han favorecido la liberación de los individuos de algún tipo de interacciones y dependencias que permiten la despersonalización de las relaciones y aumenta la autonomía de los sujetos (Peplau y Perlman, 1982). La revolución de las comunicaciones no solo permitió despersonalizar las relaciones, sino tener acceso a nuevas experiencias sociales con otros lugares del mundo (Klinenberg, 2012).
Sexo y edad
La emancipación femenina, la disminución de los tamaños de la familia y el aumento de la longevidad facilitaron las condiciones para generalizar la residencia unipersonal. La variación de la función social de la mujer, con su progresivo acceso a la educación y el trabajo, así como la mayor regulación de su cuerpo y su vida reproductiva, transformaron las formas de relacionamiento entre hombres y mujeres (Hirigoyen, 2013). En la segunda mitad del siglo XX, Colombia observó un aumento en la proporción de mujeres solteras, separadas y divorciadas que se encontraban entre los 20 y los 39 años. Esto es expresión de la diversificación de la vida de pareja y el cuestionamiento de los valores asociados al matrimonio como única forma de organización familiar (Flórez y Soto, 2013). Adicionalmente, la mayor longevidad femenina, las diferencias de edad entre esposos y la menor frecuencia de recasamientos o nuevas uniones en las mujeres hace de la viudez una experiencia más común en las mujeres que en los hombres, lo que aumenta los riesgos de soledad en ellas. De igual forma, a medida que la edad va avanzando, especialmente después de los 75 años, la institucionalización o vivir con hijos se convierten en las formas residenciales más frecuentes. Esto se relaciona especialmente con el estado de la salud de las personas (Zueras y Gamundi, 2013).
La residencia unipersonal cuestiona las formas de organización tradicional de la familia nuclear y extensa, muy común en las sociedades rurales y urbanas de finales del siglo XIX y comienzos del XX. El vivir en grupo no era un asunto menor, si se considera que de ello dependían las fuentes de subsistencia de la familia, así como los apoyos que entre unos y otros se podían brindar para lidiar con la enfermedad y las dependencias de los menores y mayores del hogar. Para vivir solo es necesario tener unas condiciones mínimas, como la posibilidad de trabajar o contar con una pensión que garantice las condiciones materiales de existencia (alimentación y vivienda, por ejemplo), además de unos servicios institucionales que brinden los apoyos o solidaridades necesarias en condiciones de enfermedad o dependencia. Esto sin mencionar otros aspectos centrales en la calidad de vida, como tener una visión positiva o, al menos, comprensiva de la soledad, algunas actividades que brinden momentos placenteros y relaciones sociales gratificantes.
Estado civil
Los cambios en el estado civil o marital de las personas son unas de las transformaciones más importantes en la adultez. Dos de los eventos más estresantes de esta etapa son el divorcio y la viudez. Estos cambios se relacionan con circunstancias que tienen grados fuertes de angustia que enfrentan a las personas a profundos cambios individuales, por cuanto deben reconstruir su identidad y entorno a partir de la reelaboración de su sentido de vida, ya que, por lo general, las relaciones de pareja crean una intimidad en la que los cónyuges orientan su cotidianidad en torno a las actividades compartidas que crean el sentido del nosotros, pero también del yo (Klinenberg, 2012). Con la edad, las redes de soporte van desapareciendo, porque la mortalidad va aumentando; así, la pareja, los familiares y los amigos van desapareciendo.
En la medida en que el contacto más íntimo son los esposos, la viudez es un importante predictor de la soledad. La pérdida del compañero puede reducir la salud mental, así como la vida social y económica. La soledad y los sentimientos negativos se encuentran más asociados a la viudez que a las separaciones. La viudez presenta mayores índices de malestar y adaptación, así como una visión más pesimista de la vida, en comparación con las personas separadas. A su vez, los divorciados presentan menores niveles de satisfacción y optimismo que los casados. En las pérdidas, los sentimientos de dolor se pueden expresar en depresión e ira, ya que la persona con la que se tenía un contacto de confianza e íntimo se ha perdido (Ben-Zur, 2012).
Según hombres y mujeres, la viudez es distinta. En los hombres se registra un mayor sentimiento de aislamiento después de la pérdida, vinculado con la función de cohesión y socialización que tienen las mujeres en la familia. Luego de la pérdida, los hombres tienen una mayor tendencia a desvincularse de las redes, ya que a partir de sus esposas mantenían los contactos sociales con familiares y amigos (Burns, 2014). Por su función social, las mujeres desarrollan más habilidades de sociabilidad y mantenimiento de las relaciones afectivas que los hombres. También es importante considerar que el incremento de la soledad en la vejez no es solo porque hay eventos como la viudez y las separaciones, que aumentan el volumen de los hogares unipersonales en la vejez, sino porque vivir solo es cada vez más común como estilo de vida.
Condiciones de salud
Como se mencionó, la residencia unipersonal es una variable indirecta de la soledad. Una razón es que si este tipo de organización de la vida cotidiana no se da en condiciones económicas y sociales adecuadas, que faciliten el acceso a la vivienda, la alimentación, los servicios de salud y redes de apoyo emocional como familiares y amigos, entre otros, se convierte en una forma de aislamiento social en el que se aumentan los riesgos de enfermedad (como la depresión) y de muerte (como el suicidio), además del deterioro general de la calidad de vida, en la medida en que las personas no cuentan con los medios necesarios y suficientes para su supervivencia.
Desde la perspectiva psicoanalítica, la soledad remite al sujeto a sus primeras emociones de pérdida y separación (Quinodoz, 2015). Los primeros estudios acerca de la soledad surgieron en la primera mitad del siglo XX con Zilboorg (1938), Sullivan (1953) y Fromm-Reichmann (1959). Sus teorías demostraron la estrecha relación existente entre las experiencias de la infancia y la soledad en la vida adulta. Para Zilboorg, la soledad se relaciona con rasgos de la personalidad como narcisismo y hostilidad, los cuales responden a sentimientos infantiles de omnipotencia y egocentrismo, así como al aprendizaje que tiene el niño respecto a ser amado y admirado. Para Sullivan, la soledad está asociada al deseo infantil de contacto. En la preadolescencia, la búsqueda de amigos expresa el anhelo por el contacto íntimo, y la dificultad de hacerlo puede llevar a la soledad. La mayor influencia la ejerce Fromm-Reichmann, con su trabajo con esquizofrénicos, en el que define la experiencia de la soledad como una experiencia subjetiva desagradable, dolorosa y destructiva que difiere de la soledad objetiva (como se cita en Peplau y Perlman, 1982; Mijuskovic, 2012). Esta distinción es relevante, porque permitió diferenciar los aspectos positivos y negativos de la experiencia de estar solo, así como considerar sus aspectos externos. La soledad objetiva se supone menos problemática que la subjetiva, ya que es posible que la persona la disfrute y convierta en una oportunidad para su realización; mientras que la segunda puede estar acompañada de sentimientos negativos en los que aumentan las probabilidades de desarrollar enfermedades como depresión, ansiedad y estrés (De Jong Gierveld, 1998; Rubio Herrera, Cerquera Córdoba, Muñoz Mejía y Pinzón Benavides, 2011).
Recientes posturas psicoanalíticas han mostrado que es posible dominar y tolerar los dolorosos sentimientos de angustia por la separación mediante un trabajo terapéutico en el que se intenta hacer conciencia sobre el dolor de ser un individuo separado y solo. La aceptación de esta condición humana puede abrir paso a los potenciales y riquezas de esta condición, en especial los relacionados con la creatividad e identidad, en la que el sujeto descubre sus particularidades y las de los otros. Es una posibilidad para el autoconocimiento y el de los otros, con mayor autenticidad, ya que el sujeto se expresa desde su particular forma de ver y existir. Puede pasar de ser una irreversible condición de vida a una oportunidad de cambio personal y social (Quinodoz, 2015).
Otros enfoques han mostrado cómo la forma en la que se experimentan las pérdidas varía según los recursos personales y sociales que tengan los individuos. Estos se conocen como mecanismos protectores, se utilizan para la resiliencia personal y facilitan la adaptación al evento traumático. Una de las características personales que se destacan es el sentido del optimismo, aun cuando se reduce con los eventos de ruptura, que constituye un recurso importante para la recuperación del equilibrio de la persona, ya que le permite a la persona creer que es una experiencia que se puede transformar. El optimismo se encuentra más presente en las personas casadas y en las separadas, que en las viudas (Ben-Zur, 2012).
El mayor predictor de la soledad en la vejez es la salud mental pobre, especialmente la depresión. La soledad y la depresión se condicionan mutuamente; es probable que la soledad crónica lleve a la depresión, pero también es posible que la depresión deteriore las relaciones de la persona y la lleven a la soledad. En este sentido, las causas y los efectos de la soledad son bidireccionales (Peplau y Perlman, 1982). Las terapias que se puedan hacer desde la niñez, adultez y vejez a los que tengan procesos de deterioro mental pueden ser muy valiosos para evitar el aislamiento social y el deterioro de la calidad de vida (Cattan, White y Bond, 2005).
Un aspecto central de los seres humanos es el deseo de conexión con los otros. El cerebro se desarrolla en conexión con los otros, y la experiencia de sentirse en relación con los demás es central para sobrevivir en las edades iniciales del ser humano, pero también para el adecuado desarrollo cognitivo. Sentirse conectado con los otros no es solo un deseo, sino una necesidad (Robinson, 2013). La desconexión de los otros y la ausencia de un propósito pueden derivar en sentimientos de miedo, dolor y rabia, con consecuencias desagradables para las personas y sus colectivos, ya que se favorecen condiciones de desintegración social, así como el incremento de los conflictos y el deterioro de las relaciones (Allen, 2014).
Peplau y Perlman (1982) Robert Weiss intentó integrar la perspectiva psicológica y la sociológica, ya que consideraba que la soledad no es un problema que dependa de los rasgos de la personalidad o de las situaciones. Es la interacción entre las vulnerabilidades personales y las condiciones sociales la que produce la soledad, la cual clasifica en dos tipos: la emocional, asociada a la ausencia de un vínculo íntimo que proveen los padres, esposos o amigos íntimos, y la social, que responde a la carencia de sentido de las relaciones sociales asociadas con un grupo de amigos o colegas (Peplau y Perlman, 1982).
Según Carl Rogers (citado en Peplau y Perlman, 1982), los roles y expectativas sociales se vinculan con los sentimientos de soledad, a partir del concepto del sí-mismo y la identificación de lo que exista con lo esperado socialmente. Define la soledad como la expresión de un ajuste inadecuado entre el sujeto y la sociedad, que está asociado a las expectativas de los otros y a los sentimientos de rechazo. En 1957, una encuesta sobre el comportamiento de los americanos mostraba que más de la mitad de los encuestados respondió que las personas solteras eran enfermas, inmorales o neuróticas, y una tercera parte los veía de forma neutral. En 1976, solo la tercera parte tenía una percepción negativa y la mitad era neutral (Klinenberg, 2012).
Ocupación
La ocupación es otro aspecto que influye en el tipo de residencia. En la mayoría de los países europeos, los pensionados son las personas que tienen más probabilidades de vivir solos, y ello hace parte de los efectos del mejoramiento de las condiciones materiales de las sociedades industriales. En pocos países como Hungría y Rumania se presenta una situación distinta: la población que sigue trabajando después de los 65 años tiene mayores probabilidades de residir sola (Zueras y Gamundi, 2013). Esto plantea distintas situaciones económicas que pueden condicionar la residencia unipersonal, ya que no es lo mismo vivir solo, dependiendo del trabajo, que hacerlo con la seguridad económica de una pensión. Es posible que las personas que trabajan, en especial en los países con economías débiles y alta desigualdad, lo hagan como una obligación para sobrevivir y no por el gusto de seguir activos laboralmente, lo que puede hacer del trabajo algo estresante e injusto, respecto a las personas que tienen una pensión y trabajan porque lo desean.
En estos casos, el trabajo se convierte en una fuente de injusticia, dependencia y desigualdad para las personas mayores; sin embargo, la población pensionada enfrenta otros problemas respecto al trabajo ya que, en estos casos, es posible que la persona quiera seguir laborando y, por la edad, no se le permita. Es importante tener en cuenta que el trabajo, además de ser la base para el sostenimiento de la vida material, representa una forma de sentirse parte de la sociedad, en general, y de un grupo, en particular. Es una forma de recibir motivación social, de sentirse útil y funcional. Una de las principales preocupaciones de la soledad en la vejez es la desconexión social que se relaciona con los sentimientos de desvinculación, no pertenencia e inutilidad, lo cual deteriora la calidad de vida de las personas. El sentido de soledad en los mayores puede ser muy profundo, y se puede convertir en patológico. El retiro laboral y la pérdida de un rol social, así como la habilidad de ser útil y el vacío de pasatiempos, son las principales causas de los estados depresivos en los mayores. Adicionalmente, la pérdida de habilidades cognitivas puede ir reduciendo los logros que podían obtener en el pasado (Romeo, 2013).
Educación
La educación es otro factor asociado con la residencia unipersonal. En Europa, un mayor nivel educativo se asocia con una mayor independencia residencial (Palloni, 2001; Bongaarts y Zimmer, 2002). Sin embargo, en las sociedades con mayores desigualdades socioeconómicas, la residencia unipersonal no se observa como un resultado de acumulación de recursos sociales y económicos, sino que puede resultar del debilitamiento de la red familiar, así como del fallecimiento de familiares y amigos. Es decir, es posible que, en la mayoría de los casos, la soledad no sea una búsqueda racional y anhelada, sino algo impuesto por los acontecimientos. Ello puede llevar a un gran malestar si no se ha desarrollado la capacidad de estar solo que puede ser una habilidad cognitiva importante que facilita el reconocimiento de los sentimientos propios, el desarrollo de la imaginación creativa y la capacidad de lidiar mejor con las pérdidas. Esto requiere un aprendizaje temprano desde la infancia, en la que la felicidad afectiva no se encuentre relacionada únicamente con el otro, de tal forma que se pueda existir por sí mismo, más que en función de las relaciones de intimidad con los otros. Esto es capaz de disminuir el sufrimiento que puede causar la soledad y el aislamiento, ya que el sujeto tendrá herramientas cognitivas para enfrentar los sentimientos de vacío interior.
La aceptación del sentimiento de soledad facilita explorar los propios recursos personales, en la medida en que las dificultades que hacen parte de la experiencia de soledad son las que hacen posible el aprendizaje de la autonomía y el amor propio:
De forma general, las personas que pasaron solos buena parte de su infancia, al haberles permitido desarrollar sus capacidades de observación, tienen más posibilidades que otras de desarrollar capacidades creativas y se inclinarán preferentemente a actividades que exijan concentración e imaginación. Estas mismas personas, ya adultas, no sentirán una constante necesidad de presencia del otro y antepondrán su actividad creativa a su vínculo amoroso o conyugal. (Hirigoyen, 2013, p. 181)
En este sentido, la soledad puede ser una experiencia de aprendizaje que, según la forma como se viva, prepara para la autonomía y la madurez cognitiva, que reconoce la necesidad de valerse por sí mismo como para la adecuada adaptación al mundo moderno, masivo y despersonalizado.
El aprender a estar solo puede fortalecer a los sujetos frente las separaciones y duelos que hacen parte de la vida. La negación o evitación de la soledad es un indicador de dependencia aprendida desde la infancia, que en la adultez y la vejez puede incrementar los sentimientos de dolor, frustración y abandono (Hirigoyen, 2013). La aceptación de la soledad como condición humana implica para las personas y la sociedad otra forma de ver y entender el mundo; requiere habilidades cognitivas que le permitan al sujeto disfrutar de su propia compañía y encontrar en la soledad una fuente de autoconocimiento y creación. Cognitivamente, la atención de los sujetos ha pasado de estar centrada en los otros para estar referida a sí mismo. Moustakas (1961 y 1972, citado en Peplau y Perlman, 1982) propone una mirada existencial de la soledad, en la que la entiende a modo de una fuerza creativa, una oportunidad para que las personas aprendan de ellos mismos para avanzar en sus vidas.
Solidaridades/redes
Uno de los aspectos que más influyen en que la residencia unipersonal sea una experiencia social satisfactoria, y no de aislamiento social, son las redes de apoyo. Estas son de tipo familiar o institucional, pero son centrales en la medida en que constituyen los soportes para enfrentar la cotidianidad, pero especialmente los momentos de adversidad, como la enfermedad o las dificultades económicas. En este sentido, las solidaridades constituyen un apoyo fundamental para que la residencia unipersonal no sea una forma de exclusión social, de soledad.
Los hijos, los amigos y los vecinos son parte fundamental en la experiencia de la soledad. La relación de pareja o el matrimonio y la familia son las mejores formas de pertenencia a los grupos sociales más amplios. La relación con una iglesia, la participación en la fuerza de trabajo, el trabajo voluntario y ser miembro de asociaciones de voluntariado son otras estructuras que integran a los sujetos en la sociedad. Adicionalmente, brindan cohesión, sentido de pertenencia y son protectoras contra la soledad subjetiva (De Jong Gierveld, 1998).
Desde la perspectiva cognitiva, Peplau y Perlman (1982) definen la soledad como “una experiencia desagradable que se presenta cuando las redes sociales de las personas son deficientes, en términos cualitativos o cuantitativos” (p. 5; traducción de la autora). Esta definición incluye tres aspectos: 1) la diferencia entre la soledad objetiva y la subjetiva, 2) se relaciona con un déficit en las relaciones sociales que se define a partir de la diferencia entre las relaciones actuales y las que desea la persona y 3) es aversiva, y se relaciona con sentimientos de depresión, ansiedad, vacío y desesperación. En este sentido, los estándares personales que se concretan en la evaluación y valoración de sus relaciones influyen en la soledad. La percepción de los déficits relacionales puede ir en detrimento de la salud mental.
Hay otro enfoque de tipo cognitivo multidimensional que considera, adicionalmente, las normas y estándares de vida que condicionan a las personas que hacen parte de esa sociedad. En esta aproximación se tienen en cuenta tres aspectos: 1) los sentimientos asociados a la ausencia de una unión íntima, de vacío o de abandono; 2) la perspectiva de tiempo, en el que las personas consideran que es posible cambiar la situación y no culpan a los demás o a ellos mismos de esto, y 3) los distintos sentimientos de dolor, tristeza, frustración y desesperación. Una de las principales diferencias respecto a la perspectiva de Peplau y Perlman es la posibilidad que tiene el sujeto de actuar para transformar su soledad en la medida en que incluye una perspectiva temporal y de responsabilidad consigo mismo (De Jong Gierveld, 1998).
Las redes se reconocen como una de las formas de enfrentar adecuadamente el estado de separación y aislamiento del ser humano. Para algunos, las amistades, así como el entretenimiento, los viajes, la filantropía, el sexo, la erudición, etc., pueden ser formas de manejar la soledad, ya que distraen y facilitan el olvido (Mijuskovic, 2012). Sin embargo, hay posturas que privilegian los amigos cercanos y el grado de intimidad en las relaciones románticas, más que las actividades sociales (Russell, Cutrona, McRae y Gómez, 2012). Se considera más importante la calidad de las relaciones que la cantidad respecto al sentimiento de soledad, por lo que no es suficiente con estar rodeado de personas; hay que sentirse conectado con al menos una de ellas. La soledad no es sinónimo de sentirse solo. Es importante analizar el contexto y las relaciones socioafectivas de las personas que viven independientes. Esto amplía la pregunta por la soledad, ya que es posible que muchas personas que viven solas no se sientan aisladas, y que muchos viejos que viven acompañados se sientan aislados.
Otra característica importante de la red es su composición heterogénea, ya que permite establecer relaciones de diferentes tipos y niveles. Como las de parientes (hijos, hermanos, sobrinos...) y no parientes (amigos, vecinos, colegas, etc.). La diversificación de los apoyos emocionales e instrumentales muestra la funcionalidad y capacidad de cohesión de la red. Dependiendo de las situaciones, el apoyo emocional puede ser relevante; mientras que en otras es el instrumental. Uno de los aspectos que participa en la terminación de las relaciones es la reciprocidad. En la vejez esto puedo aumentar los riesgos de soledad, por ejemplo, cuando los hijos o familiares no brindan ningún tipo de soporte y la persona mayor sigue apoyando en términos materiales o afectivos la vida familiar (De Jong Gierveld, 1998).
Las redes se convierten en un asunto cada vez más importante, si se considera que los tamaños de las familias han venido en un progresivo descenso, lo que afecta la cantidad de relaciones disponibles para las personas. Adicionalmente, con el tiempo, las relaciones más íntimas, como esposo(a) y padres se van perdiendo. Las posibilidades de actualizar y agrandar las redes sociales en la vejez se reducen, ya que las personas han salido de algunos contextos de socialización como el trabajo. Otros aspectos personales, como la timidez, las habilidades sociales, la asertividad y el concepto del sí mismo pueden limitar o facilitar la actividad social de las personas mayores. Esto depende de la evaluación subjetiva de la red, así como las normas y valores sociales que orientan la interpretación que las personas hacen de su situación de soledad, valorándola como algo positivo o negativo que se puede transformar o no (De Jong Gierveld, 1998).
Los hogares unipersonales en la vejez, contexto internacional
En octubre del 2013, el secretario de Salud de Inglaterra, Jeremy Hunt, mencionaba en una conferencia que cerca de cinco millones de personas consideraban la televisión su mayor compañía. Cerca del 46 % de las personas mayores de 80 años reportaba sentimientos de soledad permanentes o frecuentes. Para la salud de las personas, comparaba el vivir solo con los efectos negativos que puede tener el cigarrillo o el alcohol en exceso, y cómo el riesgo de institucionalización o enfermedad en la vejez aumenta con la soledad subjetiva. En su discurso rescataba el contrato social de sociedades como las asiáticas, en las cuales se reverencia y respeta al viejo, así como el cuidado que se le brinda en el hogar. Por lo que uno de los desafíos de las sociedades envejecidas es restaurar y revitalizar el contrato social entre las generaciones. No obstante, algunos opositores políticos y académicos consideraban que el problema no se puede situar exclusivamente en las redes familiares, de amigos y vecinos, sino en la crisis que enfrenta el sistema de cuidado del gobierno, y que son un mito las solidaridades tradicionales que se remiten a las culturas asiáticas. Por ello, se sugería matizar las afirmaciones y recomendaciones de acción con estudios locales que identifiquen las condiciones de la soledad contemporánea en esas culturas. Un ejemplo de esto es la casa de cuidado más grande del mundo, ubicada en China, con un cupo de 5000 personas. Este tipo de acciones busca la equidad intergeneracional, que es uno de los problemas que enfrenta el cuidado informal de las familias, ya que niños, jóvenes y adultos tienen que desplazar actividades de educación y trabajo por el cuidado a los mayores (Pérez, Musitu y Moreno, 2011; BBC, 2013).
En el mundo, cada vez hay más personas mayores de 60 años que viven solas. Son varios los autores que se han interesado por el estudio de los hogares unipersonales en la vejez (Légaré, 2004; Pilon, 2004; Gierveld, 2012; Klinenberg, 2012; Rokach, 2013; Romeo, 2013; United Nations, 2013; Ullmann, Maldonado Valera y Nieves Rico, 2014). Los niveles de este tipo de residencia varían alrededor del mundo. Según las Naciones Unidas, en el 2013, la media mundial indicaba que el 38,6 % de las mujeres mayores de 60 años vivía solas; similar a la proporción de los hombres (39,9 %). En Europa y Norteamérica, estos hogares superan el 70 % de la población mayor; mientras que en América Latina y el Caribe es menos de la mitad, con cerca del 30 %. Argentina es el país que tiene más participación de las personas mayores que viven solas, con 43,9 %, y Paraguay, la más baja, con 15,3 %. En general, parece que los hombres contribuyen un poco más en esta forma de residencia, aunque en los países de la región latinoamericana esta proporción tiende a incrementarse. En este contexto, Colombia se ubica en un lugar intermedio, con el 19,2 % para las mujeres y el 25,1 % para los hombres (figura 1).
Fuente: United Nations (2013).
Las diferencias en los niveles de la residencia independiente entre distintos lugares del mundo se relacionan con varios factores demográficos, entre los que se destacan la esperanza de vida, los niveles de fecundidad y la estructura de la población.
Los países con mayor esperanza de vida al nacer, como Japón, Europa y Norteamérica (84, 79 y 76 años, respectivamente), se encuentran entre 6 y 14 años por encima de la media mundial, que está en 70 años de edad. La región de América Latina y el Caribe está un año por debajo de Europa y cinco años por encima del conjunto mundial, con una diferencia de casi 10 años entre Argentina (76 años) y Bolivia (67 años).
En general, la esperanza de vida a los 60 años es de 20 años, con variaciones que van desde los 26 años, en Japón, que tiene un 32,3 % de personas mayores de 60 años, hasta los 18,6 años, en Bolivia o Paraguay, con un 7 % u 8 % de personas en esas edades. Después de los 80 años, la esperanza de vida puede variar de 6 (Bolivia) a 10 años (Japón), dependiendo del país o región del mundo, así como la participación de los más viejos que va del 7,3 % al 0,8 %, respectivamente. Colombia se encuentra con una esperanza de vida intermedia entre países como Bolivia y Chile (figura 2).
Figura 2. Esperanza de vida según edad: mundo, algunas regiones y países, 2013
Fuente: United Nations (2013).
Las variaciones en la esperanza de vida son cada vez menores entre las regiones y los países. Según Shane Hunt (2009), en 1890, la esperanza de vida en América Latina era de 27,7 años; mientras que en Estados Unidos era de 43,5 años. A lo largo del siglo XX, esta brecha de 15,8 años fue disminuyendo significativamente hasta llegar a 6 años en el 2000 (71 años para América Latina y 77 años para Estados Unidos). Según proyecciones de las Naciones Unidas, entre el 2050 y el 2055, esta brecha podría estar alrededor de los dos años. Tal acercamiento entre regiones que históricamente se han diferenciado por sus niveles de avance socioeconómico6 es producto de las mejoras sanitarias y de salud que la humanidad ha venido creando y aplicando desde mediados del siglo XIX. La recepción y la utilización de los avances científicos sociosanitarios han facilitado la rápida generalización del control de enfermedades infecciosas y parasitarias, que cada vez aportan menos muertes infantiles en las sociedades contemporáneas. En efecto, más del 60 % del aumento en la expectativa de vida de las mujeres en los países de Europa y Norteamérica, entre 1850 y 1900, sucedió porque más niñas alcanzaron los 15 años, y no porque más adultos llegaron a ser mayores de 60 años (World Health Organization y National Institute on Aging, 2011).
Sin embargo, a pesar de la mejora sociosanitaria generalizada que permite que las personas de hoy vivan el doble o triple que sus antepasados, no todas las poblaciones tienen las mismas proporciones de personas mayores de 60 años; ello depende del descenso de la fecundidad. Los índices de fecundidad de las sociedades no han disminuido al mismo ritmo que la mortalidad, ya que obedecen en gran medida a las condiciones culturales de la población, en especial las valoraciones que hombres y mujeres tengan acerca de la familia y los hijos, lo que a su vez concierne a los entornos morales y políticos que influyen en las orientaciones de la vida sexual y reproductiva de la población. Aunque los niveles de fecundidad son distintos en las regiones del mundo, la tendencia hacia la disminución del número de hijos es algo compartido en todo el mundo. A mediados del siglo XX, se observó uno de los cambios demográficos más importantes, con el descenso general de la fecundidad, que pasó de 5 hijos por mujer a 2,7 entre 2000 y 2005 (Cohen, 2003). Para el 2012, América Latina y el Caribe registraban una fecundidad moderada superior a 2 hijos por mujer (Argentina: 2,19; Bolivia: 3,26, y Colombia: 2,32); mientras que Europa y Norteamérica ya se encontraban por debajo del nivel de remplazo (Francia: 1,98; Italia: 1,47; España: 1,49, y Estados Unidos: 1,99 hijos por mujer) (United Nations, 2014). Esto no solo influye en las diferencias de participación general de la población mayor de 60 años, sino en la forma de organización residencial, ya que en cuanto hay más niños y jóvenes, también hay más familias extensas compuestas por abuelos, padres e hijos.
En la medida en que la fecundidad desciende y la población gana años de vida, la proporción de los mayores de 80 años aumenta. Su tasa de crecimiento mundial en el 2014 estaba alrededor del 2,8 % anual, por encima del crecimiento total de la población (1,1 %). En lugares como Estados Unidos, Japón o Europa, esta población supera el 3,5 %; mientras que en la región latinoamericana está alrededor del 1,6 % (tabla 1). A pesar de su bajo porcentaje en el país (1,2 %), la población más vieja es de gran interés para los sistemas de protección y salud, ya que por sus condiciones afectivas y físicas pueden presentar mayores riesgos de enfermedad física y mental. En esas edades, tanto el cuerpo como las relaciones sociales han sufrido el desgaste natural del curso vital, con la pérdida de familiares y amigos, así como con la aparición de enfermedades, como diabetes, tensión alta o problemas de las articulaciones, que deterioran su salud y calidad de vida.
Respecto a la estructura de la población, se observa que las mujeres son mayoría en la vejez: en el mundo, por cada 100 mujeres mayores de 60 años hay 85 hombres. Con la edad, esta relación va cambiando, pues por cada 100 mujeres mayores de 80 años hay 62 hombres. Europa presenta el escenario de menor participación masculina con 72 hombres por cada 100 mujeres mayores de 60 años, y apenas 50 hombres mayores de 80 años por cada 100 mujeres en esas edades (tabla 1). En cuanto a la edad, Colombia tiene una estructura relativamente joven, con una edad mediana de 28 años, en comparación con Europa, Japón o Norteamérica, que se encuentran alrededor de los 40 años.7
Otro rasgo de la estructura que influye en la composición de los hogares unipersonales es el estado civil de las personas. De acuerdo con la tabla 2, en los países seleccionados y para ambos periodos, la mayoría de las personas mayores están casadas. En particular, los hombres con casi el doble de proporción que las mujeres. Las principales diferencias se observan entre hombres y mujeres, ya que en ambos periodos más del 70 % de los hombres mayores de 60 años declaró estar casados; mientras que las mujeres para el primer periodo no llegaban a la mitad (43,1 %), y en el segundo aumentaron a la mitad (50,3 %). Esta diferencia se explica en parte por la mayor sobrevivencia de las mujeres y que se casan con hombres de más edad. Ello se refleja en su participación en la viudez, la cual es muy superior que la de los hombres, y con la edad se va incrementando. En el primer periodo, el porcentaje de hombres viudos entre 60 y 64 años era del 6,7 % y del 18,7 % luego de los 65 años, para las mujeres eran el 29,3 % y el 53,8 %, respectivamente. El segundo periodo muestra disminuciones que pueden estar relacionadas con la mejora de las condiciones de salud y la mayor sobrevivencia o el aumento de las personas separadas. Así, para los hombres bajó al 5,3 % y al 13,4 % y para las mujeres bajó al 18,1 % y al 47,1 %.
Tabla 1. Indicadores de envejecimiento en el mundo (2010-2015)
Fuente: United Nations (2013).
Tabla 2. Proporción de personas mayores según estado civil en el mundo (1970-2010)
Fuente: United Nations (2013).
El estado civil que observó un mayor crecimiento fue el divorciado/separado, que pasó en los hombres de 60 a 64 años, del 2,8 % al 7,2 %, y en las mujeres de esta misma edad del 4,6 % al 9,1 %; mientras que en los más viejos fue del 2,5 % al 5 % y del 2,7 % al 5,1 %, respectivamente. Ello puede sugerir que la residencia unipersonal es un comportamiento reciente que ha ido creciendo con las generaciones que nacieron hacia mediados del siglo XX, lo que no se refleja en los solteros que se conservan relativamente estable en ambos periodos, con niveles cercanos al 10 %, y con un poco más de participación de parte de las mujeres.
En general, el país se ubica en un nivel medio de residencia unipersonal en relación con los países de la región y el mundo, así como en la esperanza de vida al nacer y a los 60 años, que indica que la población vieja es joven, considerando que los mayores de 80 años todavía son un porcentaje muy bajo. En cuanto a la estructura, el país presenta el mismo perfil internacional, en el que se registra una feminización de la vejez. La mayoría de las personas son casadas, seguidas por las viudas, las solteras y las separadas (tabla 2).
Notas
1Se refiere a la igualdad de oportunidades para las personas de todas las edades. El envejecimiento de las sociedades supone el aumento de la proporción de personas mayores de 60 años que, al igual que las poblaciones infantiles y adultas, requiere unas condiciones económicas y sociales que faciliten su desarrollo, inclusión y participación en la sociedad.
2La teoría de la actividad buscaba conservar la actividad en los mayores mediante actividades físicas, intelectuales o comunitarias que facilitaran la adaptación a esta nueva etapa de la vida. Hace parte de la forma en la que la gerontología comprendía la vejez e intentaba ofrecer los remplazos funcionales entre la vida laboral y la situación pensional. En esta teoría se destacan los aportes de Havigurst, Grandall y Cox. La teoría de la desvinculación propone un progresivo distanciamiento entre el anciano y su entorno, asumiendo la cercanía de la muerte y la funcionalidad de desprenderse conscientemente de su trabajo y relaciones familiares. La teoría de la modernización muestra cómo la relación entre los cambios sociales y económicos van creando las condiciones para el aumento de la esperanza de vida y de la población anciana. La teoría de la subcultura propone considerar a las personas mayores como un grupo diferenciado del resto de la sociedad, similar a una minoría que requieren apoyos específicos para enfrentar la discriminación por edad. Y la teoría del curso de vida, plantea la vejez como parte de un continuo que se inicia con el nacimiento y que no se debe comprender como una fase desarticulada de la trayectoria vital, sino como el resultado de las oportunidades y limitaciones acumuladas a lo largo de la vida (Pérez, 1994).
3Varios son los debates contemporáneos que critican la reducción de la noción de familia a su condición biológica. Sin embargo, en este caso, se menciona esta condición como la particularidad que históricamente ha sido más relevante para la noción y estructuración de la familia, es decir, la principal distinción en relación con la definición de hogar. Esto no significa que su comprensión se reduzca a lo biológico, ya que el parentesco es una construcción sociocultural y legal que cada vez más cuestiona la equivalencia entre vínculo biológico y sociojurídico, gracias a los avances científicos, tecnológicos y simbólicos, entre otros (Palacio, 2009).
4El análisis formal de los tipos de familia empezó con Frédéric Le Play, para quien existían tres tipos básicos de familia en todos los tiempos de la historia y lugares del mundo. El primero es el patriarcal, que se caracteriza por que todos los hijos permanecen con sus padres o cerca de ellos hasta la adultez y trabajan juntos en la casa de la familia. Por lo general, se da en las áreas rurales, donde las condiciones económicas y políticas ofrecen funcionalidad a la familia grande y el dominio patriarcal. El segundo es la familia inestable, que se caracteriza por su “individualismo extremo, carácter contractual, su falta de arraigo en la propiedad y su estructura generalmente inestable de generación en generación” (Nisbet, 2009). El tercero es la familia troncal, que no retiene a los hijos unidos durante toda la vida. El padre elige a un hijo para que se quede cerca, y eventualmente herede para continuar con la línea de la familia. Todos los otros hijos dejan el hogar para ir a formar uno nuevo. Esta forma de familia era muy común en Europa; pero ha dejado de ser común allá. En América Latina sigue teniendo importancia con niveles similares a los que tenía Europa en el siglo xix (cerca de la tercera parte de los arreglos) (Ruggles, 1987).
5La pobreza entendida como un fenómeno urbano, que no respondía a los contextos y condiciones materiales de la familia extendida del siglo XIX.
6Según el estudio de Shane Hunt (2009), América Latina inició el siglo XX con un producto interno bruto per cápita del 27 % del de Estados Unidos, y al finalizar el siglo había descendido un 6 %.
7No se utiliza la edad media, porque no está disponible en el informe de la World Health Organization y la National Institute on Aging (2011), que tiene los principales indicadores de envejecimiento para comparar distintos países y regiones del mundo.